‘Si te quedas en mi país’. Enrique Verástegui

Si te quedas en mi país

Enrique Verástegui

 

20140504-verastegui.jpg

En mi país la poesía ladra
suda orina tiene sucias las axilas.
La poesía frecuenta los burdeles
escribe cantos silba danza mientras se mira
ociosamente en la toilette
y ha conocido el sabor dulzón del amor
en los parquecitos de crepé
bajo la luna
de los mostradores.Pero en mi país hay quienes hablan con su botella de vino
sobre la pared azulada.Y la poesía rueda contigo de la mano
por estos mismos lugares que no son los lugares
para filmar una canción destrozada.
Y por la poesía en mi país
si no hablaste como esto
te obligan a salir
en mi país
no hay donde ir
pero tienes que ir saliendo
como el acné en el cascarón rosado.
Y esto te urge más que una palabra perfecta.En mi país la poesía te habla
como un labio inquietante al oído
te aleja de tu cuna culeca
filma tu paisaje de Herodes
y la brisa remece tus sueños
–la brisa helada de un ventilador.
Porque una lengua hablará por tu lengua.
Y otra mano guiará a tu mano
si te quedas en mi país.
En los extramuros del mundo, 1971.

Leer más

Rappaccini’s Daughter (II) (La Hija de Rappaccini-1844) Nathaniel Hawthorne

Rappaccini’s Daughter (II)
(La Hija de Rappaccini-1844)

Nathaniel Hawthorne

20140428-nh.jpg

Después de la primera entrevista, una segunda va implícita en lo que nosotros llamamos destino. Una tercera, una cuarta, y pronto los únicos momentos en que vivía feliz y satisfecho eran los que pasaba en compañía de Beatrice ; el tiempo restante transcurría esperando o recordando su entrevista. Eso mismo le ocurría a la hija de Rappaccini. Aguardaba la aparición del joven y corría a su lado con una confianza tan libre de reservas como si hubieran sido compañeros de juegos desde la más tierna infancia, y como si siguieran siéndolo todavía. Si por algún motivo inesperado él no acudía en el momento de la cita, Beatrice se ponía bajo su ventana y cantaba la más dulce de sus canciones, que flotaba en torno a él en su cámara y resonaba en su corazón como un eco: «¡Giovanni!¡Giovanni! ¿Por qué tardas? ¡Ven!», y él bajaba presuroso a aquel edén de flores envenenadas.

Pero a pesar de tan íntima familiaridad, aún existía una reserva en la conducta de Beatrice, tan rígida e invariablemente mantenida que raras veces pasaba por la imaginación de él la idea de infringirla. Según todas las apariencias, se amaban; se habían dicho su amor con los ojos, que comunican el secreto sagrado desde las profundidades de un alma a las de la otra; era demasiado grande aquel secreto para expresarlo por medio de la palabra. Sin embargo, se habían dicho su amor en aquellas explosiones de pasión, cuando sus espíritus volaban fuera de sus cuerpos en articulado suspiro, como lengua de una llama escondida demasiado tiempo. En cambio, no había habido sello de labios, ni apretón de manos, ni la caricia más leve que el amor demanda y santifica. Él no había tocado nunca ni uno de los rizos dorados de su pelo; el traje de ella —tan grande era la barrera psíquica que los separaba— nunca había ondeado contra él con la brisa. En las pocas ocasiones en que Giovanni parecía tentado a saltar esa barrera, Beatrice se ponía tan triste, tan severa y mostraba además tal aspecto de desesperación que no se necesitaba ni una sola palabra más para hacerle desistir. En esos casos él se sobresaltaba ante la horrible sospecha que nacía, semejante a un monstruo, en lo profundo de su corazón. La miraba a la cara, su amor se entibiaba y desvanecía, como la niebla matinal ante el sol, y sólo quedaban sus dudas.

Pero cuando la cara de Beatrice recobraba su alegría después de la momentánea tristeza, dejaba de ser la persona misteriosa que él observara con miedo y horror, y volvía a ser la muchacha hermosa y sencilla cuyo espíritu comprendía por encima de cualquier otro conocimiento.

Había transcurrido un tiempo considerable desde el último encuentro de Giovanni con Baglioni, cuando una mañana se vio desagradablemente sorprendido por la visita del profesor, en quien había pensado muy poco en las últimas semanas y de quien hubiera querido olvidarse totalmente. Se hallaba en un estado de ánimo que sólo podía aceptar la compañía de personas que no pusieran objeciones a sus sentimientos actuales. Tal comprensión no podía esperarse del profesor Baglioni.

El visitante charló despreocupado durante unos minutos de los chismes de la ciudad y de la universidad, y después tomó otro tema.

—Estuve leyendo últimamente a un antiguo autor clásico —dijo— y me encontré con una historia que me llamó la atención.

Posiblemente podrás recordarla. Es una que trata de un príncipe de la India que envió una bella mujer como presente a Alejandro Magno. Era tan hermosa como la aurora y vistosa como una puesta de sol, pero lo que le caracterizaba era un cierto aliento perfumado, más dulce que el de las rosas de un jardín persa. Alejandro, como es natural en un hombre joven, quedó enamorado de la joven extranjera en cuanto la vio; pero cierto sabio, que estaba presente en aquel momento, descubrió en ella un secreto terrible.

—¿Y en qué consistía? —preguntó Giovanni bajando los ojos para evitar los del profesor.

—En que esa mujer hermosa había sido alimentada con venenos desde su nacimiento —continuó Baglioni con énfasis—, hasta el punto de que habían entrado de tal forma en su organismo que ella misma era el veneno más mortal que existía. Él era su elemento vital. Con aquel delicioso perfume de su aliento emponzoñaba el aire. Su amor hubiese sido veneno. Su abrazo, la muerte. ¿No es un cuento maravilloso?

—Una fábula infantil —contestó Giovanni moviéndose nervioso en la silla—. Me parece maravilloso que su señoría encuentre tiempo para leer tales paparruchas mientras se dedica a estudios serios.

—A propósito —dijo el profesor mirando inquieto en derredor—, ¿qué extraña fragancia es ésta que hay en tu habitación? ¿Es el perfume de tus guantes? Es débil pero delicioso, aunque no se pueda decir que agradable. Creo que si lo respirara mucho tiempo llegaría a ponerme enfermo. Es como la esencia de una flor, pero no veo flores en la alcoba.

—No hay ninguna —contestó Giovanni, que se había puesto pálido mientras hablaba el profesor—, ni creo que haya aquí otro perfume que el de la imaginación de vuestra señoría. El olor, siendo como es una mezcla de lo sensible y lo espiritual, es apto para engañarnos de esa forma. El recuerdo de un perfume, la mera idea de él puede ser confundido con una realidad presente.

