Los hemos abandonado por décadas y ahora decidimos “integrarlos” porque es indispensable destruir su ambiente para obtener riqueza. Y nos parece terrible que se defiendan.
Por Juan Monroy Gálvez
Sin embargo, como toda ideología, no existen en ella elecciones éticas. Embriagados con los “logros” y las cifras de la modernidad y el crecimiento económico, respectivamente, a sus defensores no les interesa en absoluto el ser humano concreto. Este no es más que un discreto y, a veces, perturbador factor para el objetivo de generar más utilidad. El “progreso” requiere de tierras vírgenes que depredar, y quien se oponga es salvaje, ignorante o subversivo, y, como tal, ni siquiera es el sujeto de derechos que la Constitución reconoce. Aquí empieza lo de la Curva del Diablo.
Es común referirse a las consecuencias supranacionales de la globalización (moneda, derecho y mercado comunes, por ejemplo). Sin embargo, poco se dice de los efectos negativos que produce hacia adentro de cada nación. La reivindicación de lo local por oposición a un Estado débil genera tendencias segregacionistas y el auge de valoraciones culturales alternativas. Cataluña, Kósovo, Chiapas, son ejemplos de ello. Por si hubiera duda: en la década de 1990 murieron 3,6 millones de personas por guerras internas, frente a 22.000 muertos en conflictos entre países.
Huntington se equivocó cuando pronosticó un “choque de civilizaciones”. Lo que ha ocurrido es que los conflictos se han trasladado al interior de las naciones. La globalización presiona hacia afuera y hacia adentro con igual furor. El pretexto puede ser “limpieza étnica” o “progreso”, pero lo real es que hay guerras de baja intensidad que solo expresan la miseria de un Estado que ha perdido su capacidad de control y de regulación. Como dice Daniel Bell, se ha convertido en demasiado pequeño para solucionar los grandes problemas internos, y en demasiado grande para arreglar los pequeños. Y solucionar no es reprimir ni ceder, claro está, es diseñar una alternativa que reconozca los derechos fundamentales de las minorías, de los grupos vulnerables o de las comunidades indígenas, sujetos protegidos por la Constitución, no lo olvidemos.
Aunque no se admita y se gasten millones en encubrirlo, este gobierno no es del pueblo. Socialismo y democracia son categorías políticas envilecidas por su proyecto político, el cual ha asumido como dogma que la tecnología y el mercado han creado un mundo sin alternativas. Se afirma que el Perú saldrá adelante con más inversión extranjera y más flexibilización del trabajo. Se dice eso como si el Perú fuera más importante que su pueblo.
Y aquí estamos, llorando policías y nativos porque el “progreso” no se puede detener. ¡Basta de relacionarnos como si fuéramos superiores! ‘Ellos’ son ‘nosotros’. Los hemos abandonado por décadas y ahora decidimos “integrarlos” porque es indispensable destruir su ambiente para obtener riqueza. Y nos parece terrible que se defiendan.
Hannah Arendt decía que la crueldad del siglo XX sería insuperable, pero se equivocó, no sabía de lo que son capaces los siervos de la globalización. Mientras tanto, no olvidemos el aviso de incendio de Walter Benjamin: “La violencia de los dominadores ha convertido el mundo en un matadero. Por eso, hay que recordar a nuestros vencidos. Mientras su causa no triunfe, siempre será posible un nuevo matadero”.
Fuente: Poder 360°