Archivo del Autor: Richard Angelo Leonardo Loayza

Acerca de Richard Angelo Leonardo Loayza

Es más que seguro que mi hermano Marco Antonio y yo sabíamos lo que nos esperaba afuera; por eso, a pesar de las urgencias y los dolores de nuestra pobre madre, nos negamos a salir hasta el décimo mes. Mi hermano cayó en batalla y muy temprano; el caso es que desde ese terrible día siento que algo me falta. Das ding? diría el viejo Lacan, recordando a Freud. No lo sé. Quería iniciar esta aventura hablando de aquel del cual nunca hablo. Quería buscarle una respuesta a la soledad del corredor de fondo, mi soledad. También tengo un hermano, Percy, a quien debo más de lo que él cree. Por qué perder el tiempo con un blog. Porque es el medio perfecto para compartir ideas (tanto las mías como las de aquellos que pueden decir mejor las cosas que yo). Por eso, aquí se pueden hallar una serie de textos nómades, que emigran de blog en blog, con la única intención de difundir ideas, muchas ideas. Es necesario que lo comenten? No, solo es fundamental leerlo. Después de todo también se puede escribir en lo virtual, que no es como en el aire, no? Tal vez es necesario soltar una palabra como quien suelta una botella al mar, como quien suelta una promesa, una queja, un grito de guerra. TODO EL MATERIAL USADO TIENE FINES ACADEMICOS SALVO EL SABER, TODO ES ILUSION

Bouvard y Pécuchet

 Bouvard y Pécuchet

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Gustave Flaubert 1821-1880

Gustave Flaubert nació el 12 de diciembre de 1821, en Ruán, Normandía, y murió el 8 de mayo de 1880, en Croisset, una casa de campo en las cercanías de Ruán, donde vivió con su familia, casi toda su vida, pues tenía que llevar una vida tranquila por problemas de salud.

La obra más importante de su producción, “Madame Bovary – Costumbres Provincianas”, fue escrita en 1857. Toma como escenario la burguesía del Siglo XIX a la que describe con detalles de lo observado y muestra el adulterio y el suicidio, la monotonía y las desilusiones de la vida cotidiana y otros temas que -si salían a la literatura- escandalizaban, lo que le valió el tener que enfrentarse a un juicio por ofensas a la moral pública y a la religión.

Si bien “Madame Bovary” es la más conocida de las novelas de Flaubert, también escribió obras tales como la novela histórica “Salambó” (1862), la novela “La educación sentimental” (1869), “La tentación de San Antonio” (1874), tres narraciones cortas publicadas con el título de “Tres cuentos” (1877) y dos trabajos editados póstumamente, la novela inacabada “Bouvard y Pécuchet” (1881) y “Diccionario de lugares comunes” (1911) y sus cartas, publicadas póstumamente, “Correspondencia” (4 volúmenes, 1887-1893).

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“Ser estúpido, egoísta y estar bien de salud, he aquí las tres condiciones que se requieren para ser feliz. Pero si os falta la primera, estáis perdidos”.

“¿Hay ideas tontas e ideas grandes? ¿No dependerá acaso de cómo se llevan a la práctica?”

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Se cumplen 190 años del natalicio del escritor francés, con un merecido lugar entre los clásicos no sólo por haber creado a Emma Bovary sino por haber escrito “La educación sentimental”. Sin embargo, al volver sobre su obra a veces nos olvidamos de “Bouvard y Pécuchet”, la inacabada novela publicada hace 130 años, obra que debiéramos leer antes de fin de año, para cerrarlo con satisfacción.

Tan importante es esta novela que está reseñada en las Obras completas de Borges con el artículo “Vindicación de Bouvard y Pécuchet”, donde exalta el talento de Flaubert para escribir una “historia engañosamente simple”. “Las negligencias o desdenes o libertades del último Flaubert han desconcertado a los críticos; yo creo ver en ellas un símbolo. El hombre que con “Madame Bovary” forjó la novela realista fue también el primero en romperla. La obra mira, hacia atrás, a las parábolas de Voltaire y de Swift y de los orientales y, hacia delante, a las de Kafka. ¿Se propuso Flaubert hacer una revisión de todas las ideas modernas sobre la novela y murió en el epílogo? No lo sabemos. Lo cierto es que dejó muestras de la dimensión de su capacidad narrativa, de su comprensión del mundo y del alma humana.

“Bouvard y Pécuchet” es una obra magistral, es la historia de dos almas gemelas, pero, a medida que avanza la novela, el lector empieza a descubrir la farsa filosófica creada por Flaubert: la acción comienza en 1839. Bouvard y Pécuchet se sientan casualmente una tarde de mucho calor en el mismo banco de una calle de París, empiezan a conversar y se sorprenden de todas las cosas que les unen: ambos tienen 47 años, ambos son copistas en oficinas grises y viven solos (uno es viudo sin hijos y el otro soltero). Se hacen amigos, y gracias a la herencia que recibe Bouvard pueden dejar la capital e instalarse en una casa de campo. Aquí empezarán interesándose por la agricultura, pero desoirán los consejos de los lugareños y se guiarán por la lectura de manuales agrícolas. Fracasarán y este será el comienzo de una intensa serie de fracasos en prácticamente todas las disciplinas del saber humano. Bouvard y Pécuchet son dos imbéciles que, al igual que Alonso Quijano, quieren vivir según lo aprendido en los libros. La obra es una exploración a los límites de la ingenuidad, la imbecilidad, la ignorancia y la filosofía.

El talento de los protagonistas de esta obra radica en que dejan sus trabajos y se retiran al campo a disfrutar de una herencia. Sin embargo, más que trabajar el agro para adquirir buenas cosechas empiezan a cultivar su propio pensamiento sin habérselo propuesto. Y en la medida que van teniendo más conocimientos, más se enredan en sus propósitos… Se consultan mutuamente, investigan en un libro, pasan a otro, y después no saben qué resolver ante la divergencia de opiniones.

Pasan mucho tiempo en estas disquisiciones y consideraciones hasta que la granja los devora y para librarse de este sino trágico acuden a todos lo saberes agrícolas hasta que se dan por vencidos y terminan en ciencias como química, anatomía, medicina, fisiología. Cada libro, cada estudio, cada debate les genera mayores interrogantes y mayor confusión hasta que Bouvard afirma: “Los resortes de la vida están ocultos para nosotros”.

En largas jornadas de reflexión, revisan las teorías de la creación del mundo, la arqueología, la geología, el origen del hombre, el arte, la historia, la política, la gramática. Incluso abordan gimnasia, espiritismo, magnetismo, esoterismo y magia. Es el transito inesperado de la vida misma. Siempre los personajes inmersos en una sociedad decadente, en transformación, buscando su propia identidad mental y espiritual. Por algo Bouvard piensa que “no se sabe nada de un hombre en tanto se ignoran sus pasiones”. Y por ello se sumergen, sin ningún concierto y sin guía, en el amplio mundo del conocimiento humano.

Flaubert, para justificar las utopías de sus personajes, afirmó: “Lo espantoso del mundo los desconsolaba y para hacerlo más hermoso lo han padecido todo”, hasta tal punto que, no estudian más por miedo a más decepciones y terminan construyendo discursos sobre la libertad, el amor, las mujeres, la amistad, la religión, la alquimia etc. Sus inteligencias necesitan una tarea y sus existencias una finalidad. Todo lo vivido se justifica y Flaubert por eso redondeó anotando: “Las dudas los agitaban, porque si los espíritus mediocres son incapaces de cometer errores, los errores son propios de los maestros y ¿habrá que admirarlos? ¡Es demasiado! No obstante ¡los maestros son los maestros!”.

Fuente: http://clasicosliterarios.wordpress.com/2011/12/12/bouvard-y-pecuchet/

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Bola de Sebo. Guy de Maupassant

Bola de Sebo

Guy de Maupassant

Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restos del ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados, incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andaban sólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto se paraban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchos de los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas, y los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntarios impresionables, prontos al terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmente a huir o acometer; y mezclados con ellos iban algunos veteranos aguerridos, restos de una división destrozada en un terrible combate; artilleros de uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias, entre los cuales aparecía el brillante casco de algún dragón tardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligera de los infantes.

Compañías de francotiradores, bautizados con epítetos heroicos: Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, Los Compañeros de la Muerte, aparecían a su vez con aspecto de facinerosos, capitaneados por antiguos almacenistas de paños o de cereales, convertidos en jefes gracias a su dinero -cuando no al tamaño de las guías de sus bigotes-, cargados de armas, de abrigos y de galones, que hablaban con voz campanuda, proyectaban planes de campaña y pretendían ser los únicos cimientos, el único sostén de Francia agonizante, cuyo peso moral gravitaba por entero sobre sus hombros de fanfarrones, a la vez que se mostraban temerosos de sus mismos soldados, gentes del bronce, muchos de ellos valientes, y también forajidos y truhanes.

Por entonces se dijo que los prusianos iban a entrar en Ruán.

La Guardia Nacional, que desde dos meses atrás practicaba con gran lujo de precauciones prudentes reconocimientos en los bosques vecinos, fusilando a veces a sus propios centinelas y aprestándose al combate cuando un conejo hacía crujir la hojarasca, se retiró a sus hogares. Las armas, los uniformes, todos los mortíferos arreos que hasta entonces derramaron el terror sobre las carreteras nacionales, entre leguas a la redonda, desaparecieron de repente.

Los últimos soldados franceses acababan de atravesar el Sena buscando el camino de Pont-Audemer por Saint-Severt y Bourg-Achard, y su general iba tras ellos entre dos de sus ayudantes, a pie, desalentado porque no podía intentar nada con jirones de un ejército deshecho y enloquecido por el terrible desastre de un pueblo acostumbrado a vencer y al presente vencido, sin gloria ni desquite, a pesar de su bravura legendaria.

Una calma profunda, una terrible y silenciosa inquietud, abrumaron a la población. Muchos burgueses acomodados, entumecidos en el comercio, esperaban ansiosamente a los invasores, con el temor de que juzgasen armas de combate un asador y un cuchillo de cocina.

La vida se paralizó, se cerraron las tiendas, las calles enmudecieron. De tarde en tarde un transeúnte, acobardado por aquel mortal silencio, al deslizarse rápidamente, rozaba el revoco de las fachadas.

La zozobra, la incertidumbre, hicieron al fin desear que llegase, de una vez, el invasor.

En la tarde del día que siguió a la marcha de las tropas francesas, aparecieron algunos ulanos, sin que nadie se diese cuenta de cómo ni por dónde, y atravesaron a galope la ciudad. Luego, una masa negra se presentó por Santa Catalina, en tanto que otras dos oleadas de alemanes llegaba por los caminos de Darnetal y de Boisguillaume. Las vanguardias de los tres cuerpos se reunieron a una hora fija en la plaza del Ayuntamiento y por todas las calles próximas afluyó el ejército victorioso, desplegando sus batallones, que hacían resonar en el empedrado el compás de su paso rítmico y recio.

Las voces de mando, chilladas guturalmente, repercutían a lo largo de los edificios, que parecían muertos y abandonados, mientras que detrás de los postigos entornados algunos ojos inquietos observaban a los invasores, dueños de la ciudad y de vidas y haciendas por derecho de conquista. Los habitantes, a oscuras en sus vivencias, sentían la desesperación que producen los cataclismos, los grandes trastornos asoladores de la tierra, contra los cuales toda precaución y toda energía son estériles. La misma sensación se reproduce cada vez que se altera el orden establecido, cada vez que deja de existir la seguridad personal, y todo lo que protegen las leyes de los hombres o de la naturaleza se pone a merced de una brutalidad inconsciente y feroz. Un terremoto aplastando entre los escombros de las casas a todo el vecindario; un río desbordado que arrastra los cadáveres de los campesinos ahogados, junto a los bueyes y las vigas de sus viviendas, o un ejército victorioso que acuchilla a los que se defienden, hace a los demás prisioneros, saquea en nombre de las armas vencedoras y ofrenda sus preces a un dios, al compás de los cañonazos, son otros tantos azotes horribles que destruyen toda creencia en la eterna justicia, toda la confianza que nos han enseñado a tener en la protección del cielo y en el juicio humano.

Se acercaba a cada puerta un grupo de alemanes y se alojaban en todas las casas. Después del triunfo, la ocupación. Los vencidos se veían obligados a mostrarse atentos con los vencedores.

Al cabo de algunos días, y disipado ya el temor del principio, se restableció la calma. En muchas casas un oficial prusiano compartía la mesa de una familia. Algunos, por cortesía o por tener sentimientos delicados, compadecían a los franceses y manifestaban que les repugnaba verse obligados a tomar parte activa en la guerra. Se les agradecían esas demostraciones de aprecio, pensando, además, que alguna vez sería necesaria su protección. Con adulaciones, acaso evitarían el trastorno y el gasto de más alojamientos. ¿A qué hubiera conducido herir a los poderosos, de quienes dependían? Fuera más temerario que patriótico. Y la temeridad no es un defecto de los actuales burgueses de Ruán, como lo había sido en aquellos tiempos de heroicas defensas, que glorificaron y dieron lustre a la ciudad. Se razonaba -escudándose para ello en la caballerosidad francesa- que no podía juzgarse un desdoro extremar dentro de casa las atenciones, mientras en público se manifestase cada cual poco deferente con el soldado extranjero. En la calle, como si no se conocieran; pero en casa era muy distinto, y de tal modo lo trataban, que retenían todas las noches a su alemán de tertulia junto al hogar, en familia.

La ciudad recobraba poco a poco su plácido aspecto exterior. Los franceses no salían con frecuencia, pero los soldados prusianos transitaban por las calles a todas horas. Al fin y al cabo, los oficiales de húsares azules, que arrastraban con arrogancia sus sables por aceras, no demostraban a los humildes ciudadanos mayor desprecio del que les habían manifestado el año anterior los oficiales de cazadores franceses que frecuentaban los mismos cafés.

Había, sin embargo, un algo especial en el ambiente; algo sutil y desconocido; una atmósfera extraña e intolerable, como una peste difundida: la peste de la invasión. Esa peste saturaba las viviendas, las plazas públicas, trocaba el sabor de los alimentos, produciendo la impresión sentida cuando se viaja lejos del propio país, entre bárbaras y amenazadoras tribus.

Los vencedores exigían dinero, mucho dinero. Los habitantes pagaban sin chistar; eran ricos. Pero cuanto más opulento es el negociante normando, más le hace sufrir verse obligado a sacrificar una parte, por pequeña que sea, de su fortuna, poniéndola en manos de otro.

A pesar de la sumisión aparente, a dos o tres leguas de la ciudad, siguiendo el curso del río hacia Croiset, Dieppedalle o Biessart, los marineros y los pescadores con frecuencia sacaban del agua el cadáver de algún alemán, abotagado, muerto de una cuchillada, o de un garrotazo, con la cabeza aplastada por una piedra o lanzado al agua de un empujón desde oscuras venganzas, salvajes y legítimas represalias, desconocidos heroísmos, ataques mudos, más peligrosos que las batallas campales y sin estruendo glorioso.

Porque los odios que inspira el invasor arman siempre los brazos de algunos intrépidos, resignados a morir por una idea.

Pero como los vencedores, a pesar de haber sometido la ciudad al rigor de su disciplina inflexible, no habían cometido ninguna de las brutalidades que les atribuía y afirmaba su fama de crueles en el curso de su marcha triunfal, se rehicieron los ánimos de los vencidos y la conveniencia del negocio reinó de nuevo entre los comerciantes de la región. Algunos tenían planteados asuntos de importancia en El Havre, ocupado todavía por el ejército francés, y se propusieron hacer una intentona para llegar a ese puerto, yendo en coche a Dieppe, en donde podrían embarcar.

Apoyados en la influencia de algunos oficiales alemanes, a los que trataban amistosamente, obtuvieron del general un salvoconducto para el viaje.

Así, pues, se había prevenido una espaciosa diligencia de cuatro caballos para 10 personas, previamente inscritas en el establecimiento de un alquilador de coches; y se fijó la salida para un martes, muy temprano, con objeto de evitar la curiosidad y aglomeración de transeúntes.

Días antes, las heladas habían endurecido ya la tierra, y el lunes, a eso de las tres, densos nubarrones empujados por un viento norte descargaron una tremenda nevada que duró toda la tarde y toda la noche.

A eso de las cuatro y media de la madrugada, los viajeros se reunieron en el patio de la Posada Normanda, en cuyo lugar debían tomar la diligencia.

Llegaban muertos de sueño; y tiritaban de frío, arrebujados en sus mantas de viaje. Apenas se distinguían en la oscuridad, y la superposición de pesados abrigos daba el aspecto, a todas aquellas personas, de sacerdotes barrigudos, vestidos con sus largas sotanas. Dos de los viajeros se reconocieron; otro los abordó y hablaron.

-Voy con mi mujer -dijo uno.

-Y yo.

El primero añadió:

-No pensamos volver a Ruán, y si los prusianos se acercan a El Havre, nos embarcaremos para Inglaterra.

Los tres eran de naturaleza semejante y, sin duda, por eso tenían aspiraciones idénticas.

Aún estaba el coche sin enganchar. Un farolito llevado por un mozo de cuadra, de cuando en cuando aparecía en una puerta oscura, para desaparecer inmediatamente por otra. Los caballos herían con los cascos el suelo, produciendo un ruido amortiguado por la paja de sus camas, y se oía una voz de hombre dirigiéndose a las bestias, a intervalos razonable o blasfemadora. Un ligero rumor de cascabeles anunciaba el manejo de los arneses, cuyo rumor se convirtió bien pronto en un tintineo claro y continuo, regulado por los movimientos de una bestia; cesaba de pronto, y volvía a producirse con un brusca sacudida, acompañado por el ruido seco de las herraduras al chocar en las piedras.

Cerrose de golpe la puerta. Cesó todo ruido. Los burgueses, helados, ya no hablaban; permanecían inmóviles y rígidos.

Una espesa cortina de copos blancos se desplegaba continuamente, abrillantada y temblorosa; cubría la tierra, sumergiéndolo todo en una espuma helada; y sólo se oía en el profundo silencio de la ciudad el roce vago, inexplicable, tenue, de la nieve al caer, sensación más que ruido, encruzamiento de átomos ligeros que parecen llenar el espacio, cubrir el mundo.

El hombre reapareció con su linterna, tirando de un ronzal sujeto al morro de un rocín que le seguía de mala gana. Lo arrimó a la lanza, enganchó los tiros, dio varias vueltas en torno, asegurando los arneses; todo lo hacía con una sola mano, sin dejar el farol que llevaba en la otra. Cuando iba de nuevo al establo para sacar la segunda bestia reparó en los inmóviles viajeros, blanqueados ya por la nieve, y les dijo:

-¿Por qué no suben al coche y estarán resguardados al menos?

Sin duda no es les había ocurrido, y ante aquella invitación se precipitaron a ocupar sus asientos. Los tres maridos instalaron a sus mujeres en la parte anterior y subieron; en seguida, otras formas borrosas y arropadas fueron instalándose como podían, sin hablar ni una palabra.

En el suelo del carruaje había una buena porción de paja, en la cual se hundían los pies. Las señoras que habían entrado primero llevaban caloríferos de cobre con carbón químico, y mientras lo preparaban, charlaron a media voz: cambiaban impresiones acerca del buen resultado de aquellos aparatos y repetían cosas que de puro sabidas debieron tener olvidadas.

Por fin, una vez enganchados en la diligencia seis rocines en vez de cuatro, porque las dificultades aumentaban con el mal tiempo, una voz desde el pescante preguntó:

-¿Han subido ya todos?

Otra contestó desde dentro:

-Sí; no falta ninguno.

Y el coche se puso en marcha.

Avanzaba lentamente a paso corto. Las ruedas se hundían en la nieve, la caja entera crujía con sordos rechinamientos; los animales resbalaban, resollaban, humeaban; y el gigantesco látigo de mayoral restallaba, sin reposo, volteaba en todos sentidos, enrollándose y desenrollándose como una delgada culebra, y azotando bruscamente la grupa de algún caballo, que se agarraba entonces mejor, gracias a un esfuerzo más grande.