—¡Ah!, pero mi cuerda imaginación no suele gastarme esas bromas —dijo Baglioni—, y si me imaginase algún tipo de olor sería el de cualquier repugnante droga de boticario con la que mis dedos estarían probablemente bastante impregnados. Nuestro querido amigo Rappaccini, según he oído, perfuma sus medicinas con olores más ricos que los de Arabia. La bella y docta Beatrice también podría tratar a sus pacientes con drogas tan dulces como el aliento de una doncella, ¡pero qué desgracia para el que las bebiera!

La cara de Giovanni reflejó muchas emociones contenidas. El tono en que aludía el profesor a la pura y encantadora hija de Rappaccini era una tortura para su alma y, sin embargo, la insinuación de un examen de su carácter, opuesto al suyo propio, produjo de un modo instantáneo la claridad de mil sospechas confusas que ahora se burlaban de él como otros tantos demonios.

Pero se esforzó por dominarlos y respondió a Baglioni con la fe de un amante perfecto.

—Señor profesor —le dijo—, usted fue amigo de mi padre y quizás es también su propósito actuar con su hijo como un amigo. No puedo sentir hacia usted sino respeto y. deferencia, pero le suplico que se dé cuenta de que hay algo sobre lo que no podemos hablar. Usted no conoce a la señorita Beatrice: por tanto, es incapaz de estimar lo erróneo, la blasfemia, diría mejor, de hablar de su persona con una palabra ligera e injuriosa.

—¡Giovanni! ¡Mi pobre Giovanni! —contestó el profesor con una tranquila expresión de lástima—. Conozco a esa joven perversa mucho mejor que tú. Vas a oír la verdad respecto al envenenador Rappaccini y a su venenosa hija; sí, tan venenosa como bella. Escucha, pues aunque mancillaras mis cabellos grises no podría guardar silencio. La antigua fábula de la mujer india se ha convertido en real por la profunda y fatal ciencia de Rappaccini, y en la persona de la hermosa Beatrice.

Giovanni gimió y ocultó su cara.

—Su padre no se refrenó ante el cariño natural —continuó Baglioni—, y la ofreció, de esta manera horrible, como víctima de su loco amor por la ciencia. Hagámosle justicia, es un auténtico hombre de ciencia que destilaría su propio corazón en un alambique. ¿Cuál puede ser entonces tu destino? Has sido cogido como el material para un nuevo experimento. Quizás el resultado sea la muerte o quizás un destino más terrible aún. Rappaccini, por lo que él llama interés por la ciencia, no dudaría ante nada.

«Es un sueño, probablemente es sólo un sueño», se dijo Giovanni.

—Pero alégrate, hijo de mi amigo —resumió el profesor—. No es demasiado tarde para la salvación. Es muy posible que tengamos éxito al tratar de volver a esa miserable criatura a la normalidad, de la que ha sido sacada por la locura de su padre. ¡Ten esta pequeña redoma de plata! Fue hecha por las manos del renombrado Benvenuto Cellini y es un presente de amor digno de la dama más deliciosa de Italia. Su contenido es aún más valioso; un pequeño sorbo de este antídoto habría neutralizado el veneno más virulento de los Borgia. No hay duda de que será eficaz contra los de Rappaccini. Dale el pomo a tu Beatrice y espera lleno de confianza los resultados.

Baglioni dejó una pequeña redoma de plata exquisitamente labrada sobre la mesa y se retiró deseando que sus palabras surtieran efecto sobre la mente del joven.

«Te venceremos, Rappaccini —pensaba, riendo, mientras bajaba la escalera—. Sin embargo, debemos reconocer la verdad: es un hombre maravilloso y a la vez un empírico despreciable que no puede ser tolerado por aquellos que respetamos las buenas normas clásicas de la profesión médica.»

En sus relaciones con Beatrice, Giovanni había tenido en ocasiones negros presentimientos respecto a su verdadero modo de ser. Pero se había comportado siempre la joven de un modo tan sencillo, cariñoso y cándido que la descripción que acababa de hacer de ella el profesor Baglioni le parecía extraña e increíble, como si no estuviera en concordancia con la realidad. Es verdad que existían recuerdos repugnantes relacionados con las primeras veces que viera a la encantadora joven: no podía olvidar por completo el ramillete que se había marchitado en su mano y el insecto muerto en el aire dorado por el sol, sin otra intervención al parecer que la de la fragancia del aliento de su amada. Estos incidentes, sin embargo, se desvanecieron ante la luz pura de su carácter, dejando de tener la eficacia de los hechos, y fueron considerados como errores de la fantasía, a pesar de que el testimonio de los sentidos parecía probarlo. ¿Hay algo más verdadero y real que lo que podemos ver con los ojos y tocar con los dedos? Sobre esta idea fundaba Giovanni su confianza en Beatrice, aunque en realidad se debía más a la fuerza de las virtudes de ella que a una fe profunda y generosa. Mas ahora su espíritu era incapaz de sostenerse a la altura a que lo había elevado el primer entusiasmo de la pasión; se desmoronaba titubeando entre dudas terrenas y manchaba así la pura blancura de la imagen de Beatrice. No es que fuera a abandonarla; sólo quería probarla. Resolvió hacer alguna prueba decisiva que pudiera convencerle, de una vez por todas, de que aquellas terribles cualidades físicas no tenían correspondencia en su alma. Quizá sus ojos le habían engañado a causa de la distancia en lo referente al lagarto, al insecto y a las flores. Tenía que comprobar estando junto a ella si al tocar una flor recién cortada ésta se marchitaba en su mano. Entonces no cabria ninguna duda.

Con esta idea corrió a la floristería y compró un ramillete que estaba aún perlado con las gotas de rocío de la mañana.

Era la hora acostumbrada de su entrevista con Beatrice. Antes de bajar al jardín, Giovanni no resistió la tentación de mirarse al espejo, vanidad que puede disculparse en un joven guapo, aunque con ello demuestre cierta frivolidad de sentimientos y un carácter poco formado. Se miró, y se dijo que sus facciones nunca habían sido tan graciosas, ni sus ojos habían tenido nunca aquella vivacidad, ni sus mejillas un tinte de salud como entonces.

«Al menos —pensó—, su veneno no ha penetrado aún en mi organismo. No soy una flor para marchitarme en una mano.»

