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Inclusión económica

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La generación de oportunidades para la población rural en condición de vulnerabilidad, pobreza y exclusión como soporte para salir de estas condiciones que limitan su progreso, puede tener diversos caminos. La inclusión económica, es una de ellas.

No es un fin en sí mismo, sino una tarea estratégica para una salida sostenible de la pobreza, orientado a procesos de crecimiento y desarrollo comunal, y de bienestar familiar.

Que sea sostenible supone no sólo la construcción y ampliación de una base material productiva sino además capacidades para lograr habilidades e iniciativas que faciliten el incremento de ingresos autónomos.

Las políticas para la reducción de la pobreza podrán alcanzar tal propósito si conllevan componentes habilitadores que vayan más allá de la protección social. Y el Estado los tiene: Procompite, Haku Wiñay/Noa Jayatai, Agrorural, Agroideas, Trabaja Perú, entre otros. Pero requieren ampliar su cobertura, financiamiento y articularse no sólo arriba (políticas públicas) sino también abajo (intervenciones territoriales) focalizando hogares para incorporarlos no como beneficiarios sino como usuarios (responsabilidades compartidas entre el Estado y ciudadanos en tanto sujetos de derecho).

Al objetivo de la inclusión económica, es pertinente y necesaria la inclusión financiera como otra estrategia que facilita y estimula la movilidad de los campesinos y pequeños productores para implementar sus actividades agropecuarias y de transformación de productos naturales para obtener valor agregado, como la artesanía y la gastronomía, o desarrollar servicios rurales como hospedaje, turismo comunitario, transporte local, entre otros.

En esta perspectiva, el acceso a los mercados locales y regionales es clave, más todavía si estos pueden extenderse de modo que los ciclos productivos sean también sostenibles en el contexto del ciclo de vida de las personas.

Es particularmente relevante que, como impacto de la pandemia y las urgencias de enfrentar la emergencia sanitaria, desde el Estado se fomente mecanismos que mejoran las capacidades financieras de la población rural, como está ocurriendo con los bonos para mitigar los impactos del Covid (billetera móvil, cuentas de ahorro, cuenta DNI y otras modalidades). Cuando las condiciones mejoren y el hambre amengüe, la cultura del ahorro a partir de la bancarización podrá tener mayor opción entonces, una condición importante para la protección y reproducción de los activos familiares.

La inclusión económica está en la línea de otros fines de las políticas públicas, la diversificación productiva y el desarrollo de la agricultura familiar, instrumentos de la acción estatal que debe complementarse mediante el consenso y la coordinación intersectorial e intergubernamental, sumándose al dinamismo de la economía y reconociendo la nueva ruralidad, expresada hoy en la interdependencia de los espacios rurales y urbanos, que implican igualmente, mejores oportunidades económicas para  el incremento de los ingresos y su diversificación.

Perfil demográfico

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El mapa demográfico del Perú ha sufrido cambios sustanciales en las últimas décadas. La intensa migración interna del campo a la ciudad transformó el rostro del país. La distribución de la población por área de residencia muestra que en 1940 el 64.6% de los peruanos vivían en áreas rurales, y sólo un 35.4% en áreas urbanas, de acuerdo al censo de aquel año.

Las cifras del Censo de Población, Vivienda y de Comunidades Indígenas de 2017, el último de su tipo realizado por el Instituto Nacional de Estadística e Informática, reveló que sólo el 17.6% vivía en la zona rural y un aplastante 82.4% en la zona urbana. Cuatro años después, para este 2021, la proyección del INEI lo confirma con el 18.5% y 81.5%, respectivamente.

Sólo en términos numéricos, se ha producido un vuelco total en cuanto a la ocupación del territorio. La búsqueda de mejores condiciones de vida asociada a las escasas oportunidades es una de las causas principales, aunque no la única.

La distribución poblacional por regiones naturales también cambió. Para este 2021 la estimación es la siguiente: 58,8% habita en la costa. 27.0% en la sierra y el 14.2% en la selva.

La esperanza de vida se elevó y con ella el número de habitantes de 60 a más años de edad, que pasó de 5.9% en 1972 a un 13% en la actualidad.

Hoy somos 33 millones 35 mil 300 habitantes; el 13.9% habla el quechua, el 1.7% aimara, el 0.8% lenguas amazónicas y el 82.6% el castellano.

¿Y la estructura del Estado? Creció en cantidad y en calidad, pero no lo suficiente como para responder a esta realidad.

El último reporte del Índice de Densidad del Estado (IDE) publicado por el Programa de las Naciones Unidas – PNUD Perú, dibuja un mapa distinto al demográfico, con brechas significativas de la presencia de los servicios estatales en distritos y provincias, en particular de la sierra y la selva, lo que implica limitaciones en el acceso ciudadano y, por ende, menores oportunidades para alcanzar el desarrollo humano.

El IDE usa como indicadores la identidad (habitantes documentados), educación (tasa de asistencia a la escuela secundaria), salud (número de médicos por cada 10 mil habitantes), saneamiento (proporción de viviendas con agua y desagüe) y electrificación (viviendas con energía eléctrica). Dentro de un rango de 0 a 1 Lima tenía un IDE de 0,8770 y Loreto apenas 0,5329, ubicándose estas regiones en los extremos opuestos del ranking.

Los servicios del Estado peruano no siempre llegan a toda la población en un territorio extenso y diverso. Los esfuerzos son aún insuficientes y las brechas enormes todavía. Estas son las otras fracturas que delinean la dramática radiografía del país.