La claridad aumentaba imperceptiblemente. Aquellos ligeros copos que un viajero culto, natural de Ruán precisamente, había comparado a una lluvia de algodón, luego dejaron de caer. Un resplandor amarillento se filtraba entre los nubarrones pesados y oscuros, bajo cuya sombra resaltaba más la resplandeciente blancura del campo donde aparecía, ya una hielera de árboles cubiertos de blanquísima escarcha, ya una choza con una caperuza de nieve.

A la triste claridad de la aurora lívida los viajeros empezaron a mirarse curiosamente.

Ocupando los mejores asientos de la parte anterior, dormitaban, uno frente a otro, el señor y la señora Loiseau, almacenistas de vinos en la calle de Grand Port.

Antiguo dependiente de un vinatero, hizo fortuna continuando por su cuenta el negocio que había sido la ruina de su principal. Vendiendo barato un vino malísimo a los taberneros rurales, adquirió fama de pícaro redomado, y era un verdadero normando rebosante de astucia y jovialidad.

Tanto como sus bribonadas, comentábanse también sus agudezas, no siempre ocultas, y sus bromas de todo género; nadie podía referirse a él sin añadir como un estribillo necesario: “Ese Loiseau es insustituible”.

De poca estatura, realzaba con una barriga hinchada como un globo la pequeñez de su cuerpo, al que servía de remate una faz arrebolada entre dos patillas canosas.

Alta, robusta, decidida, con mucha entereza en la voz y seguridad en sus juicios, su mujer era el orden, el cálculo aritmético de los negocios de la casa, mientras que Loiseau atraía con su actividad bulliciosa.

Junto a ellos iban sentados en la diligencia, muy dignos, como vástagos de una casta elegida, el señor Carré-Lamandon y su esposa. Era el señor Carré-Lamadon un hombre acaudalado, enriquecido en la industria algodonera, dueño de tres fábricas, caballero de la Legión de Honor y diputado provincial. Se mantuvo siempre contrario al Imperio, y capitaneaba un grupo de oposición tolerante, sin más objeto que hacerse valer sus condescendencias cerca del Gobierno, al cual había combatido siempre “con armas corteses”, que así calificaba él mismo su política. La señora Carré-Lamadon, mucho más joven que su marido, era el consuelo de los militares distinguidos, mozos y arrogantes, que iban de guarnición a Ruán.

Sentada junto a la señora de Loiseau, menuda, bonita, envuelta en su abrigo de pieles, contemplaba con los ojos lastimosos el lamentable interior de la diligencia.

Inmediatamente a ellos se hallaban instalados el conde y la condesa Hurbert de Breville, descendientes de uno de los más nobles y antiguos linajes de Normandía. El conde, viejo aristócrata, de gallardo continente, hacía lo posible para exagerar, con los artificios de su tocado, su natural semejanza con el rey Enrique IV, el cual, según una leyenda gloriosa de la familia, gozó, dándole fruto de bendición, a una señora de Breville, cuyo marido fue, por esta honra singular, nombrado conde y gobernador de provincia.

Colega del señor de Carré-Lamadon en la Diputación provincial, representaba en el departamento al partido orleanista. Su enlace con la hija de un humilde consignatario de Nantes fue incomprensible, y continuaba pareciendo misterioso. Pero como la condesa lució desde un principio aristocráticas maneras, recibiendo en su casa con una distinción que se hizo proverbial, y hasta dio que decir sobre si estuvo en relaciones amorosas con un hijo de Luis Felipe, agasajáronla mucho las damas de más noble alcurnia; sus reuniones fueron las más brillantes y encopetadas, las únicas donde se conservaron tradiciones de rancia etiqueta, y en las cuales era difícil ser admitido.

Las posesiones de los Brevilles producían -al decir de las gentes- unos 500,000 francos de renta.

Por una casualidad imprevista, las señoras de aquellos tres caballeros acaudalados, representantes de la sociedad serena y fuerte, personas distinguidas y sensatas, que veneran la religión y los principios, se hallaban juntas a un mismo lado, cuyos otros asientos ocupaban dos monjas, que sin cesar hacían correr entre sus dedos las cuentas de los rosarios, desgranando padrenuestros y avemarías. Una era vieja, con el rostro descarnado, carcomido por la viruela, como si hubiera recibido en plena faz una perdigonada. La otra, muy endeble, inclinaba sobre su pecho de tísica una cabeza primorosa y febril, consumida por la fe devoradora de los mártires y de los iluminados.

Frente a las monjas, un hombre y una mujer atraían todas las miradas.

El hombre, muy conocido en todas partes, era Cornudet, fiero demócrata y terror de las gentes respetables. Hacía 20 años que salpicaba su barba rubia con la cerveza de todos los cafés populares. Había derrochado en francachelas una regular fortuna que le dejó su padre, antiguo confitero, y aguardaba con impaciencia el triunfo de la República, para obtener al fin el puesto merecido por los innumerables tragos que le impusieron sus ideas revolucionarias. El día 4 de septiembre, al caer el Gobierno, a causa de un error -o de una broma dispuesta intencionalmente-, se creyó nombrado prefecto; pero al ir a tomar posesión del cargo, los ordenanzas de la Prefectura, únicos empleados que allí quedaban, se negaron a reconocer su autoridad, y eso le contrarió hasta el punto de renunciar para siempre a sus ambiciones políticas. Buenazo, inofensivo y servicial, había organizado la defensa con ardor incomparable, haciendo abrir zanjas en las llanuras, talando las arboledas próximas, poniendo cepos en todos los caminos; y al aproximarse los invasores, orgulloso de su obra, se retiró más que a paso hacia la ciudad. Luego, sin duda supuso que su presencia sería más provechosa en El Havre, necesitado tal vez de nuevos atrincheramientos.

La mujer que iba a su lado era una de las que llaman galantes, famosa por su abultamiento prematuro, que le valió el sobrenombre de Bola de Sebo; de menos que mediana estatura, mantecosa, con las manos abotagadas y los dedos estrangulados en las falanges -como rosarios de salchichas gordas y enanas-, con una piel suave y lustrosa, con un pecho enorme, rebosante, de tal modo complacía su frescura, que muchos la deseaban porque les parecía su carne apetitosa. Su rostro era como manzanita colorada, como un capullo de amapola en el momento de reventar; eran sus ojos negros, magníficos, velados por grandes pestañas, y su boca provocativa, pequeña, húmeda, palpitante de besos, con unos dientecitos apretados, resplandecientes de blancura.

Poseía también -a juicio de algunos- ciertas cualidades muy estimadas.

En cuanto la reconocieron las señoras que iban en la diligencia, comenzaron a murmurar; y las frases “vergüenza pública”, “mujer prostituida”, fueron pronunciadas con tal descaro, que le hicieron levantar la cabeza. Fijó en sus compañeros de viaje una mirada, tan provocadora y arrogante que impuso de pronto silencio; y todos bajaron la vista excepto Loiseau, en cuyos ojos asomaba más deseo reprimido que disgusto exaltado.

Pronto la conversación se rehízo entre las tres damas, cuya recíproca simpatía se aumentaba por instantes con la presencia de la moza, convirtiéndose casi en intimidad. Creíanse obligadas a estrecharse, a protegerse, a reunir su honradez de mujeres legales contra la vendedora de amor, contra la desvergonzada que ofrecía sus atractivos a cambio de algún dinero; porque el amor legal acostumbra ponerse muy fosco y malhumorado en presencia de una semejante libre.

También los tres hombres, agrupados por sus instintos conservadores, en oposición a las ideas de Cornudet, hablaban de intereses con alardes fatuos y desdeñosos, ofensivos para los pobres. El conde Hubert hacía relación de las pérdidas que le ocasionaban los prusianos, las que sumarían las reses robadas y las cosechas abandonadas, con altivez de señorón diez veces millonario, en cuya fortuna tantos desastres no lograban hacer mella. El señor Carré-Lamadon, precavido industrial, se había curado en salud, enviando a Inglaterra 600,000 francos, una bicoca de que podía disponer en cualquier instante. Y Loiseau dejaba ya vendido a la Intendencia del ejército francés todo el vino de sus bodegas, de manera que le debía el Estado una suma de importancia, que haría efectiva en El Havre.

Se miraban los tres con benevolencia y agrado; aun cuando su cualidad era muy distinta, los hermanaba el dinero, porque pertenecían los tres a la francmasonería de los pudientes que hacen sonar el oro al meter las manos en los bolsillos del pantalón.

El coche avanzaba tan lentamente, que a las 10 de la mañana no había recorrido aún cuatro leguas. Se habían apeado varias veces los hombres para subir, haciendo ejercicio, algunas lomas. Comenzaron a intranquilizarse, porque salieron con la idea de almorzar en Totes, y no era ya posible que llegaran hasta el anochecer. Miraban a lo lejos con ansia de adivinar una posada en la carretera, cuando el coche se atascó en la nieve y estuvieron dos horas detenidos.

Al aumentar el hambre, perturbaba las inteligencias; nadie podía socorrerlos, porque la temida invasión de los prusianos y el paso del ejército francés habían hecho imposibles todas las industrias.

Los caballeros corrían en busca de provisiones de cortijo, acercándose a todos los que veían próximos a la carretera; pero no pudieron conseguir ni un pedazo de pan, absolutamente nada, porque los campesinos, desconfiados y ladinos, ocultaban sus provisiones, temerosos de que al pasar el ejército francés, falto de víveres, cogiera cuanto encontrara.

Era poco más de la una cuando Loiseau anunció que sentía un gran vacío en el estómago. A todos los demás les ocurría otro tanto, y la invencible necesidad, manifestándose a cada instante con más fuerza, hizo languidecer horriblemente las conversaciones, imponiendo, al fin, un silencio absoluto.

De cuando en cuando alguien bostezaba; otro le seguía inmediatamente, y todos, cada uno conforme a su calidad, su carácter, su educación, abría la boca, escandalosa o disimuladamente, cubriendo con la mano las fauces ansiosas, que despedían un aliento de angustia.

Bola de Sebo se inclinó varias veces como si buscase alguna cosa debajo de sus faldas. Vacilaba un momento, contemplando a sus compañeros de viaje; luego, se erguía tranquilamente. Los rostros palidecían y se crispaban por instantes. Loiseau aseguraba que pagaría 1,000 francos por un jamoncito. Su esposa dio un respingo en señal de protesta, pero al punto se calmó: para la señora era un martirio la sola idea de un derroche, y no comprendía que ni en broma se dijeran semejantes atrocidades.

-La verdad es que me siento desmayado -advirtió el conde-. ¿Cómo es posible que no se me ocurriera traer provisiones?

Todos reflexionaban de un modo análogo.

Cornudet llevaba un frasquito de ron. Lo ofreció, y rehusaron secamente. Pero Loiseau, menos aparatoso, se decidió a beber unas gotas, y al devolver el frasquito, agradeció el obsequio con estas palabras:

-Al fin y al cabo, calienta el estómago y distrae un poco el hambre.

Reanimose y propuso alegremente que, ante la necesidad apremiante, debían, como los náufragos de la vieja canción, comerse al más gordo. Esta broma, en que se aludía muy directamente a Bola de Sebo, pareció de mal gusto a los viajeros bien educados. Nadie la tomó en cuenta, y solamente Cornudet sonreía. Las dos monjas acabaron de mascullar oraciones, y con las manos hundidas en sus anchurosas mangas, permanecían inmóviles, bajaban los ojos obstinadamente y sin duda ofrecían al Cielo el sufrimiento que les enviaba.

Por fin, a las tres de la tarde, mientras la diligencia atravesaba llanuras interminables y solitarias, lejos de todo poblado, Bola de Sebo se inclinó, resueltamente, para sacar de debajo del asiento una cesta.

Tomó primero un plato de fina loza; luego, un vasito de plata, y después, una fiambrera donde había dos pollos asados, ya en trozos, y cubiertos de gelatina; aún dejó en la cesta otros manjares y golosinas, todo ello apetitoso y envuelto cuidadosamente: pasteles, queso, frutas, las provisiones dispuestas para un viaje de tres días, con objeto de no comer en las posadas. Cuatro botellas asomaban el cuello entre los paquetes.

Bola de Sebo cogió un ala de pollo y se puso a comerla, con mucha pulcritud, sobre medio panecillo de los que llaman regencias en Normandía.

El perfume de las viandas estimulaba el apetito de los otros y agravaba la situación, produciéndoles abundante saliva y contrayendo sus mandíbulas dolorosamente. Rayó en ferocidad el desprecio que a las viajeras inspiraba la moza; la hubieran asesinado, la hubieran arrojado por una ventanilla con su cubierto, su vaso de plata y su cesta y provisiones.

Pero Loiseau devoraba con los ojos la fiambrera de los pollos. Y dijo:

-La señora fue más precavida que nosotros. Hay gentes que no descuidan jamás ningún detalle.

Bola de sebo hizo un ofrecimiento amable:

-¿Usted gusta? ¿Le apetece algo, caballero? Es penoso pasar todo un día sin comer.

Loiseau hizo una reverencia de hombre agradecido:

-Francamente, acepto; el hambre obliga mucho. La guerra es la guerra. ¿No es cierto, señora?

Y lanzando en torno una mirada, prosiguió:

-En momentos difíciles como el presente, consuela encontrar almas generosas.

Llevaba en el bolsillo un periódico y lo extendió sobre sus muslos para no mancharse los pantalones; con la punta de un cortaplumas pinchó una pata de pollo muy lustrosa, recubierta de gelatina. Le dio un bocado, y comenzó a comer tan complacido que aumentó con su alegría la desventura de los demás, que no pudieron reprimir un suspiro angustioso.

Con palabras cariñosas y humildes, Bola de Sebo propuso a las monjitas que tomaran algún alimento. Las dos aceptaron sin hacerse rogar; y con los ojos bajos, se pusieron a comer de prisa, después de pronunciar a media voz una frase de cortesía. Tampoco se mostró esquivo Cornudet a las insinuaciones de la moza, y con ella y las monjitas, teniendo un periódico sobre las rodillas de los cuatro, formaron, en la parte posterior del coche, una especie de mesa donde servirse.

Las mandíbulas trabajaban sin descanso; abríanse y cerrábanse las bocas hambrientas y feroces. Loiseau, en un rinconcito, se despachaba muy a su gusto, queriendo convencer a su esposa para que se decidiera a imitarle. Resistíase la señora; pero, al fin, víctima de un estremecimiento doloroso con floreos retóricos, pidiole permiso a “su encantadora compañera de viaje” para servir a la dama una tajadita.

Bola de Sebo se apresuró a decir:

-Cuanto usted guste.

Y sonriéndole con amabilidad, le alargó la fiambrera.

Al destaparse la primera botella de burdeos, se presentó un conflicto. Sólo había un vaso de plata. Se lo iban pasando uno al otro, después de restregar el borde con una servilleta. Cornudet, por galantería, sin duda, quiso aplicar sus labios donde los había puesto la moza.

Envueltos por la satisfacción ajena, y sumidos en la propia necesidad, ahogados por las emanaciones provocadoras y excitantes de la comida, el conde y la condesa de Breville y el señor y la señora de Carré-Landon padecieron el suplicio espantoso que ha inmortalizado el nombre de Tántalo. De pronto, la monísima esposa del fabricante lanzó un suspiro que atrajo todas las miradas, su rostro estaba pálido, compitiendo en blancura con la nieve que sin cesar caía; se cerraron sus ojos, y su cuerpo languideció; desmayose. Muy emocionado, el marido imploraba un socorro que los demás, aturdidos a su vez, no sabían cómo procurarle, hasta que la mayor de las monjitas, apoyando la cabeza de la señora sobre su hombro, aplicó a sus labios el vaso de plata lleno de vino. La enferma se repuso; abrió los ojos, volvieron sus mejillas a colorearse y dijo, sonriente, que se hallaba mejor que nunca; pero lo dijo con la voz desfallecida. Entonces la monjita, insistiendo para que agotara el burdeos que había en el vaso, advirtió:

-Es hambre, señora; es hambre lo que tiene usted.

Bola de Sebo, desconcertada, ruborosa, dirigiéndose a los cuatro viajeros que no comían, balbució:

-Yo les ofrecería con mucho gusto…

Pero se interrumpió, temerosa de ofender con sus palabras la susceptibilidad exquisita de aquellas nobles personas; Loiseau completó la invitación a su manera, librando de apuro a todos:

-¡Eh! ¡Caracoles! Hay que amoldarse a las circunstancias. ¿No somos hermanos todos los hombres, hijos de Adán, criaturas de Dios? Basta de cumplidos, y a remediarse caritativamente. Acaso no encontramos ni un refugio para dormir esta noche. Al paso que vamos, ya será mañana muy entrado el día cuando lleguemos a Totes.

Los cuatro dudaban, silenciosos, no queriendo asumir ninguno la responsabilidad que sobre un “sí” pesaría.

El conde transigió, por fin, y dijo a la tímida moza, dando a sus palabras un tono solemne:

-Aceptamos, agradecidos a su mucha cortesía.

Lo difícil era el primer envite. Una vez pasado el Rubicón, todo fue como un guante. Vaciaron la cesta. Comieron, además de los pollos, un tarro de paté, una empanada, un pedazo de lengua, frutas, dulces, pepinillos y cebollitas en vinagre.

Imposible devorar las viandas y no mostrarse atentos. Era inevitable una conversación general en que la moza pudiese intervenir; al principio les violentaba un poco, pero Bola de Sebo, muy discreta, los condujo insensiblemente a una confianza que hizo desvanecer todas las prevenciones. Las señoras de Breville y de Carré-Lamadon, que tenían un trato muy exquisito, se mostraron afectuosas y delicadas. Principalmente la condesa lució esa dulzura suave de gran señora que a todo puede arriesgarse, porque no hay en el mundo miseria que lograra manchar el rancio lustre de su alcurnia. Estuvo deliciosa. En cambio, la señora Loiseau, que tenía un alma de gendarme, no quiso doblegarse: hablaba poco y comía mucho.

Trataron de la guerra, naturalmente. Adujeron infamias de los prusianos y heroicidades realizadas por los franceses: todas aquellas personas que huían del peligro alababan el valor.

Arrastrada por las historias que unos y otros referían, la moza contó, emocionada y humilde, los motivos que la obligaban a marcharse de Ruán:

-Al principio creí que me sería fácil permanecer en la ciudad vencida, ocupada por el enemigo. Había en mi casa muchas provisiones y supuse más cómodo mantener a unos cuantos alemanes que abandonar mi patria. Pero cuando los vi, no pude contenerme; su presencia me alteró: me descompuse y lloré de vergüenza todo el día. ¡Oh! ¡Quisiera ser hombre para vengarme! Débil mujer, con lágrimas en los ojos los veía pasar, veía sus corpachones de cerdo y sus puntiagudos cascos, y mi criada tuvo que sujetarme para que no les tirase a la cabeza los tiestos de los balcones. Después fueron alojados, y al ver en mi casa, junto a mí aquella gentuza, ya no pude contenerme y me arrojé al cuello de uno para estrangularlo. ¡No son más duros que los otros, no! ¡Se hundían bien mis dedos en su garganta! Y lo hubiera matado si entre todos no me lo quitan. Ignoro cómo pude salvarme. Unos vecinos me ocultaron, y al fin me dijeron que podía irme a El Havre… Así vengo.

La felicitaron; aquel patriotismo que ninguno de los viajeros fue capaz de sentir agigantaba, sin embargo, la figura de la moza, y Cornudet sonreía, con una sonrisa complaciente y protectora de apóstol; así oye un sacerdote a un penitente alabar a Dios; porque los revolucionarios barbudos monopolizan el patriotismo como los clérigos monopolizan la religión. Luego habló doctrinalmente, con énfasis aprendido en las proclamas que a diario pone alguno en cada esquina, y remató su discurso con párrafo magistral.

Bola de Sebo se exaltó, y le contradijo; no, no pensaba como él; era bonapartista, y su indignación arrebolaba su rostro cuando balbucía:

-¡Yo hubiera querido verlos a todos ustedes en su lugar! ¡A ver qué hubieran hecho! ¡Ustedes tienen la culpa! ¡El emperador es su víctima! Con un gobierno de gandules como ustedes, ¡daría gusto vivir! ¡Pobre Francia!

