Por Alonso Núñez
El vocablo parece haber tenido su origen en las diferencias religiosas que, con frecuencia, determinaron en la historia actitudes en su totalidad contrarias a este, es decir de intolerancia, desde que los diferentes miembros de las religiones se sentían dueños de la verdad, lo que hoy está disminuyendo, aunque no al ritmo que quisiéramos, y con algunos hipos –sobran los ejemplos– que deberían preocuparnos y hacernos actuar en consecuencia. Por desgracia, los cristianos –no solo los musulmanes– hemos sido de los más intolerantes. Basta citar los casos de las Cruzadas y de la Inquisición para que tengamos que volver la cara, avergonzados de tales prepotencias.
El Perú en su conjunto es un ejemplo de intolerancias múltiples, como nos lo ha mostrado el informe de la CVR. Desde la barbarie del terrorismo senderista hasta la absurda respuesta de algunas autoridades, que optaron por actuar con la misma falta de ética y legalidad de que acusábamos a Sendero y al MRTA, olvidando que, como la experiencia lo ha demostrado, es incluso más útil proceder respetando los DDHH y las reglas y leyes que defendemos.
La actitud de quienes no quieren acordarse de lo ocurrido y entienden la reconciliación como el perdón a los responsables de las fechorías es una muestra de intolerancia, que esconde, con frecuencia, sentimientos racistas y segregacionistas.
Desafortunadamente, todavía hay muchos que piensan que este país está dividido entre ‘blancos’ y ‘cholos o indios’; y que si se mata, maltrata o desaparece a los segundos no hay de qué preocuparse.
La pregunta que aflora frente a estos últimos es si deberíamos tolerarlos y respetar sus opiniones y prácticas. Y la pregunta nos remite a la historia. ¿Debió tolerarse a los nazis? ¿A los fascistas? ¿A los propios comunistas en sus abusos? Y la respuesta cae por su propio peso: la tolerancia, mejor el respeto por las opiniones y prácticas de los demás, exige también lo mismo, pero debemos confrontarlos con la legitimidad de nuestros propios principios de respeto a los DDHH y la legalidad.
Otra cuestión es la vinculada con la década de los 90. Me refiero a la corrupción. Sin duda, no podemos tolerarla; pero, como en el caso anterior, tenemos que hacerle frente con los medios y estructuras legales con que contamos; y aprender de la experiencia para mejorar estos últimos, que tienen muchas deficiencias. Se requiere controles que hagan, por lo menos, más difícil que casos como los ocurridos se vuelvan a repetir. Respecto de esto último hay mucho camino por recorrer, porque algunos de los que deberían dar las reglas prefieren no hacerlo para no atarse las manos. Como dijo la filósofa española Adela Cortina –en el Congreso que se llevó a cabo en la PUCP hace algunos años–, se hace indispensable una “ciudadanía activa como antídoto contra la corrupción”.
Fuente: La República