“Sabogal” por Ricardo Navarro

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Yo era, lo que podría llamarse, una hija rebelde, escapando de las reglas impuestas por mis padres que querían que su bebita sea ingeniera o abogada. Mis padres, uno abogado, y la otra ingeniera civil, esperaban que le siguiera los pasos a uno de ellos; “de tal palo tal astilla” escuchaba decir a mi madre cuando sacaba las mejores notas en matemáticas y física.
Desde niña me engreían con todos los juguetes y objetos que el dinero podría comprar, pues eso era lo único que les sobraba. Eso y las esperanzas que tenían puestas en mí y en mi futuro profesional. Imagínense sus caras cuando les dije que estudiaría en las bellas artes, que su queridísima hija quería ser artista, que quería pintar, hacer esculturas y demás cosas, que mi mayor aspiración era terminar vendiendo mis cuadros en el parque Kennedy de Miraflores.
Nada pudieron hacer para evitar que fuera a las bellas artes, y mi meta era clara: quería especializarme en pintura para así acercarme a mi sueño.
Fue por esa época que conocí a Felipe. La primera vez que lo vi estaba entrando a la sede principal de las bellas artes, que queda en el jirón Ancash. Recuerdo que me llamo mucho la atención desde el principio porque me pareció haberlo visto antes. Luego me entere que todo el mundo le decía Sabogal, por el gran pintor indigenista, pues se parecía mucho a un modelo de una pintura de este. Fue así también que comprendí porque me pareció haberlo visto antes, pues yo me especializaba en la pintura indigenista.
Cuando lo saludé y trate de presentarme, parecía que no me hacía caso, pero luego de que termine de hablar él me respondió el saludo, y me dijo su nombre; luego nos quedamos conversando durante muchas horas.
Podría pensarse que lo que le ocurrió luego a Felipe fue mi culpa, no lo sé, pero la amistad que entabló conmigo parecía renovarlo. Yo no sabría decirlo, pues cuando lo conocí siempre parecía muy atento y se veía feliz, pero la gente que lo conoció antes que yo me contaba lo alejado y parco que era antes y se sorprendía lo diferente que se comportaba después de conocerme.
¿Le cambié la vida a una persona? No lo sé, aunque siempre he creído que las acciones que las personas realizan tienen un efecto en aquellas que la rodean, pero no sabía que en tal magnitud. Bueno pues, el chico se sentía tan bien consigo mismo que se reflejaba en sus esculturas. No lo mencioné hasta ahora porque no parecía importante, pero él quería ser escultor, y es importante decirlo por lo que paso después.
Todos sus profesores se asombraron de que su trabajo tan mediocre se hubiese convertido en tan poco tiempo en genial, en esculturas tan llenas de vida que parecía que se moverían en cualquier momento.
Finalmente llegó el día más importante en la vida de Felipe, pero el día más normal, e incluso aburrido, para mí, o por lo menos eso pensaba en ese momento. Se acercó después de clases y me invitó al queirolo a tomar algo, yo acepté, pues no era la primera vez que lo hacíamos, y el pagó todo, como siempre.
Luego de un rato sentados en la mesa hablando de los cursos y los profesores, él se quedó callado y bajó la mirada. En casi un minuto me explicó lo mucho que yo valía para él, lo bien que le hacía estar conmigo, y que quería estar conmigo.
No me inmuté, simplemente le dije que no, no me gustaba para ser algo más que amigos, y sin querer le dije que era la peor declaración de amor que había escuchado, y solté una carcajada.
Felipe no fue el mismo después de eso, sus trabajos volvieron a ser mediocres y volvió a tener esa frialdad que tanto me habían comentado.
Llego entonces, el día más importante de mi vida, y, según Felipe, el día más normal, e incluso aburrido, de la suya. En un aula de bellas artes encontraron una preciosísima escultura de un hombre desnudo, de pie, mirando al suelo. Era tan hermosa y parecía tan viva, que esperábamos cobrara vida en cualquier momento.
Los profesores quedaron sin palabras, y más aún cuando encontraron la nota de Felipe, una carta de despedida mezclada con una de amor. “Pobre idiota” pensé en ese momento. Cuando me acerqué a la escultura y observé de cerca su rostro, descubrí entonces en esa mirada los ojos de Felipe, sus pómulos salientes y su parecido a esas pinturas de Sabogal. “Maldito idiota” dije en voz alta mientras pasaba mis manos por su rostro. Si he de admitir algo es esto, me enamoré de esa escultura perdidamente.
La vida sigue su curso, la escultura de Felipe sigue en el mismo lugar donde se descubrió. A Felipe nunca más se le volvió a ver, según los profesores. Yo en cambio lo veo todos los días, cada vez que paso por ese salón.

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