Con este pensamiento volvió sus ojos al ramillete que mantenía en su mano. Un estremecimiento de horror indefinible sacudió todo su cuerpo al notar que aquellas flores húmedas de rocío estaban comenzando a ajarse; tenían el aspecto de haber sido frescas el día anterior. Giovanni se puso blanco como el mármol y se quedó inmóvil delante del espejo mirando a su propia imagen como si estuviese viendo algo terrible. Recordó el comentario de Baglioni acerca de la fragancia que parecía inundar la habitación.

¡Su aliento debía de estar envenenado! Se estremeció. Luego, recobrándose de su estupor, comenzó a observar con ojos curiosos una araña que estaba atareada fabricando su tela en la antigua cornisa de su habitación, cruzando y recruzando el ingenioso sistema de hilos entrelazados; era una araña tan vigorosa y activa como todas las que se columpian en un techo viejo. Giovanni se inclinó hacia el insecto y exhaló una profunda y larga bocanada de aire. La araña interrumpió de pronto su tarea, la tela vibró por el temblor transmitido desde el cuerpo del pequeño artesano. Giovanni volvió a lanzar el aliento sobre ella, aún con más fuerza que la vez anterior y con un sentimiento venenoso en su corazón; no sabía si era un perverso o es que estaba desesperado. La araña contrajo sus miembros convulsivamente y quedó colgada, muerta, a través de la ventana.

«¡Maldito! ¡Maldito! —murmuró para sí Giovanni—. ¿Te has vuelto tan venenoso como para que este insecto muera solamente con tu aliento?»

En aquel momento ascendió desde el jardín una dulce y agradable voz.

—¡Giovanni! ¡Giovanni! Ya pasa de la hora. ¿Por qué tardas? ¡Baja!

«Sí —murmuró Giovanni—. Ella es el único ser al que mi aliento no puede asesinar. ¡Ojalá pudiera hacerlo!»

Bajó corriendo y en un segundo se halló ante los ojos brillantes y adorables de Beatrice.

Un momento antes su rabia y desesperación eran tan fieros que no habría deseado nada tanto como el poder destruirla con una mirada, pero en su presencia surgían influencias demasiado reales e intensas para poder librarse de ellas. Recordaba los ratos en que con su femenina dulzura lo había envuelto en una paz religiosa, los arrebatos santos y apasionados de su corazón ante su presencia.

Estos agradables recuerdos convencieron a Giovanni de que Beatrice era un ángel, algo celestial, y que sólo una persona alucinada podría achacarle aquellos horribles misterios. La ira de Giovanni se apaciguó y transformó es un estado de hosca insensibilidad.

Beatrice, con un vivo sentido espiritual, comprendió al momento que entre ellos había un mar de tinieblas que ninguno de los dos podría atravesar. Pasearon juntos, tristes y en silencio, y llegaron hasta la fuente de mármol y al charco de agua del suelo en medio del cual crecía la planta de flores como gemas. Giovanni se sorprendió del placer —o mejor, del apetito— con que él mismo inhalaba la fragancia de las flores.

—Beatrice —preguntó de pronto—, ¿de dónde vino esta planta?

—La creó mi padre —respondió ella con sencillez.

—¡La creó! ¡La creó! —repitió Giovanni—. ¿Qué quieres decir, Beatrice?

—Es un gran conocedor de los secretos de la naturaleza, y en el mismo momento en que yo comencé a respirar por vez primera, esta planta se alzó del suelo; es el producto de su ciencia, de sus conocimientos, mientras que yo no soy más que su hija mortal.

¡No te aproximes! —continuó ella, al observar con terror que Giovanni se estaba acercando a la planta—. Tiene cualidades que apenas podrías soñar. Yo, queridísimo Giovanni, he crecido y me he desarrollado con la planta y me nutro con su aroma. Es mi hermana y la amo con afecto humano. Pero, ¡ay!, ¿no lo sospechaste?, hay un destino terrible en ella.

Entonces Giovanni la miró tan ceñudo que Beatrice se detuvo y tembló. Pero la fe en su cariño la alentó e hizo que se ruborizara un momento por haber dudado de él.

—Ahí hay un destino terrible —repitió—, efecto del fatal amor de mi padre por la ciencia, que me aleja de toda sociedad con los de mi clase. Hasta que el cielo te envió, mi adorado Giovanni, ¡qué sola estuvo tu pobre Beatrice!

—¿Era ése un duro destino? —preguntó Giovanni fijando en ella sus ojos.

—Sólo ahora sé lo duro que era —contestó ella con ternura—. ¡Oh!, sí, y mi corazón estaba adormecido.

La ira de Giovanni brotó de sus hoscas tinieblas como un relámpago saliendo de una nube negra.

—¡Estoy maldito! —gritó con un desprecio y rencor venenosos—. Hallando tu soledad aburrida, me has separado igualmente de todo lo noble de la existencia y atraído a esta región de inenarrable horror!

—¡ Giovanni! —exclamó Beatrice, mirándolo con sus grandes ojos brillantes. No había comprendido del todo el significado de sus palabras, estaba simplemente asombrada.

—¡Sí, criatura ponzoñosa! —repitió Giovanni, acercándose con pasión—. ¡Tú me has puesto así! ¡Tú llenaste mis venas de veneno! ¡Me hiciste una criatura tan odiosa, tan horrenda, tan aborrecible y fatal como tú misma! ¡Ahora, si nuestro aliento es por suerte tan fatal para nosotros mismos como para los demás, unamos nuestros labios en un beso de indecible odio y muramos!

—¿Qué me está pasando —murmuró Beatrice dando un profundo gemido—. ¡Virgen Santa, ten piedad de mí, una pobre niña con el corazón roto!

Tú, ¿puedes tú rezar? —exclamó Giovanni, con desprecio diabólico—. Tus oraciones, al salir de tus labios tiñen la atmósfera de muerte. Sí, sí, recemos. ¡Vayamos a la iglesia y mojemos nuestros dedos en la pila de agua bendita! ¡Los que vengan detrás morirán apestados! ¡Hagamos en el aire el signo de la cruz! ¡Serán maldiciones esparcidas con apariencia de símbolos sagrados!

—Giovanni —dijo Beatrice, ya calmada, pues su pena era menor que su amor—, ¿por qué te unes conmigo en esas palabras terribles? Yo, es verdad, soy la cosa horrible que me has llamado. Pero tú, ¿qué has de hacer tú, sino estremecerte ante mi miseria espantosa y marchar lejos del jardín y olvidarte de que se arrastran por la tierra monstruos semejantes a la pobre Beatrice?

