Por Ariel Segal
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El primer presidente que recibió un Premio Nobel de la Paz fue Theodore Roosevelt, en 1906, por auspiciar una firma de paz entre los imperios de Rusia y Japón, y, sin embargo, se le recuerda más como el propiciador de la política del “Gran Garrote” (“habla de manera suave y muestra un palo gordo, así llegarás lejos”). Los historiadores coinciden que Roosevelt inició el imperialismo estadounidense en el siglo XX.
Obama habla de manera suave, y hasta ahora se ha empeñado en promover el multilateralismo, pero su país está en guerra en Afganistán y contra Al Qaeda, y en el horizonte se divisan varios conflictos complejos que tendrá que enfrentar, entre otros, el de la posibilidad de Irán intentando construir armas nucleares. Cuando el galardonado es el presidente de la mayor potencia del planeta –por más que su crisis económica haga cuestionar si está en declive– no es de extrañar que abunden interpretaciones tan contrarias como la del Nobel como estímulo para continuar un política conciliatoria (otros la definirían de “capitulación preventiva”), o como un intento de “atar de manos” a Obama en caso de que futuros acontecimientos lo presionen a tomar decisiones bélicas.
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