Juegos del hambre

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Antes de la pandemia la mayoría de las naciones estaban muy lejos de alcanzar uno de los principales compromisos con los Objetivos de Desarrollo Sostenible al 2030, poner fin al hambre y a la desnutrición. A casi dos años de su presencia en nuestras vidas la brecha se ha agigantado y nos martillea la conciencia, porque, además, son los niños y las mujeres sobre quienes recaen más sus demoledores impactos.

Durante el 2020 entre 720 y 811 millones de personas en el mundo fueron afectadas por el hambre,161 millones más que el año precedente, de acuerdo a las estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).

Pero ya en el año 2019, el 19.3% de la población de América Latina y el Caribe (113 millones) no podían alimentarse adecuadamente. Las cifras comparativas nos dan una mejor comprensión de cómo nos encontramos quienes habitamos en esta región. Así, en Europa solo un 1,7%; y en América del Norte 1,4% padecía hambre. En el otro extremo, en el África subsahariana 84.7% (975 millones), y en el Asia meridional, el 71.3% (1,282 millones de habitantes).

Si esto ocurría el año 2019, las cifras al cierre del año 2021 serán más dolorosas y dramáticas aún, pues en el segundo año de la pandemia, los servicios de salud están golpeados por la abrupta demanda y la escasez de personal médico y asistencial, en tanto el acceso a una alimentación adecuada tenían ya graves secuelas. Continuarán sintiéndose en los próximos años, según todos los estudios, entre ellos, el informe sobre el impacto del Covid-19 en la seguridad alimentaria y la nutrición emitido por la ONU.

Sólo hay que recordar que unos 370 millones de niños en todo el mundo no tuvieron oportunidad de acceder a la alimentación escolar debido al cierre de colegios, y aunque muchas naciones adoptaron estrategias para remontar esta circunstancias -como lo ha hecho Qali Warma en el Perú- las respuestas gubernamentales no siempre fueron oportunas ni suficientes.

Es pertinente recordar los datos revelados hace unos días por la FAO en su informe sobre el Panorama de la Seguridad Alimentaria 2021. El 47.8% de la población peruana padece inseguridad alimentaria entre moderada y grave; y cerca de 6 millones de compatriotas se encuentran con malnutrición severa.

Y son los hogares rurales los que más sufren las secuelas del hambre, no obstante que los territorios donde viven y trabajan sostienen los sistemas agroalimentarios. El juego tenebroso de la inequidad y la indiferencia.

Escenario de riesgos

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La crisis política que se extiende y se prolonga es sólo uno de los escenarios de riesgo que pone al filo del abismo la gobernanza nacional, como ha hecho ya la corrupción con la gobernanza regional en buena parte del territorio.

La corrupción se ha sumado a los grandes problemas estructurales y ha establecido su sello de agua en la historia pasada y reciente del Perú. Como riesgo, problema o crisis, atraviesa vertical y horizontalmente todas las esferas de la vida económica, social y política, pero no es la única.

Un estudio realizado por el Centro Nacional de Planeamiento Estratégico (CEPLAN) evaluó los principales riesgos globales y nacionales para el decenio 2021 – 2031 sobre la base de dos consultas aplicadas durante el año pasado a líderes de diversos sectores. Entre un conjunto de 29 riesgos identificados, la lista es liderada por la crisis del sistema sanitario (público y privado); los daños ambientales causados por el hombre como los vertimientos de desechos tóxicos en agua y suelos; y contaminación de la Amazonía (por extracción de oro e hidrocarburos, tala ilegal).

Los “poderes políticos demagógicos, populista y/o mercantilistas”, también aparecen en la lista de riesgos que terminan afectando el desarrollo nacional y el bienestar de los ciudadanos.

El fracaso del sistema de pensiones, el incremento de la informalidad, la crisis por el agua, crisis del sistema educativo, y la crisis alimentaria no escapan al análisis. Igualmente, el desempleo estructural y el subempleo, el aumento de las noticias falsas y el fracaso de la reforma política.