—¿No pretenderás ignorarlo? —preguntó Giovanni, mirándola ceñudo—. ¡Mira, este poder me lo ha proporcionado la candida hija de Rappaccini!

Había allí un enjambre de insectos volando en el aire en busca del alimento prometido por el olor de las flores del jardín fatal. Rodearon, formando un círculo, la cabeza de Giovanni; era evidente que se sentían atraídos hacia él por el mismo influjo que los había atraído por un instante a varios de los arbustos. Él sopló entre ellos y sonrió con amargura a Beatrice cuando por fin una veintena de insectos cayeron muertos al suelo.

—¡Ya veo! ¡Ya veo! —gritó ésta—. ¡Es la ciencia fatal de mi padre! ¡No, no, Giovanni! Yo no fui. ¡Nunca! Yo sólo soñé con amarte y estar contigo un poco de tiempo y luego dejar que te fueras, pero guardando en mi corazón tu imagen. Créelo, Giovanni, aunque mi cuerpo se haya nutrido de veneno, mi espíritu es una criatura de Dios y suplica amor como alimento cotidiano. Pero mi padre nos ha unido con esta terrible afinidad. Sí, despréciame, pisotéame, mátame. ¿Qué es la muerte después de oír palabras como las tuyas? Pero no fui yo. Ni por toda la felicidad del mundo lo hubiera hecho.

El ardor de Giovanni se apagó tras aquella explosión de sus sentimientos. Comenzó a sentir una sensación triste y no desprovista de ternura ante la íntima y peculiar afinidad entre Beatrice y él. Estaban, prácticamente, en soledad absoluta, aunque les rodeara una multitud de gente. ¿Estando abandonados de esta forma por la humanidad, no era lógico que ambos se unieran? Si se trataban con crueldad, ¿quién iba a ser amable con ellos? Por otra parte, pensaba Giovanni, ¿no había una esperanza de volver a entrar en los límites de la normalidad y conducir a Beatrice, la Beatrice redimida, de la mano? ¡Oh, espíritu débil, egoísta y vil, que pensaba aún en una unión terrena y en una felicidad vulgar después de que un amor como el de Beatrice había sido infamado por palabras tan horribles como las dichas por Giovanni! No, no podía caber tal esperanza. Ella debía pasar lentamente, con el corazón partido, a través de las fronteras del tiempo, lavar sus heridas en alguna fuente del paraíso y olvidar su pena en la luz de la inmortalidad, y allí sería feliz.

Pero Giovanni no sabía eso.

—Querida Beatrice —dijo aproximándose a ella, que retrocedía como lo hacía siempre que él se le había acercado, pero ahora con impulso diferente—, mi querida Beatrice, nuestro estado no es todavía tan desesperado. ¡Mira! Tengo aquí una medicina enérgica, según me aseguró un médico prestigioso, y con una eficacia casi divina. Está compuesta de ingredientes opuestos por entero a aquellos que tu terrible padre ha vertido sobre nosotros acarreándonos esta calamidad. Está compuesto de hierbas benditas. ¿Podemos tomarlo juntos y purificamos del mal?

—Dámelo —dijo Beatrice extendiendo la mano para coger la pequeña redoma de plata que Giovanni sacó de su bolsillo. Y añadió con su énfasis peculiar—: Lo beberé, pero tú espera hasta ver el resultado.

Llevó a sus labios el antídoto de Baglioni. En aquel mismo momento surgió por el pórtico la figura de Rappaccini, que venía lentamente hacia la fuente de mármol. Cuando estuvo cerca, el hombre de ciencia mostraba una expresión de triunfo al contemplar a la hermosa pareja como si se tratara de un artista que después de pasar toda su vida en la creación de un cuadro o de un grupo escultórico, al final se sentía orgulloso de su éxito. Se detuvo; su cuerpo encorvado se enderezó consciente de su poder; extendió sus manos hacia ellos en actitud de un padre implorando la bendición de sus hijos, pero esas manos habían sido las mismas que introdujeron el veneno en el cauce de sus vidas. Giovanni tembló, Beatrice se estremeció y se oprimió el corazón con la mano.

—Hija mía —dijo Rappaccini—, ya no estarás sola nunca más. Arranca de tu planta hermana una de esas preciosas gemas y ruega a tu prometido que la lleve en su pecho. Ahora ya no le hará daño. Mi ciencia y la simpatía que existe entre tú y él lo ha traído a formar parte de tu constitución y se aparta de la de los hombres normales, mientras que la tuya lo hace de la de las demás mujeres. Pasaréis por el mundo queriéndoos y siendo temidos por el resto de la gente.

—Padre mío —dijo Beatrice débilmente, siempre con la mano sobre el corazón—, ¿por qué otorgaste este destino miserable a tu hija?

—¿Miserable? —exclamó Rappaccini—. ¿Qué quieres decir, insensata? ¿Consideras miserable el estar dotada con dones maravillosos contra los que la fuerza y el poder de un enemigo no servirían de nada? ¿Miserable ser capaz de matar al más fuerte con sólo el aliento? ¿Miserable ser tan terrible como hermosa? ¿Hubieras preferido, entonces, la condición de una mujer débil, expuesta a todo daño e incapaz de hacer ninguno?

—Hubiera preferido ser amada a ser temida —murmuró ella cayendo al suelo—. Pero ya no importa. Me voy, padre, a donde el mal que te has esforzado en mezclar con mi ser desaparecerá como un sueño, como la fragancia de estas flores venenosas que no teñirán más mi aliento entre las flores del Paraíso. ¡Déjame, Giovanni! Tus palabras de odio son como plomo que entristece mi corazón, pero también desaparecerán cuando yo suba.

El afán científico mal entendido de su padre había transformado a Beatrice en un ser tan innatural que, del mismo modo que el veneno había constituido su alimento, el antídoto supuso su muerte. Y así, la pobre víctima de la ingenuidad y la torcida naturaleza de un hombre, así como de la fatalidad, que corona de modo ineludible los perversos deseos, pereció allí, a los pies de su padre y de su amado.

En ese preciso instante, el profesor Pietro Baglioni se asomó a la ventana del aposento de Giovanni y, con un tono en el que se mezclaban el triunfo y el horror, gritó al anonadado científico:

—¡Rappaccini! ¡Rappaccini! ¡He ahí el resultado de tu experimento!

