Del canon alternativo —y de aquel eco resonante que significa llevarse la Palma de Oro en Cannes— llega Sueño de invierno, una película que, a priori, parece demasiado ajena con la audiencia, al menos, para estándares cotidianos. Lo parece porque su director, Nuri Bilge Ceylan, es conocido por películas densas en su composición y ritmo, que discuten temáticas que no siempre se quieren ver en la pantalla. Además, es una adaptación —bien libre, eso sí— de relatos escritos por Chéjov, con toda la carga que eso tiene. Finalmente, y tal vez la prueba definitiva, es su duración: más de 180 minutos, en los que, aparentemente, no sucede mucho. Sí pues: concordamos en qué es un riesgo. Y, aun así, se trata de un riesgo bien tomado, con resultado que vale muchísimo la pena; un film que, a su modo, se gana su lugar en el cine y que, explorando crisis personales y sociales en la Turquía contemporánea, deja pie a la controversia.
La trama no es una, sino un compendio de microcuentos, pequeñas historias que son unidas por una serie de personajes y temas comunes; funciona justo como lo mejor de la literatura rusa —pensemos en Chéjov, Tolstoy y otros— o incluso, lo mejor de la literatura universal. La diferencia aquí es que, aparentemente, todo está insertado de forma lineal: es una misma trama, un solo arco narrativo que se genera conforme avanza el filme, o eso se nos fuerza a creer. Y el arco lo protagoniza Aydin, quien, en pocas palabras, es rico, con todo aquello —bueno o malo— que eso signifique. En la fría región de la Capadocia en la que vive, ser rico le ha traído numerosas antipatías. Quizás no sea por su condición económica per se, pero sí por cómo la asume: se dedica a presionar a sus arrendatarios con el precio del alquiler, montar cínicas críticas al proyecto humanitario de su esposa y esbozar, con ego y esnobismo, una nueva lectura del teatro turco. Así, durante un invierno durísimo, tanto Aydin como quienes lo rodean deberán enfrentarse a la dura realidad que siempre habían esquivado: el rechazo mutuo, los resentimientos contenidos en el tiempo.
Con Sueño de invierno, Bilge Ceylan regresa a la vocación didáctica del arte: la manifestación subjetiva no es sino, una forma alternativa de educar a la población sobre temas objetivos. Esa podría ser una lectura constante del filme, con la que se entendería por qué la historia está desprovista de grandes momentos de tensión o cambios radicales, exhibiendo, más bien, pequeños detalles, tribulaciones emocionales; elementos que parecen ignorar la coraza e ir directo a las grandes preguntas. Y otra vez, todo esto, por el bien educar.
Bueno. Entonces, ¿de qué va la lección de Ceylan?
Comenzamos por lo sencillo. Con el inicio. Un accidente. El auto en el que se transporta Aydin es impactado por una piedra. Al salir, se da cuenta de que el niño es hijo de uno de sus arrendatarios, quien le debe dinero hace mucho. Si bien el padre asume la responsabilidad —y reprende fuertemente al niño—, Aydin no está contento. Prefiere adoptar una actitud controladora, condescendiente, dejando en claro la relación entre patrón y mandado, empleado y empleador. El hombre se aleja con resentimiento, una sensación que sigue cultivando en su interior, pero que no puede expresar por temor a reprimendas, lo que, irónicamente, hace que la sensación aumente. Esa es la cruda realidad de la Turquía contemporánea, como podría serlo de cualquier sociedad capitalista: las brechas sociales no son solo evidenciables en lo patrimonial, sino también desde los sentimientos. El rico sigue asumiendo un papel paternalista, de una dominación disfrazada de comprensión y compasión. En las distintas conversaciones con sus empleados, Aydin sigue demostrando esta tendencia: el “yo” se sobrepone a las buenas intenciones de las que alardea. Igualmente, cuando su esposa organiza su campaña de construcción de casas a los desfavorecidos, Aydin, en una esquina, solo atiende a criticar en silencio, con la mirada recelosa. A pesar de lo efectivo de la propuesta —y de lo importante que es para su mujer— él la rechaza, o al menos, se da el lujo de intentarlo. Otra vez, se trata de creer que él pudo haberlo hecho mejor, o indignarse por no ser tomado en cuenta antes. Así, el ego, el poder doméstico y cotidiano, vence al altruismo y es lo que impide que las brechas, junto a las heridas, se cierren.