Estos riesgos de naturaleza ambiental, social, económico y tecnológico, permitieron construir un mapa trazado en un eje horizontal que identifica a lo largo del tiempo la probabilidad de su ocurrencia, y en un eje vertical la magnitud y la profundidad de su impacto.

Solo en cuanto al incremento de la informalidad, el estudio señala que esto trae como consecuencia una mayor desigualdad de ingresos, mayor incidencia de la pobreza monetaria, menos ingresos tributarios y menor acceso al crédito. Y la crisis del sistema educativo acarrea por su parte una menor competitividad y productividad, el aumento de la pobreza y de la población NINI (que no trabaja ni estudia).

Y en cuanto a las fake news, sus impactos negativos incrementan los psicosociales, la desconfianza y la incertidumbre, la polarización, la manipulación de la opinión pública y la corrupción.

El documento referido puede descargarse desde aquí: https://bit.ly/3oGyqJF, y es muy útil para el autoanálisis pues, huérfanos de toda predictibilidad, los peruanos podríamos haber tenido otro destino.

Agua salubre

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En los 109 distritos de la región Arequipa existen 2 mil 259 instituciones educativas y 263 establecimientos de salud. Y de sus 3 mil 184 centros poblados una enorme mayoría se ubica en áreas rurales (2,967); pero siendo así apenas 321 localidades cuentan con sistemas de agua potable.

Esta profunda brecha de acceso a un servicio tan importante explica los altos niveles de anemia y desnutrición, en particular entre la población rural, y dentro de esta, niños y adultos mayores.

De acuerdo a la base de datos analítica del Ministerio de Salud y a los indicadores aprobados por el Plan Multisectorial de Lucha contra la Anemia, a setiembre de 2021 el 81.4% de los niños entre 6 a 11 meses diagnosticados con anemia habían recibido tratamiento en el mes anterior.

La anemia como la desnutrición y las enfermedades diarreicas agudas están vinculadas a la disposición de agua potable, saneamiento, alimentación y nutrición, condiciones de la vivienda, prácticas de higiene y otros factores socioculturales.

La proporción de niñas y niños de 6 a 35 meses de edad con anemia llegaba al 40.10% como promedio nacional, pero el indicador para Arequipa ascendía a 46.97%, según los datos del INEI y las encuestas ENAHO y ENDES 2020.

La misma fuente reporta que el porcentaje de hogares con acceso a servicios de agua potable por red pública es de 89.54% y en Arequipa 91.03%. Y sólo el 79.91% y el 83.76% de hogares disponen de saneamiento en el país y en la región, respectivamente

Este panorama sobre los servicios básicos, como ya lo dijimos la semana anterior, muestra enormes inequidades sin disgregamos los datos por área de residencia: el 23.7% de las personas que viven en la zona rural no tienen agua por red pública, y en su mayoría se abastecen de los ríos, lagos, acequias o manantiales. Y los que viviendo en estos territorios sí lo tienen, apenas el 3.2% la reciben con niveles adecuados de cloro. Es decir, millones de peruanos conectados o no a la red pública, consumen agua de mala calidad.

Recordemos que el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU considera que el ejercicio del derecho al agua se enmarca en tres factores claves: la disponibilidad, es decir, abastecimiento continuo y suficiente; la calidad, el agua para uso personal y doméstico debe ser salubre; y la accesibilidad, que implica a su vez cuatro dimensiones: accesibilidad física, económica, no discriminación (acceso de todas las personas de hecho y de derecho); e información.

Garantizar la disponibilidad de agua y su gestión sostenible y el saneamiento para todos es uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible al 2030. Perú está muy lejos, pero esta meta debe guiar las decisiones y actuaciones de sus ciudadanos y gobernantes.