Reducir la desigualdad

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Una sociedad más igualitaria y equitativa, incluyente, con amplias oportunidades para la población es una aspiración compartida por los países y uno de los 17 objetivos de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, firmada por 193 Estados miembros de la Organización de las Naciones Unidas.

Proclamada el 25 setiembre de 2015, la plataforma ODS se sostiene en una visión transformadora de la realidad global para erradicar la pobreza y asegurar la prosperidad para todos, protegiendo el planeta y promoviendo medios de vida saludables.

Reducir la desigualdad al interior de las naciones y entre ellas es una enorme tarea de múltiples dimensiones pero de urgente necesidad, pues en el mundo como en el Perú, millones de ciudadanos se encuentran excluidos del bienestar por las brechas que muchas naciones mantienen debido a los escasos compromisos de sus líderes con la transformación de sus sociedades, y por las dinámicas globales que refuerzan estructuras económicas y sociales que no favorecen el crecimiento con desarrollo social.

La desigualdad afecta a las personas de manera dramática. Sólo dos ejemplos, recurrentes, por cierto, muestran descarnadamente una cruenta situación que padece la población infantil:

“Unos 69 millones de niños menores de 5 años morirán por causas en su mayoría prevenibles. Las mujeres de las zonas rurales tienen el triple de probabilidades de morir en el parto que las mujeres de los centros urbanos… Las desigualdades en los ingresos, el género, la edad, la discapacidad, la orientación sexual, la raza, la clase, el origen étnico, la religión y la oportunidad siguen persistiendo en todo el mundo. Amenazan el desarrollo social y económico a largo plazo, afectan a la reducción de la pobreza y destruyen el sentimiento de plenitud y valía de las personas (https://bit.ly/3xH5x2p).

La búsqueda de mejores escenarios demanda un conjunto de metas, lamentablemente hoy muy difíciles de obtener debido al impacto de la pandemia del covid-19. En el 2015 se había fijado alcanzar al 2030 el crecimiento progresivo de los ingresos del 40% más pobre de la población a una tasa superior a la media nacional.

No obstante, otras metas aún son posibles si hay voluntad política y compromisos de los Estados, gobiernos, empresa y sociedad civil organizada: promover la inclusión social, económica y política de todas las personas independientemente de su edad, sexo, discapacidad, raza, etnia, origen, religión o situación económica u otra condición; garantizar la igualdad eliminando las leyes, políticas y prácticas discriminatorias; y adoptar políticas fiscales, salariales y de protección social que promuevan la equidad.

Promover la igualdad y reducir la desigualdad, es posible. Y, ojo, esto no es comunismo.

Articulación de la política social

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Las políticas sociales buscan reducir las brechas que impiden a la población en situación de pobreza y de vulnerabilidad, acceder a una educación y salud de calidad, a ingresos autónomos dignos, y a oportunidades de desarrollo socioeconómico que les garanticen ejercer sus libertades y sus capacidades humanas.

Esta tarea supone pertinencia, eficacia y eficiencia de la gestión estatal, y demanda la disponibilidad de recursos para financiarla, soporte administrativo y tecnológico, y equipo humano con liderazgo.

Pero no es lo único. Se requiere de una intervención diseñada sobre una lógica causal de objetivos y metas que contribuya a resolver el problema y generar evidencia de ello.

En estos lineamientos de política pública -diríamos además en el contexto de los esfuerzos de modernización del Estado- se ubican los Programas Presupuestales, tal como ya lo tienen ministerios, proyectos especiales, gobiernos regionales y locales. El gran reto es articularlos y traducir estas intervenciones en resultados.

Todo ello no es viable si no hay voluntad gubernamental, es decir, decisión de transformar el estado de cosas existente a una condición mejor que asegure el presente y futuro de estos segmentos de la población en un escenario de igualdad de oportunidades con enfoque inclusivo. No es una utopía, hubo y hay avances significativos en algunas regiones como Huancavelica, Ayacucho y Cajamarca.

La construcción de un sistema de políticas sociales articuladas y coordinadas en los tres niveles de gobierno (nacional, regional y local), con programas y proyectos que incorporen indicadores de desempeño, de efectos e impactos, adaptables y flexibles a los espacios geográficos, así como a las realidades socioeconómicas y culturales de un país tan diverso como el nuestro, es uno de los más grandes desafíos del Estado, pues comprende, entre otras consideraciones básicas, una visión compartida, un amplio consenso y un acuerdo estratégicamente sostenible de mediano y largo plazo, es decir, gobernanza territorial.

En ese camino, el enfoque de derechos (que reconoce a las personas no como “beneficiarios” sino como “usuarios” de la política social, es decir, con responsabilidades compartidas entre el Estado y el ciudadano), puede allanar la ruta para estos acuerdos y para la ampliación de los programas habilitadores de oportunidades económicas (existen pero son pocos) en ámbitos locales, aprovechando corredores socioeconómicos y microcuencas bajo esquemas vinculantes con la institucionalidad existente en los territorios.

¿Es posible todo esto? Pues sí. También lo es, bajo el mismo enfoque, la universalización de la seguridad social, transferencias económicas condicionadas a objetivos de salud y educación para los estratos en pobreza extrema, inclusión laboral y productiva e ingresos dignos con salario mínimo. Contribuirán a reducirán la desigualdad y la pobreza, y promoverán el desarrollo social con más oportunidades.