Por Salomón Lerner Febres
Hay muchos elementos de la memoria que desasosiegan y, más que eso, que ofenden a esa visión del mundo. Uno de los principales, tal vez el más poderoso, es el relacionado con la existencia de víctimas y con el deber de otorgarles reparaciones y reconocimientos.
Para una mentalidad excluyente y jerárquica, la noción de que el Estado y la sociedad les deben algo a quienes siempre han sido vistos como subordinados y como menos valiosos que los ciudadanos del Perú criollo, resulta, en efecto, una idea revulsiva. Se podría decir que es una noción que está más allá de sus capacidades de razonamiento: ella les toca y maltrata una profunda fibra moral, o, más bien, inmoral.
De ahí, naturalmente, la forma airada e incluso soez con la que se refieren al deber de dar reparaciones económicas y simbólicas a las víctimas, usando para ello argumentos sofísticos, por los que se discuten aspectos cuantitativos para escamotear lo central: el injusto agravio inferido a personas. Es interesante y revelador que los mismos presentan como insensatez dar dinero “de todos los peruanos” a personas que no son solamente extremadamente pobres sino que tienen derecho a eso por los daños que se les ocasionó, nunca alcen la voz cuando se trata de usar ese dinero para salvar negocios financieros ni cuando se trata de ofrecer exenciones tributarias a grandes empresas.
El tema de las víctimas y el de la condición social de quienes lo fueron también están presentes, de manera latente, en la sistemática defensa de la impunidad. Es claro que para el pensamiento autoritario los crímenes cometidos por el Estado en defensa del “orden” nunca deben acarrear consecuencias. Pero hay algo más allá. Y es que para una mentalidad jerárquica y, por qué no decirlo, racista, la sola idea de que personas del estamento dominante deban responder por los abusos que cometieron contra personas consideradas inferiores constituye grave ofensa.
Esa prensa nos está dando una interesante lección sobre todo lo que aún nos hace falta cambiar y superar para tener una verdadera democracia. No estará de más que en las escuelas de periodismo, pero también en otros espacios académicos, se analice esta respuesta exacerbada como la manera en que el periodismo, sometiéndose a un orden autoritario, puede convertirse en el “más vil de los oficios”.
Fuente: La República