Agua de calidad pero para todos

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Perú es uno de los países más privilegiados del mundo por las enormes reservas de agua dulce en su extenso territorio, sin embargo, la mayoría de su población no tiene agua de calidad por red pública. Las consecuencias de ello se revelan en los indicadores de salud y alimentación que, junto a la educación, son condiciones elementales para el desarrollo.

El acceso al agua limpia es imprescindible para la vida; es un derecho humano y trabajar para ampliar su cobertura es una prioridad irrenunciable del Estado, y debería de serlo para todos sus niveles de gobierno: central, regional y distrital.

Bien sabemos que la carencia de agua potable y de saneamiento, y la mala gestión de estos servicios tienen un impacto negativo directo en la salud de los ciudadanos, específicamente en la prevalencia de enfermedades como la anemia y la desnutrición.

De acuerdo a la última Encuesta Nacional de Programas Presupuestales del INEI, correspondiente al “Año Móvil” de abril 2019-mayo 2020, apenas el 76.3% de la población del área rural y el 94.8% en las zonas urbanas tiene acceso al agua potable por red pública (dentro de la vivienda; fuera de ella pero dentro del edificio; o por pilón de uso público).

Es decir, el 23.7% de las personas que viven en la zona rural no tiene agua por red pública, y en su mayoría (15.0%) se abastecen de los ríos, lagos, acequias o manantiales. En las ciudades no tienen acceso un 5.2%, y recurren a camiones cisternas, pozos o ríos.

Un dato muy relevante, es que si en el 2013 el 36.8% de la población rural consumía agua de río, acequia, manantial o similares, en el 2019 -seis años después- lo hacía el 24,4%, una disminución notable para el periodo.

Moquegua lidera el grupo de 14 departamentos con más del 91% de su población con agua potable por red pública. Le siguen Tacna, Callao, Apurímac y Arequipa. En último lugar está Loreto, territorio atravesado por el río más grande del mundo, el Amazonas, y por cientos de otros grandes caudales de agua dulce. Apenas el 56.3% de sus habitantes tiene agua por red pública.

La encuesta ENDES 2020 da cuenta que el 91.03% de los hogares del departamento de Arequipa tienen acceso a agua por red pública, por encima del promedio nacional (89.54%).

Este diagnóstico estadístico nos puede dar una falsa percepción de la realidad si no tenemos en cuenta lo siguiente: apenas el 38.6% de la población peruana con acceso a la red pública tiene agua con un nivel de cloro adecuado, es decir, mayor o igual a 0,5 miligramos por litro.

Por zona de residencia, la población urbana con agua de calidad por red pública es de 48.7%. Y aquí viene lo peor: del conjunto de la población rural con acceso a agua por vía red pública, sólo el 3.2% tiene agua de calidad.

La urgencia de mejorar estos indicadores es ineludible.

Reforma tributaria e inclusión social

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Nuevas estrategias orientadas a mitigar y revertir el impacto del Covid-19 en las comunidades rurales, pero mejor articuladas a las políticas públicas contra la vulnerabilidad y la pobreza son urgentes tareas del gobierno nacional.

El ministro de Economía y Finanzas, Pedro Francke, ha dicho en la última jornada de la IX Semana de la Inclusión Social, -el foro anual organizado por el Midis- que la reforma tributaria será uno de los caminos para atender la inversión social, la salud y la educación; que la pandemia provocó “un terremoto” que transformó las condiciones socioeconómicas; y que esta situación exige repensar las estrategias de desarrollo e inclusión.

La reforma tributaria, en un contexto de pobreza monetaria que trepó 9,9% entre el 2019 y 2020 (se elevó en total a 30.1% solo en el primer año de la expansión del Covid-19), exige esfuerzo y compromiso, pues la crisis si bien impactó en todos los sectores, sus consecuencias han sido diferenciadas. En lo que va del segundo año, se aprecia una lenta recuperación y aunque tardará en remontar los niveles previos a la crisis sanitaria, le da oxígeno a los agentes económicos y aliento al MEF para asumir el desafío de redefinir la política fiscal y acelerar la inversión pública.