Cornudet, impasible, sonreía desdeñosamente; pero el asunto tomaba ya un cariz alarmante cuando el conde intervino, esforzándose por calmar a la moza exasperada. Lo consiguió a duras penas y proclamó, en frases corteses, que son respetables todas las opiniones.

Entre tanto, la condesa y la esposa del industrial, que profesaban a la República el odio implacable de las gentes distinguidas y reverenciaban con instinto femenil a todos los gobiernos altivos y despóticos, involuntariamente sentíanse atraídas hacia la prostituta, cuyas opiniones eran semejantes a las más prudentes y encopetadas.

Se había vaciado la cesta. Repartida entre 10 personas, aun pareció escasez su abundancia, y casi todas lamentaron prudentemente que no hubiera más. La conversación proseguía, menos animada desde que no hubo nada que engullir.

Cerraba la noche. La oscuridad era cada vez más densa, y el frío, punzante, penetraba y estremecía el cuerpo de Bola de Sebo, a pesar de su gordura. La señora condesa de Breville le ofreció su rejilla, cuyo carbón químico había sido renovado ya varias veces, y la moza se lo agradeció mucho, porque tenía los pies helados. Las señoras Carré-Lamdon y Loiseau corrieron las suyas hasta los pies de las monjas.

El mayoral había encendido los faroles, que alumbraban con vivo resplandor las ancas de los jamelgos, y a uno y otro lado la nieve del camino parecía desenrollarse bajo los reflejos temblorosos.

En el interior del coche nada se veía; pero de pronto se pudo notar un manoteo entre Bola de Sebo y Cornudet; Loiseau, que disfrutaba de una vista penetrante, creyó advertir que el hombre barbudo apartaba rápidamente la cabeza para evitar el castigo de un puño cerrado y certero.

En el camino aparecieron unos puntos luminosos. Llegaban a Totes, por fin. Después de 14 horas de viaje, la diligencia se detuvo frente a la posada del Comercio.

Abrieron la portezuela y algo terrible hizo estremecer a los viajeros: eran los tropezones de la vaina de un sable cencerreando contra las losas. Al punto se oyeron unas palabras dichas por el alemán.

La diligencia se había parado y nadie se apeaba, como si temieran que los acuchillasen al salir. Se acercó a la portezuela el mayoral con un farol en la mano, y alzando el farol, alumbró súbitamente las dos hileras de rostros pálidos, cuyas bocas abiertas y cuyos ojos turbios denotaban sorpresa y espanto. Junto al mayoral, recibiendo también el chorro de luz, aparecía un oficial prusiano, joven, excesivamente delgado y rubio, con el uniforme ajustado como un corsé, ladeada la gorra de plato que le daba el aspecto recadero de fonda inglesa. Muy largas y tiesas las guías del bigote -que disminuían indefinidamente hasta rematar en un solo pelo rubio, tan delgado que no era fácil ver dónde terminaba-, parecían tener las mejillas tirantes con su peso, violentando también las cisuras de la boca.

En francés-alsaciano indicó a los viajeros que se apearan.

Las dos monjitas, humildemente, obedecieron las primeras con una santa docilidad propia de las personas acostumbradas a la sumisión. Luego, el conde y la condesa; en seguida, el fabricante y su esposa. Loiseau hizo pasar delante a su cara mitad, y al poner los pies en tierra, dijo al oficial:

-Buenas noches, caballero.

El prusiano, insolente como todos los poderosos, no se dignó contestar.

Bola de Sebo y Cornudet, aun cuando se hallaban más próximos a la portezuela que todos los demás, se apearon los últimos, erguidos y altaneros en presencia del enemigo. La moza trataba de contenerse y mostrarse tranquila; el revolucionario se resobaba la barba rubicunda con mano inquieta y algo temblona. Los dos querían mostrarse dignos, imaginando que representaba cada cual su patria en situaciones tan desagradables; y de modo semejante, fustigados por la frivolidad acomodaticia de sus compañeros, la moza estuvo más altiva que las mujeres honradas, y el otro, decidido a dar ejemplo, reflejaba en su actitud la misión de indómita resistencia que ya lució al abrir zanjas, talar bosques y minar caminos.

Entraron en la espaciosa cocina de la posada, y el prusiano, después de pedir el salvoconducto firmado por el general en jefe, donde constaban los nombres de todos los viajeros y se detallaba su profesión y estado, lo examinó detenidamente, comparando las personas con las referencias escritas.

Luego dijo, en tono brusco:

-Está bien.

Y se retiró.

Respiraron todos. Aún tenían hambre y pidieron de cenar. Tardarían media hora en poder sentarse a la mesa, y mientras las criadas hacían los preparativos, los viajeros curioseaban las habitaciones que les destinaban. Abrían sus puertas a un largo pasillo, al extremo del cual una mampara de cristales raspados lucía un expresivo número.

Iban a sentarse a la mesa cuando se presentó el posadero. Era un antiguo chalán asmático y obeso que padecía constantes ahogos, con resoplidos, ronqueras y estertores. De su padre había heredado el nombre de Follenvie.

Al entrar hizo esta pregunta:

-¿La señorita Isabel Rousset?

Bola de Sebo, sobresaltándose, dijo:

-¿Qué ocurre?

-Señorita, el oficial prusiano quiere hablar con usted ahora mismo.

-¿Para qué?

-Lo ignoro, pero quiere hablarle.

-Es posible. Yo, en cambio, no quiero hablar con él.

Hubo un momento de preocupación; todos pretendían adivinar el motivo de aquella orden. El conde se acercó a la moza:

-Señorita, es necesario reprimir ciertos ímpetus. Una intemperancia por parte de usted podría originar trastornos graves. No se debe nunca resistir a quien puede aplastarnos. La entrevista no revestirá importancia y, sin duda, tiene por objeto aclarar algún error deslizado en el documento.

Los demás se adhirieron a una opinión tan razonable; instaron, suplicaron, sermonearon y, al fin, la convencieron, porque todos temían las complicaciones que pudieran sobrevenir. La moza dijo:

-Lo hago solamente por complacerlos a ustedes.

La condesa le estrechó la mano al decir:

-Agradecemos el sacrificio.

Bola de Sebo salió, y aguardaron a servir la comida para cuando volviera.

Todos hubieran preferido ser los llamados, temerosos de que la moza irascible cometiera una indiscreción y cada cual preparaba en su magín varias insulseces para el caso de comparecer.

Pero a los cinco minutos la moza reapareció, encendida, exasperada, balbuciendo:

-¡Miserable! ¡Ah, miserable!

Todos quisieron averiguar lo sucedido; pero ella no respondió a las preguntas y se limitaba a repetir:

-Es un asunto mío, sólo mío, y a nadie le importa.

Como la moza se negó rotundamente a dar explicaciones, reinó el silencio en torno de la sopera humeante. Cenaron bien y alegremente, a pesar de los malos augurios. Como era muy aceptable la sidra, el matrimonio Loiseau y las monjas la tomaron, para economizar. Los otros pidieron vino, excepto Cornudet, que pidió cerveza. Tenía una manera especial de descorchar la botella, de hacer espuma, de contemplarla, inclinando el vaso, y de alzarlo para observar a trasluz su transparencia. Cuando bebía sus barbazas -de color de su brebaje predilecto- estremecíanse de placer; guiñaba los ojos para no perder su vaso de vista y sorbía con tanta solemnidad como si aquélla fuese la única misión de su vida. Se diría que parangonaba en su espíritu, hermanándolas, confundiéndolas en una, sus dos grandes pasiones: la cerveza y la Revolución, y seguramente no le fuera posible paladear aquélla sin pensar en ésta.

El posadero y su mujer comían al otro extremo de la mesa. El señor Follenvie, resoplando como una locomotora desportillada, tenía demasiado estertor para poder hablar mientras comía, pero ella no callaba ni su solo instante. Refería todas sus impresiones desde que vio a los prusianos por vez primera, lo que hacían, lo que decían los invasores, maldiciéndolos y odiándolos porque le costaba dinero mantenerlos, y también porque tenía un hijo soldado. Se dirigía siempre a la condesa, orgullosa de que la oyese una dama de tanto fuste.

Luego bajaba la voz para comunicar apreciaciones comprometidas; y su marido, interrumpiéndola de cuando en cuando, aconsejaba:

-Más prudente fuera que callases.

Pero ella, sin hacer caso, proseguía:

-Sí, señora; esos hombres no hacen más que atracarse de cerdo y papas, de papas y de cerdo. Y no crea usted que son pulcros. ¡Oh, nada pulcros! Todo lo ensucian, y donde les apura… lo sueltan, con perdón sea dicho. Hacen el ejercicio durante horas todos los días, y anda por arriba y anda por abajo, y vuelve a la derecha y vuelve a la izquierda.¡Si labrasen los campos o trabajasen en las carreteras de su país! Pero no, señora; esos militares no sirven para nada. El pobre tiene que alimentarlos mientras aprenden a destruir. Yo soy una vieja sin estudios; a mí no me han educado, es cierto; pero al ver que se fatigan y se revientan en ese ir y venir mañana y tarde, me digo: habiendo tantas gentes que trabajaban para ser útiles a los demás, ¿por qué otros procuran, a fuerza de tanto sacrificio, ser perjudiciales? ¿No es una compasión que se mate a los hombres, ya sean prusianos o ingleses, o poloneses o franceses? Vengarse de uno que nos hizo daño es punible, y el juez lo condena; pero si degüellan a nuestros hijos, como reses llevadas al matadero, no es punible, no se castiga; se dan condecoraciones al que destruye más.¿No es cierto? Nada sé, nada me han enseñando; tal vez por mi falta de instrucción ignoro ciertas cosas, y me parecen injusticias.

Cornudet dijo campanudamente:

-La guerra es una salvajada cuando se hace contra un pueblo tranquilo; es una obligación cuando sirve para defender la patria.

La vieja murmuró:

-Sí, defenderse ya es otra cosa. Pero ¿no deberíamos antes ahorcar a todos los reyes que tienen la culpa?

Los ojos de Cornudet se abrillantaron:

-¡Magnífico, ciudadana!

El señor Carré-Lamadon reflexionaba. Sí, era fanático por la gloria y el heroísmo de los famosos capitanes; pero el sentido práctico de aquella vieja le hacía calcular el provecho que reportarían al mundo todos los brazos que se adiestran en el manejo de las armas, todas las energías infecundas, consagradas a preparar y sostener las guerras, cuando se aplicasen a industrias que necesitan siglos de actividad.

Levantose Loiseau y, acercándose al fondista, le habló en voz baja. Oyéndolo, Follenvie reía, tosía, escupía; su enorme vientre rebotaba gozoso con las guasas del forastero; y le compró seis barriles de burdeos para la primavera, cuando se hubiesen retirado los invasores.

Acabada la cena, como era mucho el cansancio que sentían, se fueron todos a sus habitaciones.

Pero Loiseau, observador minucioso y sagaz, cuando su mujer se hubo acostado, aplicó los ojos y oído alternativamente al agujero de la cerradura para descubrir lo que llamaba “misterios de pasillo”.

Al cabo de una hora, aproximadamente, vio pasar a Bola de Sebo, más apetitosa que nunca, rebozando en su peinador de casimir con blondas blancas. Alumbrábase con una palmatoria y se dirigía a la mampara de cristales raspados, en donde lucía un expresivo número. Y cuando la moza se retiraba, minutos después, Cornudet abría su puerta y la seguía en calzoncillos.

Hablaron y después Bola de Sebo defendía enérgicamente la entrada de su alcoba. Loiseau, a pesar de sus esfuerzos, no pudo comprender lo que decían; pero, al fin, como levantaron la voz, cogió al vuelo algunas palabras. Cornudet, obstinado, resuelto, decía:

-¿Por qué no quieres? ¿Qué te importa?

Ella, con indignada y arrogante apostura, le respondió:

-Amigo mío, hay circunstancias que obligan mucho; no siempre se puede hacer todo, y además, aquí sería una vergüenza.

Sin duda, Cornudet no comprendió, y como se obstinase, insistiendo en sus pretensiones, la moza, más arrogante aun y en voz más recia, le dijo:

-¿No lo comprende?… ¿Cuando hay prusianos en la casa, tal vez pared por medio?

Y calló. Ese pudor patriótico de cantinera que no permite libertades frente al enemigo, debió de reanimar la desfallecida fortaleza del revolucionario, quien después de besarla para despedirse afectuosamente, se retiró a paso de lobo hasta su alcoba.

Loiseau, bastante alterado, abandonó su observatorio, hizo unas cabriolas y, al meterse de nuevo en la cama, despertó a su amiga y correosa compañera, la besó y le dijo al oído:

-¿Me quieres mucho, vida mía?

Reinó el silencio en toda la casa. Y al poco rato se alzó resonando en todas partes, un ronquido, que bien pudiera salir de la cueva o del desván; un ronquido alarmante, monstruoso, acompasado, interminable, con estremecimientos de caldera en ebullición. El señor Follenvie dormía.

Como habían convenido en proseguir el viaje a las ocho de la mañana, todos bajaron temprano a la cocina; pero la diligencia, enfundada por la nieve, permanecía en el patio, solitaria, sin caballos y sin mayoral. En vano buscaban a éste por los desvanes y las cuadras. No encontrándolo dentro de la posada, salieron a buscarlo y se hallaron de pronto en la plaza, frente a la Iglesia, entre casuchas de un solo piso, donde se veían soldados alemanes. Uno pelaba papas; otro, muy barbudo y grandote, acariciaba a una criaturita de pecho que lloraba, y la mecía sobre sus rodillas para que se calmase o se durmiese, y las campesinas, cuyos maridos y cuyos hijos estaban “en las tropas de la guerra”, indicaban por signos a los vencedores, obedientes, los trabajos que debían hacer: cortar leña, encender lumbre, moler café. Uno lavaba la ropa de su patrona, pobre vieja impedida.

El conde, sorprendido, interrogó al sacristán, que salía del presbiterio. El acartonado murciélago le respondió:

-¡Ah! Esos no son dañinos; creo que no son prusianos: vienen de más lejos, ignoro de qué país; y todos han dejado en su pueblo un hogar, una mujer, unos hijos; la guerra no los divierte. Juraría que también sus familias lloran mucho, que también se perdieron sus cosechas por la falta de brazos; que allí como aquí, amenaza una espantosa miseria a los vencedores como a los vencidos. Después de todo, en este pueblo no podemos quejarnos, porque no maltratan a nadie y nos ayudan trabajando como si estuvieran en su casa. Ya ve usted, caballero: entre los pobres hay siempre caridad… Son los ricos los que hacen las guerras crueles.

Cornudet, indignado por la recíproca y cordial condescendencia establecida entre vencedores y vencidos, volvió a la posada, porque prefería encerrarse aislado en su habitación a ver tales oprobios. Loiseau tuvo, como siempre, una frase oportuna y graciosa; “Repueblan”; y el señor Carré-Lamadon pronunció una solemne frase “Restituyen”.

Pero no encontraban al mayoral. Después de muchas indagaciones, lo descubrieron sentado tranquilamente, con el ordenanza del oficial prusiano, en una taberna.

El conde lo interrogó:

-¿No le habían mandado enganchar a las ocho?

-Sí; pero después me dieron otra orden.

-¿Cuál?

-No enganchar.

-¿Quién?

-El comandante prusiano.

-¿Por qué motivo?

-Lo ignoro. Pregúnteselo. Yo no soy curioso. Me prohíben enganchar y no engancho. Ni más ni menos.

-Pero ¿le ha dado esa orden el mismo comandante?

-No; el posadero, en su nombre.

-¿Cuándo?

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ÉMILE ZOLA, EL NATURALISMO

ÉMILE ZOLA, EL NATURALISMO


Émile Zola retratado por Manet

ÉMILE ZOLA
 
Nacido en París en 1840, este novelista francés es la principal figura del Naturalismo literario.
En el último tercio del siglo XIX, Émile Zola da un paso adelante en la evolución del movimiento realista, incluyendo la novela europea en lo que se habría de llamar el  Naturalismo.


EL NATURALISMO

El Naturalismo es un estilo artístico, sobre todo literario, basado en reproducir la realidad con una objetividad documental en todos sus aspectos, tanto en los más sublimes como los más vulgares.
Su máximo representante, teorizador e impulsor fue el escritor Émile Zola que expuso esta teoría en el prólogo a su novela Thérèse Raquin y sobre todo en Le roman expérimental en 1880.

Zola se preocupará de establecer claramente las bases teóricas sobre las que apoyará su creación literaria mediante la publicación de un gran número de artículos y ensayos.

El más importante de esos ensayos es La novela experimental que es un manifiesto estético en el que se fijan las líneas maestras de la corriente literaria.
Zola plantea, en primer lugar, la definición de la novela naturalista, estableciendo un paralelo entre ésta y las bases que el doctor Claude Bernard había establecido unos años antes para la ciencia médica:
“A menudo me bastará con reemplazar la palabra médico por la palabra novelista para hacer claro mi pensamiento y darle el vigor de una verdad científica.”
El supuesto del que parte Zola para la definición de la nueva narrativa es evidente:
“Puesto que la medicina, que era un arte, se está convirtiendo en una ciencia, ¿por qué la literatura no ha de convertirse también en una ciencia gracias al método experimental?”

 

La novela naturalista no vale como simple pasatiempo, es un estudio serio y detallado de los problemas sociales, cuyas causas procura encontrar y mostrar de forma documental.

La bebedora de absenta por Edgar Degas
CARACTERÍSTICAS DEL NATURALISMO

La fisiología como motor de la conducta de los personajes.

Sátira y denuncia de los problemas sociales.

Concepción de la literatura como arma de combate político, filosófico y social.

Argumentos construidos a la sombra de la herencia folletinesca. Aunque critican con frecuencia la literatura folletinesca que trastorna la percepción de la realidad.

Feismo y tremendismo como revulsivos. Puesto que se presentan casos de enfermedad social, el novelista naturalista no puede vacilar al enfrentarse con lo más crudo y desagradable de la vida social.

Adopción de los temas relativos a las conductas sexuales como elemento central de las novelas. No se trata de un erotismo deleitoso y agradable, sino que es una manifestación de enfermedad social, suciedad y vicio.

El novelista naturalista se centra en el mundo de la prostitución, vista como lacra social y como tragedia individual. El público confundía sin embargo a veces naturalismo con pornografía, lo que no era la intención de los naturalistas.

Otra Margarita por  Joaquín Sorolla
Fuente: http://dinora-lu.blogspot.com/2012/03/emile-zola-el-naturalismo.html

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Rappaccini’s Daughter (I) (La Hija de Rappaccini-1844) Nathaniel Hawthorne

Rappaccini’s Daughter (I)
(La Hija de Rappaccini-1844)

Nathaniel Hawthorne

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Hace mucho tiempo, un joven llamado Giovanni Guasconti acudió desde el sur de Italia a proseguir sus estudios en la Universidad de Padua. Giovanni, cuyo patrimonio consistía en unos cuantos ducados de oro, se hospedó en un humilde aposento sito en el piso alto de un viejo edificio, digno de haber sido el palacio de un noble paduano y que de hecho todavía exhibía sobre su puerta de entrada el blasón de una familia extinguida mucho tiempo atrás. El forastero, que conocía las grandes obras literarias de su país, recordó que uno de los antepasados de aquella familia figuraba entre los participantes de los eternos tormentos del Infierno imaginado por Dante. Tales recuerdos y asociaciones, unidos a la melancolía natural en un joven que se aleja por primera vez de su mundo habitual, hicieron que Giovanni se deprimiera al recorrer con la vista su ruinosa y mal amueblada alcoba.

—¡Cielo Santo, señor! —exclamó la anciana señora Lisabetta, quien, atraída por la llamativa belleza personal del joven, trataba amablemente de dar a la cámara un aire acogedor—. ¿Qué aspecto tiene esto para descorazonar a un joven? ¿Le parece oscura esta antigua mansión? Por amor de Dios, asómese a la ventana y verá un sol tan espléndido como el que dejó en Nápoles.

