Por Mirko Lauer
Las teorías conspirativas no tienen prestigio académico, salvo entre los analistas estratégicos, para quienes ellas son el pan de cada día. Donde los civiles pueden ver un brote de líderes ambiciosos dedicados a calentar la plaza con ánimo electoral y con el ojo puesto en el viaje político a Lima, los militares pueden estar viendo una conspiración.
En el plano estrictamente político es público que los dirigentes de algunos de los conflictos más sonados aspiran a formar una coalición capaz de confrontar al gobierno central, y hasta de jaquearlo. A la boliviana o la ecuatoriana, digamos. Lo que no hay más bien es coincidencia respecto de quién lideraría ese hipotético impulso.
Las teorías conspirativas más bien consideran que existe una estrategia con capacidad de articular entre sí a las acciones de la protesta en el Perú actual, en virtud de un objetivo que las supera a todas. En un caso así es realmente de guerra que se está hablando, bajo alguna de sus formas de baja intensidad.
¿Quién es el cerebro? En el mundo de la conspiración los sospechosos siempre son múltiples y articulados, aunque no todos con el mismo objetivo. Entre ellos: el narcotráfico & SL, intereses extractivos del exterior (Chile), las ONG, el chavismo, Patria Roja, Evo Morales (en el sur andino), la lista sigue y se ramifica.
Si bien es cierto que no hay pruebas que sustenten la existencia de una conspiración, es evidente que la percepción pública de los conflictos, una experiencia acumulativa cada vez mejor planificada, ha venido cambiando desde hace unos años. Hoy pensar en un arco que va de Puno a Cajamarca no es algo insólito.
Se precisa una nueva teoría de los conflictos, capaz de dar alguna explicación útil a lo que viene sucediendo. Fernando Rospigliosi sostiene que no es sino el aprovechamiento silvestre de la falta de autoridad del Estado. La hipótesis es rotunda, pero algo sencilla para un asunto territorial que se viene complicando a tanta velocidad.
Fuente: La República