Por César Hildebrandt
Es una derrota política para el gobierno, una admisión explícita de su sangriento error, y una desilusión para el sanchecerrismo del siglo XXI, que lo que quería era un Marañón de sangre.
Es también una luz verde para el reinicio del diálogo. Un diálogo que tendrá que plantearse sobre bases nuevas, la primera de las cuales habrá de ser la del respeto por la intangibilidad de los territorios comunales y la consideración por las tradiciones y los derechos históricos de las tribus que pueblan el oriente peruano.
Es un paso atrás gubernamental que, casi de seguro, no habrá de satisfacer a los dirigentes más radicales del movimiento selvático, cautivos de una prédica que sólo admite victorias absolutas.
¿Se quería o no se quería la desactivación de esos decretos?
Pues se ha conseguido. Tiene el nombre de suspensión indefinida porque al adversario, tanto en la política como en el campo de batalla, hay que facilitarle la huida si huida es lo que quiere.
¿Que no se ha derogado el 1090?
En la práctica, está en desuso. Desde el punto de vista legal, ha sido archivado, retraído, desmantelado, a regañadientes engavetado.
Hay que ser muy obtuso para no entender que este un paso atrás de Alan García y de sus jaurías hortelanas, mineras y forestales.
Me sorprende, por eso, ver y escuchar a la bancada nacionalista encrespada como si nada hubiese pasado, obstinada en conservar invicta su indignación (como si la indignación pudiera ser un capital político que hay que guardar celosamente y no un pasaje que pueda conducir a soluciones).
Es como amar mucho más la cólera, y su teatralización mediática, que la razón y la política. Porque la razón nos impone admitir la realidad y la política no puede ser entendida como aquella pelea de perros rabiosos que García Márquez imaginó eterna y sin tregua en aquel libro dedicado al amor y a otros demonios.
Se comprende que muchos de esos congresistas nacionalistas se sientan especialmente culpables tras aquel desayuno prolongado que los retrasó hace una semana y que le permitió al Apra y a sus aliados seguir jugando con fuego.
Y es posiblemente esa culpa la que, ahora, alimenta el rigor mortis de su capacidad interpretativa.
Porque decir, como han dicho algunos de ellos, que “todo sigue igual” o que “el gobierno no ha querido escuchar” es apostar, irresponsablemente, por el enfrentamiento y la polarización.
¿Que la derogación debe ser una meta en el corto plazo? Es cierto. Pero el espectacular retroceso del gobierno de García podría ser perfectamente entendido como el primer paso de ese proceso.
Con huelgas de hambre plagadas de chocolatinas, con ese falso remedo nocturno de los métodos de Evo Morales, parte de la bancada nacionalista parece empeñada en un propósito de visos surrealistas: que a la tragedia siga la comedia y que a la matanza del viernes último se sume ahora el paro indefinido de la capacidad de pensar.
Quienes estuvimos en la lista de objetivos a abatir de Sendero y de víctimas a embestir del fujimorismo no podemos sino sentir una gran tristeza. Y es que asistir al eclipse de la política y al triunfo solar de las mutuas intolerancias, es tener que reconocer el virtual triunfo de la violencia como método y casi, se diría, como principio.
No estoy entre esos peruanos que alientan el vertido de sangre ajena.
Fuente: Diario La Primera