No será fácil. Las brechas de la desigualdad de los ingresos se han profundizado en toda Latinoamérica, afectando a los sectores vulnerables menos calificados, y con mayor severidad a los más pobres.

Un reciente estudio de expertos convocados por el BID publicado a inicios de mes, “¿Cómo afecta el Covid-19 a los niveles de desigualdad?” (descárguelo desde aquí: https://bit.ly/2ZIKdym), recomienda “medidas que favorezcan la creación de empleo formal, la ampliación en la cobertura de la seguridad social, la reducción de los costos laborales no salariales y la protección del ingreso de los hogares mediante transferencias monetarias”.

El documento precisa, además, que la reactivación estará limitada por los recursos fiscales. Sugiere a los gobiernos avanzar por la ruta del crecimiento inclusivo, incentivando las actividades económicas y los emprendimientos.

Recordemos que el INEI reportó que los mayores niveles de precariedad se registraron en la sierra rural (50,4%), en la selva rural (39,2%) y en la costa rural (30,4%).

Sobre estas dramáticas evidencias, los gobiernos locales y regionales no pueden, como hasta ahora, apostar por obra, programa o proyecto que no esté asociado a indicadores de resultados y condicionado a impactos relevantes sobre la población focalizada. Y el gobierno nacional tiene que apresurarse en afiatar su gestión, dejar de ponerse piedras en el camino y meterse bochornosos autogoles, y enfocarse en estrategias innovadoras para optimizar el uso de los fondos destinados a la atención de los sectores más golpeados por la pandemia y la caída del empleo, pero combinando la protección social con la generación de oportunidades económicas pertinentes para las comunidades rurales.

El discurso de la inclusión social

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La inclusión social como una aspiración y compromiso con los que menos tienen es hace una década el soporte de las intervenciones públicas en materia de políticas sociales. Ha transcendido dos periodos gubernamentales y se ha engarzado como política pública de largo aliento.

Expresa la maduración y consolidación de un enfoque de desarrollo humano que comprende decisiones, objetivos, instrumentos de gestión pública, recursos y resultados sustentado en evidencias; una propuesta para que la economía y la política jueguen a favor de las personas y no en contra, y en donde el sector privado debería tener un rol más activo.

Recordemos que la inclusión social es un proceso orientado a mejorar las oportunidades, las habilidades y la dignidad de las personas que se encuentran en desventaja por factores multidimensionales adversos, que los Estados y los gobiernos procuran o deberían procurar corregir y superar.

Se trata de decisiones que requieren mucha voluntad, coordinación y articulación intersectorial e intergubernamental, con intervenciones focalizadas, recursos y acciones priorizadas sobre el territorio, de tal forma que pueda promoverse la inversión pública a favor de los ciudadanos excluidos del desarrollo y de las oportunidades económicas.

Cabe llamar la atención sobre la sustancial diferencia entre las políticas sociales del Estado y sus políticas de desarrollo e inclusión social. Las primeras son de carácter general y permanentes, y las segundas son focalizadas y temporales.

A una década de su creación y siendo el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social el ente rector en esta materia, y más aún, gestor de las políticas y programas sociales para la población en situación de vulnerabilidad, pobreza y exclusión, es significativo incidir en su alineamiento a la gestión por resultados, rendición de cuentas, participación y vigilancia ciudadana.

Esto es relevante considerando el retroceso de al menos diez años en los indicadores de pobreza monetaria a causa -principalmente- de la pandemia del Covid-19, la crisis sanitaria, la caída del empleo y del crecimiento económico, pero también en el contexto de la grave crisis política que afrontamos en el Perú.