Guasconti hizo mecánicamente lo que la anciana le aconsejaba, pero no estuvo de acuerdo con ella en que el sol de Padua fuera tan encantador como el del sur de Italia. Tal como era, sin embargo, brillaba sobre el jardín situado debajo de la ventana y prodigaba su influjo vivificante sobre una colección de plantas que parecían haber sido cultivadas con excesivos cuidados.

—¿Pertenece a la casa este jardín? —preguntó Giovanni.

—Dios nos perdone, señor, si no hubiese tenido flores mejores de las que ahora crecen en él —respondió la señora Lisabetta—. No, este jardín es cultivado por las propias manos del señor Giacomo Rappaccini, el famoso doctor cuya fama, se lo aseguro, ha llegado hasta Nápoles. Se dice que destila de ellas medicinas tan activas como un hechizo. Podrá ver muchas veces al doctor en su trabajo y quizá también a la señorita, su hija, recogiendo las extrañas flores que crecen en el jardín.

La anciana señora hacía todo lo posible para mejorar el aspecto de la habitación y, encomendando al joven a la protección de los santos, se retiró a su aposento.

Giovanni no encontró mejor entretenimiento que quedarse contemplando el jardín. Era uno de aquellos jardines botánicos que fueron creados en Padua antes que en ningún otro lugar de Italia y aun del mundo. Era probable que hubiese sido el retiro apacible de una familia opulenta, pues conservaba en el centro una fuente de mármol ruinosa, esculpida con excelente arte pero tan deteriorada ya que era imposible trazar el diseño original utilizando el caos de fragmentos que quedaban. El agua, sin embargo, seguía brotando en surtidor y desgranándose en brillantes perlas.

Su tenue murmullo llegaba hasta la ventana del joven y le hizo imaginar que la fuente era un espíritu inmortal que cantaba incesantemente su canción sin preocuparse de lo que sucediese alrededor, mientras un siglo se encarnaba en mármol y otro esparcía la hermosura perdurable por el suelo. En el hoyo donde caía el agua crecían varias plantas que parecían necesitar mucha humedad para nutrir sus gigantescas hojas y magníficas flores. Había, sobre todo, una mata en un jarrón de mármol en medio del charco de la fuente con gran profusión de flores purpúreas, cada una de las cuales ostentaba el brillo y la riqueza de una gema. Y todo reunido formaba una visión tan resplandeciente que bastaba para iluminar el resto del jardín, aunque no hubiese sol. Todo el suelo estaba poblado de plantas y hierbas que, aunque menos bellas, disfrutaban también de asiduos cuidados, como si tuviesen virtudes especiales, conocidas por la mente científica que las protegía. Algunas estaban colocadas en jarrones enriquecidos con relieves antiguos y otras descansaban en vulgares macetas de jardín. Unas reptaban por la tierra como culebras o trepaban a lo alto utilizando para su ascenso todo lo que se interponía. Una enredadera se había enroscado en torno a una estatua de Vertumno, cubriéndola con un ropaje de hojas tan lleno de armonía y gracia que podría servir de modelo a un escultor.

Mientras Giovanni estaba acodado en la ventana, oyó un crujido detrás de una cortina de follaje y comprendió que una persona trabajaba en el jardín. Su figura pronto se hizo visible y por sus características no se trataba de un vulgar trabajador: alto, delgado, cetrino y con aspecto enfermizo, vestido de negro a la usanza escolar. Había pasado ya de los 50 años; con cabellos grises, usaba una barbita fina y su cara parecía la de una persona culta, inteligente y estudiosa, pero carente de sentimientos.

Nadie podría superar la atención con que este científico jardinero estudiaba las plantas que hallaba en su camino; parecía como si estuviese examinando su naturaleza íntima, haciendo consideraciones relacionadas con la posibilidad de utilizar su esencia y descubriendo por qué estas hojas nacían en esta forma y aquéllas en la otra, y por qué tales y cuales flores diferían entre sí en forma y perfume. A pesar de la profunda inteligencia que su porte manifestaba, nunca se aproximaba lo suficiente como para intimar con la vida de aquellos vegetales. Por el contrario, evitaba su contacto o inhalar directamente sus aromas, desplegando unas precauciones que impresionaron desagradablemente a Giovanni; el hombre se comportaba como si anduviera entre seres malignos, tales como bestias salvajes, ponzoñosas serpientes o espíritus demoniacos, con los que el menor descuido podía acarrear consecuencias terribles. El joven estaba asombrado al ver ese aire de inseguridad en una persona que cultiva un jardín, el más simple e inocente de los entretenimientos del hombre, y que había sido igualmente la diversión y la labor de los felices progenitores del género humano.

¿Era pues este jardín el Edén del mundo presente? ¿Y este hombre, que conocía bien lo que cultivaba con sus manos, un Adán moderno?

El receloso jardinero se protegía con un par de gruesos guantes para quitar las hojas secas o podar el crecimiento excesivo de los arbustos. No era ésta, sin embargo, su única protección. Al llegar en su recorrido a la magnífica planta que esparcía sus gemas purpúreas al lado de la fuente de mármol, se colocó una especie de mascarilla tapando boca y nariz como si tanta belleza no hiciera sino disfrazar unas cualidades mortales; más aún, considerando todavía su tarea demasiado peligrosa, retrocedió, se quitó la mascarilla y llamó con la voz propia de una persona que sufre una dolencia interna.

—¡Beatrice! ¡Beatrice!

—Estoy aquí, padre. ¿Qué quieres? —exclamó una voz juvenil y armoniosa desde una ventana de la casa de enfrente, una voz tan exquisita como una puesta de sol tropical y que hizo a Giovanni, aunque no comprendió el porqué, asociarla con matices intensos de púrpura o carmesí y con fuertes y deliciosos perfumes—. ¿Estás en el jardín?

—Sí, Beatrice —contestó el jardinero—, y necesito tu ayuda.

Casi al momento apareció, bajo un artístico pórtico, la figura de una joven vestida con la gracia de la más espléndida de las flores, bella como el día y con una vitalidad tan exuberante que de ser algo mayor parecería exagerada. Anunciaba vida, salud y energía; parecía como si todos esos atributos sólo estuviesen reprimidos por su virginal castidad. Mientras miraba el jardín, Giovanni suponía que se habría criado enfermiza; pero la impresión que la bella desconocida le produjo era como si se tratase de otra linda flor, hermana de aquellas otras del reino vegetal, más hermosa que la más hermosa de todas, pero a la que había que tocar con guantes y aproximarse a ella con mascarilla. Mientras descendía por el sendero del jardín, se podía ver cómo manipulaba e inhalaba el olor de varias de las plantas que su padre había evitado con más celo.

—Ven aquí, Beatrice —dijo él—, mira cuántos cuidados necesita nuestro mayor tesoro. Como estoy tan delicado, mi vida correría peligro si me acercase todo lo que las circunstancias requieren.

De ahora en adelante me temo que esta planta tendrá que ser vigilada sólo por ti.

—Me alegro de encargarme de ella —exclamó la joven con su armonioso timbre de voz, mientras se dirigía hacia la hermosa planta y abría sus brazos como si fuera a abrazarla—. Sí, hermana mía, mi gloria, será tarea de Beatrice el cuidarte y servirte, y tú, en recompensa, le darás tus besos y tu aliento perfumado, que son para ella fuente de vida.

Entonces, con la misma ternura en sus maneras que había expresado en sus palabras, dedicó tantas atenciones a la planta como ésta parecía necesitar. Giovanni, desde su elevada ventana, se frotó los ojos y dudó si se trataría en realidad de una muchacha cuidando su planta favorita o de una hermana cumpliendo con otra los deberes del afecto. La escena terminó pronto; bien porque el doctor Rappaccini hubiese finalizado sus trabajos en el jardín, bien porque su mirada de observador hubiese advertido al forastero, el hecho es que cogió a su hija del brazo y se retiró. Estaba anocheciendo y por la ventana abierta penetraban emanaciones sofocantes procedentes de las plantas del jardín. Giovanni cerró la ventana antes de irse a dormir. Soñó con una bella flor y una hermosa joven. La flor y la doncella eran distintas y al mismo tiempo la misma. Ambas anunciaban un extraño peligro.

Pero hay algo en la luz de la mañana que tiende a rectificar los errores de fantasía y aun de raciocinio en que incurrimos durante la puesta del sol, entre las sombras de la noche o a la todavía menos saludable luz de la luna. El primer movimiento que ejecutó Giovanni al despertar fue abrir la ventana y mirar al jardín que sus sueños habían hecho tan fecundo en misterios. Se sorprendió y avergonzó un poco al ver qué real aparecía bajo la luz del día. Los rayos de sol doraban las gotas de rocío que, suspendidas en las hojas y flores, realzaban su belleza y devolvían a aquellas flores extrañas su apariencia ordinaria. El joven se regocijó al considerar que en el mismo centro de la ciudad tenía el privilegio de poder disfrutar de la contemplación de aquel rincón de espléndida y frondosa vegetación. Le serviría, se dijo a sí mismo, para seguir conservando el contacto con la naturaleza. No estaban allí ni el doctor Giacomo Rappaccini ni su hermosa hija, así que Giovanni no pudo determinar cuánto había de realidad y cuánto de fantasía en las singulares cualidades que atribuía a ambos, pero estaba dispuesto a adoptar un punto de vista más racional en todo el asunto.

Durante el día ofreció sus respetos al señor Pietro Baglioni, profesor de medicina de la universidad y médico de eminente reputación, para quien Giovanni traía una carta de presentación. El profesor era un anciano de carácter afable y maneras, casi podríamos decir, joviales. Invitó a almorzar a nuestro héroe y se mostró locuaz y agradable, sobre todo después de animarse con una o dos botellas de vino toscano. Giovanni creyó que los hombres de ciencia que vivían en una misma ciudad debían de estar en buena armonía y buscó una oportunidad para mencionar el nombre del doctor Rappaccini. Pero el profesor no respondió con la cordialidad que él había imaginado.

—Estaría mal que un maestro del divino arte de la medicina negase el valor a un médico de tanta fama y prestigio como Rappaccini —dijo, en respuesta a la pregunta de Giovanni—; pero estaría peor por mi parte permitir que un joven de mérito como usted, señor Giovanni, hijo de un antiguo amigo, adquiriera ideas erróneas respecto a un hombre que en un futuro podría llegar a tener la vida, y aun la muerte, de usted en sus manos. La verdad es que nuestro respetable doctor Rappaccini tiene más ciencia que ningún otro miembro de la facultad, con quizás una única excepción, en Padua y en Italia; pero hay que hacer ciertas objeciones graves a su carácter profesional.

—¿Y cuáles son? —inquirió el joven.

—Amigo Giovanni, ¿está usted enfermo del cuerpo o del corazón para preocuparse tanto de los médicos? —preguntó el profesor con una sonrisa—. Se dice de Rappaccini, y yo que lo conozco bien puedo asegurarlo, que le preocupa mucho más la ciencia que la humanidad. Sus parientes le interesan sólo como material para nuevos experimentos. Sacrificaría una vida humana, la suya propia o la del ser más querido para él, con tal de poder añadir un solo grano de mostaza al gran cúmulo de sus conocimientos.

—Me imagino que será un hombre terrible —respondió Guasconti, recordando el aspecto de intelectual puro y frío de Rappaccini—. Y, sin embargo, querido profesor, ¿no es un espíritu noble? ¿Hay muchos hombres capaces de un amor tan espiritual por la ciencia?

—Dios perdone a los que tengan los mismos puntos de vista acerca del arte de curar que los adoptados por Rappaccini —dijo el profesor, con cierta grosería—. Su teoría es que todas las virtudes curativas se hallan encerradas dentro de aquellas sustancias a las que nosotros denominamos venenos vegetales. Los cultiva con sus propias manos y se dice que ha producido nuevas variedades de venenos más mortales que los de la naturaleza, los cuales aun sin la intervención de este hombre plagarían el mundo. Es innegable, empero, que el señor doctor hace menos daño del que pudiera esperarse con sustancias tan peligrosas. En alguna ocasión, hay que reconocerlo, parece haber hecho curas maravillosas; pero si he de ser sincero, señor Giovanni, no son totalmente dignas de crédito, pues quizá sean producto de la casualidad. Se le juzga, en cambio, responsable de sus fracasos, que son los resultados frecuentes de su trabajo.

El joven escuchó la opinión de Baglioni con cierta indulgencia, porque sabía que existía una antigua rivalidad entre él y el doctor Rappaccini, y se consideraba al último como el ganador de la partida. Si el lector quiere juzgar por sí mismo, le aconsejamos ciertos opúsculos en letra gótica que sobre ambas partes se conservan en las oficinas de la Universidad de Padua.

—No sé, querido profesor —volvió a decir Giovanni, después de meditar lo que había oído acerca del celo exagerado de Rappaccini por la ciencia—, cuánto puede amar su arte ese médico, pero seguramente hay algo más querido para él: tiene una hija.

—¡Ah! —exclamó el profesor, riendo—. Ya sé el secreto de nuestro amigo Giovanni: ha oído usted hablar de su hija, de quien están enamorados todos los jóvenes de Padua, aunque ni media docena han tenido la suerte de ver su cara. Sé poco de doña Beatrice, salvo que, según dicen, Rappaccini la ha instruido mucho en sus conocimientos y que, joven y bella como es, está ya considerada como apta para ocupar un sillón de catedrático. ¡Quizá su padre la destine para el mío! Otros rumores que corren no merecen ser citados ni oídos. Así que, ahora, bébase su vaso. Guasconti volvió a su alojamiento algo mareado por el vino que había bebido e imaginando extrañas fantasías referentes al doctor Rappaccini y a su bella hija Beatrice. Al pasar por una tienda de flores entró y compró un ramo recién cortado.

Subió a su habitación y se sentó cerca de la ventana, en la sombra, de forma que podía ver el jardín sin riesgo de ser descubierto. No veía a nadie. Las plantas desconocidas estaban iluminadas por el sol y de vez en cuando inclinaban sus cabezas con gentileza saludándose unas a otras como si hubiese entre ellas relaciones de simpatía y parentesco. En medio, sobre la fuente ruinosa, crecía la planta magnífica, cubierta de gemas purpúreas que brillaban en el aire y se reflejaban en el agua del estanque. Las aguas parecían pobladas con los colores radiantes que se reproducían en ellas. Pronto, como Giovanni había esperado y al mismo tiempo temido, una figura hizo su aparición bajo el antiguo y artístico pórtico. Se fue acercando entre las filas de plantas, y aspiraba sus variados perfumes como si se tratara de uno de aquellos seres de los que cuentan las viejas fábulas clásicas que se alimentaban de dulces olores. Viendo de nuevo a Beatrice, el joven se maravilló de que su belleza excediese aún al recuerdo que tenía de ella; era tan brillante e intensa que resplandecía al sol y, como Giovanni se dijo a sí mismo, iluminaba los rincones más sombríos del camino del jardín. Como tenía la cara más visible que la primera vez que la contempló, llamó la atención del joven su expresión de sencillez y dulzura, cualidades que él no había imaginado que pudiera poseer y que le hicieron preguntarse cómo sería su carácter. De nuevo le pareció hallar ciertas semejanzas entre la hermosa joven y el espléndido arbusto que lucía flores semejantes a gemas purpúreas, analogía que Beatrice acentuaba con la forma de sus trajes y los colores que escogía.

Cerca de la planta abrió sus brazos, como poseída de un ardor apasionado, y oprimió sus ramas en un íntimo abrazo, tan íntimo que medio se ocultó en el seno de las hojas, y los dorados rizos de su pelo se entremezclaron con las flores.

—Dame tu aliento, hermana mía —exclamó Beatrice—, pues me siento débil con el aire común. Y dame tus flores que separaré con delicadeza de tu tallo y colocaré junto a mi corazón.

Con estas palabras la bellísima hija de Rappaccini cortó una de las flores más espléndidas y se dispuso a prenderla en su pecho.

Entonces ocurrió algo singular, si no es que el vino había perturbado los sentidos de Giovanni. Un pequeño reptil color naranja, semejante a un lagarto o a un camaleón, pasaba en aquel momento por el sendero al lado de los pies de Beatrice. A Giovanni le pareció —pues a la distancia que estaba apenas si pudo ver una cosa tan diminuta— que una o dos gotas del jugo del tallo roto de la flor caían sobre la cabeza del lagarto. Durante un par de segundos, el reptil se contorsionó con violencia y luego quedó inmóvil.

Beatrice observó este fenómeno extraordinario y se santiguó tristemente, pero sin sorpresa, y no dudó en prender la flor fatal en su pecho. Allí se hizo más roja y lanzó unos destellos casi tan vivos como los de una piedra preciosa, que daban al vestido de la joven y a su aspecto un encanto extraordinario. Pero Giovanni, saliendo de la sombra de la ventana, se inclinó hacia delante y se retiró de nuevo, tembloroso.

«¿Estoy despierto? ¿Estoy en mi sano juicio? —se dijo a sí mismo—. ¿Qué es lo que pasa? ¿Puede ser bella y, al mismo tiempo, insensible y terrible?»

Beatrice caminó ahora con cuidado por el jardín, y se puso tan cerca de la ventana de Giovanni que éste no tuvo más remedio que asomar la cabeza por fuera de la ventana con objeto de satisfacer la intensa y dolorosa curiosidad que ella le despertaba. En aquel mismo instante divisó por encima de la tapia del jardín un insecto; quizá había estado vagabundeando por la ciudad y no halló flores o verdor hasta que los intensos perfumes de las plantas de Rappaccini le habían tentado. Sin posarse en las flores, pues parecía no sentir otro atractivo que el de Beatrice, se entretuvo en el aire revoloteando en torno a su cabeza. Ahora los ojos de Giovanni no podían engañarle. El joven vio cómo, mientras Beatrice contemplaba el insecto con infantil alegría, éste se fue debilitando y cayó a sus pies; las brillantes alas temblaron y quedó muerto por una causa que él desconocía. ¿Seria acaso el aliento de la joven? Una vez más Beatrice se santiguó y suspiró al inclinarse sobre el insecto muerto.

Un movimiento impulsivo de Giovanni hizo que ella mirase a la ventana. Contempló la hermosa cabeza del joven, de rasgos bellos y regulares y ensortijado cabello dorado, más propios de un griego que de un italiano, la cual la miraba desde lo alto como si estuviese suspendida en el aire.

Giovanni, dándose apenas cuenta de lo que hacía, le arrojó el ramo de flores que había tenido hasta entonces en su mano.

—Señorita —le dijo—, ahí tiene flores puras y saludables, úselas en obsequio de Giovanni Guasconti.

—Gracias, señor —respondió Beatrice con su armoniosa voz, que sonó como un chorro de música, y con una alegre expresión mitad infantil y mitad de mujer—. Acepto su presente y siento no poder recompensarle con esta preciosa flor purpúrea, porque aunque se la enviara por el aire no le alcanzaría. Así pues, señor Guasconti, tendrá que conformarse con las gracias.

Recogió el ramillete del suelo y entonces, como avergonzada de haber hablado con un extraño en contra de la reserva que debe tener una doncella, se dirigió presurosa hacia la casa atravesando el jardín. Mas a pesar de lo escaso del tiempo, le pareció a Giovanni, cuando ya ella estaba a punto de desaparecer por el pórtico, que su bello ramillete empezaba a marchitarse en sus manos. Era un pensamiento descabellado, no había posibilidad de distinguir unas flores marchitas de otras lozanas a tanta distancia.

Durante varios días después de este incidente, el joven evitó la ventana que daba al jardín del doctor Rappaccini, como si algo frío y monstruoso hubiese apagado su vista. Tenía la impresión de haberse puesto, en cierto modo, dentro del influjo de un poder ininteligible mediante la relación que había entablado con Beatrice. Si su corazón corría un verdadero peligro, el comportamiento más sabio sería abandonar no ya la casa donde se alojaba, sino incluso Padua. No debía acostumbrarse de ningún modo a la cotidiana vista de Beatrice, y aún mejor seria evitar el verla, ya que su proximidad y la posibilidad de trato con ella harían que la fantasía de Giovanni corriese desenfrenada, dando cuerpo y realidad a los encuentros que su imaginación creaba continuamente.