Fuente: http://www.cinefantastico.com/terroruniversal/ficcion/index.php?t=cuentos&id=348&mode=cuento

Leer más

Bartleby (II). Herman Melville

Bartleby (II). Herman Melville

20140428-melville.jpg

Seguí, agradecido al bullicio de la calle, que protegía mi distracción. Como era mi propósito, llegué más temprano que de costumbre a la puerta de mi oficina. Me paré a escuchar. No había ruido. Debía de haberse ido. Probé el llamador. La puerta estaba cerrada con llave. Mi procedimiento había obrado como magia; el hombre había desaparecido. Sin embargo, cierta melancolía se mezclaba a esta idea: el éxito brillante casi me pesaba. Estaba buscando bajo el felpudo la llave que Bartleby debía haberme dejado cuando, por casualidad, pegué en la puerta con la rodilla, produciendo un ruido como de llamada, y en respuesta llegó hasta mí una voz que decía desde adentro:

-Todavía no; estoy ocupado.

Era Bartleby.

Quedé fulminado. Por un momento quedé como aquel hombre que, con su pipa en la boca, fue muerto por un rayo, hace ya tiempo, en una tarde serena de Virginia; fue muerto asomado a la ventana y quedó recostado en ella en la tarde soñadora, hasta que alguien lo tocó y cayó.

-¡No se ha ido! -murmuré por fin. Pero una vez más, obedeciendo al ascendiente que el inescrutable amanuense tenía sobre mí, y del cual me era imposible escapar, bajé lentamente a la calle; al dar vuelta a la manzana, consideré qué podía hacer en esta inaudita perplejidad. Imposible expulsarlo a empujones; inútil sacarlo a fuerza de insultos; llamar a la policía era una idea desagradable; y, sin embargo, permitirle gozar de su cadavérico triunfo sobre mí, eso también era inadmisible. ¿Qué hacer? o, si no había nada que hacer, ¿qué dar por sentado? Yo había dado por sentado que Bartleby se iría; ahora podía yo retrospectivamente asumir que se había ido. En la legítima realización de esta premisa, podía entrar muy apurado en mi oficina, y fingiendo no ver a Bartleby, llevarlo por delante como si fuera el aire. Tal procedimiento tendría en grado singular todas las apariencias de una indirecta. Era bastante difícil que Bartleby pudiera resistir a esa aplicación de la doctrina de las suposiciones. Pero repensándolo bien, el éxito de este plan me pareció dudoso. Resolví discutir de nuevo el asunto.

-Bartleby -le dije, con severa y tranquila expresión, entrando a la oficina-, estoy disgustado muy seriamente. Estoy apenado, Bartleby. No esperaba esto de usted. Yo me lo había imaginado de caballeresco carácter, yo había pensado que en cualquier dilema bastaría la más ligera insinuación -en una palabra- suposición. Pero parece que estoy engañado. ¡Cómo! -agregué, naturalmente asombrado-, ¿ni siquiera ha tocado ese dinero? -Estaba en el preciso lugar donde yo lo había dejado la víspera.

No contestó.

-¿Quiere usted dejarnos, sí o no? -pregunté en un arranque, avanzando hasta acercarme a él.

-Preferiría no dejarlos -replicó suavemente, acentuando el no.

-¿Y qué derecho tiene para quedarse? ¿Paga alquiler? ¿Paga mis impuestos? ¿Es suya la oficina?

No contestó.

-¿Está dispuesto a escribir ahora? ¿Se ha mejorado de la vista? ¿Podría escribir algo para mi esta mañana, o ayudarme a examinar unas líneas, o ir al Correo? En una palabra, ¿quiere hacer algo que justifique su negativa de irse?

Silenciosamente se retiró a su ermita.

Yo estaba en tal estado de resentimiento nervioso que me pareció prudente abstenerme de otros reproches. Bartleby y yo estábamos solos. Recordé la tragedia del infortunado Adams y del aún más infortunado Colt en la solitaria oficina de éste; y cómo el pobre Colt, exasperado por Adams, y dejándose llevar imprudentemente por la ira, fue precipitado al acto fatal, acto que ningún hombre puede deplorar más que el actor. A menudo he pensado que si este altercado hubiera tenido lugar en la calle o en una casa particular, otro hubiera sido su desenlace. La circunstancia de estar solos en una oficina desierta, en lo alto de un edificio enteramente desprovisto de domésticas asociaciones humanas -una oficina sin alfombras, de apariencia, sin duda alguna, polvorienta y desolada- debe haber contribuido a acrecentar la desesperación del desventurado Colt. Pero cuando el resentimiento del viejo Adams se apoderó de mí y me tentó en lo concerniente a Bartleby, luché con él y lo vencí. ¿Cómo? Recordando sencillamente el divino precepto: Un nuevo mandamiento les doy: ámense los unos a los otros. Sí, esto fue lo que me salvó. Aparte de más altas consideraciones, la caridad obra como un principio sabio y prudente, como una poderosa salvaguardia para su poseedor. Los hombres han asesinado por celos, y por rabia, y por odio, y por egoísmo y por orgullo espiritual; pero no hay hombre, que yo sepa, que haya cometido un asesinato por caridad. La prudencia, entonces, si no puede aducirse motivo mejor, basta para impulsar a todos los seres hacia la filantropía y la caridad. En todo caso, en esta ocasión me esforcé en ahogar mi irritación con el amanuense, interpretando benévolamente su conducta. ¡Pobre hombre, pobre hombre!, pensé, no sabe lo que hace; y, además, ha pasado días muy duros y merece indulgencia.

Procuré también ocuparme en algo; y al mismo tiempo consolar mi desaliento. Traté de imaginar que en el curso de la mañana, en un momento que le viniera bien, Bartleby, por su propia y libre voluntad, saldría de su ermita, decidido a encaminarse a la puerta. Pero, no, llegaron las doce y media, la cara de Turkey se encendió, volcó el tintero y empezó su turbulencia; Nippers declinó hacia la calma y la cortesía; Ginger Nut mascó su manzana del mediodía; y Bartleby siguió de pie en la ventana en uno de sus profundos sueños frente al muro. ¿Me creerán? ¿Me atreveré a confesarlo? Esa tarde abandoné la oficina, sin decirle ni una palabra más.