La coordinación y articulación arriba pero sobre todo abajo, en el territorio, es una de nuestras más grandes debilidades. Tienen que construirse las mejores rutas para hacer pertinentes y eficaces las políticas, los programas y proyectos, lejos de todo populismo y del aprovechamiento político, muy cerca de la fiscalización, del control social y de los protocolos de neutralidad y transparencia, pues además estamos camino a un nuevo proceso electoral que renovará autoridades regionales y municipales, y con lo que está ocurriendo por ejemplo en Arequipa, da vergüenza anticipada lo que puede venir el próximo año.

Hambre de pan y de esperanza

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El Índice de Inseguridad Alimentaria es un indicador que se utiliza para evaluar las condiciones de nutrición de la población en un rango de 0 a 1, en donde la primera cifra reporta que no existe vulnerabilidad en la disponibilidad, en el acceso, ni en el consumo de alimentos, y la segunda, todo lo contrario.

La disponibilidad está relacionada a la cantidad de alimentos existentes en los ámbitos nacional, regional y local y se vincula al suministro suficiente según los requerimientos estándar, y tiene que ver con los volúmenes de producción en los ámbitos territoriales.

La posibilidad de que las personas alcancen una alimentación adecuada y sostenible depende del acceso a los alimentos, es decir, de su obtención o compra por la familia, la comunidad o el país, y como es obvio está asociada a los ingresos económicos para tales propósitos.

La tercera variable, el consumo, se refiere a la ingesta de alimentos y a las preferencias, actitudes y prácticas, e involucra, naturalmente, criterios socioculturales.

Teníamos para el año pasado 732 distritos con un índice de vulnerabilidad a la inseguridad alimentaria mayor al 0.61, lo que implica impactos adversos en la salud de al menos 4.2 millones de personas, cifra que ha aumentado como efecto de la pandemia. Estos distritos reportan una situación limitada o incierta de disponibilidad de alimentos nutricionalmente adecuados e inocuos.

Mejorar la alimentación y reducir los índices de desnutrición y anemia en el Perú requiere decisiones, compromisos, recursos  y acciones, pero también otro conjunto de condiciones y variables.

Es importante recordar que de manera consensuada entre diversos sectores públicos, la representación de la FAO en el Perú identificó cinco “áreas prioritarias” que el Estado y gobierno peruanos deben tomar en cuenta para enfrentar los desafíos de la alimentación  y la agricultura: seguridad alimentaria y nutricional; desarrollo productivo, conservación y aprovechamiento sostenible de los recursos naturales y de la biodiversidad; desarrollo e inclusión para la población rural; sistemas alimentarios sostenibles y acceso a alimentos inocuos y nutritivos; y gestión de riesgo de desastres, adaptación y mitigación al cambio climático (ver: https://bit.ly/3j1n6FM).

El establecimiento y desarrollo de políticas públicas para superar el hambre y reducir la pobreza en el Perú -en marcha ya hace buenos años- no son suficientes ni en el contexto de los compromisos nacionales sobre los Objetivos de Desarrollo Sostenible al 2030 de la ONU, en particular, el Objetivo 1: Hambre cero.

Perú no logrará este propósito; por el contrario, a diez años del plazo límite, las brechas de la inequidad pre pandemia se han agigantado hoy por las crisis sanitaria, económica y social. Hay más hambre y menos dinero en los hogares peruanos.

A la incertidumbre política debemos sumar, lamentablemente, el lastre que los peruanos somos expertos en arrumar en cada travesía, en esta oportunidad para navegar sobre una ruta de claros oscuros que no se despejan ni con las mejores luminarias. Así recibimos hoy el Día Mundial de la Alimentación.

Agricultura familiar

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La denominada Segunda Reforma Agraria anunciada días atrás por el Gobierno, tiene nueve ejes estratégicos que se entiende deben articularse entre sí para promover el desarrollo y la calidad de vida de la población vinculada a este sector productivo.

