Perú: Destino Uchuraccay, 30 años después

Por Miguel Gutiérrez

El 26 de enero, hombres de prensa, entre ellos de La República, recorrieron la misma ruta que ocho periodistas siguieron antes de ser asesinados en Uchuraccay. Esta crónica da cuenta de esta caminata, que es también un recorrido por la tragedia que asoló por años el país.

Después de alcanzar los 4 mil metros sobre el nivel del mar, no hay la suficiente agilidad mental para conectar ideas ni hacer preguntas; tu elocuencia, si la tienes, desaparece, tus reflejos y capacidad motora disminuyen al mínimo. No hay ganas de reportear, de sacar tu cuaderno de notas y apuntar lo que hallas en cada ladera que atraviesas, y que te conduce de nuevo a otra y a otra. Mientras caminas, solo escuchas tu respiración agitada y el viento frío que golpea tu rostro. Levantas la vista: un cielo inmenso y un mar de cumbres te rodean.

Te detienes un momento para respirar y adviertes, con alivio, que aún puedes divisar a lo lejos las figuras de los ocho colegas que caminan varios metros por delante, a paso lento, por la misma ruta que recorrieron los hombres de prensa hace 30 años.

Salvo los ladridos lejanos de perros y de algún pequeño caserío, en las partes altas reina una soledad quieta. Das una nueva mirada y es difícil no recordar que aquí, en la puna del extremo norte de la provincia de Huanta, donde están las llamadas comunidades iquichanas, hubo muertos.

Los hubo probablemente desde los tiempos prehispánicos, cuando sus pobladores se agarraron a golpes mortales con los expansionistas incas. A ellos, hasta cierta historia oficial, los han identificado como “degolladores de cadáveres”. Dicen otros que desde 1826, y durante un par de años más, corrió sangre por estas pendientes luego de que campesinos, hacendados y comerciantes españoles se resistieran a las autoridades de la naciente república peruana, por negarse a pagar los tributos establecidos.

Sea como fuere, lo concreto es que esta zona se convirtió en un pasado reciente, y principalmente desde enero de 1983, en un espacio en el que la muerte se volvió una cuestión cotidiana.

RUTA A LA MUERTE

La caminata para rememorar los trágicos sucesos de Uchuraccay había empezado, sin embargo, horas antes. Ayacucho dormía aún cuando los periodistas salieron juntos del histórico hostal Santa Rosa, para abordar tres camionetas 4×4 que los conducirían al punto de partida.

Como aquella vez, la caminata empezó en la abra Apacheta, una brecha natural de la cadena montañosa, ubicada a 4.150 msnm, y que, desde mucho antes, desde la época prehispánica servía para que las distintas comunidades acorten distancias con Huanta y otros centros poblados.

Los relojes marcaban las 4:45 de la mañana cuando ocho periodistas: cinco ayacuchanos, un oroyino y un arequipeño acompañados de su guía, y de tres periodistas limeños en calidad de testigos de la jornada, iniciaron la larga caminata, organizada por la Asociación Nacional de Periodistas del Perú (ANP). Con sus linternas para iluminar el sendero, y con una copa de pisco en la garganta, iniciaban el ascenso a la primera cumbre.

El ritmo de la marcha fue constante y parejo durante 30 minutos, hasta que el grupo se detuvo abruptamente para posar en el mismo sendero empedrado donde la cámara del periodista Willy Retto inmortalizara a sus colegas y cuya imagen solo fuera revelada al mundo semanas después, al ser hallado el rollo de película.

Una vez alcanzada la primera cumbre, en la zona llamada El Balcón, los periodistas se reúnen alrededor del guía Alejandro Ccente para observar cómo construye el ceremonial al apu con piedras de la zona.

Ccente nació en Uchuraccay y tenía apenas cuatro años cuando quemaron su casa y asesinaron a sus tíos. Sus padres terminaron de empleados en la periferia de Huanta.

“Claveles, monedas, caramelitos, ajos, un poco de cute, cigarros Inca y una vela encendida es la ofrenda al apu para que nos aparte las desgracias del camino y nos dé salud para seguir el viaje”, dice Ccente.

“¿El guía Juan Argumedo habrá hecho esto aquella vez?”, se pregunta uno de los presentes.

“Seguramente no y por eso los mataron”, responde otro, medio en broma, medio en serio.

Es muy probable que en aquella época los ocho periodistas tuvieran una idea del peligro que corrían sus vidas cuando se animaron, por su cuenta, a visitar la comunidad de Huaychao, para verificar una información lanzada alegremente por el jefe político militar de la época y aplaudida por el presidente de la república de la época.

Para 1983, los ataques de Sendero Luminoso habían vuelto mediática esta parte de la región. Pocos días antes de su viaje, el periodista Eduardo de la Piniella ponía en duda, en un artículo del diario Marka, la supuesta muerte de senderistas a manos de los comuneros de Huaychao.

“Testimonios de los lugareños ponen en duda que los comuneros puedan actuar de manera tan violenta con hijos de la zona”, escribió.

Ni De la Piniella ni sus compañeros sabían que el lugar al que acudían se había convertido, días antes, en una zona caliente, un “territorio comanche”, una zona de guerra de enfrentamiento constante donde el enemigo podía salir de cualquier lado y podía ser cualquiera.

Mientras los periodistas caminaban hacia su destino, comuneros de Uchuraccay lloraban por la ausencia de su principal autoridad, asesinada a manos de los senderistas. También ignoraban que los últimos sinchis que visitaron la comunidad ordenaron matar a cualquiera que no llegara por aire o que no se vistiera como ellos.

“Con los años la gente habla y me he ido enterando de que ellos sí sabían diferenciar una cámara fotográfica de un fusil o una escopeta. Los mataron porque les eran extraños y porque estaban dolidos”. Alejandro Ccente explica cómo determinados factores se desencadenaron aquel 26 de enero.

MOCHILEROS O TERRUCOS

En enero de 1983, cada uno de los ocho periodistas quería saber qué había pasado realmente en Huaychao. Todos querían la primicia. Ahora, lo que mueve a este grupo joven de colegas es el afán de recordar lo que consideran un hecho que los marcó en su profesión. Ellos quieren imaginar lo que pudieron haber sentido sus colegas aquella fecha.

En la segunda cumbre alcanzada trabajosamente, un par de ancianos espera a los periodistas para comunicarse con ellos en quechua. El periodista radial Elías Taboada le cuenta a la mujer que su presencia es en recuerdo de los mártires de Uchuraccay.

“Ojalá cuando yo muera venga por acá”, responde la señora que dice estar enferma.

En Unión Minas, otro centro poblado, enclavado entre dos grandes cerros, la gente sale a ver a los foráneos y saber el motivo de la presencia.

“Mamái, somos periodistas”, explica Óscar Tinoco en quechua a la mujer.

“Ella dice que nos ha visto desde lejos, pensaba que éramos mochileros (transportadores de droga) o terrucos”, dice el colega de Estación Wari.

“La señora dice que si hubiera sabido, nos habría recibido con papita y queso”, agrega Tinoco.

Tras ocho horas de caminata, finalmente los apus no les hicieron grata la travesía a los hombres de prensa. Dos periodistas limeños y un ayacuchano sucumbieron luego de alcanzar la primera cumbre.

La mochila de Pedro Yaranga fue arrastrada por el río cuando intentaba cruzarlo y otros dos colegas llegaron rengueando hasta Uchuraccay, donde fueron recibidos por autoridades civiles, militares y lugareños. Esta vez, a diferencia de lo ocurrido hace 30 años, solo fueron flores, música y aplausos.

Fuente: La República

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