Por Eduardo Adrianzén
Hoy por fin escribiré algo que pienso hace años, y ojalá no se malinterprete: me irrita cuando leo o escucho decir: “los limeños recién tomamos conciencia de la gravedad del terrorismo cuando pasó lo de Tarata”.
Me provoca replicar: yo también soy limeño y me da muchísima vergüenza ajena que digas eso, porque así confiesas que consciente o inconscientemente (y ninguna de las dos formas tiene perdón) percibías que los miles de muertos anteriores a 1992 solo eran “muertitos”, o gente que valía un poco –o un mucho– menos, que los 25 que fueron asesinados aquella noche. Que mientras las bombas explotaran lejos de Miraflores, para ti las cosas eran tolerables. Que asumías como algo cotidiano los genocidios en Ayacucho y las comunidades indígenas, al igual que los homicidios diarios de cientos de modestos policías para robarles su arma. Que mientras los terrucos estuviesen en Huaycán, Comas, San Juan de Lurigancho, Villa El Salvador o esos distritos donde vivía el 70 por ciento de Lima –tú no, obvio– se podía seguir en la burbuja.
Amigo capitalino de clase media para arriba: disculpa que minimice tus traumas y me parezca frívolo que creas muy épico haber sufrido solamente apagones y toques de queda –que aprovechábamos para los tonos “de toque a toque”, ¿recuerdas?– mientras que muchos miles de peruanos iguales a ti –iguales, aunque cueste muelas aceptarlo– eran desplazados, masacrados o desaparecidos en Lucanamarca, Accomarca y tantos otros nombres que sonaban tan lejanos como Melmac. Perdona que escriba esto al conmemorarse 20 años de Tarata… pero siento que es muy parecido a como hoy te indignas por las pintas en un monumento limeño, y no por los muertos de Celendín.
Fuente: La República