Es el inicio de La teta asustada, seguramente, lo más atrevido que se ha hecho en el cine de Perú, al menos, en su formato mainstream. Pantalla negra. Voz en off. Un canto. Un relato: la historia de una mujer y la historia de un pueblo. La anciana revela, entre confusión y furia, casi mediante sigilos, lo que muchas mujeres en su condición podrían asumir como suyo: abuso, muerte, represión. El conflicto armado interno ha dejado secuelas imborrables. Este es el tipo de cosas de las que, en teoría, no se encarga una película, menos en su escena inicial. Queda entonces demostrado que la segunda película de Claudia Llosa —agazapada por la fiebre de los Óscar— no es una película convencional. Es, en esencia, una confesión. Un compendio de traumas y temores reprimidos, ya sea por las estructuras de poder o por el inexorable efecto del olvido. Se trata, a breves luces, de una experiencia inmersiva y etnográfica; un relato con la trama a medio cuajar y brillantes colores tomando la pantalla. Una apuesta por las emociones primarias. Música.
En las afueras de Lima, en un asentamiento de migrantes, se media entre la colonización occidental y el peso de la tradición. Ese es el caso de Fausta, quien, en el fondo, sigue siendo una niña. Como toda niña, ha fijado una serie de ideales en su cabeza: algo qué valorar, alguien a quien imitar, cosas que la hacen segura. Sobre todo, la familia. Cuando la madre fallece, Fausta se ve obligada a salir de ese microcosmos en el que ha habitado toda su vida: de alguna forma, tiene que hacerse mujer. Consigue trabajo en Lima y se ve insertada violentamente en un mundo que no conoce. Sin embargo, a ella le preocupa algo más, una angustia que depende de lo que sucede en su cuerpo: teme padecer de “la teta asustada”, una enfermedad heredada por la leche materna de aquellas mujeres violadas durante el conflicto armado interno. Temerosa, Fausta ha decidido incrustarse un tubérculo en la vulva, a ver si así puede ser inmune a la maldición que ha castigado a su familia. Mientras el cuerpo inerte de su madre yace embalsamado a la espera de su entierro, Fausta trata de enfrentarse a una nueva vida, una sin el conflicto del pasado, pero con la ansiedad del presente.
La teta asustada puede ser vista desde dos narrativas. Lima, partida a la mitad. Por un lado, como testimonio de vitalidad y resiliencia andino-migrante: una Lima vivaz, colorida y chillona, una ciudad que aún resguarda el recuerdo, un cuadro de tonos violeta, pastel y lavanda. En medio de caminos de polvo y casas a medio construir (en los llamados “pueblos jóvenes”, una suerte de guetos contemporáneos para las clases obreras y los inmigrantes de todo el país), la esencia de un pueblo aún se mantiene. Resiste. Los rituales ancestrales se transforman en bodas coloridas, las prácticas poco ortodoxas de antaño se entrecruzan con lo contemporáneo. Las disposiciones culturales se flexibilizan y alteran con el paso del tiempo, permiten, en una suerte de mímesis, representar sin recrear, los ideales y sistema de creencias de sociedades andinas. Así, una superstición milenaria es yuxtapuesta al efecto de la violencia andina mediante la noción de la enfermedad. Esa Lima, sin embargo, tiene una contraparte; no es una suerte de antítesis, sino un producto afectado por una evidente modernización y la supresión de las tradiciones. Es la Lima en la que Fausta irrumpe, como poco más que un arquetipo, un estigma: es la sirvienta, la “cholita”, el agente sin agencia. Fausta se mantiene en silencio, en la servidumbre, incitando la condescendencia de la patrona y, tristemente, de la audiencia. La gente no entiende un concepto como el de “la teta asustada”, lo observa de forma peyorativa e ignorante, más como un capricho cultural que otra cosa. Mientras más se adentra Fausta en este mundo, a la fuerza, más lucha por ser quien es.
Fausta canta. Es quizás, su único medio de comunicación con aquellos que no pueden entenderla: la música es lenguaje universal. De a pocos, mediante la música, o las miradas —que en el fondo, son lo mismo, son abstracción—, Fausta descubre su camino: desligarse de su pasado, de la maldición, “enterrar a sus muertos”. Crecer.