Guasconti no era un hombre apasionado, pero tenía una gran fantasía y un ardiente temperamento meridional que tendía a cada instante a las mayores agitaciones. No sabía el joven si Beatrice poseía o no aquel aliento mortífero, la afinidad con aquellas flores tan hermosas y al mismo tiempo fatales como él había creído descubrir, pero lo cierto es que le había instilado un veneno sutil y activo en todo su ser. No era amor, aunque su gran belleza le trastornaba; ni horror, a pesar de que suponía que su espíritu estaría impregnado del mismo perfume pernicioso que parecía poseer su organismo. Era una mezcla desordenada de ambos, de amor y horror; uno lo abrasaba y el otro le hacía temblar. Giovanni no sabía qué temer o qué esperar; esperanza y miedo luchaban sin cesar en su pecho, venciéndose alternativamente e iniciando de nuevo la lucha. Benditas sean todas las emociones simples, sean buenas o malas. Es la lóbrega mezcla de las dos la que produce los resplandores que alumbran las regiones infernales.

Algunas veces trataba de mitigar la fiebre de su espíritu paseando de prisa por las calles de Padua o saliendo de sus murallas; sus pasos seguían el ritmo de sus desordenados pensamientos, de modo que el paseo a veces se convertía en una carrera. Un día se sintió apresado por alguien que se había vuelto al reconocer al joven y que necesitó mucho aliento para alcanzarle.

—¡Señor Giovanni! ¡Párese, mi joven amigo! —exclamó—. ¿No me ha reconocido? Sería posible si yo estuviese tan cambiado como usted.

Era Baglioni, a quien Giovanni había evitado desde su primer encuentro por temor a que la sagacidad del profesor pudiese leer sus secretos. Luchando por recobrarse, miró extrañado desde su mundo interior y habló como un hombre en sueños.

—Sí, soy Giovanni Guasconti y usted es el profesor Pietro Baglioni. ¡Ahora, déjeme pasar!

—Todavía no, todavía no, señor Giovanni —dijo el profesor sonriendo y al mismo tiempo examinando al joven con una mirada atenta—. ¿Cómo va a pasar por mi lado como un extraño el hijo de aquel con quien me crié? Estése quieto, señor Giovanni; debemos hablar dos palabras antes de separarnos.

—Pronto entonces, querido profesor, pronto —dijo Giovanni con febril impaciencia—. ¿No se da cuenta su señoría de que tengo prisa?

Mientras hablaban vieron venir por la calle a un hombre vestido de negro, encorvado y andando con dificultad como si se tratase de una persona enferma. Su cara tenía un tinte enfermizo y cetrino, pero tan llena de aguda y viva inteligencia que el observador pasaba por alto las condiciones físicas para ver en él tan sólo una energía asombrosa. Cuando pasó cambió un saludo frío y distanciado con Baglioni, pero fijó los ojos con tanta intensidad en Giovanni que dio la impresión de que le había extraído todo lo que tenía dentro que valiera la pena. Sin embargo, había una serenidad peculiar en su mirada, como si el interés que le inspirara el joven fuera meramente especulativo y no humano.

—¡Ese es el doctor Rappaccini! —murmuró el profesor una vez que pasó el desconocido—. ¿Le ha visto a usted anteriormente?

—Que yo sepa, no —contestó Giovanni, sobresaltándose ante el nombre.

—¡Él le ha visto! ¡Tiene que haberle visto! —dijo Baglioni con pasión—. Este hombre de ciencia le está estudiando a usted por algún motivo. ¡Conozco esa manera de mirar! Es la misma frialdad que muestra su cara cuando se inclina sobre un pájaro, un ratón o una mariposa a los que ha matado con el perfume de una flor en el transcurso de un experimento; una mirada tan profunda como la naturaleza misma, pero desprovista de amor. Señor Giovanni, apuesto la vida a que es usted objeto de uno de los experimentos de Rappaccini.

—¿Quiere usted volverme loco? —exclamó Giovanni, con intensa emoción—. Eso, señor profesor, sería un desagradable experimento.

—¡Paciencia! ¡Paciencia! —contestó el imperturbable profesor—. Le digo, mi pobre Giovanni, que Rappaccini encuentra en usted un interés científico. Ha caído en unas manos terribles.

¿Y la señorita Beatrice, qué papel juega en este misterio?

Guasconti, encontrando intolerable la impertinencia de Baglioni, se marchó antes de que el profesor pudiera sujetarlo de nuevo. Éste quedó mirando al joven un rato mientras se alejaba y se encogió de hombros.

«No puedo consentir esto —se dijo—. El muchacho es hijo de un viejo amigo y quién sabe lo que puede acarrearle la arcana ciencia de la medicina. Por otro lado, es inaguantable la impertinencia de Rappaccini, quien me quitó, podemos decir, al muchacho de las manos y lo quiere utilizar en sus infernales experimentos. ¡Su hija! Todo se verá. ¡Quizás, inteligente Rappaccini, frustre yo tu sueño!»

Mientras tanto, Giovanni continuó su tortuoso camino llegando por fin a las puertas de su alojamiento. Al cruzar el umbral se encontró con la vieja Lisabetta, quien sonrió zalamera y dio muestras de querer llamar su atención, en vano sin embargo, pues la ardiente ebullición de sus sentimientos se había trocado de pronto en una fría y desinteresada vacuidad. Volvió sus ojos hacia la arrugada cara que se estaba plegando todavía más en una sonrisa, pero pareció no verla. La anciana entonces lo agarró por la capa.

—¡Señor! ¡Señor! —murmuró, todavía con una sonrisa en los labios que la hacía semejante a una máscara grotesca labrada en madera y oscurecida por los siglos—. ¡Escuche, señor! ¡Hay una entrada secreta al jardín!

—¡Qué es lo que dice? —exclamó Giovanni volviéndose con presteza, como una cosa inanimada que adquiriera de pronto una vida intensa—. ¿Una entrada privada al jardín del doctor Rappaccini?

—¡Silencio! ¡Silencio! ¡No tan alto! —murmuró Lisabetta poniéndole la mano delante de la boca—. Sí, al jardín del respetable doctor; podrá ver sus espléndidas plantas. Muchos jóvenes de Padua darían una moneda de oro por ser admitidos entre esas flores. Giovanni puso una moneda en la mano de la vieja.

—Muéstreme el camino —le dijo.

Una sospecha, nacida probablemente de su conversación con Baglioni, cruzó su pensamiento; quizás esta intervención de la vieja Lisabetta estuviera en relación con la intriga, fuera cual fuese su naturaleza, en la que el profesor suponía que el doctor Rappaccini estaba tratando de envolverle. Mas esta sospecha, aunque preocupó a Giovanni, era insuficiente para detenerle. El instante que había esperado de poder acercarse a Beatrice le impulsaba con demasiada fuerza. No importaba si ella era ángel o demonio; estaba dentro de su esfera de forma irremisible y tenía que obedecer la llamada que le impulsaba a girar en círculos cada vez menores, hacia un fin que no intentaba adivinar. Sin embargo, puede parecer extraño, le sobrevino de pronto la duda de si ese intenso interés de su parte no sería ilusorio; si sería tan profundo y positivo como para justificar que se metiese en una empresa cuya trascendencia era imprevisible; si no se trataría de la fantasía del cerebro de un joven, sin participación, o sólo muy ligera, de sus sentimientos.

Se detuvo dudando pero, decidido, siguió hacia delante. Su macilenta guía lo condujo por varios pasillos oscuros y, por último, reparó en una puerta por la que, dado que estaba abierta, se oía el susurro de las hojas atravesadas por el sol. Giovanni siguió andando y se metió por entre un arbusto que extendía sus zarcillos sobre la oculta entrada, hasta llegar debajo de la ventana de su habitación en el área descubierta del jardín del doctor Rappaccini.

Cuántas veces sucede que, cuando se han vencido las dificultades y los sueños han condensado su nebulosa sustancia en una realidad tangible, nos encontramos tranquilos e incluso fríamente dueños de nosotros mismos, en circunstancias que hubiese sido un delirio de júbilo o de agonía el anticipar. El destino se divierte desconcertándonos así. La pasión, que hubiera deseado la ocasión para lanzarse a actuar, vacila perezosamente cuando los sucesos parecen requerir su aparición. Eso era lo que le sucedía ahora a Giovanni. Día tras día su pulso se había agotado febrilmente ante la improbable idea de una entrevista con Beatrice y el deseo de estar con ella cara a cara en este mismo jardín, iluminado por el resplandor oriental de su belleza y tratando de arrancar a su contemplación el misterio que él consideraba el enigma de su propia existencia. Pero en aquel momento había en su pecho una ecuanimidad singular y fuera de lugar. Lanzó una mirada en derredor para ver si veía a Beatrice o a su padre y, dándose cuenta de que estaba solo, inició una investigación crítica de las plantas.

El aspecto de todas ellas le desagradó; su esplendor parecía salvaje, apasionado y poco natural. Casi todas las plantas que allí crecían hubieran sobresaltado a quien al atravesar un bosque las hubiera encontrado; como si una cara sobrenatural le estuviese mirando a través de la espesura. Algunas también hubieran llamado la atención de un entendido por su apariencia de artificialidad; parecían una adulteración de varias especies vegetales mezcladas, no muy distintas de las creadas por Dios, pero obra de la fantasía depravada de un hombre. Hasta su inmensa belleza tenía algo de demoniaca. Eran probablemente el fruto del experimento, que en uno o dos casos había alcanzado el éxito, de combinar dos plantas hermosas en una sola que adquiría el sospechoso y siniestro aspecto que informaba todo lo que crecía en el jardín. Giovanni reconoció sólo dos o tres plantas en toda la colección, y de las clases que él sabía que eran venenosas. Mientras estaba entretenido en estas observaciones, escuchó el crujido de un traje de seda y, volviéndose, vio aparecer a Beatrice bajo el artístico pórtico.

Giovanni no se había parado a pensar en cuál debía ser su comportamiento: si tenía que disculparse por su intrusión en el jardín o fingir que estaba allí con el consentimiento, ya que no por deseo, del doctor Rappaccini o de su hija, pero la conducta de Beatrice le tranquilizó, a pesar de que en su espíritu persistía la duda del motivo por el que habría conseguido la admisión. Ella vino con ligereza por el sendero y se encontraron cerca de la fuente en ruinas. Su cara mostraba sorpresa, pero la iluminaba una sencilla y amable expresión de placer.

—Usted es un experto en flores, señor —dijo con una sonrisa, aludiendo al ramillete que él le había echado desde la ventana—. No es extraño que la rara colección de mi padre le haga desear verla de cerca. Si él estuviera aquí podría contarle cosas muy extraordinarias e interesantes acerca de la naturaleza y virtudes de estas plantas, ya que se pasa la vida en tales estudios y este jardín constituye su mundo.

—Y usted misma, señora —comentó Giovanni—, si la fama no miente, también es muy experta en las virtudes que revela el magnífico desarrollo de tas flores y su olor aromático. Si no tuviera inconveniente en ser mi profesora, yo intentaría ser un alumno más aplicado que si me enseñara el mismo señor Rappaccini.

—¿Corren tan falsos rumores? —preguntó Beatrice, con la música de su agradable voz—. ¿Dice la gente que soy una experta como mi padre en conocimientos de botánica? ¡Qué gracioso! No; aunque crecí entre estas flores no conozco más de ellas que su color y perfume, y algunas veces pienso que aun debería ignorar eso. Muchas de estas flores, y quizá de las más hermosas, me repugnan con su olor y me ofenden cuando las veo. Pero le ruego, señor, que no crea esas historias referentes a mi ciencia. No crea de mí otra cosa que lo que vean sus propios ojos.

—¿Y debo creer todo lo que he visto con mis propios ojos? —preguntó Giovanni con sutileza, al tiempo que el recuerdo de las primeras escenas le hizo estremecer—. No, señora, exige usted poco de mí. Permítame creer solamente lo que proceda de sus labios.

Pareció como si Beatrice hubiese comprendido. Sus mejillas se colorearon de rubor, pero mirando a los ojos de Giovanni respondió a su mirada de ansiosa sospecha con la altivez de una reina.

—Eso es lo que le ruego, señor —respondió—. Olvide todo lo que se ha imaginado acerca de mí. Lo que nos dicen los sentidos externos puede ser falso en esencia, pero las palabras que brotan de los labios de Beatrice Rappaccini salen de lo más profundo de su corazón. Ésas son las que debe usted creer.

Una gran vehemencia la iluminaba y brilló sobre la conciencia de Giovanni como la luz de la verdad misma, pero mientras hablaba había una fragancia exquisita y deliciosa, aunque imperceptible, en el aire que la rodeaba, que el joven, por una repugnancia indefinible, apenas se atrevía a respirar. ¿Podría ser el olor de las flores? ¿Sería que el aliento de Beatrice embalsamaba sus palabras con una extraña fragancia como si tuviera impregnadas de ella sus entrañas? Giovanni sintió un ligero mareo, pero volvió a recobrarse en seguida; parecía mirar a través de los ojos de la hermosa muchacha su alma transparente, y no volvió a sentir duda ni temor.

El tinte de pasión que había coloreado las expresiones de Beatrice se desvaneció; se puso alegre y parecía sentir un placer puro con la presencia del joven, semejante al que sentiría la doncella de una isla solitaria al conversar con un viajero procedente del mundo civilizado. Era patente que su experiencia de la vida se limitaba al recinto del jardín. Unas veces hablaba de materias tan simples como la luz del día o las nubes de verano, otras hacía preguntas referentes a la ciudad, o a la tierra lejana de Giovanni, sus amigos, su madre, sus hermanas, preguntas que indicaban una vida tan retirada y una carencia tal de familiaridad con los modales y trato sociales que Giovanni respondía como si estuviese hablando con una niña. Su espíritu brotaba ante él como un arroyuelo recién nacido que recibiera por primera vez la caricia del sol y se maravillase de la tierra y el cielo reflejados en su fondo. Tenía también pensamientos profundos y fantasías brillantes como gemas, como diamantes y rubíes desgranándose en medio del hervor de la fuente. Mientras ella hablaba, Giovanni se asombraba de estar paseando con la joven a quien su excitada imaginación había dado tintes terroríficos; le maravillaba estar conversando con Beatrice como un hermano, y que pudiera parecerle tan humana y tan llena de candor. Pero estas reflexiones fueron sólo momentáneas; las muestras de su naturaleza eran demasiado reales para sentirse tranquilizado enseguida.

En esta confiada conversación habían paseado por el jardín, y después de muchas vueltas a lo largo de sus avenidas, llegaron hasta la fuente derruida donde crecía la magnífica planta con su tesoro de flores espléndidas. Se esparcía alrededor de ella una fragancia idéntica a la que Giovanni atribuyera al aliento de Beatrice, aunque mucho más intensa. Cuando ella la vio, Giovanni observó que se oprimía el pecho con la mano como si su corazón estuviera palpitando acelerado y le produjese dolor.

—Por primera vez en mi vida me he olvidado de ti —murmuró Beatrice dirigiéndose a la planta.

—Recuerdo, señora —dijo Giovanni—, que una vez me prometió recompensarme con una de estas vividas gemas a cambio del ramillete que tuve el feliz arrojo de echar a sus pies. Permítame ahora coger una en recuerdo de esta entrevista.

Dio el joven un paso hacia la planta con la mano extendida, pero Beatrice se precipitó hacia delante lanzando un grito que traspasó el corazón de Giovanni como un puñal. Lo cogió de la mano y le hizo retroceder con toda la fuerza de su delicada figura. El joven sintió su contacto con un temblor en todo su cuerpo.

—¡No la toque! —exclamó ella, con voz angustiada—. ¡No lo haga, por su vida! ¡Es letal!

Entonces, ocultando la cara entre sus manos, huyó de él y desapareció bajo el pórtico.

Al seguirla con los ojos, Giovanni vio la delgada y pálida figura de Rappaccini, que había estado observando la escena, no sabía desde hacía cuánto tiempo, oculto por la sombra del portal.

Antes de que el joven llegara a su habitación, Beatrice era ya el objeto de sus apasionadas meditaciones, revestida de todo el hechizo de que la había rodeado desde que la viera por primera vez, e imbuida ahora además con el afectuoso calor de su encantadora feminidad. Era humana; su carácter tenía todas esas cualidades dulces y femeninas que hacen a una mujer digna de ser adorada.

Sería capaz, seguramente, de los sacrificios y heroísmos del amor.

Aquellas muestras que él había considerado hasta ahora como señales de una temible constitución física y moral eran olvidadas en aquel momento por la sutil influencia de la pasión, y transformadas en una dorada corona de encantos que convertían a Beatrice en la más admirable de todas las mujeres, por ser única. Todo lo que le había parecido feo era ahora hermoso o, si no podía cambiarlo tan radicalmente, se ocultaba y escondía en la tenebrosa región que se halla bajo la zona de la conciencia. Pasó la noche pensando en ella. Cuando se durmió, la aurora comenzaba ya a despertar a las flores que dormitaban en el jardín del doctor Rappaccini. Giovanni, en sueños, también se encontraría allí. Salió el sol a su debido tiempo y lanzó sus rayos sobre los párpados del joven, que despertó con una sensación dolorosa. Después de levantarse notó como una quemadura y latidos en su mano —en la derecha—, la misma mano que le había cogido ella cuando estaba a punto de arrancar una de las flores de aspecto de gema. En el dorso de la mano aparecían ahora unas impresiones rojas, como de cuatro dedos pequeños, y una señal, como de un pulgar delgado, en su muñeca.

¡Oh, con qué obstinación se defiende el amor! —y aun lo que es astuta semblanza del amor, que florece en la imaginación pero que no tiene profundas raíces en el corazón—, con qué obstinación mantiene su fe hasta que llega el momento en que es condenado a desvanecerse en humo! Giovanni envolvió su mano con un pañuelo, se preguntó qué cosa maligna le habría picado y pronto olvidó su dolor con el recuerdo de Beatrice.

(continúa)

Fuente: http://www.cinefantastico.com/terroruniversal/ficcion/index.php?t=cuentos&id=348&mode=cuento

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Bartleby (I). Herman Melville

Bartleby

Herman Melville

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Soy un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.

Antes de presentar al amanuense, tal como lo vi por primera vez, conviene que registre algunos datos míos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y de mi ambiente general. Esa descripción es indispensable para una inteligencia adecuada del protagonista de mi relato. Soy, en primer lugar, un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor. Por eso, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica y a veces nerviosa hasta la turbulencia, jamás he tolerado que esas inquietudes conturben mi paz. Soy uno de esos abogados sin ambición que nunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público. En la serena tranquilidad de un cómodo retiro realizo cómodos asuntos entre las hipotecas de personas adineradas, títulos de renta y acciones. Cuantos me conocen, considéranme un hombre eminentemente seguro. El finado Juan Jacobo Astor, personaje muy poco dado a poéticos entusiasmos, no titubeaba en declarar que mi primera virtud era la prudencia: la segunda, el método.

No lo digo por vanidad, pero registro el hecho de que mis servicios profesionales no eran desdeñados por el finado Juan Jacobo Astor; nombre que, reconozco, me gusta repetir porque tiene un sonido orbicular y tintinea como el oro acuñado. Espontáneamente agregaré que yo no era insensible a la buena opinión del finado Juan Jacobo Astor.

Poco antes de la historia que narraré, mis actividades habían aumentado en forma considerable. Había sido nombrado para el cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil, pero sí muy agradablemente remunerativo. Raras veces me encojo; raras veces me permito una indignación peligrosa ante las injusticias y los abusos; pero ahora me permitiré ser temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado, por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo tenía por descontado hacer de sus gajes una renta vitalicia, y sólo percibí los de algunos años. Pero esto es al margen.

Mis oficinas ocupaban un piso alto en el n.º X de Wall Street. Por un lado daban a la pared blanqueada de un espacioso tubo de aire, cubierto por una claraboya y que abarcaba todos los pisos.