Los puntos claves de tal reforma promovida por el Poder Ejecutivo son: seguridad alimentaria, infraestructura hidráulica, asociatividad y cooperativismo, industrialización, servicio civil agrario, compras estatales y mercados de productores, articulación de las intervenciones públicas en el territorio, repoblamiento ganadero, y créditos, principalmente para la agricultura familiar.

Es relevante la voluntad política y el compromiso público de incorporar en la agenda y la acción del Gobierno Nacional una política de desarrollo sobre la materia, sin embargo, los anuncios no incluyeron indicadores ni metas, tampoco los productos finales ni los plazos ni el financiamiento para alcanzarlos, de modo que la iniciativa deja abierta puertas y ventanas e hitos temporales que dilatan la certidumbre y la esperanza, sobre todo entre aquella gran mayoría de la agricultura familiar.

La agricultura familiar hace uso predominante de la fuerza de trabajo de los miembros del hogar campesino, que siendo aún pequeños agricultores tienen precario o débil acceso a los recursos de agua, tierra y capital, y se ven obligados a buscar estrategias para obtener alimentos e ingresos de diverso origen, sacrificando muchas veces sus activos productivos. En su diversidad se encuentran también los hogares rurales con economías de subsistencia.

De acuerdo a la data estadística del último Censo Nacional Agropecuario (CENAGRO 2012), los agricultores familiares constituyen el 97% de las 2.2 millones de unidades agropecuarias existentes.

Generan cerca del 80% de los alimentos que se consumen en el Perú y además concentra el 83% de la fuerza laboral agrícola. Paradójicamente, el territorio donde se practica esta actividad económica reporta los más altos niveles de pobreza: 50,4% en la sierra rural, 39,2% en la selva rural y 30,4% en la costa rural (INEI: mayo 2021).

Una enorme inequidad de los sistemas agroalimentarios y de los ingresos es el drama cotidiano de millones de familias peruanas.

Y no obstante que existe una política específica para este subsector ya desde hace seis años. La Estrategia Nacional de Agricultura Familiar 2015-2021 orienta la intervención integral del Estado “sobre la base del uso sostenible de los recursos naturales y en el marco de los procesos de desarrollo e inclusión social y reducción de la pobreza en las zonas rurales”.

Por ello es tan importante como urgente revisar sus resultados a la luz de la denominada Segunda Reforma Agraria, una propuesta que adolece de muchas sombras pero que el recompuesto Gabinete Ministerial, más temprano que tarde, debe esclarecer.

Impacto profundo

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Tres son los problemas estructurales de las sociedades de América Latina que profundizaron la crisis económica por el Covid-19: la baja productividad, la alta informalidad y una grave desigualdad, de las peores en el mundo, ligeramente superada por las naciones del África subsahariana.

En los estudios de los organismos multilaterales, la deuda pública ya no es la condición crítica que afrontamos entre los años 80 y 90 del siglo pasado pero arrastramos sus consecuencias, sobre todo servicios públicos insuficientes y de baja calidad tanto en las áreas rurales como urbanas, en un contexto que nos recuerda lo que los gobiernos latinoamericanos de las últimas décadas -como el caso peruano- dejaron de hacer en materia de salud, educación y empleo.

Y no obstante la reducción de la pobreza y de la vulnerabilidad que la región experimentó entre los años 2009 y 2017, la pandemia volatizó estos avances en menos de un año y medio.

La estructura productiva, acicalada cíclicamente por el precio internacional de los metales, no se ha diversificado a pesar de la expansión del crecimiento y el desarrollo de los sectores medios. La reacción tardía del gobierno y Estado peruanos tiene hoy sus secuelas, como bien sabemos. Una alta dependencia de la evolución de los commodities y una precaria transformación e industrialización no genera opciones para la extensión del mercado interno, empleo digno y una mayor formalización.

Un reciente estudio del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) publicado bajo el título “La crisis de la desigualdad: América Latina en la encrucijada” (puede obtener el documento desde este enlace: https://bit.ly/3B3cTzG) sostiene que la desigualdad aumentará después que se hayan disipado los efectos de la pandemia sobre el mercado laboral, es decir, cuando inclusive se recupere la economía y el empleo.

