“Bajo las mantas, / en los pajonales/ bajo los puentes/ sobre los canales/ Hay cadáveres”. Estos versos del argentino Néstor Perlongher son una voz anticipada de lo que sucede en esta y otras tragedias parecidas: a la muerte no se le tiene respeto cuando la vida no tiene sentido. A la pobreza se le suma la desgracia y entonces se pierde dignidad. Los cadáveres haitianos aparecen en las veredas, bajo las telas blancas en el mejor de los casos, sobre los escombros, tiznados de blanco del cascajo, apilados uno sobre otros, formando un paisaje de cuerpos que parecen bolsas, pero que no tienen ni bolsas, no tienen ni fosas, no tienen ni dónde caerse muertos.
Los peruanos poco sabemos de Haití, es nuestro premio consuelo cada vez que nos encontramos en el penúltimo lugar de alguna situación terrible: ellos siempre estarán peor. Para nosotros Haití es una mescolanza de destrucción, precariedad estatal, exotismo, población en extrema pobreza y gobiernos corruptos junto con vudú, zombis, Tonton Macoutes o las milicias de Papa Doc, y toda una suerte de corruptelas exóticas e ininteligibles, que convierten a esa parte de La Española en el país más olvidado de Occidente. A veces ni eso, a veces solo sabemos que Port-au-Prince está a una hora de Punta Cana, pero a ningún nuevo-rico-post-TLC se le ocurriría pasar sus vacaciones en Haití.
Yo conocí Haití por la literatura –inevitable– sobre todo por El reino de este mundo, la novela que Alejo Carpentier, el eterno cubano, nos dejó como legado sobre la rebelión de los esclavos Boukman, Toussaint-Louverture, Dessalines y, sobre todo, el legendario Mackandal, la primera revolución de esclavos autogenerada y sostenida en el tiempo, la única rebelión de esclavos triunfante en el mundo que forjó la primera nación independiente en América Latina. La novela, por supuesto, también incide en el reinado posterior de Henri Christophe y el declive de esa farsa llamada “nobleza haitiana”, una decadencia demasiado pronta para las luchas y victorias de estos grupos de hombres que solo tenían la fuerza de sus brazos para ser libres. Eso me quedó de Carpentier: hombres y mujeres, en un Caribe que pulveriza por el calor, todos sedientos de vida.
Hoy algunos jóvenes conocen Haití a través de la música, sobre todo, de Wyclef Jean, a quien algunos recordarán porque salió en un video con Shakira (‘Hips don’t lie’), pero otros, por sus covers de los dos Bob (Marley y Dylan) pero, sobre todo, por su unión con otros jóvenes negros inmigrantes como él en Estados Unidos para formar The Fugees, el grupo que llegó al éxito mundial con Lauren Hyll. Sus canciones ahora en solitario hablan precisamente de la precariedad de Haití: “Si yo fuera presidente/ saldría elegido el viernes/ asesinado el sábado/ enterrado el domingo…”. Hoy Wyclef Jean es el artista haitiano que reclama con más ahínco redes de ayuda para su país y donaciones; aunque, como ya se sabe, una que es la reina de las sospechas también sospecha de los administradores de la desgracia.
Así que no sabemos nada de Haití si seguimos repitiendo los lugares comunes. No sabemos nada de Haití si nos sentimos un poco mejores ante la desgracia ajena, si los denominamos “pobrecitos” como si solo fueran un país mendigante, si levantamos los ojos al cielo como si solo sobre ellos pudieran caer todas las calamidades. Pero tampoco es cierto: en Haití hay historias de dignidades, sabor, color y ahora dolor, y no necesitan conmiseración sino posibilidades.
Esta kolumna ha sido publicada el domingo 17 de enero de 2010 en La República.
Fuente: La Mula