Este espectáculo era más bien manso, pues le faltaba lo que los paisajistas llaman animación. Aunque así fuera, la vista del otro lado ofrecía, por lo menos, un contraste. En esa dirección, las ventanas dominaban sin el menor obstáculo una alta pared de ladrillo, ennegrecida por los años y por la sombra; las ocultas bellezas de esta pared no exigían un telescopio, pues estaban a pocas varas de mis ventanas para beneficio de espectadores miopes. Mis oficinas ocupaban el segundo piso; a causa de la gran elevación de los edificios vecinos, el espacio entre esta pared y la mía se parecía no poco a un enorme tanque cuadrado.

En el período anterior al advenimiento de Bartleby, yo tenía dos escribientes bajo mis órdenes, y un muchacho muy vivo para los mandados. El primero, Turkey; el segundo, Nippers; el tercero, Ginger. Éstos son nombres que no es fácil encontrar en las guías. Eran en realidad sobrenombres, mutuamente conferidos por mis empleados, y que expresaban sus respectivas personas o caracteres. Turkey era un inglés bajo, obeso, de mi edad más o menos, esto es, no lejos de los sesenta. De mañana, podríamos decir, su rostro era rosado, pero después de las doce -su hora de almuerzo- resplandecía como una hornalla de carbones de Navidad, y seguía resplandeciendo (pero con un descenso gradual) hasta las seis de la tarde; después yo no veía más al propietario de ese rostro, quien coincidiendo en su cenit con el sol, parecía ponerse con él, para levantarse, culminar y declinar al día siguiente, con la misma regularidad y la misma gloria.

En el decurso de mi vida he observado singulares coincidencias, de las cuales no es la menor el hecho de que el preciso momento en que Turkey, con roja y radiante faz, emitía sus más vívidos rayos, indicaba el principio del período durante el cual su capacidad de trabajo quedaba seriamente afectada para el resto del día. No digo que se volviera absolutamente haragán u hostil al trabajo. Por el contrario, se volvía demasiado enérgico. Había entonces en él una exacerbada, frenética, temeraria y disparatada actividad. Se descuidaba al mojar la pluma en el tintero. Todas las manchas que figuran en mis documentos fueron ejecutadas por él después de las doce del día. En las tardes, no sólo propendía a echar manchas: a veces iba más lejos, y se ponía barullento. En tales ocasiones, su rostro ardía con más vívida heráldica, como si se arrojara carbón de piedra en antracita. Hacía con la silla un ruido desagradable, desparramaba la arena; al cortar las plumas, las rajaba impacientemente, y las tiraba al suelo en súbitos arranques de ira; se paraba, se echaba sobre la mesa, desparramando sus papeles de la manera más indecorosa; triste espectáculo en un hombre ya entrado en años. Sin embargo, como era por muchas razones mi mejor empleado y siempre antes de las doce el ser más juicioso y diligente, y capaz de despachar numerosas tareas de un modo incomparable, me resignaba a pasar por alto sus excentricidades, aunque, ocasionalmente, me veía obligado a reprenderlo. Sin embargo lo hacía con suavidad, pues aunque Turkey era de mañana el más cortés, más dócil y más reverencial de los hombres, estaba predispuesto por las tardes, a la menor provocación, a ser áspero de lengua, es decir, insolente. Por eso, valorando sus servicios matinales, como yo lo hacía, y resuelto a no perderlos -pero al mismo tiempo, incómodo por sus provocadoras maneras después del mediodía- y corno hombre pacífico, poco deseoso de que mis amonestaciones provocaran respuestas impropias, resolví, un sábado a mediodía (siempre estaba peor los sábados), sugerirle, muy bondadosamente, que, tal vez, ahora que empezaba a envejecer, sería prudente abreviar sus tareas; en una palabra, no necesitaba venir a la oficina más que de mañana; después del almuerzo era mejor que se fuera a descansar a su casa hasta la hora del té. Pero no, insistió en cumplir sus deberes vespertinos. Su rostro se puso intolerablemente fogoso, y gesticulando con una larga regla, en el extremo de la habitación, me aseguró enfáticamente que si sus servicios eran útiles de mañana, ¿cuánto más indispensables no serían de tarde?

-Con toda deferencia, señor -dijo Turkey entonces-, me considero su mano derecha. De mañana, ordeno y despliego mis columnas, pero de tarde me pongo a la cabeza, y bizarramente arremeto contra el enemigo, así -e hizo una violenta embestida con la regla.

-¿Y los borrones? -insinué yo.

-Es verdad, pero con todo respeto, señor, ¡contemple estos cabellos! Estoy envejeciendo. Seguramente, señor, un borrón o dos en una tarde calurosa no pueden reprocharse con severidad a mis canas. La vejez, aunque borronea una página, es honorable. Con permiso, señor, los dos estamos envejeciendo.

Este llamado a mis sentimientos personales resultó irresistible. Comprendí que estaba resuelto a no irse. Hice mi composición de lugar, resolviendo que por las tardes le confiaría sólo documentos de menor importancia.

Nippers, el segundo de mi lista, era un muchacho de unos veinticinco años, cetrino, melenudo, algo pirático. Siempre lo consideré una víctima de dos poderes malignos: la ambición y la indigestión. Evidencia de la primera era cierta impaciencia en sus deberes de mero copista y una injustificada usurpación de asuntos estrictamente profesionales, tales como la redacción original de documentos legales. La indigestión se manifestaba en rachas de sarcástico mal humor, con notorio rechinamiento de dientes, cuando cometía errores de copia; innecesarias maldiciones, silbadas más que habladas, en lo mejor de sus ocupaciones, y especialmente por un continuo disgusto con el nivel de la mesa en que trabajaba. A pesar de su ingeniosa aptitud mecánica, nunca pudo Nippers arreglar esa mesa a su gusto. Le ponía astillas debajo, cubos de distinta clase, pedazos de cartón y llegó hasta ensayar un prolijo ajuste con tiras de papel secante doblado. Pero todo era en vano. Si para comodidad de su espalda, levantaba la cubierta de su mesa en un ángulo agudo hacia el mentón, y escribía como si un hombre usara el empinado techo de una casa holandesa como escritorio, la sangre circulaba mal en sus brazos. Si bajaba la mesa al nivel de su cintura, y se agachaba sobre ella para escribir, le dolían las espaldas. La verdad es que Nippers no sabía lo que quería. O, si algo quería, era verse libre para siempre de una mesa de copista. Entre las manifestaciones de su ambición enfermiza, tenía la pasión de recibir a ciertos tipos de apariencia ambigua y trajes rotosos a los que llamaba sus clientes. Comprendí que no sólo le interesaba la política parroquial: a veces hacía sus negocitos en los juzgados, y no era desconocido en las antesalas de la cárcel. Tengo buenas razones para creer, sin embargo, que un individuo que lo visitaba en mis oficinas, y a quien pomposamente insistía en llamar mi cliente, era sólo un acreedor, y la escritura, una cuenta. Pero con todas sus fallas y todas las molestias que me causaba, Nippers (como su compatriota Turkey) me era muy útil, escribía con rapidez y letra clara; y cuando quería no le faltaban modales distinguidos. Además, siempre estaba vestido como un caballero; y con esto daba tono a mi oficina. En lo que respecta a Turkey, me daba mucho trabajo evitar el descrédito que reflejaba sobre mí. Sus trajes parecían grasientos y olían a comida. En verano usaba pantalones grandes y bolsudos. Sus sacos eran execrables; el sombrero no se podía tocar. Pero mientras sus sombreros me eran indiferentes, ya que su natural cortesía y deferencia, como inglés subalterno, lo llevaban a sacárselo apenas entraba en el cuarto, su saco ya era otra cosa. Hablé con él respecto a su ropa, sin ningún resultado. La verdad era, supongo, que un hombre con renta tan exigua no podía ostentar al mismo tiempo una cara brillante y una ropa brillante.

Como observó Nippers una vez, Turkey gastaba casi todo su dinero en tinta roja. Un día de invierno le regalé a Turkey un sobretodo mío de muy decorosa apariencia: un sobretodo gris, acolchado, de gran abrigo, abotonado desde el cuello hasta las rodillas. Pensé que Turkey apreciaría el regalo, y moderaría sus estrépitos e imprudencias. Pero no; creo que el hecho de enfundarse en un sobretodo tan suave y tan acolchado, ejercía un pernicioso efecto sobre él -según el principio de que un exceso de avena es perjudicial para los caballos-. De igual manera que un caballo impaciente muestra la avena que ha comido, así Turkey mostraba su sobretodo. Le daba insolencia. Era un hombre a quien perjudicaba la prosperidad.

Aunque en lo referente a la continencia de Turkey yo tenía mis presunciones, en lo referente a Nippers estaba persuadido de que, cualesquiera fueran sus faltas en otros aspectos, era por lo menos un joven sobrio. Pero la propia naturaleza era su tabernero, y desde su nacimiento le había suministrado un carácter tan irritable y tan alcohólico que toda bebida subsiguiente le era superflua. Cuando pienso que en la calma de mi oficina Nippers se ponía de pie, se inclinaba sobre la mesa, estiraba los brazos, levantaba todo el escritorio y lo movía, y lo sacudía marcando el piso, como si la mesa fuera un perverso ser voluntarioso dedicado a vejarlo y a frustrarlo, claramente comprendo que para Nippers el aguardiente era superfluo. Era una suerte para mí que, debido a su causa primordial -la mala digestión-, la irritabilidad y la consiguiente nerviosidad de Nippers eran más notables de mañana, y que de tarde estaba relativamente tranquilo. Y como los paroxismos de Turkey sólo se manifestaban después de mediodía, nunca debí sufrir a la vez las excentricidades de los dos. Los ataques se relevaban como guardias. Cuando el de Nippers estaba de turno, el de Turkey estaba franco, y viceversa. Dadas las circunstancias era éste un buen arreglo.

Ginger Nut, el tercero en mi lista, era un muchacho de unos doce años. Su padre era carrero, ambicioso de ver a su hijo, antes de morir, en los tribunales y no en el pescante. Por eso lo colocó en mi oficina como estudiante de derecho, mandadero, barredor y limpiador, a razón de un dólar por semana. Tenía un escritorio particular, pero no lo usaba mucho. Pasé revista a su cajón una vez: contenía un conjunto de cáscaras de muchas clases de nueces. Para este perspicaz estudiante, toda la noble ciencia del derecho cabía en una cáscara de nuez. Entre sus muchas tareas, la que desempeñaba con mayor presteza consistía en proveer de manzanas y de pasteles a Turkey y a Nippers.

Ya que la copia de expedientes es tarea proverbialmente seca, mis dos amanuenses solían humedecer sus gargantas con helados, de los que pueden adquirirse en los puestos cerca del Correo y de la Aduana. También solían encargar a Ginger Nut ese bizcocho especial -pequeño, chato, redondo y sazonado con especias- cuyo nombre se le daba. En las mañanas frías, cuando había poco trabajo, Turkey los engullía a docenas como si fueran obleas -lo cierto es que por un penique venden seis u ocho-, y el rasguido de la pluma se combinaba con el ruido que hacía al triturar las abizcochadas partículas. Entre las confusiones vespertinas y los fogosos atolondramientos de Turkey, recuerdo que una vez humedeció con la lengua un bizcocho de jengibre y lo estampó como sello en un título hipotecario. Estuve entonces en un tris de despedirlo, pero me desarmó con una reverencia oriental, diciéndome:

-Con permiso, señor, creo que he estado generoso suministrándole un sello a mis expensas.

Mis primitivas tareas de escribano de transferencias y buscador de títulos, y redactor de documentos recónditos de toda clase aumentaron considerablemente con el nombramiento de agregado a la Suprema Corte. Ahora había mucho trabajo, para el que no bastaban mis escribientes: requerí un nuevo empleado.

En contestación a mi aviso, un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la puerta estaba abierta, pues era verano. Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby.

Después de algunas palabras sobre su idoneidad, lo tomé, feliz de contar entre mis copistas a un hombre de tan morigerada apariencia, que podría influir de modo benéfico en el arrebatado carácter de Turkey, y en el fogoso de Nippers.

Yo hubiera debido decir que una puerta vidriera dividía en dos partes mis escritorios, una ocupada por mis amanuenses, la otra por mí. Según mi humor, las puertas estaban abiertas o cerradas. Resolví colocar a Bartleby en un rincón junto a la portada, pero de mi lado, para tener a mano a este hombre tranquilo, en caso de cualquier tarea insignificante. Coloqué su escritorio junto a una ventanita, en ese costado del cuarto que originariamente daba a algunos patios traseros y muros de ladrillos, pero que ahora, debido a posteriores construcciones, aunque daba alguna luz no tenía vista alguna. A tres pies de los vidrios había una pared, y la luz bajaba de muy arriba, entre dos altos edificios, como desde una pequeña abertura en una cúpula. Para que el arreglo fuera satisfactorio, conseguí un alto biombo verde que enteramente aislara a Bartleby de mi vista, dejándolo, sin embargo, al alcance de mi voz. Así, en cierto modo, se aunaban sociedad y retiro.

Al principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera padecido un ayuno de algo que copiar, parecía hartarse con mis documentos. No se detenía para la digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las velas. Yo, encantado con su aplicación, me hubiera encantado aún más si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente.

Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia, palabra por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan mutuamente en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original. Es un asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos sanguíneos, resultaría intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron, sentado junto a Bartleby, resignado a cotejar un expediente de quinientas páginas, escritas con letra apretada.

Yo ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a Turkey o a Nippers con este propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás del biombo, era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales. Al tercer día de su estada, y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa por completar un trabajito que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el escritorio con la cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo nerviosamente extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el trabajo sin dilaciones.

En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse de su ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:

-Preferiría no hacerlo.

Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta:

-Preferiría no hacerlo.

-Preferiría no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a grandes pasos-. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que me ayude a confrontar esta página: tómela -y se la alcancé.

-Preferiría no hacerlo -dijo.

Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero, dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de Cicerón.

Me quedé mirándolo un rato largo mientras él seguía escribiendo y luego volví a mi escritorio. Esto es rarísimo, pensé. ¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes. Resolví olvidar aquello, reservándolo para algún momento libre en el futuro. Llamé del otro cuarto a Nippers y pronto examinamos el escrito.

Pocos días después, Bartleby concluyó cuatro documentos extensos, copias cuadruplicadas de testimonios, dados ante mí durante una semana en la cancillería de la Corte. Era necesario examinarlos. El pleito era importante y una gran precisión era indispensable. Teniendo todo listo llamé a Turkey, Nippers y Ginger Nut, que estaban en el otro cuarto, pensando poner en manos de mis cuatro amanuenses las cuatro copias mientras yo leyera el original. Turkey, Nippers y Ginger Nut estaban sentados en fila, cada uno con su documento en la mano, cuando le dije a Bartleby que se uniera al interesante grupo.

-¡Bartleby!, pronto, estoy esperando.

Oí el arrastre de su silla sobre el piso desnudo, y el hombre no tardó en aparecer a la entrada de su ermita.

-¿En qué puedo ser útil? -dijo apaciblemente.

-Las copias, las copias -dije con apuro-. Vamos a examinarlas. Tome -y le alargué la cuarta copia.

-Preferiría no hacerlo -dijo, y dócilmente desapareció detrás de su biombo.

Por algunos momentos me convertí en una estatua de sal, a la cabeza de mi columna de amanuenses sentados. Vuelto en mí, avancé hacia el biombo a indagar el motivo de esa extraordinaria conducta.

-¿Por qué rehúsa?

-Preferiría no hacerlo.

Con cualquier otro hombre, me hubiera precipitado en un arranque de ira, desdeñando explicaciones, y lo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo en Bartleby que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me conmovía y desconcertaba. Me puse a razonar con él.

-Son sus propias copias las que estamos por confrontar. Esto le ahorrará trabajo, pues un examen bastará para sus cuatro copias. Es la costumbre. Todos los copistas están obligados a examinar su copia. ¿No es así? ¿No quiere hablar? ¡Conteste!

-Prefiero no hacerlo -replicó melodiosamente. Me pareció que mientras me dirigía a él, consideraba con cuidado cada aserto mío; que comprendía por entero el significado; que no podía contradecir la irresistible conclusión; pero que al mismo tiempo alguna suprema consideración lo inducía a contestar de ese modo.

-¿Está resuelto, entonces, a no acceder a mi solicitud, solicitud hecha de acuerdo con la costumbre y el sentido común?

Brevemente me dio a entender que en ese punto mi juicio era exacto. Sí: su decisión era irrevocable.

No es raro que el hombre a quien contradicen de una manera insólita e irrazonable, bruscamente descrea de su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente que, por extraordinario que parezca, toda la justicia y toda la razón están del otro lado; si hay testigos imparciales, se vuelve a ellos para que de algún modo lo refuercen.

-Turkey -dije-, ¿qué piensa de esto? ¿Tengo razón?

-Con todo respeto, señor -dijo Turkey en su tono más suave-, creo que la tiene.

-Nippers. ¿Qué piensa de esto?

-Yo lo echaría a puntapiés de la oficina.

El sagaz lector habrá percibido que siendo mañana, la contestación de Turkey estaba concebida en términos tranquilos y corteses y la de Nippers era malhumorada. O para repetir una frase anterior, diremos que el malhumor de Nippers estaba de guardia y el de Turkey estaba franco.

-Ginger Nut -dije, ávido de obtener en mi favor el sufragio más mínimo-, ¿qué piensas de esto?

-Creo, señor, que está un poco chiflado -replicó Ginger Nut con una mueca burlona.

-Está oyendo lo que opinan -le dije, volviéndome al biombo-. Salga y cumpla con su deber.

No condescendió a contestar. Tuve un momento de molesta perplejidad. Pero las tareas urgían. Y otra vez decidí postergar el estudio de este problema a futuros ocios. Con un poco de incomodidad llegamos a examinar los papeles sin Bartleby, aunque a cada página, Turkey, deferentemente, daba su opinión de que este procedimiento no era correcto; mientras Nippers, retorciéndose en su silla con una nerviosidad dispéptica, trituraba entre sus dientes apretados, intermitentes maldiciones silbadas contra el idiota testarudo de detrás del biombo. En cuanto a él (Nippers), ésta era la primera y última vez que haría sin remuneración el trabajo de otro.

Mientras tanto, Bartleby seguía en su ermita, ajeno a todo lo que no fuera su propia tarea.

Pasaron algunos días, en los que el amanuense tuvo que hacer otro largo trabajo. Su conducta extraordinaria me hizo vigilarlo estrechamente. Observé que jamás iba a almorzar; en realidad, que jamás iba a ninguna parte. Jamás, que yo supiera, había estado ausente de la oficina. Era un centinela perpetuo en su rincón. Noté que a las once de la mañana, Ginger Nut solía avanzar hasta la apertura del biombo, como atraído por una señal silenciosa, invisible para mí. Luego salía de la oficina, haciendo sonar unas monedas, y reaparecía con un puñado de bizcochos de jengibre, que entregaba en la ermita, recibiendo dos de ellos como jornal.

Vive de bizcochos de jengibre, pensé; no toma nunca lo que se llama un almuerzo; debe ser vegetariano; pero no, pues no toma ni legumbres, no come más que bizcochos de jengibre. Medité sobre los probables efectos de un exclusivo régimen de bizcochos de jengibre. Se llaman así, porque el jengibre es uno de sus principales componentes, y su principal sabor. Ahora bien, ¿qué es el jengibre? Una cosa cálida y picante. ¿Era Bartleby cálido y picante? Nada de eso; el jengibre, entonces, no ejercía efecto alguno sobre Bartleby. Probablemente, él prefería que no lo ejerciera.

Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el individuo resistido no es inhumano, y el individuo resistente es inofensivo en su pasividad, el primero, en sus mejores momentos, caritativamente procurará que su imaginación interprete lo que su entendimiento no puede resolver.

Así me aconteció con Bartleby y sus manejos. ¡Pobre hombre! pensé yo, no lo hace por maldad; es evidente que no procede por insolencia; su aspecto es suficiente prueba de lo involuntario de sus rarezas. Me es útil. Puedo llevarme bien con él. Si lo despido, caerá con un patrón menos indulgente, será maltratado y tal vez llegará miserablemente a morirse de hambre. Sí, puedo adquirir a muy bajo precio la deleitosa sensación de amparar a Bartleby; puedo adaptarme a su extraña terquedad; ello me costará poquísimo o nada y, mientras, atesoraré en el fondo de mi alma lo que finalmente será un dulce bocado para mi conciencia. Pero no siempre consideré así las cosas. La pasividad de Bartleby solía exasperarme. Me sentía aguijoneado extrañamente a chocar con él en un nuevo encuentro, a despertar en él una colérica chispa correspondiente a la mía. Pero hubiera sido lo mismo tratar de encender fuego golpeando con los nudillos de mi mano en un pedazo de jabón Windsor.

