Por Salomón Lerner Febres
Recorrida esa ruta ha llegado a hacerse natural, la noción de que la humanidad de nuestros semejantes, y la excelencia que les es propia, debe hallarse siempre por encima de todo proyecto o intención política. En tal sentido podemos afirmar el valor absoluto de los DDHH, como la línea demarcatoria que hoy separa a la barbarie de la civilización.
“Civilización y barbarie” constituye una oposición ya vieja en la tradición intelectual de A. Latina, una antinomia que se remonta al entusiasmo por la ciencia y el progreso propio del siglo XIX, y que hoy percibimos como ingenuo a la luz de las hecatombes y desastres que la humanidad moderna engendró una vez que ella estuvo en pleno dominio de sus fuerzas.
No es civilizada o bárbara una sociedad por el despliegue mayor o menor de su poderío industrial o de su capacidad de innovación científica y técnica; no lo es, tampoco, por la racionalidad formal de sus sistemas políticos y administrativos, ni por la eficiencia o ineficiencia de su organización económica. Lo es, simple y llanamente, por el grado en que ella ha sabido organizar el poder público y despertar la conciencia de sus habitantes de manera que esa sociedad sea siempre de y para seres humanos y no una maquinaria que se sirve de los hombres en nombre de una ilusión de poder político, económico o de cualquier otra índole.
No es difícil percibir los hitos que conforman esa línea demarcatoria, el primero de los cuales –”No matarás”– es al mismo tiempo la exigencia suprema de diversas religiones y el principio básico de la ética ciudadana de cualquier comunidad laica. Ese precepto, sin embargo, sería una forma muy limitada de entender nuestras obligaciones e ideales en este campo si quedara entendido en su estricta acepción de permitir la subsistencia física de las personas. Hoy sabemos bien que nuestro deber no es simplemente permitir la vida absteniéndose de suprimirla o limitarla –una concepción por negación de los DDHH– sino procurar que una vida humana digna esté al alcance de todos los miembros de la comunidad, lo que significa transitar hacia una comprensión positiva, constructiva y política de esa doctrina.
Queremos, pues, vivir en comunidades civilizadas, y ello implica adoptar y poner en práctica una comprensión más rica de los DDHH, una comprensión que, además del respeto a la vida y la integridad física de las personas contemple, con la misma urgencia y con el mismo sentido de obligatoriedad, la expansión y el desarrollo de los derechos económicos, sociales y culturales que asisten a todos los hombres.
Con lo anterior queda claro que llegar a construir esa cives, esa comunidad civil, que tenemos en mente cuando hablamos de democracia, reclama pasar de una conciencia tranquila, refugiada en la sola convicción de no haber sido agente de daño, a otra: inquieta, sobresaltada una y otra vez por la certidumbre de que siempre se puede hacer algo por los demás, de que siempre hay alguien que necesita nuestra solidaridad. Constituye firme esperanza que, aprestándonos a iniciar una nueva etapa dentro de nuestra vida social e histórica, la defensa y promoción de los DDHH sea diario ejercicio por parte de gobernantes y gobernados.
Fuente: La República