Familia: una unión arbitraria, forzosa, entre dos o más partes. La formación de un lazo estrecho —a veces, demasiado estrecho— que entrecruza vidas y aferra personas. La única excusa pertinente para no permanecer solo, para ser alguien. Bajo esa definición, familia no tiene nada que ver con la sangre, sino con la acción y la negociación, la compasión y el legado. Es la oportunidad de enlazarte con alguien, de conocerlo y pretender que tu vida importa tanto como la suya. Sacrificarse y causar sacrificios. Vivir en base a otro. Parece complejo, pero es, en verdad, rutina. Las familias se hacen y se deshacen a diario. Son presa de las circunstancias. A veces, se trata de la muerte, del abandono; otras veces, se trata de un acto fortuito. En ocasiones, hasta puede tratarse de una epidemia.
Ese es el caso de Eusebio, sujeto de pocas palabras, que deambula por una Lima hecha pedazos. Un virus feroz ha asolado con media ciudad y, en medio de la tragedia, surgen personas como él: tipos fríos y racionales, capaces de tomar el trabajo que nadie más quiere. Para Eusebio, se trata de “limpiar” la ciudad: ser parte del equipo forense, desintoxicando espacios que sirvieron de mortaja para pobre enfermos sin suerte. Eusebio es un tipo de método y rutina, cosa que parece inamovible. La presencia de Joaquín, sin embargo, parece cuestionarlo todo. Con apenas 8 años, es encontrado por el viejo en los escombros de su casa, con la madre muerta y el padre no habido. A la fuerza, Eusebio acepta hacerse cargo del niño, al menos, hasta encontrarle un hogar, lo que en una Lima así, parece imposible.
El limpiador no requiere más de una vista. No tiene subtrama alguna, no nos presenta más que un puñado de personajes y posee un conflicto claro, previsible, resuelto en más o menos 80 minutos de metraje. El guion no posee diálogos extensos, ni saltos temporales. Es un film de ciencia ficción sin complejidades. Una película plana, monocroma. Y así, con este peculiar estilo, es un películas sentimental y trasgresora en proporciones adecuadas. Dada la peculiar logística del film, ningún minuto es desperdiciado, cada toma toma cuenta.
En el caso de El limpiador, el sello de Adrián Saba es particularmente previsible: es un director de silencios. Un hombre de estilo firme, escueto. Un cineasta que prefiere un guion minimalista, más de espacios que de diálogos. El limpiador es pues, a priori, emasiado plana y demasiado lineal. Parsimonia. Apenas una sucesión de escenas con un mismo encuadre: plano general, geométrico, de Eusebio y de Joaquín. Planos amplios de Lima desolada. Una música inquietante y sonidos entrecortados de la radio y la televisión. El silencio ayuda a la contemplación: el observar detenidamente a los personajes, evaluar cada una de sus acciones, descubrir sus intenciones al hacerlas. Así, mientras Eusebio hierve agua, mientras Joaquín se pone una caja de cartón en la cabeza o mientras el médico escribe sobre su computador, la audiencia busca desenmarañar sus intenciones, entender qué es lo que sienten, qué buscan.
Ayuda, claro, que la experiencia visual sea atractiva por sí misma. Los planos, aún desde su limitación, llegan a ser bellísimos. La lente enfoca un apartamento roído, una cocina deprimida y vacía, un anciano y un niño huérfano avanzando por sobre un basural, caja en la cabeza, caminando entre cadáveres. No, no se trata de embellecer la miseria, sino de captarla con indulgencia, con detalle, tal y como lo haría un niño. Tratar de arrancarle al apocalipsis aunque sea algo de valor, una mínima esperanza. Nadie tiene que decirlo. Eusebio con sus acciones, Joaquín con su dulzura, Saba con su cámara; todos consiguen lo mismo.
Y sí. Esta es otra Lima. Una que conocemos de cerca, pero que, de alguna forma, parece recién descubierta bajo la cámara de Saba. Un decorado que se hace personaje. Lima parece ser la misma de siempre: húmeda, helada, enorme, recubierta de gris y lejana de sus ciudadanos. Y, aun así, se nos muestra mucho más solitaria, más descorazanada, con colores cada vez menos saturados, más cercanos a su base, anodinos. Una puesta en escena digna de un cuento de hadas, una historia oscura, pero, a su vez, muy humana. He ahí la clave. La narrativa del filme, como un relato breve.
Habrá que pensar a El limpiador de otra manera. Verla como un cuento de hadas posmoderno, fábula distópica. Como cualquier otra fábula, debe haber una moraleja al cierre. La cuestión es que dicha moraleja no tarda tanto. Es la idea de la resiliencia. Al fin y al cabo, en el Apocalipsis, todo se trata de sobrevivir. La cuestión central es discernir la mejor forma para intentarlo: si conviene hacerlo por cuenta propia, evitando relaciones o personas que nos obstaculicen, o si es mejor aferrarnos a quienes queremos, a ver si ese ideal nos da la esperanza, y si esa esperanza nos fuerza a salir adelante.
Es asunto complejo. La propia película no es ajena a este dilema. ¿Es el padre de Joaquín un sujeto despreciable al no querer hacerse cargo de su hijo o solo busca sobrevivir? ¿No estaría mejor Eusebio sin el niño? A pesar de todo esto, la lección principal se mantiene. Eusebio cambia su vida al buscar a Joaquín, y la cambia para bien. Joaquín encuentra alguien a quien aferrarse, no un padre, pero si una suerte de confidente. Las conversaciones entre ambos se mantienen en lo mínimo e indispensable, los necesarios “buenos días” y “cómo te sientes”. Aun así, ambos personajes poseen un nivel de identificación distinto al del resto. El silencio, las miradas cómplices, son el lenguaje del futuro, la lengua del apocalipsis.
He ahí la lección y el cierre. 80 minutos en esta Lima catatónica, desprovista de amor. La historia se nos hace muy personal. Las tonadas de Karin Zielinski, de corte industrial y lastimero, inundan el filme y su ritmo lento, propinándole aún más vida, más humanidad. No se prohíbe llorar con el final de la película. A su modo, te parte el corazón.
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