Poner todo esto en la pantalla, sin embargo, requiere de un ojo preciso e incisivo, que resulte por ambas partes inventivo y racional: el exceso no es característico del cine de Llosa. Sin ser un film monocromo, el uso del color es contenido, preciso. Todo funciona por objetos. En el inicio, es el contorno de la cama, los pies de la anciana muerta, a punto de ser enterrada en una tierra que no es la suya: la pérdida de lo tradicional frente a la modernidad. Las pocas escenas dentro de esta casa, de tonos celestes, dorados, parecen como piezas de un retablo, artesanía peruana que recoge, de forma minimalista y en pequeños armarios, las tradiciones pictóricas y orfebres del ande. Eso mismo vemos en las continuas celebraciones de bodas. Con Fausta, sucede lo mismo: en algunas escenas, está cubierta de flores, simbolizando su ritual de su crecimiento. Tomando la flor desde los labios, otra toma muestra su despertar emocional a través de la ventana: sobresaliendo por los contornos de madera de color verde, se encuentra en medio de dos mundos: dejar atrás su lado ancestral, infante, o permanecer alejada de lo urbano. Cada escena funciona así: como una postal independiente, un cuadro delimitado y rigurosamente simétrico. Podría pecar de excesivo en cuanto a composición; aun así, deja un buen sabor. La revisión etnográfica de Llosa funciona bien desde lo simple.
Por supuesto la imagen por sí misma no vale tanto. Necesita el misterio y el sincretismo de la trama: el enfrentamiento entre culturas, el crecimiento de Fausta y su posición frente a la “enfermedad”. A través de ella, Llosa elabora una suerte de enfoque antropológico, que se pregunta por la relación entre dolencia física y creencia, por la intersección entre lo sagrado y lo mundano, la creencia y el fenómeno histórico, que se evidencia a partir de una enfermedad, una forma de materializar el trauma de la guerra. A fin de cuentas, una enfermedad, con síntomas y un proceso evolutivo propio, puede controlarse, incluso, suprimirse. El uso del tubérculo podría ser entendido, más que como una evocación a la fertilidad, como una forma de reconectar el cuerpo dañado con su origen místico y geográfico. La propia “teta asustada” replica el trauma colectivo, que se traspasa forzosamente de generación y generación, que solo puede ser expiado a través del sacrificio, o, en el caso de Fausta, a partir de rituales, incluyendo el canto. Fausta apenas habla, y lo poco que dice no es suficiente. Es un personaje fascinante, contradictorio, que se desarrolla por miradas y conductas repetitivas. El elemento representativo es la voz, pero no a través de las palabras, sino gracias a los cánticos: la voz suave, infantiloide, resuena fuertemente en la desolada mansión de un barrio residencial limeño, seduce a la patrona y demuestra que, en esencia, Fausta es quien es gracias a su música.
Por supuesto, la aproximación del film es controversial Se le acusa de prejuiciosa, estereotípica y elaborada a partir de una posición de poder. Esnobismo. No es fácil saberlo. La teta asustada es controversial por naturaleza. Rechaza tajantemente ser una postal costumbrista, una pieza de cinema verité, o incluso, un pedazo de cine surrealista; se aleja de las convenciones de género, y para bien. Tampoco califica como híbrido. Es, a breves luces, su propio género: un canto lírico, neorrealista, mágicorrealista, social, onírico, contradictorio, un compendio de adjetivos que no van bien cuando se escriben juntos. Por eso choca. Romantizarla sería ignorar los tiempos de barbarie ocasionados por el conflicto armado interno del Perú; validar su realismo sería legitimar prácticas retrógradas y patriarcales, avalando una postura malversada y arquetípica del ande. En cualquier caso, el espectador no puede decidirse: se encuentra en un limbo permanente, en la incapacidad de preferir un tipo de lectura. Claudia Llosa, de alguna forma, lo consigue: deja que la audiencia divague, se deje llevar por las imágenes y que deje el debate para después.
Volvemos a decirlo: La teta asustada funciona mejor desde la abstracción y lo sensorial. Su valor como representación fidedigna, inclusive justa, no parecen convicentes. El discurso político funciona, según cómo se le mire. Los cánticos en quechua son, al final, la prueba más tangible de rebelión: el quechua como elemento irredentista, emancipador. La música es, igual que el cine, un medio mucho más sensorial, inmediato e impactante que la oralidad o la palabra escrita; es de efecto instantáneo y perenne. Por eso se queda con nosotros. Estamos ante una de esas películas que no trató de decirlo todo, sino lo importante, y que, sin embargo, consiguió lo primero. Captura el conflicto y a la mujer. Provoca. Con el film , volvemos a validar el cine testimonial, más por lo que evoca que por lo que narra.
Así parece funcionar aquella música de los espíritus.
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