Una tarde, el impulso maligno me dominó y tuvo lugar la siguiente escena:

-Bartleby -le dije-, cuando haya copiado todos esos documentos, los voy a revisar con usted.

-Preferiría no hacerlo.

-¿Cómo? ¿Se propone persistir en ese capricho de mula?

Silencio.

Abrí la puerta vidriera, y dirigiéndome a Turkey y a Nippers exclamé:

-Bartleby dice por segunda vez que no examinará sus documentos. ¿Qué piensa de eso, Turkey?

Hay que recordar que era de tarde.

Turkey resplandecía como una marmita de bronce; tenía empapada la calva; tamborileaba con las manos sobre sus papeles borroneados.

-¿Qué pienso? -rugió Turkey-. ¡Pienso que voy a meterme en el biombo y le voy a poner un ojo negro!

Con estas palabras se puso de pie y estiró los brazos en una postura pugilística. Se disponía a hacer efectiva su promesa cuando lo detuve, arrepentido de haber despertado la belicosidad de Turkey después de almorzar.

-Siéntese, Turkey -le dije-, y oiga lo que Nippers va a decir. ¿Qué piensa, Nippers? ¿No estaría plenamente justificado despedir de inmediato a Bartleby?

-Discúlpeme, esto tiene que decidirlo usted mismo. Creo que su conducta es insólita, y ciertamente injusta hacia Turkey y hacia mí. Pero puede tratarse de un capricho pasajero.

-¡Ah! -exclamé-, es raro ese cambio de opinión. Usted habla de él, ahora, con demasiada indulgencia.

-Es la cerveza -gritó Turkey-, esa indulgencia es efecto de la cerveza. Nippers y yo almorzamos juntos. Ya ve qué indulgente estoy yo, señor. ¿ Le pongo un ojo negro?

-Supongo que se refiere a Bartleby. No, hoy no. Turkey -repliqué-, por favor, baje esos puños.

Cerré las puertas y volví a dirigirme a Bartleby. Tenía un nuevo incentivo para tentar mi suerte. Estaba deseando que volviera a rebelarse. Recordé que Bartleby no abandonaba nunca la oficina.

-Bartleby -le dije-. Ginger. Nut ha salido; cruce al Correo, ¿quiere? -era a tres minutos de distancia- y vea si hay algo para mí.

-Preferiría no hacerlo.

-¿No quiere ir?

-Lo preferiría así.

Pude llegar a mi escritorio, y me sumí en profundas reflexiones. Volvió mi ciego impulso. ¿Habría alguna cosa capaz de procurarme otra ignominiosa repulsa de este necio tipo sin un cobre, mi dependiente asalariado?

-¡Bartleby!

Silencio.

-¡Bartleby! -más fuerte.

Silencio.

-¡Bartleby! -vociferé.

Como un verdadero fantasma, cediendo a las leyes de una invocación mágica, apareció al tercer llamado.

-Vaya al otro cuarto, y dígale a Nippers que venga.

-Preferiría no hacerlo -dijo con respetuosa lentitud, y desapareció mansamente.

-Muy bien, Bartleby -dije con voz tranquila, aplomada y serenamente severa, insinuando el inalterable propósito de alguna terrible y pronta represalia. En ese momento proyectaba algo por el estilo. Pero pensándolo bien, y como se acercaba la hora de almorzar, me pareció mejor ponerme el sombrero y caminar hasta casa, sufriendo con mi perplejidad y mi preocupación.

¿Lo confesaré? Como resultado final quedó establecido en mi oficina que un pálido joven llamado Bartleby tenía ahí un escritorio, que copiaba al precio corriente de cuatro céntimos la hoja (cien palabras), pero que estaba exento, permanentemente, de examinar su trabajo y que ese deber era transferido a Turkey y a Nippers, sin duda en gracia de su mayor agudeza; ítem, el susodicho Bartleby no sería llamado a evacuar el más trivial encargo; y si se le pedía que lo hiciera, se entendería que preferiría no hacerlo, en otras palabras, que rehusaría de modo terminante.

Con el tiempo, me sentí considerablemente reconciliado con Bartleby. Su aplicación, su falta de vicios, su laboriosidad incesante (salvo cuando se perdía en un sueño detrás del biombo), su gran calma, su ecuánime conducta en todo momento, hacían de él una valiosa adquisición. En primer lugar siempre estaba ahí, el primero por la mañana, durante todo el día, y el último por la noche. Yo tenía singular confianza en su honestidad. Sentía que mis documentos más importantes estaban perfectamente seguros en sus manos. A veces, muy a pesar mío, no podía evitar el caer en espasmódicas cóleras contra él. Pues era muy difícil no olvidar nunca esas raras peculiaridades, privilegios y excepciones inauditas, que formaban las tácitas condiciones bajo las cuales Bartleby seguía en la oficina. A veces, en la ansiedad de despachar asuntos urgentes, distraídamente pedía a Bartleby, en breve y rápido tono, poner el dedo, digamos, en el nudo incipiente de un cordón colorado con el que estaba atando unos papeles. Detrás del biombo resonaba la consabida respuesta: preferiría no hacerlo; y entonces ¿cómo era posible que un ser humano dotado de las fallas comunes de nuestra naturaleza dejara de contestar con amargura a una perversidad semejante, a semejante sinrazón? Sin embargo, cada nueva repulsa de esta clase tendía a disminuir las probabilidades de que yo repitiera la distracción.

Debo decir que, según la costumbre de muchos hombres de ley con oficinas en edificios densamente habitados, la puerta tenía varias llaves. Una la guardaba una mujer que vivía en la buhardilla, que hacía una limpieza a fondo una vez por semana y diariamente barría y sacudía el departamento. Turkey tenía otra, la tercera yo solía llevarla en mi bolsillo, y la cuarta no sé quién la tenía.

Ahora bien, un domingo de mañana se me ocurrió ir a la iglesia de la Trinidad a oír a un famoso predicador, y como era un poco temprano pensé pasar un momento a mi oficina. Felizmente llevaba mi llave, pero al meterla en la cerradura, encontré resistencia por la parte interior. Llamé; consternado, vi girar una llave por dentro y, exhibiendo su pálido rostro por la puerta entreabierta, entreví a Bartleby en mangas de camisa, y en un raro y andrajosodeshabillé.

Se excusó, mansamente: dijo que estaba muy ocupado y que prefería no recibirme por el momento. Añadió que sería mejor que yo fuera a dar dos o tres vueltas por la manzana, y que entonces habría terminado sus tareas.

La inesperada aparición de Bartleby, ocupando mi oficina un domingo, con su cadavérica indiferencia caballeresca, pero tan firme y tan seguro de sí, tuvo tan extraño efecto, que de inmediato me retiré de mi puerta y cumplí sus deseos. Pero no sin variados pujos de inútil rebelión contra la mansa desfachatez de este inexplicable amanuense. Su maravillosa mansedumbre no sólo me desarmaba, me acobardaba. Porque considero que es una especie de cobarde el que tranquilamente permite a su dependiente asalariado que le dé órdenes y que lo expulse de sus dominios. Además, yo estaba lleno de dudas sobre lo que Bartleby podría estar haciendo en mi oficina, en mangas de camisa y todo deshecho, un domingo de mañana. ¿Pasaría algo impropio? No, eso quedaba descartado. No podía pensar ni por un momento que Bartleby fuera una persona inmoral. Pero, ¿qué podía estar haciendo allí? ¿Copias? No, por excéntrico que fuera Bartleby, era notoriamente decente. Era la última persona para sentarse en su escritorio en un estado vecino a la desnudez. Además, era domingo, y había algo en Bartleby que prohibía suponer que violaría la santidad de ese día con tareas profanas.

Con todo, mi espíritu no estaba tranquilo; y lleno de inquieta curiosidad, volví, por fin, a mi puerta. Sin obstáculo introduje la llave, abrí y entré. Bartleby no se veía, miré ansiosamente por todo, eché una ojeada detrás del biombo; pero era claro que se había ido. Después de un prolijo examen, comprendí que por un tiempo indefinido Bartleby debía haber comido y dormido y haberse vestido en mi oficina, y eso sin vajilla, cama o espejo. El tapizado asiento de un viejo sofá desvencijado mostraba en un rincón la huella visible de una flaca forma reclinada. Enrollada bajo el escritorio encontré una frazada; en el hogar vacío una caja de pasta y un cepillo; en una silla una palangana de lata, jabón y una toalla rotosa; en un diario, unas migas de bizcocho de jengibre y un bocado de queso. Sí, pensé, es bastante claro que Bartleby ha estado viviendo aquí .

Entonces, me cruzó el pensamiento: ¡Qué miserables orfandades, miserias, soledades, quedan reveladas aquí! Su pobreza es grande; pero, su soledad ¡qué terrible!

Los domingos, Wall Street es un desierto como la Arabia Pétrea; y cada noche de cada día es una desolación. Este edificio, también, que en los días de semana bulle de animación y de vida, por la noche retumba de puro vacío, y el domingo está desolado. ¡Y es aquí donde Bartleby hace su hogar, único espectador de una soledad que ha visto poblada, una especie de inocente y transformado Mario, meditando entre las ruinas de Cartago!

Por primera vez en mi vida una impresión de abrumadora y punzante melancolía se apoderó de mí. Antes, nunca había experimentado más que ligeras tristezas, no desagradables. Ahora el lazo de una común humanidad me arrastraba al abatimiento. ¡Una melancolía fraternal! Los dos, yo y Bartleby, éramos hijos de Adán. Recordé las sedas brillantes y los rostros dichosos que había visto ese día, bogando como cisnes por el Misisipí de Broadway, y los comparé al pálido copista, reflexionando: ah, la felicidad busca la luz, por eso juzgamos que el mundo es alegre; pero el dolor se esconde en la soledad, por eso juzgamos que el dolor no existe. Estas imaginaciones -quimeras, indudablemente, de un cerebro tonto y enfermo- me llevaron a pensamientos más directos sobre las rarezas de Bartleby. Presentimientos de extrañas novedades me visitaron. Creí ver la pálida forma del amanuense, entre desconocidos, indiferentes, extendida en su estremecida mortaja.

De pronto, me atrajo el escritorio cerrado de Bartleby, con su llave visible en la cerradura.

No me llevaba, pensé, ninguna intención aviesa, ni el apetito de una desalmada curiosidad, además, el escritorio es mío y también su contenido; bien puedo animarme a revisarlo. Todo estaba metódicamente arreglado, los papeles en orden. Los casilleros eran profundos; removiendo los legajos archivados, examiné el fondo. De pronto sentí algo y lo saqué. Era un viejo pañuelo de algodón, pesado y anudado. Lo abrí y encontré que era una caja de ahorros.

Entonces recordé todos los tranquilos misterios que había notado en el hombre. Recordé que sólo hablaba para contestar; que aunque a intervalos tenía tiempo de sobra, nunca lo había visto leer -no, ni siquiera un diario-; que por largo rato se quedaba mirando, por su pálida ventana detrás del biombo, al ciego muro de ladrillos; yo estaba seguro que nunca visitaba una fonda o un restaurante; mientras su pálido rostro indicaba que nunca bebía cerveza como Nippers, ni siquiera té o café como los otros hombres, que nunca salía a ninguna parte; que nunca iba a dar un paseo, salvo, tal vez ahora; que había rehusado decir quién era, o de dónde venía, o si tenía algún pariente en el mundo; que, aunque tan pálido y tan delgado, nunca se quejaba de mala salud. Y más aún, recordé cierto aire de inconsciente, de descolorida -¿cómo diré?- de descolorida altivez, digamos, o austera reserva, que me había infundido una mansa condescendencia con sus rarezas, cuando se trataba de pedirle el más ligero favor, aunque su larga inmovilidad me indicara que estaba detrás de su biombo, entregado a uno de sus sueños frente al muro.

Meditando en esas cosas, y ligándolas al reciente descubrimiento de que había convertido mi oficina en su residencia, y sin olvidar sus mórbidas cavilaciones, meditando en estas cosas, repito, un sentimiento de prudencia nació en mi espíritu. Mis primeras reacciones habían sido de pura melancolía y lástima sincera, pero a medida que la desolación de Bartleby se agrandaba en mi imaginación, esa melancolía se convirtió en miedo, esa lástima en repulsión.

Tan cierto es, y a la vez tan terrible, que hasta cierto punto el pensamiento o el espectáculo de la pena atrae nuestros mejores sentimientos, pero algunos casos especiales no van más allá. Se equivocan quienes afirman que esto se debe al natural egoísmo del corazón humano. Más bien proviene de cierta desesperanza de remediar un mal orgánico y excesivo. Y cuando se percibe que esa piedad no lleva a un socorro efectivo, el sentido común ordena al alma librarse de ella. Lo que vi esa mañana me convenció de que el amanuense era la víctima de un mal innato e incurable. Yo podía dar una limosna a su cuerpo; pero su cuerpo no le dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma.

No cumplí, esa mañana, mi propósito de ir a la Trinidad. Las cosas que había visto me incapacitaban, por el momento, para ir a la iglesia. Al dirigirme a mi casa, iba pensando en lo que haría con Bartleby. Al fin me resolví: lo interrogaría con calma, la mañana siguiente, acerca de su vida, etc., y si rehusaba contestarme francamente y sin reticencias (y suponía que él preferiría no hacerlo), le daría un billete de veinte dólares, además de lo que le debía, diciéndole que ya no necesitaba sus servicios; pero que en cualquier otra forma en que necesitara mi ayuda, se la prestaría gustoso, especialmente le pagaría los gastos para trasladarse al lugar de su nacimiento dondequiera que fuera. Además, si al llegar a su destino necesitaba ayuda, una carta haciéndomelo saber no quedaría sin respuesta.

La mañana siguiente llegó.

-Bartleby -dije, llamándolo comedidamente.

Silencio.

-Bartleby -dije en tono aún más suave- venga, no le voy a pedir que haga nada que usted preferiría no hacer. Sólo quiero conversar con usted.

Con esto, se me acercó silenciosamente.

-¿Quiere decirme, Bartleby, dónde ha nacido?

-Preferiría no hacerlo.

-¿Quiere contarme algo de usted?

-Preferiría no hacerlo.

-Pero ¿qué objeción razonable puede tener para no hablar conmigo? Yo quisiera ser un amigo.

Mientras yo hablaba, no me miró. Tenía los ojos fijos en el busto de Cicerón, que estaba justo detrás de mí, a unas seis pulgadas sobre mi cabeza.

-¿Cuál es su respuesta, Bartleby? -le pregunté, después de esperar un buen rato, durante el cual su actitud era estática, notándose apenas un levísimo temblor en sus labios descoloridos.

-Por ahora prefiero no contestar -dijo, y se retiró a su ermita.

Tal vez fui débil, lo confieso, pero su actitud en esta ocasión me irritó. No sólo parecía acechar en ella cierto desdén tranquilo; su terquedad resultaba desagradecida si se considera el indiscutible buen trato y la indulgencia que había recibido de mi parte.

De nuevo me quedé pensando qué haría. Aunque me irritaba su proceder, aunque al entrar en la oficina yo estaba resuelto a despedirlo, un sentimiento supersticioso golpeó en mi corazón y me prohibió cumplir mi propósito, y me dijo que yo sería un canalla si me atrevía a murmurar una palabra dura contra el más triste de los hombres. Al fin, colocando familiarmente mi silla detrás de su biombo, me senté y le dije:

-Dejemos de lado su historia, Bartleby; pero permítame suplicarle amistosamente que observe en lo posible las costumbres de esta oficina. Prométame que mañana o pasado ayudará a examinar documentos; prométame que dentro de un par de días se volverá un poco razonable, ¿verdad, Bartleby?

-Por ahora prefiero no ser un poco razonable -fue su mansa y cadavérica respuesta. En ese momento se abrió la puerta vidriera y Nippers se acercó. Parecía víctima, contra la costumbre, de una mala noche, producida por una indigestión más severa que las de costumbre. Oyó las últimas palabras de Bartleby.

-«¿Prefiere no ser razonable?» -gritó Nippers-. Yo le daría preferencias, si fuera usted, señor. ¿Qué es, señor, lo que ahora prefiere no hacer? -Bartleby no movió ni un dedo.

-Señor Nippers -le dije-, prefiero que, por el momento, usted se retire.

No sé cómo, últimamente, yo había contraído la costumbre de usar la palabra preferir. Temblé pensando que mi relación con el amanuense ya hubiera afectado seriamente mi estado mental. ¿Qué otra y quizá más honda aberración podría traerme? Este recelo había influido en mi determinación de emplear medidas sumarias.

Mientras Nippers, agrio y malhumorado, desaparecía, Turkey apareció, obsequioso y deferente.

-Con todo respeto, señor -dijo-, ayer estuve meditando sobre Bartleby, y pienso que si él prefiriera tomar a diario un cuarto de buena cerveza, le haría mucho bien, y lo habilitaría a prestar ayuda en el examen de documentos.

-Parece que usted también ha adopta do la palabra -dije, ligeramente excitado.

-Con todo respeto. ¿Qué palabra, señor? -preguntó Turkey, apretándose respetuosamente en el estrecho espacio detrás del biombo y obligándome, al hacerlo, a empujar al amanuense.

-¿Qué palabra, señor?

-Preferiría quedarme aquí solo -dijo Bartleby, como si lo ofendiera el verse atropellado en su retiro.

-Esa es la palabra, Turkey, ésa es.

-¡Ah!, ¿preferir?, ah, sí, curiosa palabra. Yo nunca la uso. Pero señor, como iba diciendo, si prefiriera…

-Turkey -interrumpí-, retírese, por favor.

-Ciertamente, señor, si usted lo prefiere.

Al abrir la puerta vidriera para retirarse, Nippers desde su escritorio me echó una mirada y me preguntó si yo prefería papel blanco o papel azul para copiar cierto documento. No acentuó maliciosamente la palabra preferir. Se veía que había sido dicha involuntariamente. Reflexioné que era mi deber deshacerme de un demente, que ya, en cierto modo, había influido en mi lengua y quizá en mi cabeza y en las de mis dependientes. Pero juzgué prudente no hacerlo de inmediato.

Al día siguiente noté que Bartleby no hacía más que mirar por la ventana, en su sueño frente a la pared. Cuando le pregunté por qué no escribía, me dijo que había resuelto no escribir más.

-¿Por qué no? ¿Qué se propone? -exclamé-. ¿ No escribir más?

-Nunca más.

-¿Y por qué razón?

-¿No la ve usted mismo? -replicó con indiferencia.

Lo miré fijamente y me pareció que sus ojos estaban apagados y vidriosos. Enseguida se me ocurrió que su ejemplar diligencia junto a esa pálida ventana, durante las primeras semanas, había dañado su vista.

Me sentí conmovido y pronuncié algunas palabras de simpatía. Sugerí que, por supuesto, era prudente de su parte el abstenerse de escribir por un tiempo; y lo animé a tomar esta oportunidad para hacer ejercicios al aire libre. Pero no lo hizo. Días después, estando ausentes mis otros empleados, y teniendo mucha prisa por despachar ciertas cartas, pensé que no teniendo nada que hacer, Bartleby seria menos inflexible que de costumbre y querría llevármelas al Correo. Se negó rotundamente y aunque me resultaba molesto, tuve que llevarlas yo mismo. Pasaba el tiempo. Ignoro si los ojos de Bartleby se mejoraron o no. Me parece que sí, según todas las apariencias. Pero cuando se lo pregunté no me concedió una respuesta. De todos modos, no quería seguir copiando. Al  fin, acosado por mis preguntas, me informó que había resuelto abandonar las copias.

-¡Cómo! -exclamé-. ¿Si sus ojos se curaran, si viera mejor que antes, copiaría entonces?

