Santa Úrsula, en la cuenca media del río Orosa (bajo Amazonas) es una de estas comunidades. Con sus 360 habitantes y un territorio titulado de un poco más de 5,600 ha, sufre los problemas de la mayoría de las comunidades indígenas tituladas en Loreto (poco más de 500) y de la casi totalidad de las mestizas (más de 2000) que orlan los ríos y quebradas de esta región. Tuve la oportunidad de visitar esta comunidad en compañía de un equipo de la BBC que prepara un documental sobre la problemática indígena en el Amazonas y las propuestas del economista Hernando de Soto, que plantea la necesidad de fortalecer los derechos de propiedad sobre sus territorios comunales, entre otras cosas. Luego de tres horas de navegación en un fuera borda de 150 hp, la comitiva fue obsequiada con un recibimiento que dejó boquiabiertos a los británicos: un grupo de comuneros, incluyendo niños, nos estaban esperando en el puerto ataviados con sus armas tradicionales y los impresionantes trajes típicos de los Yagua, mientras sonaba la música tradicional. Luego representaron una danza típica.
La Amazonía no es Avatar
Sin embargo, se esfumó pronto la imagen de un pueblo viviendo aparentemente feliz en el paraíso selvático –tipo Avatar- presentada no pocas veces por ciertos documentales y algunos defensores del mito del “noble salvaje”. El Apu de Santa Úrsula, don Artemio Aspajo -su apellido europeo herencia de antiguos patrones es el primer signo de la aculturación-, comenzó a hablar a los visitantes de sus problemas, principalmente relacionados con la creciente escasez de los recursos de flora y fauna, que son la base principal de la economía indígena. “Los madereros, los “congeladores” (pescadores comerciales), los “mitayeros”(cazadores profesionales) se lo llevan todo”, se queja don Artemio. “Todos los días pasan un montón de botes con gente de fuera para arriba y para abajo por el río, no podemos hacer nada para pararlos”.
Mientras hablábamos se escuchó el ruido de un motor “peque-peque”. “Miren, nos dice, ahí surca un congelador que va a llevarse nuestro pescado”. Efectivamente, observamos a un bote de unos quince metros con una canoa atravesada en la popa y un cajón de madera en el centro. “Nosotros pescamos con anzuelo, flecha, algunos tienen una trampita, pero ellos vienen con 30, 40 redes grandes, acaban con todo y luego nosotros no encontramos ni para dar de comer a nuestros hijos”.
“¿Y el Gobierno no controla nada?”, le preguntan los periodistas. “No, aquí no se aparece nunca nadie, responde el Apu. Ellos se arrancan con todo, sus mallas son de dos, a veces una pulgada, arrastran hasta los peces chiquitos, no dejan ni para el año siguiente, y para nosotros ¿qué queda? A veces echan veneno, lo matan todo. Luego nosotros ponemos nuestra trampita, y en toda la noche caen uno, dos pescaditos. No hay ni para los niños, que paran de hambre”.
Doña Lorena, hija de don Artemio, nos muestra su cocina. Tiene once hijos, aunque ahora sólo seis viven con ella. “Miren mi tuchpa (fogón), nos dice, así es nuestra vida” (observamos que sólo tenía unos plátanos asando). Hoy, como muchos días, no tengo más que “chapo” (maduro batido) o “inguiri” (plátano verde) para dar de comer a mis hijos. Mi marido se fue al mitayo para un mes, a rebuscarse algo por el monte, porque aquí en nuestro territorio no hay ya nada, todo se lo han llevado ya. Los pescadores y madereros de fuera se llevan todo, también cazan animales y los llevan en un cajón con hielo a vender a Yanashi o a Iquitos”.
Observamos a dos de las hijas menores de Doña Lorena, con claros signos de desnutrición. Era visible la emoción en los periodistas escuchando el drama que sufre esta comunidad, y varias veces noté que se humedecían los ojos de las dos periodistas mujeres. Me preguntaron si el caso de Santa Úrsula era único o si otras comunidades tenían los mismos problemas. Tanto yo como Marcial Trigoso, ingeniero forestal Awajún que acompañaba también al grupo, confirmamos que el panorama era muy similar en otras comunidades y regiones que hemos visitado. Les explico a los periodistas de la BBC que la desnutrición y la anemia perniciosa afectan a más de la mitad de los niños en las comunidades indígenas y ribereñas, y cada vez se agravan más por la escasez de pescado y carne de monte, que son saqueados de forma sistemática para llevar a vender en la ciudad, a pesar de la prohibición legal.
