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Deconstrucción y latinoamericanismo: Notas sobre The Exhaustion of Difference de Alberto Moreiras*.John Beverley

Deconstrucción y latinoamericanismo:
Notas sobre The Exhaustion of Difference de Alberto Moreiras*.

John Beverley

El texto de Alberto Moreiras The Exhaustion of Difference. The Politics of Latin American Cultural Studies es uno de los más amplios e influyentes en el campo de los estudios culturales y literarios latinoamericanos en los últimos años y, sin lugar a dudas, merece una discusión más detallada que la que puedo ofrecer aquí. A pesar de esto, intentaré establecer algunas observaciones generales. Para empezar, este texto no trata de un estudio de la cultura latinoamericana sino, más bien, de una “política del conocimiento” —usando una frase del autor— preocupada de la representación de la cultura latinoamericana. Alberto Moreiras llama a dicha representación “pensamiento latinoamericanista” o —en filiación con la idea de Orientalismo de Edward W. Said— “latinoamericanismo”, entendiendo por este término “la suma total del discurso académico sobre América Latina, ya sea desarrollado en América Latina, en Estados Unidos, en Europa o en cualquier otro sitio…” .
De igual manera que Gayatri Spivak es conocida por usar a la deconstrucción para interrogar y abrir los estudios subalternos y postcoloniales, podríamos ver The Exhaustion of Difference como un intento de usar las herramientas de la deconstrucción para radicalizar el espacio conceptual e ideológico de los estudios culturales latinoamericanos. Alberto Moreiras llama al tipo de pensamiento que su libro representa “latinoamericanismo de segundo orden”, esto es, un discurso latinoamericanista que versa sobre el latinoamericanismo como tal. ¿Por qué es necesario este gesto deconstructivo? Parece ser que Alberto Moreiras siente que el latinoamericanismo de “primer orden” está construido sobre conceptos de identidad y diferencia “anticuados” . Especialmente, ahí donde este latinoamericanismo apela a un vínculo fundacional con el nacionalismo cultural y sus correspondientes poéticas/estéticas (del realismo mágico, de la alegoría nacional, de la transculturación, de la hibridez, de la voz testimonial, entre otras). En este sentido, y buscando recuperar su potencial radical, el latinoamericanismo debiera ser empujado más allá de aquellos conceptos y de su propia autosatisfacción y complacencia. “He intentado a través de este libro —señala Alberto Moreiras— ir hacia los momentos aporéticos del conocimiento latinoamericanista y empujar al latinoamericanismo contra sus límites” .
Moreiras sitúa su proyecto en la doble conjetura formada por la crisis del nacionalismo latinoamericano (y algunos de los paradigmas teóricos asociados a él, como la teoría de la dependencia o el de la transculturación) y los efectos de la globalización y de la hegemonía neoliberal en la región. Este escenario presupone también el debilitamiento de la soberanías de los Estados nacionales. Aquellos temas, anunciados en un libro anterior Tercer espacio: literatura y duelo en América Latina , se han vuelto centrales para los jóvenes críticos literarios de América Latina. Tercer espacio: literatura y duelo en América Latina realiza, en términos de la doble conjetura antes señalada, una serie de relecturas de algunas de las figuras canónicas de la narrativa modernista latinoamericana como también de cierta narrativa postmodernista (Borges, Cortázar, Lezama Lima, Elizondo, Sarduy). Este gesto no sólo involucró el simple reposicionamiento del canon de la literatura moderna latinoamericana en relación a la nueva situación política e histórica de los años ochenta y noventa del siglo recién pasado; sino que también involucró la valoración de las estrategias epistemológicas desarrolladas por dichos escritores en tanto formas de un “regionalismo crítico” . Regionalismo crítico capaz de crear un tercer espacio fuera de las afirmaciones esteticistas/historicistas de la identidad nacional, así como de la lógica de la hegemonía neoliberal y de la globalización. Tercer espacio, en otras palabras, relacionado con la localización del punto en el que la “diferencia” estética o narrativa se transforma en “resistencia”.
Este enfoque aseguró un lugar estratégico a la producción de la cultura latinoamericana. Este es el enfoque que Moreiras despliega en The Exhaustion of Difference. Sin embargo, este nuevo libro va mucho más allá del ejercicio textual de Tercer espacio y podría ser propiamente descrito como un estudio de las políticas de la cultura (o políticas culturales) en un contexto globalizado que toma, a veces, ejemplos de la literatura para ilustrar algunos de los temas estudiados —bien podría ser comparado con The Location of Culture de Homi Bhabha o A critique of Postcolonial Reason de Gayatri Spivak . La problemática desarrollada por Alberto Moreiras, y la elección de los estudios culturales como su interés central, ha estado nutrida por su preocupación por dos de los principales debates que han dominado los estudios latinoamericanos desde el fin de la Guerra Fría. El primero tiene que ver con el cambio en las relaciones de poder entre las humanidades y las ciencias sociales dentro de los Estudios de Área. La emergencia de los estudios culturales no significa solamente un cambio de terreno de los estudios literarios en América Latina, tradicionalmente un campo secundario o suplementario en las limitadas políticas de los estudios latinoamericanos, sino que también la intrusión de la teoría literaria en las propias ciencias sociales. La reacción de las ciencias sociales, y más particularmente de la historia (la disciplina más ambiguamente situada entre las humanidades y las ciencias sociales), apuntará, por un lado, contra “el giro lingüístico” y favorecerá, por otro, una re-territorialización neo-positivista de los límites de sus disciplinas.
