Por Susana Villarán
Mas ¿no puedes, Señor, contra la muerte, contra el límite, contra lo que acaba?, escribió Vallejo. Nadie mejor pudo expresar mis sentimientos en estos días ante la muerte de dos mujeres que han partido de nuestras vidas y nos han sumido en la tristeza: Leonor Luna, Nosa, como la llamábamos, y Rosa Góngora. Pertenecían a mundos diferentes. Una de Pacasmayo, tierra de mar y sol. La otra, vio la luz en los Andes, en la comunidad de Wacwas, provincia de Tayacaja en Huancavelica. Dos lugares muy distantes en muchos sentidos pero ambas comprometidas con las causas justas y, sobre todo, con la vida. Nosa poseía una gran belleza y sensibilidad; tenía el arte de dar gracia a las cosas y a su entorno, desde la manera en la que se vestía, la decoración de su casa, los artículos que fabricaba y vendía; una experta en arte popular que fue, sin embargo, mucho más diestra en el difícil arte de llenar de luz a quienes la rodeaban y de entregar ternura sin reservas. Deja a Rafael su esposo, a sus hijos René y Santiago y a todos nosotros, amigas y amigos suyos. Libró grandes batallas por su vida desde muy tierna cuando la abatió un cáncer al que pudo vencer; luego serían enfermedades del corazón y los riñones que no pudieron con su tenaz amor a esta tierra. Esta vez, la muerte a la que había esquivado tantas veces, se la llevó finalmente.
Rosa falleció en un accidente en Bolivia cuando viajaba con una delegación de líderes campesinos y profesionales que realizaban un intercambio de experiencias innovadoras en el campo. Cayó a un abismo con 31 personas. Murió, como nos escribió Carlos Paredes, amigo y promotor del Proyecto Sierra Productiva, “en el mejor momento de su vida”. Fue una líder de su pueblo, capaz de emprender la revolución tecnológica en el campo para derrotar a la pobreza y propagar un proyecto como Yachachik por el país entero. Iba a ser la próxima alcaldesa provincial de Tayacaja, seguramente porque personas como ella, dirigentes sociales y políticas capaces de mostrar resultados en la mejora de las condiciones de vida de los más pobres, son muy pocas y por ello gozaba de la admiración y la confianza de su pueblo, de su partido regional Ayni.
Su esposo Moisés, su familia, sus amigos, los Yachachik de todo el Perú, Marcelino Bohorquez, líder del Movimiento Ayllu del Cusco, su comunidad y su pueblo, la comunidad de tayacajinos en Lima, le han rendido homenaje en su caminar de Bolivia a Cusco, luego a Lima hasta llegar a su entierro en Huancavelica donde nuestro presidente nacional de Fuerza Social, Vladimiro Huároc, formó parte de la escolta que la acompañó hasta su última morada.
Dos mujeres que no olvidaremos; dos personas que soñaron un Perú diferente y nos dieron testimonio con sus vidas de que es posible pasar por este mundo para hacerlo mejor. Nos haremos cargo de sus sueños.
Fuente: La República