Pasaron varios días durante los cuales, en momentos de ocio, revisé Sobre testamentos de Edwards y Sobre la necesidad de Priestley. Estos libros, dadas las circunstancias, me produjeron un sentimiento saludable. Gradualmente llegué a persuadirme de que mis disgustos acerca del amanuense estaban decretados desde la eternidad, y Bartleby me estaba destinado por algún misterioso propósito de la Divina Providencia, que un simple mortal como yo no podía penetrar. Sí, Bartleby, quédate ahí, detrás del biombo, pensé; no te perseguiré más; eres inofensivo y silencioso como una de esas viejas sillas; en una palabra, nunca me he sentido en mayor intimidad que sabiendo que estabas ahí. Al fin lo veo, lo siento; penetro el propósito predestinado de mi vida. Estoy satisfecho. Otros tendrán papeles más elevados, mi misión en este mundo, Bartleby, es proveerte de una oficina por el período que quieras. Creo que este sabio orden de ideas hubiera continuado, a no mediar observaciones gratuitas y maliciosas que me infligieron profesionales amigos, al visitar las oficinas. Como acontece a menudo, el constante roce con mentes mezquinas acaba con las buenas resoluciones de los más generosos. Pensándolo bien, no me asombra que a las personas que entraban a mi oficina les impresionara el peculiar aspecto del inexplicable Bartleby y se vieran tentadas de formular alguna siniestra observación. A veces un procurador visitaba la oficina y, encontrando solo al amanuense, trataba de obtener de él algún dato preciso sobre mi paradero; sin prestarle atención, Bartleby seguía inconmovible en medio del cuarto. El procurador, después de contemplarlo un rato, se despedía tan ignorante como había venido.

También, cuando alguna audiencia tenía lugar, y el cuarto estaba lleno de abogados y testigos, y se sucedían los asuntos, algún letrado muy ocupado, viendo a Bartleby enteramente ocioso le pedía que fuera a buscar en su oficina (la del letrado) algún documento. Bartleby, en el acto, rehusaba tranquilamente y se quedaba tan ocioso como antes. Entonces el abogado se quedaba mirándolo asombrado, le clavaba los ojos y luego me miraba a mí. Y yo ¿qué podía decir? Por fin, me di cuenta de que en todo el círculo de mis relaciones corría un murmullo de asombro acerca del extraño ser que cobijaba en mi oficina. Esto me molestaba ya muchísimo. Se me ocurrió que podía ser longevo y que seguiría ocupando mi departamento, y desconociendo mi autoridad y asombrando a mis visitantes; y haciendo escandalosa mi reputación profesional; y arrojando una sombra general sobre el establecimiento y manteniéndose con sus ahorros (porque indudablemente no gastaba sino medio real por día), y que tal vez llegara a sobrevivirme y a quedarse en mi oficina reclamando derechos de posesión, fundados en la ocupación perpetua. A medida que esas oscuras anticipaciones me abrumaban, y que mis amigos menudeaban sus implacables observaciones sobre esa aparición en mi oficina, un gran cambio se operó en mí. Resolví hacer un esfuerzo enérgico y librarme para siempre de esta pesadilla intolerable.

Antes de urdir un complicado proyecto, sugerí simplemente a Bartleby la conveniencia de su partida. En un tono serio y tranquilo, entregué la idea a su cuidadosa y madura consideración. Al cabo de tres días de meditación, me comunicó que sostenía su criterio original; en una palabra, que prefería permanecer conmigo.

¿Qué hacer?, dije para mi, abotonando mi abrigo hasta el último botón. ¿Qué hacer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué dice mi conciencia que debería hacer con este hombre, o más bien, con este fantasma? Tengo que librarme de él; se irá, pero ¿cómo? ¿Echarás a ese pobre, pálido, pasivo mortal, arrojarás esa criatura indefensa? ¿Te deshonrarás con semejante crueldad? No, no quiero, no puedo hacerlo. Más bien lo dejaría vivir y morir aquí y luego emparedaría sus restos en el muro. ¿Qué harás entonces? Con todos tus ruegos, no se mueve. Deja los sobornos bajo tu propio pisapapeles, es bien claro que prefiere quedarse contigo.

Entonces hay que hacer algo severo, algo fuera de lo común. ¿Cómo, lo harás arrestar por un gendarme y entregarás su inocente palidez a la cárcel? ¿Qué motivos podrías aducir? ¿Es acaso un vagabundo? ¡Cómo!, ¿él, un vagabundo, un ser errante, él, que rehúsa moverse? Entonces, ¿porque no quiere ser un vagabundo, vas a clasificarlo como tal? Esto es un absurdo. ¿Carece de medios visibles de vida?, bueno, ahí lo tengo. Otra equivocación, indudablemente vive y ésta es la única prueba incontestable de que tiene medios de vida. No hay nada que hacer entonces. Ya que él no quiere dejarme, yo tendré que dejarlo. Mudaré mi oficina; me mudaré a otra parte, y le notificaré que si lo encuentro en mi nuevo domicilio procederé contra él como contra un vulgar intruso.

Al día siguiente le dije:

-Estas oficinas están demasiado lejos de la Municipalidad, el aire es malsano. En una palabra: tengo el proyecto de mudarme la semana próxima, y ya no requeriré sus servicios. Se lo comunico ahora, para que pueda buscar otro empleo.

No contestó y no se dijo nada más.

En el día señalado contraté carros y hombres, me dirigí a mis oficinas, y teniendo pocos muebles, todo fue llevado en pocas horas. Durante la mudanza el amanuense quedó atrás del biombo, que ordené fuera lo último en sacarse. Lo retiraron, lo doblaron como un enorme pliego; Bartleby quedó inmóvil en el cuarto desnudo. Me detuve en la entrada, observándolo un momento, mientras algo dentro de mí, me reconvenla.

Volví a entrar, con la mano en el bolsillo y mi corazón en la boca.

-Adiós, Bartleby, me voy, adiós y que Dios lo bendiga de algún modo, y tome esto -deslicé algo en su mano. Pero él lo dejó caer al suelo y entonces, raro es decirlo, me arranqué dolorosamente de quien tanto había deseado librarme.

Establecido en mis oficinas, por uno o dos días mantuve la puerta con llave, sobresaltándome cada pisada en los corredores. Cuando volvía, después de cualquier salida, me detenía en el umbral un instante, y escuchaba atentamente al introducir la llave. Pero mis temores eran vanos. Bartleby nunca volvió.

Pensé que todo iba bien, cuando un señor muy preocupado me visitó, averiguando si yo era el último inquilino de las oficinas en el n.º X de Wall Street.

Lleno de aprensiones, contesté que sí.

-Entonces, señor -dijo el desconocido, que resultó ser un abogado-, usted es responsable por el hombre que ha dejado allí. Se niega a hacer copias; se niega a hacer todo; dice que prefiere no hacerlo; y se niega a abandonar el establecimiento.

-Lo siento mucho, señor -le dije con aparente tranquilidad, pero con un temblor interior-, pero el hombre al que usted alude no es nada mío, no es un pariente o un meritorio, para que usted quiera hacerme responsable.

-En nombre de Dios, ¿quién es?