El segundo debate toma lugar en el área de la teoría de la cultura y la teoría literaria latinoamericana. Este debate está relacionado con cierta “política de localización”, en la que compiten dos grupos. Uno nominado como “latinoamericanistas no latinoamericanos”, agrupados en torno a los Estudios subalternos y postcoloniales quienes escriben principalmente en inglés y pertenecen a la academia norteamericana. Y el otro nominado “latinoamericanistas latinoamericanos” quienes escriben principalmente en español o portugués. Estos últimos ven en la hegemonía de la teoría crítica o de los “Estudios Culturales” una nueva forma de imperialismo cultural y rechazan su pretensión de representar adecuadamente la especificidad histórica y cultural de América Latina (en otras palabras, ven a los “Estudios culturales” como un tipo de neo-Orientalismo).
Ambos debates, en sus respectivos momentos, tuvieron como telón de fondo la crisis y transformación general de las disciplinas universitarias tanto en Estados Unidos como en América Latina debido a los efectos de la globalización: una crisis, tal vez, bien diagnosticada en el texto The University in Ruins .
Moreiras correctamente registra que el concepto de “latinoamericanismo” es en sí aporético o indecidible, pero quizás no explora las implicaciones de ello suficientemente (volveré sobre este punto luego). Se refiere el latinoamericanismo a la representación del conocimiento sobre América Latina producido en las universidades metropolitanas (principalmente norteamericanas), think tanks, y en organizaciones como la Asociación de Estudios Latinoamericanos (esto es, “latinoamericanismo no latinoamericano”); o a la tradición de pensamiento cultural o culturalista sobre la identidad cultural de América Latina producido en la propia América Latina. Tradición representada por Fernando Ortiz, Antonio Candido, Angel Rama, Roberto Fernández Retamar o Antonio Cornejo Polar. Autores que, desde cierta perspectiva, podrían ser vistos en tensión con la autoridad centro metropolitana (tradición que bien podría inscribirse bajo el título de un “latinoamericanismo latinoamericano”). O, más bien, se refiere a los conocimientos y prácticas culturales subalternas latinoamericanas, las que están en tensión tanto con el “latinoamericanismo no latinoamericano” como con el “latinoamericanismo latinoamericano”.
En este tercer caso, por supuesto, el propio término “latinoamericano” es el que se vuelve problemático como significante de la identidad del proyecto: por ejemplo, la población indígena —que constituye, tal vez, el 20% de la población de lo que es llamada América Latina— no es, estrictamente hablando, ni ‘Americana’ ni ‘Latina’; o los campesinos y los sujetos de las clases trabajadoras podrían no ver como propias las aspiraciones y los valores representados por los discursos de la academia latinoamericana y/o la cultura literaria —de hecho, podrían sentir que la cultura existe precisamente para ‘mal representarlos’ y subalternizarlos (esto es, subalternizarlos precisamente en el acto de representarlos.)
El problema de la indeterminación del concepto de formación cultural regional no es específica al latinoamericanismo de The Exhaustion of Difference. Por ejemplo, los lectores del texto Provincializing Europe de Dipesh Chakrabarty se habrán sorprendido por la inconmensurabilidad entre la primera y la segunda parte del libro: la primera trata sobre las formas de historicidad (principalmente religiosas)de sujetos pre-modernos comparada con una historia teleológica, secular y estatal; la segunda parte trata sobre la India, principalmente sobre instituciones y formas literarias modernas y seculares. Esto es tratado especialmente en el extenso y brillante capítulo dedicado al estudio del Adda: institución Bengali similar a la Tertulia latinoamericana.
Dipesh Chakrabarty nos presenta convincentemente el caso del Adda —en su articulación temporal, valórica y afectiva— como un exceso tanto de las lógicas nacionales como internacionales del capitalismo. Nos representa, dicho de otro modo al Adda mucho más como una cultura de la resistencia dentro de la modernidad global. Pero, por supuesto, en la India y/o en Bengala misma, Adda es una forma de cultura de clase media alta, secular, cuya identidad depende de su distanciamiento de la cultura, y a veces incluso del mundo lingüístico, de los campesinos, de los trabajadores, de los pobres, y en general, con notables excepciones, de las mujeres indias.
