Chile ya no es el mismo país. La cruenta y represiva dictadura de Augusto Pinochet ha quedado en el pasado. El país busca sanar las heridas, conciliar al pueblo y tratar de salir adelante después de verse sometido al ciclo espiralado de odio y barbarie. Sin embargo, ninguna mirada al futuro puede darse sin depender profundamente del pasado. Para Patricio Guzmán, al menos, eso es lo único que importa, a tal punto de afirmar, y seguro con razón, que el presente no existe: es tan solo una ilusión, una secuencia dividida entre la ansiedad por lo que se viene y la pesadumbre de lo que ya sucedió. Todo lo que conocemos o vivimos parte de lo que fue o de lo que será. Eso es, por ejemplo, el rol del astrónomo: buscan desentrañar el origen del cosmos para entender el mundo en que vivimos. Lo curioso es que aquellos fenómenos que los astrónomos chilenos estudian —una estrella, una explosión—, se han acabado hace muchísimo tiempo, pero su transmisión recién llega a la tierra. Nuevamente, pasado en vez de presente. Esta premisa, sin duda, puede ser extrapolada a otros buscadores del pasado: las madres y demás familiares de las víctimas del dictador, que tiene su presente definido por la búsqueda de los cadáveres de sus allegados.
Desde ya, se entiende que es complejo. Quizá por eso Nostalgia de la luz es, en verdad, muchas películas. Es una historia de amor: el amor filial, profundo, aquel que ni una muerte violenta o la feroz reprensión de una dictadura pueden repeler. Es el amor que sienten las tantas mujeres que siguen desempolvando la tierra del Atacama en busca de los huesos de sus conocidos, todos ellos, asesinados por el régimen de Pinochet. Es también, una prosa certera, inquisitiva, sobre el rol de la ciencia y las batallas internas de aquellos que, al escarbar en el pasado, buscan entender nuestro futuro. Son los científicos que, con paciencia y ahínco, pasan sus días con la cabeza apuntando al cielo: dedican su tiempo a mirar estrellas desde los enormes observatorios en medio de la nada. Y sí, por momentos, el film es otra cosa totalmente distinta; se atreve al abstracto: abandonar lo prosaico y, de alguna manera, utilizar las imágenes del más allá —estrellas, constelaciones, planetas— para rozar un lirismo pleno.
La película no abre como lo harían la mayoría de documentales. Prefiere un elemento narrativo tan propio de la ficción como el misterio. La cámara se enfoca en una gigantesca estructura de metal: enormes compuertas, aún más grandes complejos que las resguardan, todas, mirando al cielo. Entonces, la vista se posa en un punto fijo: el firmamento. De ahí, quienes lo estudian. Con un montaje sobrio, escueto, el film se dedica a entrevistar a todos aquellos que se pasan el día entero con la vista frente a las estrellas. El orden de las imágenes es previsible: toma del científico en cuestión, describiendo pasionalmente su trabajo y las implicaciones de éste; de allí, planos generales en el mismísimo espacio. Escenas rebosantes de belleza. Mezclas salvajes de colores, luz profunda salpicada sobre el fondo negro, rocas gigantescas armadas, quizás, de forma armónica. Guzmán sabe que esas escenas son por las que muchos decidieron ver el film. No nos deja insatisfechos. Si bien contadas y limitadas, cada una destaca por su profundidad: así, casi en silencio, el espectador se queda prendido de la grandiosidad del cosmos. Resulta sublime.
La película, de estancarse en una reflexión sobre lo estelar, sería un producto decente, pintoresco. Una estampa. Sin embargo, las intenciones de Guzmán van mucho más allá. Él filma a las otras gentes del Atacama, los que miran hacia abajo. La cámara prácticamente se llena de polvo mientras capta a estos hombres y mujeres escarbando la tierra. Porque los muertos, en su forma más tangible, son justamente eso: hueso y polvo. Poco sabemos los espectadores de aquella sensación apabullante que les embarga cuando consiguen una canilla, un fémur o una tibia; es lo único que queda de aquellos que amaron. Lo de Guzmán es un argumento poderoso: en Chile, la opresión se divisa como un ciclo permanente: los mineros vivían en condiciones infrahumanas en el Atacama, las viviendas de éstos se volvieron campos de concentración para los detenidos por Pinochet, y aquellos que buscan los restos de estos detenidos sufren la ignorancia y desidia de una sociedad que no los comprende.
Dos historias que no parecen tener mayor ilación que compartir el mismo contexto espacio-temporal. Eso, por suerte, es refutado por su autor. Ahí la mayor virtud del filme: generar esta yuxtaposición, esta convergencia entre lo maravilloso y abstracto del universo y lo cruento y frágil del ser humano. Hacerla relevante. Ambas historias —y por razones totalmente distintas— apelan a lo más básico de nuestra naturaleza: seguir buscando. De ahí volvemos a la idea del pasado. En el mismo lugar, dos grupos totalmente distintos se dedican a combatir a la memoria y hacerla más valiosa. El montaje es comprensivo con ambos. Si bien para el cierre creemos que hemos visto un film político —dándole mayor relevancia a las escenas de la tierra— eso solo demuestra la profundidad del mensaje como un todo: es tan importante descubrir el origen de nuestra existencia como aquello que la define socialmente.
Ahora bien, un film tan ambicioso en su concepto debe ser rendidor en su ejecución: lo técnico, lo estético, termina siendo también relevante para entender lo que el subtexto nos dice. Y funciona. Como dijimos, estamos ante una película de silencios amplios, de planos generales y paneos contantes, que incitan a la reflexión. Es densa, eso sí, pero lo suficientemente empática para no alienar al espectador. Para ambos lados juega, por ejemplo, un elemento característico del filme como la narración de Guzmán: una voz parsimoniosa y calmada que va describiendo escena por escena. Las palabras de Guzmán resuenan en los páramos desiertos, labrando en la roca los pensamientos de un superviviente, un hombre herido. Su tranquilidad puede confundirse con monotonía, pero también, puede ser vista como humildad y tolerancia; su voz entonces, es la de alguien sabio, comprensivo.
Eso es Nostalgia de la luz. Una muestra perfecta del estilo de Guzmán: uno que cohesiona, que concilia, que perdura. Con menos de 90 minutos, dice mucho, más de lo que nos traen la mayoría de películas. Es así que el desierto se transforma en fiel confidente, en receptor de aquellas revelaciones que no se dicen a simple vista; un lugar indispensable para la inherente búsqueda del por respuestas. Respuestas que en definitiva, deben ser expuestas. Verdad.
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