-He renunciado a copiar -contestó y se hizo a un lado.

Se quedó como siempre, enclavado en mi oficina. ¡Qué! -si eso fuera posible- se reafirmó más aún que antes. ¿Qué hacer? Si no hacia nada en la oficina: ¿por qué se iba a quedar? De hecho, era una carga, no sólo inútil, sino gravosa. Sin embargo, le tenía lástima. No digo sino la pura verdad cuando afirmo que me causaba inquietud. Si hubiese nombrado a algún pariente o amigo, yo le hubiera escrito, instándolo a llevar al pobre hombre a un retiro adecuado. Pero parecía solo, absolutamente solo en el universo. Algo como un despojo en mitad del océano Atlántico. A la larga, necesidades relacionadas con mis asuntos prevalecieron sobre toda consideración. Lo más bondadosamente posible, le dije a Bartleby que en seis días debía dejar la oficina. Le aconsejé tomar medidas en ese intervalo para procurarse una nueva morada. Le ofrecí ayudarlo en este empeño, si él personalmente daba el primer paso para la mudanza.

-Y cuando usted se vaya del todo, Bartleby -añadí-, velaré para que no salga completamente desamparado. Recuerde, dentro de seis días.

Al expirar el plazo, espié detrás del biombo: ahí estaba Bartleby.

Me abotoné el abrigo, me paré firme; avancé lentamente hasta tocarle el hombro y le dije:

-El momento ha llegado; debe abandonar este lugar; lo siento por usted; aquí tiene dinero, debe irse.

-Preferiría no hacerlo -replicó-, siempre dándome la espalda.

-Pero usted debe irse.

Silencio.

Yo tenía una ilimitada confianza en su honradez. Con frecuencia me había devuelto peniques y chelines que yo había dejado caer en el suelo, porque soy muy descuidado con esas pequeñeces. Las providencias que adopté no se considerarán, pues, extraordinarias.

-Bartleby -le dije-, le debo doce dólares, aquí tiene treinta y dos; esos veinte son suyos ¿quiere tomarlos? -y le alcancé los billetes.

Pero ni se movió.

-Los dejaré aquí, entonces -y los puse sobre la mesa bajo un pisapapeles. Tomando mi sombrero y mi bastón me dirigí a la puerta, y volviéndome tranquilamente añadí:

-Cuando haya sacado sus cosas de la oficina, Bartleby, usted por supuesto cerrará con llave la puerta, ya que todos se han ido, y por favor deje la llave bajo el felpudo, para que yo la encuentre mañana. No nos veremos más. Adiós. Si más adelante, en su nuevo domicilio puedo serle útil, no deje de escribirme. Adiós Bartleby y que le vaya bien.

No contestó ni una palabra, como la última columna de un templo en ruinas, quedó mudo y solitario en medio del cuarto desierto.

Mientras me encaminaba a mi casa, pensativo, mi vanidad se sobrepuso a mi lástima. No podía menos de jactarme del modo magistral con que había llevado mi liberación de Bartleby. Magistral, lo llamaba, y así debía opinar cualquier pensador desapasionado. La belleza de mi procedimiento consistía en su perfecta serenidad. Nada de vulgares intimidaciones, ni de bravatas, ni de coléricas amenazas, ni de paseos arriba y abajo por el departamento, con espasmódicas órdenes vehementes a Bartleby de desaparecer con sus miserables bártulos. Nada de eso. Sin mandatos gritones a Bartleby -como hubiera hecho un genio inferior- yo había postulado que se iba, y sobre esa promesa había construido todo mi discurso. Cuanto más pensaba en mi actitud, más me complací en ella. Con todo, al despertarme la mañana siguiente, tuve mis dudas: mis humos de vanidad se habían desvanecido. Una de las horas más lúcidas y serenas en la vida del hombre es la del despertar. Mi procedimiento seguía pareciéndome tan sagaz como antes, pero sólo en teoría. Cómo resultaría en la práctica era lo que estaba por verse. Era una bella idea, dar por sentada la partida de Bartleby; pero, después de todo, esta presunción era sólo mía, y no de Bartleby. Lo importante era no que yo hubiera establecido que debía irse, sino que él prefiriera hacerlo. Era hombre de preferencias, no de presunciones.

Después del almuerzo, me fui al centro, discutiendo las probabilidades pro y contra. A ratos pensaba que sería un fracaso y que encontraría a Bartleby en mi oficina como de costumbre; y enseguida tenía la seguridad de encontrar su silla vacía. Y así seguí titubeando. En la esquina de Broadway y la calle del Canal, vi a un grupo de gente muy excitada, conversando seriamente.

-Apuesto a que… -oí decir al pasar.

-¿A que no se va? ¡Ya está! -dije-, ponga su dinero.

Instintivamente metí la mano en el bolsillo, para vaciar el mío, cuando me acordé que era día de elecciones. Las palabras que había oído no tenían nada que ver con Bartleby, sino con el éxito o fracaso de algún candidato para intendente. En mi obsesión, ya había imaginado que todo Broadway compartía mi excitación y discutía el mismo problema.

(continúa)

Fuente: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/melville/bartleby.htm

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Nathaniel Hawthorne

Nathaniel Hawthorne

(Salem, EE UU, 1804-Plymouth, id., 1864) Novelista estadounidense. Nacido en el seno de una familia de vieja estirpe puritana, tanto su vida como su obra se vieron marcadas por la tradición calvinista. Su temprana vocación literaria lo obligó a afrontar numerosos problemas económicos, ya que sus obras no le daban lo suficiente para vivir.


Nathaniel Hawthorne

Su primera novela, Fanshawe (1928), protagonizada por un héroe de corte byroniano que posee rasgos biográficos del propio Hawthorne, evidencia las influencias del Romanticismo europeo; entre 1837 y 1842 publicó con regularidad los Cuentos narrados dos veces, en que aborda con detenimiento los que serían algunos de sus temas recurrentes, como la idea del pecado y el problema del mal.

Durante este período trabajó en la Aduana de Boston, en una granja comunal cercana a la misma ciudad, y en 1843 se estableció en Concord, tras contraer matrimonio (1842); allí escribió la colección de cuentos Musgos de una vieja granja (1846), que incluye el célebre relato La hija de Rapaccini. En 1846 volvió a trabajar en aduanas, pero al poco optó por aislarse de nuevo en una humilde casa de Massachusetts, donde compuso su obra más célebre,La letra escarlata (1850) y, un año después, La casa de las siete torres.

En 1853 describió su experiencia durante su visita a una colonia de filántropos inspirados por el socialismo utópico en La granja de Blithedale, y ese año fue nombrado cónsul en Liverpool por su amigo Pierce, entonces presidente de Estados Unidos, lo que le permitió viajar por Europa. Durante un viaje a Italia empezó El fauno de mármol (1860), última novela que, además de sus preocupaciones morales, revela una creciente dedicación al estilo narrativo y un acercamiento a la poesía.

Fuente: http://www.biografiasyvidas.com/biografia/h/hawthorne.htm

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Herman Melville

Herman Melville

(Nueva York, 1819 – id., 1891) Novelista estadounidense. A los once años se trasladó con su familia a Albany, donde estudió hasta que, dos años después, tras la quiebra de la empresa familiar, tuvo que ponerse a trabajar. La dificultad para encontrar un empleo estable le llevó, en 1841, a enrolarse en un ballenero. Fruto de sus experiencias en alta mar fueron Typee (1846) y Omoo (1847), escritas a su regreso a Estados Unidos en 1844.


Herman Melville

En 1847 contrajo matrimonio, y dos años después publicó Mardi. Dado que había sido etiquetado de autor de novelas de viajes y aventuras, el simbolismo de esta obra desconcertó a crítica y público, que la rechazaron.

También en 1849 apareció Redburn y un año despuésLa guerrera blanca, en la que arremetía ferozmente contra la rigidez de la marina estadounidense. Con estas obras recuperó el favor del público, pero se advertía ya la creciente complejidad que iba a caracterizar sus obras posteriores, influidas por el simbolismo de Nathaniel Hawthorne.

En 1850 publicó Moby Dick, obra también rechazada. Esta novela, considerada una de las grandes obras de la literatura universal, escondía una gran metáfora del mundo y la naturaleza humana: la incensante búsqueda del absoluto que siempre se escapa y la coexistencia del bien y del mal en el hombre, y ello tras un argumento aparentemente simple: la obsesión del capitán Ahab por matar a Moby Dick, la ballena blanca.

Pierre (1852) y Cuentos del mirador (1856), que contiene el relato «Bartleby el escribiente», considerado uno de los antecedentes de la obra de Kafka, dejaban ver el creciente desprecio del autor por la hipocresía humana. Israel Potter (1855) y El confidente (1857) fueron las últimas obras que publicó en vida. Olvidado por todos, su novela Billy Budd no apareció hasta 1924. La obra de Melville se tiene como una de las cimas de la corriente romántica estadounidense.

Fuente: http://www.biografiasyvidas.com/biografia/m/melville.htm

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Decálogo de Edgar Allan Poe

Decálogo de Edgar Allan Poe

 

Escrito por: Jesús Ortega

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De acuerdo, Poe está muy visto. Hay un hartazgo de Poe y un olvido de Poe. Es decir, todo el mundo dice conocer a Poe, aunque nadie lo lea en serio a partir de cierta edad. Hasta que no sobrevenga la próxima efeméride (en 2009, bicentenario de su nacimiento) Poe seguirá aletargado, semienterrado en todas esas ediciones de bolsillo que se venden en las librerías de viejo. Una amiga quisquillosa pronuncia la terrible palabra, esa expresión cool tan cara a los entendidos: “sobrevalorado”. Poe está sobrevalorado. Tiene que ser aburrido, dice, empezar tu taller literario con Poe como quien yo me sé sus clases con el Mío Cid. Y así. Que si es un autor para adolescentes, que si es de un goticismo cómico, que si le sobran adjetivos esdrújulos (como a Lovecraft), que si al leerlo es imposible quitarse de la cabeza la imagen de Vincent Price y su bigotillo, que si el propio Poe incumplía en muchos de sus cuentos sus propias reglas de composición…

Sí, Poe está muy visto. Pero creo que nunca ha terminado de decir lo que tiene que decir, como les sucede a todos los clásicos (según Italo Calvino). Su teoría del cuento es uno de los textos más plagiados de la historia literaria; cuando muchos cuentistas y preceptistas se pronuncian sobre lo que les parece el género, en buena medida no hacen más que paráfrasis de Poe. En fin, los Diez Mandamientos o el Padrenuestro también están muy vistos… Como decía Roberto Bolaño: “la verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra”.

Los fragmentos abajo transcritos pertenecen al ensayo “Filosofía de la composición”, a notas dispersas reunidas como “Marginalia” y, sobre todo, a la reseña de Twice-Told Tales de Nathaniel Hawthorne. Poe nunca escribió un decálogo del cuento, pero le hubiera hecho gracia, creo, la idea de verse presidiendo (de Quiroga a Neuman) la lista universal de mandamientos del género. A mis alumnos de los talleres les he dado alguna vez este falso decálogo hecho con fragmentos verdaderos, para que lo sumen a su archivo y lo discutan, lo nieguen, lo dejen atrás. La traducción es de Julio Cortázar.

1. [Saber hacia dónde se va: empezar por el final] “En la manera habitual de estructurar un relato se comete un error radical… El autor se pone a combinar acontecimientos sorprendentes que constituyen la base de su narración, y se promete llenar con descripciones, diálogos o comentarios personales todos los huecos que a cada página puedan aparecer en los hechos… Por mi parte, prefiero comenzar con el análisis de un efecto. Me digo en primer lugar: de entre los innumerables efectos de que son susceptibles el corazón, el intelecto o el alma, ¿cuál elegiré en esta ocasión?”

2. [Un solo efecto, una sola impresión] “El punto de mayor importancia es la unidad de efecto o impresión”

3. [Concebir todos los elementos del cuento en función del efecto final] “Luego de escoger un efecto novedoso y penetrante, me pregunto si podré lograrlo mediante los incidentes o por el tono general… entonces miro en torno de mí, en procura de la combinación de sucesos o de tono que mejor me ayuden en la producción del efecto. Si el artista literario es prudente… después de concebir cuidadosamente cierto efecto único y singular, inventará los incidentes, combinándolos de la manera que mejor lo ayude a lograr el efecto preconcebido”.

4. [La extensión del cuento: breve] “Lo primero a considerar es la extensión. Si es demasiado larga para ser leída de una sola vez, preciso es resignarse a perder el importantísimo efecto que se deriva de la unidad de impresión… Y sin unidad de impresión no se pueden lograr los efectos más profundos… Si la lectura se hace en dos veces, las actividades mundanas interfieren destruyendo toda totalidad”.

5. [Pero no demasiado, nada de microrrelatos] Cierto grado de duración es indispensable para conseguir un efecto cualquiera… Aludo a la breve narración cuya lectura insume entre media hora y dos… La brevedad extremada degenera en lo epigramático; el pecado de la longitud excesiva es aún más imperdonable… El cuento breve permite al autor desarrollar plenamente su propósito, sea cual fuere. Durante la hora de lectura, el alma del lector está sometida a la voluntad de aquél. Y no actúan influencias externas o intrínsecas, resultantes del cansancio o la interrupción”.

6. [Estructura compacta: construcción, condensación, precisión] “En el cuento, donde no hay espacio para desarrollar caracteres o para una gran profusión y variedad incidental, la mera construcción se requiere mucho más imperiosamente que en la novela. En esta última, una trama defectuosa puede escapar a la observación, cosa que jamás ocurrirá en un cuento”.

7. [Importancia del principio] “Si su primera frase no tiende ya a la producción de dicho efecto, quiere decir que ha fracasado en el primer paso”.

8. [Importancia del final] “La mayoría de nuestros cuentistas parecen empezar sus relatos sin saber cómo van a terminar; y, por lo general, sus finales parecen haber olvidado sus comienzos”.

9. [Funcionalidad de todos los elementos] “No debería haber una sola palabra en toda la composición cuya tendencia, directa o indirecta, no se aplicara al designio prestablecido”.

10. [El poema (el ritmo) de ocupa de lo Bello; el cuento (la prosa), de todo lo demás] “El autor que en un cuento en prosa apunta a lo puramente bello, se verá en manifiesta desventaja, pues la Belleza puede ser mejor tratada en el poema. No ocurre esto con el terror, la pasión o multitud de otros elementos…”

Fuente: http://lacomunidad.elpais.com/jesusortega/2008/8/7/decalogo-edgar-allan-poe

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LA RAZA NEGRA EN LA INDEPENDENCIA

LA RAZA NEGRA EN LA INDEPENDENCIA

Wilfredo Gameros Castillo. Historiador
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HISTORICAMENTE es poco conocido que en la Escuadra Libertadora del General José de San Martín llegaron el Batallón Nº 7 de Libertos de Cuyo y el Batallón Nº 8 de Libertos de Buenos Aires, que sumaban en conjunto 1,461 soldados y estaban integrados exclusivamente por negros argentinos.
El inglés James Paroissien, primer ayudante de campo del general José de San Martín, considera en su diario que una de las intenciones del Libertador, de desembarcar en Paracas – Pisco fue la de reclutar negros para enrolarlos. Estos no fueron enrolados por la fuerza, masivamente se presentaron como voluntarios al Ejército Libertador: donde luego de ser declarados libres, eran adiestrados en las tácticas de guerra de escuela y habituados al trabajo rudo, forzoso y disciplinado, así como por poseer una sanidad perfecta en su medio y clima que eran los de su cuna y crecimiento, fueron rápidamente incorporados a los cuerpos independientes.
Sobre el número de soldados negros enrolados en Pisco en el Ejército Expedicionario, existe el testimonio del general José de San Martín, en carta confidencial del 14 de octubre de 1820, en que comunica, desde Pisco, al Director Supremo de Chile, Bernardo O’Higgins: “Con seiscientos negros he aumentado el Ejército, y pienso aumentarlo con quinientos más. Estos negros se hallan ya fogueados y en estado de poder batirse”.
Fueron, efectivamente, mil cien los negros que se enrolaron al Ejército Libertador en Pisco y su destino fue e l siguiente: los que habiendo sido buenos jinetes, sumaron cuatrocientos y se integraron a los siguientes cuerpos de caballería: doscientos pasaron a dar núcleo al Escuadrón de Dragones Nº 2 de Chile, venido al Perú “en cuadro”, es decir, sin más efectivo que un sargento primero y un soldado raso. Doscientos más se distribuyeron entre los regimientos de granaderos y cazadores de a caballo, que comandaban respectivamente los coroneles Rudecindo
Alvarado y Mariano Necochea. Setecientos se destinaron a la infantería. Ciento cincuenta fueron incorporados en el Batallón Nº 7 del coronel Pedro Conde; y otros tantos en el Batallón Nº 8 del coronel Enrique Martínez, cuerpos, uno y otro, compuesto de negros argentinos desde su

creación; otros cuatrocientos se destinaron al Batallón Nº 4 del Ejército de Chile, del coronel José Santiago Sánchez, constituido por “gente blanca y criolla”, individuos éstos que pasaron a engrosar los también chilenos, Batallón Nº 2 del sargento mayor Santiago Aldunate y el Batallón Nº 5 del coronel Mariano Larrazábal; quedando así el Batallón Nº 4 de Chile -sin más excepción que la de los cabos y sargentos-, formado totalmente por soldados peruanos negros.

Fuente: http://wgameros.blogspot.com/2007/11/la-raza-negra-en-la-independencia-del_15.html

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Combatientes Negros En La Independencia Del Peru

Combatientes Negros En La Independencia Del Peru

 

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Acuarela de Pancho Fierro
José Gil de Castro nació en Lima, Perú, en 1785 y murió en la misma ciudad, alrededor del año 1850. Fue hijo de esclavos, nacido libre. Durante la guerra de Independencia, alcanzó el grado militar de Capitán de Milicias en Trujillo.”Mulato Gil”, apodo con el que se le conocería en Chile, es el más importante artista afrodescendiente de América Latina. Inició su formación artística, en el taller de Julián Jayo, y prosiguió luego en Lima, en la Escuela Pública de Pintura, donde recibió clases del español José del Pozo. Pasó etapas de su vida, entre Lima y Chile, donde se casó con una española. Fue nombrado Pintor de Cámara del Gobierno Peruano.Por su destacada labor como retratista y pintor, en Chile, el Cabildo de Santiago le otorga el nombramiento de Maestro Mayor del gremio de pintores y, aprovechando su experiencia militar y su alto conocimiento de dibujo, cartografía y cosmografía, es integrado al naciente ejército chileno, como miembro del cuerpo de ingenieros con el grado de Teniente y luego de Capitán del Batallón de Fusileros. O’Higgins le otorgó la condecoración “Al Mérito”, en el grado de legionario. José Gil de Castro, asumió el papel de testigo ocular de la Revolución en Latinoamérica, a través de retratos de los personajes que encarnaban los nuevos ideales. Los convirtió en modelos que pasaron a la historia como héroes. En Chile es considerado como el Padre del Género Retrato.El Inca Garcilazo de la Vega, sostiene en sus escritos, haber conocido en el Cuzco, al negro Guadalupe, un caudillo que comandó en el primer cuerpo de soldados negros durante la rebelión de Francisco Hernandez Girón, contra las nuevas leyes impuestas por la corona española en 1554.La historia también nos habla de Antonio Oblitas, el negro lugarteniente de Túpac Amaru II, conocido como el verdugo del Corregidor Arriaga, y quien luego fue apresado y ejecutado junto con Túpac Amaru.Fue importante también la participación real de los afro descendientes, en la formación del Estado a finales del siglo XIX, tanto en la Batalla de Junín, al mando de Bolívar, como en la de Ayacucho, a órdenes de Antonio José de Sucre.El historiador Julio Luna, menciona en sus crónicas a los Comandantes José Rayo, León Escobar y Negro León, quienes luego de la Guerra de Independencia formaron parte de los distintos grupos caudillistas que pugnaban por el control del poder, durante los primeros años de la etapa republicana (1835 – 1842).
Fuente: http://ashanti-peru.blogspot.com/2009/03/combatientes-negros-en-la-independencia.html

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