Doña Lorena también nos habla de los madereros, que tienen concesiones forestales más arriba, en las cabeceras del Orosa, pero sacan su madera de todas partes, incluyendo del territorio de la comunidad, porque es más fácil y barato. “A veces se llevan 100, 150 trozas de cumala, cedro, maderas variadas. ¿Y qué nos dejan? Quizás 400, 500 soles, cuando eso lo vale una sola troza. A veces se van sin pagar nada, nos dicen: a la vuelta te pago, y no vuelven. Pero no podemos hacer nada, las autoridades no nos tienen en cuenta porque somos indígenas y poquitos, no nos hacen caso cuando protestamos. Los madereros tienen papeles, son amigos de los policías y nos dicen: acepta eso, o si no te quedas sin nada. Se llevan lo que quieren, pescan, cazan, tumban, y a nosotros no nos queda ni para comer. A veces habilitan a algunos de la comunidad para que saquen madera para ellos, les dan adelantado algunas cositas, ropa, víveres, muy, muy caras, luego les pagan muy barato la madera que han sacado, a 10 centavos el pie, y eso que es madera de nuestro bosque. Algunos, para ganar siquiera alguito con que comprar sus necesidades, se van de peones con los madereros, a la cabecera del Orosa, les pagan 10 soles diario, pero vuelven con su ropa rota, y luego de pagar las cuentas, salen más pobres de lo que se fueron. Eso no es trabajo”.
Observando un mapa comprobamos que, efectivamente, las cabeceras del río Orosa, hacia el Yavarí, hay concesiones forestales. Según nos contó Don Artemio, los madereros les mezquinan que vayan a pescar o cazar en la zona de concesiones, a pesar de que siempre fue su territorio tradicional de caza y de aprovechamiento de otros recursos. Ahora sólo pueden cazar tranquilos en su territorio, donde ya hay muy pocos animales. Según nos informan, en las cabeceras existen aparentemente algunas plantaciones de coca, y los “narcos” impiden el paso y amenazan a quienes se acercan a sus zonas.
La extracción masiva de recursos con fines comerciales en las zonas de cabecera de las quebradas crea un problema serio para los indígenas. Diversos estudios han mostrado que la única forma de garantizar un aprovechamiento sostenible de la fauna –terrestre y acuática- y la flora amazónica es, además de aplicar medidas básicas de manejo, la protección de zonas que los científicos llaman “zonas fuente”, donde los animales y plantas conservan poblaciones sanas, se reproducen y dispersan hacia las zonas donde se produce el aprovechamiento, en las cuencas medias y bajas, o “zonas sumidero”. Este modelo, llamado “fuente sumidero” (sink – source, en inglés), es el que se aplica en reconocidas experiencias de manejo sostenible de la biodiversidad amazónica, como la cuenca del Tahuayo, o en reservas extractivistas en Brasil.
Un pasado diferente
¿Y antes no era así? Le preguntamos al Apu Don Artemio. “No. Antes había muchos animales, ibas al monte y en un ratito ya volvías con un animal, en la quebrada con anzuelo o flecha en un ratito agarrabas para la familia, así sartas de pescado. Había tremendos pescados, gamitana, paco, sábalo, ahora sólo se encuentran chiquitos (nos muestra unas palometitas y mojarras que unos niños están comiendo en una hoja). Ahora los animales están mañosos, se han ahuyentado, tienes que ir una semana o dos al fondo, caminando dos días, para poder traer algo para la familia. Los recursos se están acabando, no sabemos qué será de nosotros”.