Aydin a su vez, asume el rol del intelectual, quien cínicamente vive anhelando que el mundo se acople a sus intereses y que cierta coraza de superioridad permanezca por siempre. Eso parece hacerse evidente en las conversaciones de Aydin con su hermana —una mujer de características similares— en los que ambos tratan de entender que “está mal con el mundo”. Bajo esta conversación entre dos privilegiados, Bilge Ceylan articula la parábola del sujeto moderno, el intelectual “comprometido” con la sociedad, pero felizmente lejano a esta, cómodo desde la distancia.
Una primera lectura, más bien política, queda clara. Pero aquí estamos ante muchas historias. Tenemos, por fortuna, una trama mucho más íntima: el retrato de un matrimonio descarriado, degradándose, haciéndose pedazos con el tiempo. Nihal parece no querer a Aydin. Asume la arquetípica composición de la esposa trofeo, hastiada de ser una posesión más en la vida de un megalómano sin remedio, y decidida a superar su propia crisis encargándose de los problemas del resto. Sin embargo, sabe que aún depende de Aydin. Ambos se necesitan para recordarse que el otro es peor y, por consecuencia, sentirse mejor consigo mismos. La pareja no comparte tantas escenas en el filme, pero en las que sí, asumen una misma postura de represión y hastío. Bilge Ceylan lo sabe, y entiende cómo filmarlo. Por un lado, recurre a una conversación casual, un breve intercambio de palabras, y lo hace escalar, de a pocos, hasta generar un confrontamiento directo, una serie diálogos elaborados desde la agresividad y el cinismo. Luego, para otra escena, Ceylan prefiere el silencio: momentos casi bergmanianos en los que los protagonistas se guardan el odio, se rechazan con la mirada, se reprimen a ellos mismos para no salir más heridos.
Entendemos que, si bien estamos ante un film contemplativo, el silencio es relegado a un plano secundario. Aquí, importan las palabras. Bilge Ceylan reconoce la importancia de una conversación cualquiera como forma de revelación, o de la situación política de un país. Por eso, deja que la cámara se mantenga fija, intercalando entre un actor y el otro mientras discuten, deliberan, ríen o se cuestionan. Las escenas son larguísimas, con secuencias de numerosos minutos y un solo intercambio directo que abarca más del usual. Este tipo de parsimonia, sin embargo, no es perjudicial, ni siquiera tedioso: son diálogos comunes, pero, a su vez, punzantes; son temas que nos importan, términos y oraciones que van desmenuzando barreras, eliminando defensas y viendo capa tras capa de estos personajes. Por eso seguimos pegados a la pantalla, aun cuando ya hemos pasado más de dos horas escuchando a estos tipos hablar. Eso pasa, evidentemente, cuando tienen algo bueno qué decir.
Podríamos pensar, entonces, que se trata de un calco de una pieza teatral; allí, otra equivocación. No es teatro, principalmente porque Bilge Ceylan se sirve de suficientes recursos cinematográficos para que su historia se mantenga relevante. Filma el invierno con todas sus características, con amplios páramos llenos de blanco, con el sonido de la chimenea a todo volumen, con los rostros contrariados de los protagonistas por el viento helado, ese que continúa a pesar de los enormes abrigos de piel que llevan. Ese es el invierno: aquella estación llena de misticismo, que fuerza a la compañía y a la intimidad, que termina revelando y generando confrontación. La forma en que el invierno ha sido captado, tanto dentro como fuera la casa de Aydin, deja a los personajes atrapados en la parsimonia y letargo.
La clase final llega justo antes del cierre. Nihal, en un último intento por sentirse bien consigo misma, va a buscar al arrendatario de su esposo —el padre del niño que lanzó la piedra— para ofrecer su ayuda. Le ofrece más de 5000 dólares. Sigue sin entender que un rédito económico no resuelve brechas personales y políticas y que, más bien, solo las afianza, recordando la distancia —evidente a partir de la condescendencia— que surge entre uno y otro. Con la cámara pegada a su rostro y al del arrendatario, la tensión se acrecienta. Los diálogos son directos, dejando poco a la imaginación. Él recoge el dinero y lo lanza al fuego. Rechaza lo que considera un acto denigrante. Nihal llora amargamente. Ninguno parece escapar de los designios sociales impuestos de forma drástica. Es inevitable.
Bilge Ceylan deja esta reflexión, bastante dura, precisa, y así, cierra su film. Nosotros lo lamentamos. Ya nos habíamos acostumbrados a este invierno.
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