-Con toda sinceridad no puedo informarlo. Yo no sé nada de él. Anteriormente lo tomé como copista; pero hace bastante tiempo que no trabaja para mí.

-Entonces, lo arreglaré. Buenos días, señor.

Pasaron varios días y no supe nada más; y aunque a menudo sentía un caritativo impulso de visitar el lugar y ver al pobre Bartleby, un cierto escrúpulo, de no sé qué, me detenía.

Ya he concluido con él, pensaba, al fin, cuando pasó otra semana sin más noticias. Pero al llegar a mi oficina, al día siguiente, encontré varias personas esperando en mi puerta, en un estado de gran excitación.

-Este es el hombre, ahí viene -gritó el que estaba delante, y que no era otro que el abogado que me había visitado.

-Usted tiene que sacarlo, señor, en el acto -gritó un hombre corpulento adelantándose y en el que reconocí al propietario del n.º X de Wall Street-. Estos caballeros, mis inquilinos, no pueden soportarlo más; El señor B. -señalando al abogado- lo ha echado de su oficina, y ahora persiste en ocupar todo el edificio, sentándose de día en los pasamanos de la escalera y durmiendo a la entrada, de noche. Todos están inquietos; los clientes abandonan las oficinas; hay temores de un tumulto, usted tiene que hacer algo, inmediatamente.

Horrorizado ante este torrente, retrocedí y hubiera querido encerrarme con llave en mi nuevo domicilio. En vano protesté que nada tenía que ver con Bartleby. En vano: yo era la última persona relacionada con él y nadie quería olvidar esa circunstancia.

Temeroso de que me denunciaran en los diarios (como alguien insinuó oscuramente) consideré el asunto y dije que si el abogado me concedía una entrevista privada con el amanuense en su propia oficina (la del abogado), haría lo posible para librarlos del estorbo.

Subiendo a mi antigua morada, encontré a Bartleby silencioso, sentado sobre la baranda en el descanso.

-¿Qué está haciendo ahí, Bartleby? -le dije.

-Sentado en la baranda -respondió humildemente.

Lo hice entrar a la oficina del abogado, que nos dejó solos.

-Bartleby -dije-, ¿se da cuenta de que está ocasionándome un gran disgusto, con su persistencia en ocupar la entrada después de haber sido despedido de la oficina?

Silencio.

-Tiene que elegir. O usted hace algo, o algo se hace con usted. Ahora bien, ¿qué clase de trabajo quisiera hacer? ¿Le gustaría volver a emplearse como copista?

-No, preferiría no hacer ningún cambio.

-¿Le gustaría ser vendedor en una tienda de géneros?

-Es demasiado encierro. No, no me gustaría ser vendedor; pero no soy exigente.

-¡Demasiado encierro -grité-, pero si usted está encerrado todo el día!

-Preferiría no ser vendedor -respondió como para cerrar la discusión.

-¿Qué le parece un empleo en un bar? Eso no fatiga la vista.

-No me gustaría, pero, como he dicho antes, no soy exigente.

Su locuacidad me animó. Volví a la carga.

-Bueno, ¿entonces quisiera viajar por el país como cobrador de comerciantes? Sería bueno para su salud.

-No, preferiría hacer otra cosa.

-¿No iría usted a Europa, para acompañar a algún joven y distraerlo con su conversación? ¿No le agradaría eso?

-De ninguna manera. No me parece que haya en eso nada preciso. Me gusta estar fijo en un sitio. Pero no soy exigente.

-Entonces, quédese fijo -grité, perdiendo la paciencia. Por primera vez, en mi desesperante relación con él, me puse furioso-. ¡Si usted no se va de aquí antes del anochecer; me veré obligado, en verdad, estoy obligado, a irme yo mismo! -dije, un poco absurdamente, sin saber con qué amenaza atemorizarlo para trocar en obediencia su inmovilidad. Desesperado de cualquier esfuerzo ulterior; precipitadamente me iba, cuando se me ocurrió un último pensamiento -uno ya vislumbrado por mí.

-Bartleby -dije, en el tono más bondadoso que pude adoptar; dadas las circunstancias- ¿usted no iría a casa conmigo? No a mi oficina, sino a mi casa, ¿a quedarse allí hasta encontrar un arreglo conveniente? Vámonos ahora mismo.

-No, por el momento preferiría no hacer ningún cambio.

No contesté; pero eludiendo a todos por lo súbito y rápido de mi fuga, huí del edificio, corrí por Wall Street hacia Broadway y saltando en el primer ómnibus me vi libre de toda persecución. Apenas vuelto a mi tranquilidad, comprendí que yo había hecho todo lo humanamente posible, tanto respecto a los pedidos del propietario y sus inquilinos, como respecto a mis deseos y mi sentido del deber; para beneficiar a Bartleby, y protegerlo de una ruda persecución. Procuré estar tranquilo y libre de cuidados; mi conciencia justificaba mi intento, aunque a decir verdad, no logré el éxito que esperaba. Tal era mi temor de ser acosado por el colérico propietario y sus exasperados inquilinos, que entregando por unos días mis asuntos a Nippers, me dirigí a la parte alta de la ciudad, a través de los suburbios, en mi coche; crucé de Jersey City a Hoboken, e hice fugitivas visitas a Manhattanville y Astoria. De hecho, casi estuve domiciliado en mi coche durante ese tiempo. Cuando regresé a la oficina, encontré sobre mi escritorio una nota del propietario. La abrí con temblorosas manos. Me informaba que su autor había llamado a la policía, y que Bartleby había sido conducido a la cárcel como vagabundo. Además, como yo lo conocía más que nadie, me pedía que concurriera y que hiciera una declaración conveniente de los hechos. Estas nuevas tuvieron sobre mi un efecto contradictorio. Primero, me indignaron, luego casi merecieron mi aprobación. El carácter enérgico y expeditivo del propietario le había hecho adoptar un temperamento que yo no hubiera elegido; y, sin embargo, como último recurso, dadas las circunstancias especiales, parecía el único camino.

Supe después que cuando le dijeron al amanuense que sería conducido a la cárcel, éste no ofreció la menor resistencia. Con su pálido modo inalterable, silenciosamente asintió. Algunos curiosos o apiadados espectadores se unieron al grupo; encabezada por uno de los gendarmes, del brazo de Bartleby, la silenciosa procesión siguió su camino entre todo el ruido, y el calor, y la felicidad de las aturdidas calles al mediodía.