El incremento de diez puntos porcentuales de la pobreza monetaria total en el país solo en el 2020 como consecuencia de la propagación del coronavirus -a fines del 2021 sabremos la verdadera profundidad de la crisis- tendrá sus efectos también a mediano y largo plazo, en particular en los niveles de nutrición y salud de los niños, con un incremento de la mortalidad y morbilidad, entre otros indicadores, debido a la pérdida de ingresos familiares.

El impacto del Covid-19 recae sobre todo en la población más pobre y vulnerable, aquella que tiene menor capacidad de resiliencia, que necesita de sistemas de protección social y paralelamente oportunidades para la generación de ingresos autónomos, y un Estado que promueva su desarrollo y bienestar.

La crisis y el Estado

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Los esfuerzos de la lucha contra la pobreza en América Latina, y sus significativos avances desde una perspectiva global en las dos últimas décadas han sido arrasados por la pandemia del coronavirus en menos de dos años.

Los impactos sociales y económicos del virus del Covid-19 que se propagó por el planeta son enormes y develan la fragilidad de aquel crecimiento que elogiaron muchos solo porque las cifras crecían en azul para el capital financiero y rentista, soslayando el desarrollo social que reclamaba su espacio para el acortamiento de las brechas de la desigualdad y la exclusión, hoy con indicadores de escándalo en la región.

Las secuelas de este enfoque economicista son dolorosas. En este año, cuando el acceso a la vacuna es desigual para muchas naciones y cuando el Perú procura nivelarse a pasos más acelerados que en los meses precedentes, tenemos un escenario que ofrece una engañosa esperanza de recuperación.

Las previsiones recientes que ha hecho UNCTAD, la Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo, apuntan a que el crecimiento económico promedio de 5.3 por ciento para este año, será la tasa promedio más alta en medio siglo, pero insuficiente para recuperar los niveles pre pandemia debido que caímos más hondo de lo que imaginamos. Tal crecimiento se licuará en el hoyo apenas atisbe sus bordes desiguales.

El Perú se esfuerza para subir al menos hasta la línea de flotación, de modo que el ascenso hacia a la superficie pueda consolidarse como una plataforma de salvataje para sobrevivir y ganar tiempo, y tal vez recuperar parte de lo perdido; pero para entonces, una nueva generación de ciudadanos reclamará legítimamente sus necesidades en un proceso de superación de la crisis que se extenderá más allá del año 2025, según estimación de la UNCTAD.

Estamos pagando muy caro lo que como país dejamos de hacer, no haber fortalecido ni ampliado la base productiva, como tampoco haber reducido la informalidad; es más, “descuidando” las inversiones en salud y en educación con los propósitos transformadores que el desarrollo social y los derechos ciudadanos demandan.

En estas condiciones y en medio de la crisis, muchos sectores han volteado a mirar y a pedir la mano del Estado invocando ayuda, obligaciones y derechos, precisamente aquellos que cuestionaron y cuestionan su rol en la construcción de una sociedad democrática, un discurso que revela la doble moral y el interesado comportamiento político de sus voceros.

Y, sin embargo, “el mundo ha vuelto a descubrir el papel y la importancia del Estado tras muchos años de aplicar políticas que fracasaron frente a los pobres y a la clase media”, ha reconocido la nueva secretaria general de la UNCTAD, la costarricense Rebeca Grynspan, entre otras cosas, porque de pronto “descubrimos que países como el nuestro han sido más golpeados por la actual crisis de la pandemia que por la crisis financiera del 2008”.

 Tenemos todavía encarnado el mal endémico de soslayar la construcción del bienestar con más equidad y oportunidades, sabiendo inclusive que es la ruta que hace viable y sostenible un mundo mejor para todos.