Les cuento entonces a los periodistas historias del pasado, narradas por los exploradores y misioneros que visitaron la Amazonía. Fray Gaspar de Carvajal narra que en una sola comunidad del bajo Napo, donde atracaron en 1542, “había muy gran cantidad de comida, ansí de tortugas, en corrales y albergues de agua, y mucha carne y pescado y bizcocho, y esto tanto en abundancia, que había para comer un real de mil hombres un año”.
Durante la expedición de Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre, 18 años después, cuentan que en una comunidad a orillas del Amazonas (quizás eran Yaguas) pidieron permiso para acomodarse en una parte de las viviendas, y recogieron para rancho de su gente, de los estanques de agua que tenía cada casa en su patio trasero, “de seis a siete mil tortugas charapa.” Un siglo más tarde, el explorador portugués Pedro Texeira, que surcó el Amazonas desde Belém do Pará hasta Quito, describió así lo que vio a orillas del gran río:“Los indígenas cogen estas tortugas (charapas) con tanta abundancia, que no hay corral de estos que no tenga de cien tortugas para arriba, con que jamás saben estas gentes qué cosa sea hambre.”
Medio siglo más tarde, el visitador del Virreinato Antonio de León Pinelo quedó tan impresionado por la abundancia de recursos y la vida pacífica que llevaban los indígenas en las reducciones jesuíticas del bajo Marañón (San Regis, San Joaquín de Omaguas) que escribió un libro titulado “El paraíso en el Nuevo Mundo” (1656), convencido de que el Paraíso Terrenal descrito por la Biblia estaba ahí. Hoy este paraíso se está convirtiendo poco a poco en un infierno de escasez creciente, y muchos jóvenes indígenas huyen de sus comunidades buscando mejores oportunidades en las ciudades, renunciando a su cultura y a su territorio, y ocupan el estrato más bajo de la sociedad.
Estos orgullosos indígenas, que en el pasado se holgaban de agasajar a los visitantes con comida dada la abundancia en la que vivían, hoy con frecuencia preguntan a quien llega a sus empobrecidas comunidades si han traído algo de comer.
Iquitos, sumidero de recursos indígenas
De vuelta en Iquitos, los periodistas británicos visitaron el mercado de Belén, donde constataron la abundancia de carne de monte en venta en diversos puestos, así como la cantidad de peces de pequeño tamaño en las mesas de las pescaderas. No escatimaron las muestras de sorpresa al ver a la venta, a la vista de todos, tantos recursos silvestres protegidos o cuya comercialización en ciudades es ilegal. Les confirmé que es ilegal la carne de animales silvestres en ciudades, ya que el aprovechamiento de la fauna silvestre es derecho exclusivo de las comunidades indígenas y ribereñas. En una mesa de una pescadera filmaron un montón de arahuanas de no más de 30-40 cm. de largo; uno de los periodistas, buen conocedor de la fauna amazónica, explicó a los otros el tamaño de los adultos de arahuana, y lo irracional de pescar juveniles antes de que se reproduzcan; también les habló del alto valor de las crías de arahuana en el mercado de peces ornamentales. No encontré forma de excusar la desidia de las autoridades que hacen tan poco por hacer cumplir las normas que establecen tallas mínimas para la captura de peces.
Recordando la tremenda situación de la comunidad de Santa Úrsula, los periodistas se admiraron de que ni siquiera por proteger la economía de los indígenas las autoridades se esfuercen más las autoridades por hacer cumplir las leyes forestales y de pesquería. Les hice notar que no se dejasen llevar por los aspectos negativos que pudieron apreciar en esta comunidad indígena. Pese a sus problemas, los indígenas amazónicos conservan de forma admirable su cultura, su idioma, y una serie valores y rasgos sociales –especialmente la solidaridad, y los lazos de intercambio, reciprocidad y parentesco-, que les permiten mantener unas relaciones sociales intensas y una calidad de vida envidiable en muchos aspectos, superior según algunos estudiosos a la que disfrutan muchos sectores económicamente más desarrollados en zonas urbanas. El reto está en que las comunidades indígenas logren un desarrollo económico razonable –desterrando todos los problemas y lacras sociales que sufren ahora de forma creciente- y conserven al mismo tiempo su cultura, identidad y modo de vida en armonía con el ecosistema amazónico.
Fuente: Solo para viajeros en La Mula