El mismo día que recibí la nota, fui a la cárcel. Buscando al empleado, declaré el propósito de mi visita, y fui informado que el individuo que yo buscaba estaba, en efecto, ahí dentro. Aseguré al funcionario que Bartleby era de una cabal honradez y que merecía nuestra lástima, por inexplicablemente excéntrico que fuera. Le referí todo lo que sabía, y le sugerí que lo dejaran en un benigno encierro hasta que algo menos duro pudiera hacerse -aunque no sé muy bien en qué pensaba. De todos modos, si nada se decidía, el asilo debía recibirlo. Luego solicité una entrevista.

Como no había contra él ningún cargo serio, y era inofensivo y tranquilo, le permitían andar en libertad por la prisión y particularmente por los patios cercados de césped. Ahí lo encontré, solitario en el más quieto de los patios, con el rostro vuelto a un alto muro, mientras alrededor; me pareció ver los ojos de asesinos y de ladrones, atisbando por las estrechas rendijas de las ventanas.

-¡Bartleby!

-Lo conozco -dijo sin darse vuelta- y no tengo nada que decirle.

-Yo no soy el que le trajo aquí, Bartleby -dije profundamente dolido por su sospecha-. Para usted, este lugar no debe ser tan vil. Nada reprochable lo ha traído aquí. Vea, no es un lugar tan triste, como podría suponerse. Mire, ahí está el cielo, y aquí el césped.

-Sé dónde estoy -replicó, pero no quiso decir nada más, y entonces lo dejé.

Al entrar de nuevo en el corredor; un hombre ancho y carnoso, de delantal, se me acercó, y señalando con el pulgar sobre el hombro, dijo:

-¿Ése es su amigo?

-Sí.

-¿Quiere morirse de hambre? En tal caso, que observe el régimen de la prisión y saldrá con su gusto.

-¿Quién es usted? -le pregunté, no acertando a explicarme una charla tan poco oficial en ese lugar.

-Soy el despensero. Los caballeros que tienen amigos aquí me pagan para que los provea de buenos platos.

-¿Es cierto? -le pregunté al guardián. Me contestó que sí.

-Bien, entonces -dije, deslizando unas monedas de plata en la mano del despensero-, quiero que mi amigo esté particularmente atendido. Dele la mejor comida que encuentre. Y sea con él lo más atento posible.

-Presénteme, ¿quiere? -dijo el despensero, con una expresión que parecía indicar la impaciencia de ensayar inmediatamente su urbanidad.

Pensando que podía redundar en beneficio del amanuense, accedí, y preguntándole su nombre, me fui a buscar a Bartleby.

-Bartleby, éste es un amigo, usted lo encontrará muy útil.

-Servidor; señor -dijo el despensero, haciendo un lento saludo, detrás del delantal-. Espero que esto le resulte agradable, señor; lindo césped, departamentos frescos, espero que pase un tiempo con nosotros, trataremos de hacérselo agradable. ¿Qué quiere cenar hoy?

-Prefiero no cenar hoy -dijo Bartleby, dándose vuelta-. Me haría mal; no estoy acostumbrado a cenar -con estas palabras se movió hacia el otro lado del cercado, y se quedó mirando la pared.

-¿Cómo es esto? -dijo el hombre, dirigiéndose a mí con una mirada de asombro-. Es medio raro, ¿verdad?

-Creo que está un poco desequilibrado -dije con tristeza.

-¿Desequilibrado? ¿ Está desequilibrado? Bueno, palabra de honor que pensé que su amigo era un caballero falsificador; los falsificadores son siempre pálidos y distinguidos. No puedo menos que compadecerlos; me es imposible, señor. ¿No conoció a Monroe Edwards? -agregó patéticamente y se detuvo. Luego, apoyando compasivamente la mano en mi hombro, suspiró-: murió tuberculoso en Sing-Sing. Entonces, ¿usted no conocía a Monroe?

-No, nunca he tenido relaciones sociales con ningún falsificador. Pero no puedo demorarme. Cuide a mi amigo. Le prometo que no le pesará. Ya nos veremos.

Pocos días después, conseguí otro permiso para visitar la cárcel y anduve por los corredores en busca de Bartleby, pero sin dar con él.

-Lo he visto salir de su celda no hace mucho -dijo un guardián-. Habrá salido a pasear al patio. Tomó esa dirección.

-¿Está buscando al hombre callado? -dijo otro guardián, cruzándose conmigo-. Ahí está, durmiendo en el patio. No hace veinte minutos que lo vi acostado.

El patio estaba completamente tranquilo. A los presos comunes les estaba vedado el acceso. Los muros que lo rodeaban, de asombroso espesor; excluían todo ruido. El carácter egipcio de la arquitectura me abrumó con su tristeza. Pero a mis pies crecía un suave césped cautivo. Era como si en el corazón de las eternas pirámides, por una extraña magia, hubiese brotado de las grietas una semilla arrojada por los pájaros.

Extrañamente acurrucado al pie del muro, con las rodillas levantadas, de lado, con la cabeza tocando las frías piedras, vi al consumido Bartleby. Pero no se movió. Me detuve, luego me acerqué; me incliné, y vi que sus vagos ojos estaban abiertos; por lo demás, parecía profundamente dormido. Algo me impulsó a tocarlo. Al sentir su mano, un escalofrío me corrió por el brazo y por la medula hasta los pies.

La redonda cara del despensero me interrogó:

-Su comida está pronta. ¿No querrá comer hoy tampoco? ¿O vive sin comer?

-Vive sin comer -dije yo y le cerré los ojos.

-¿Eh?, está dormido, ¿verdad?

-Con reyes y consejeros -dije yo.

Creo que no hay necesidad de proseguir esta historia. La imaginación puede suplir fácilmente el pobre relato del entierro de Bartleby. Pero antes de despedirme del lector; quiero advertirle que si esta narración ha logrado interesarle lo bastante para despertar su curiosidad sobre quién era Bartleby, y qué vida llevaba antes de que el narrador trabara conocimiento con él, sólo puedo decirle que comparto esa curiosidad, pero que no puedo satisfacerla. No sé si debo divulgar un pequeño rumor que llegó a mis oídos, meses después del fallecimiento del amanuense. No puedo afirmar su fundamento; ni puedo decir qué verdad tenía. Pero, como este vago rumor no ha carecido de interés para mí, aunque es triste, puede también interesar a otros.

El rumor es éste: que Bartleby había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas de Wáshington, del que fue bruscamente despedido por un cambio en la administración. Cuando pienso en este rumor; apenas puedo expresar la emoción que me embargó. ¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Conciban un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo -el dedo al que iba destinado, tal vez ya se corrompe en la tumba-; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte.

¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!

Fuente: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/melville/bartleby.htm

Leer más