Por Salomón Lerner Febres
No se equivocan quienes comprenden a la política como una tarea de unión y entendimiento, como una práctica orientada a la búsqueda del consenso, como búsqueda que está en la base de toda sociedad que viva en democracia. En tal existencia resulta claro que la vigencia sin reservas de los derechos humanos, cuerpo de normas y valores que fueron instituidos en la forma de una Declaración Universal hace ya más de 60 años, constituye piedra angular. Desde entonces, ha sido largo el camino recorrido por tales convicciones y, al cabo de estas décadas, podemos decir que el balance se halla atravesado por luces y sombras. Por un lado, hoy es inobjetable la superioridad moral de estas convicciones centradas en el reconocimiento y la defensa de la dignidad de todo ser humano y, por tanto, la elevación de sus derechos más propios en todo orden que se autoproclame democrático. Por otro lado, ese triunfo, valioso en el terreno de las ideas y de las instituciones, resulta tercamente contradicho por una realidad en la cual la atrocidad en diversas formas sigue siendo recurso de Estados y organizaciones no estatales como método para la disputa política o para el establecimiento del control social.