En la presentación de Chakrabarty existiría una tácita combinación entre la negatividad subalterna regional o nacional representada por el Adda —o la poesía Bengalí dentro de un preexistente orden colonial y ahora global— y la subalternidad dentro de un contexto regional o nacional dado, donde las instituciones como el adda, o la “ciudad letrada” para el caso latinoamericano, no son subalternas sino prácticas de discriminación y dominación. Aquella combinación, quizás, tiene algo que ver con la mudanza de Chakrabarty, y de otros subalternistas Sur Asiáticos, desde la India a la academia norteamericana. Esto habría producido una línea defectuosa de la subalternidad no tanto dentro de la sociedad y la historia India sino que entre la sociedad, la historia y Europa. Una similar idealización de la cultura clásica Hindú es evidente en algunos de los más recientes trabajos de Ranajit Guha, por ejemplo, sus lecturas de la filosofía de la historia de Hegel en la Universidad de Columbia dos años atrás. Irónicamente, la segunda parte de Provincializing Europe de Chakrabarty se vuelve a ratos en una especie de “defensa de la poesía” de la que Harold Bloom encontraría poco que debatir. ¿Ha llegado el tiempo de enrolar a Bloom como un aliado, en vez de verlo como el bufón de la corte de las humanidades? Ahora que la literatura ha perdido su lugar y ella misma se ha vuelto subalterna, quizás sea el momento para aquellos de nosotros que provenimos del criticismo literario y nos hemos desplazado hacia los estudios culturales, de volver a él (admito que no soy inmune a esta tentación).
Alberto Moreiras, quien de hecho proviene del criticismo literario, no cae, sin embargo, en la trampa de sentimentalizar la cultura literaria a la manera que lo hace Dipesh Chakrabarty, un historiador. Por el contrario, él realiza un gran esfuerzo en la disección del Arielismo —equivalente latinoamericano del Adda. Trabaja, en otras palabras, en develar el supuesto de que los intelectuales del área de la literatura y los literatos serían los poseedores privilegiados de la posibilidad, y de la originalidad, de la cultura en América Latina. Supuesto que se ha vuelto uno de los pilares de la crítica “latinoamericanista latinoamericana” a los estudios culturales, postcoloniales y subalternos, vistos como nuevas formas de imperialismo cultural.
Aún así, Alberto Moreiras podría estar de acuerdo con Dipesh Chakrabarty en lo relativo a que tanto el Adda como algunas formas de la literatura y del arte latinoamericanas estarían en una relación subalterna con la globalización y, de esta manera, configurarían el espacio para una contra modernidad o para una modernidad alternativa. Si Lenin identificó en un estadio anterior del capitalismo a la “cuestión nacional” como la principal contradicción, desplazando la contradicción capital/trabajo dentro de la territorialidad de los Estados nacionales, quizás podría ser argüido que la “diferencia regional” —o, para usar el término que prefiere Alberto Moreiras, “regionalismo crítico”— ha llegado a ser con la globalización la principal contradicción . Al mismo tiempo, Moreiras está atento a la penetrante observación de Fredric Jameson de que quizás “la diferencia global es capital global”. La alteridad latinoamericana en las variadas formas en que es interrogada en The Exhaustion of Difference por Alberto Moreiras —populismo, realismo mágico, transculturación, hibridación, heterotopía borgeana, testimonio, “subalternidad”, etcétera— puede correr el riesgo de ser, simplemente, incorporada a la lógica de la globalización, a la manera de United Colors of Benetton o de un multiculturalismo feliz (tomando la frase de Coco Fusco) perdiendo en el proceso toda la fuerza de oposición que pudiese tener. Esta amenaza de cooptación de la diferencia (tal vez más que su extenuación) —amenaza similar a la que enfrenta el historiador de volverse cómplice de aquella dominación que Walter Benjamin identificó en sus Tesis de la filosofía de la historia— es una amenaza omnipresente en las páginas del libro que comentamos. Se puede ver el deseo de combatir la domesticación reaccionaria en el trabajo de deconstrucción realizado por Alberto Moreiras. Y este “trabajo de lo negativo”, como podría ser llamado, es a la vez la base para una demanda por una política subalternista. Como en el trabajo de Gayatri Spivak, The Exhaustion of Difference establece, en última instancia, la pregunta por el valor político de la deconstrucción. Aquí —y a pesar de mi admiración por el trabajo de Alberto Moreiras, y a la ayuda brindada al esclarecimiento y la profundización tanto de ciertos aspectos de mi propio trabajo como del proyecto de los estudios subalternos— debo registrar un escepticismo residual.
Moreiras que es un latinoamericanista no latinoamericano , a pesar de todo, marca fuertemente, al comienzo de su libro, cómo sus preocupaciones fueron elaboradas en diálogo con el grupo de intelectuales asociados a la Revista de Crítica Cultural en Chile. Moreiras también hace notar, algunas veces, que ve en el tipo de trabajo que realiza una forma de política solidaria con las fuerzas radicales de América Latina. Tomo estas afirmaciones seriamente. Moreiras desconfía, con razón, de aquellas demandas de autoridad basadas simplemente en un reclamo de pertenencia, como si no hubiesen bibliotecas completas de pensamiento reaccionario o de pensamiento progresista parcial, desviado, aunque bien intencionado en América Latina. Pero, en verdad, el emplazamiento (en el sentido de una “política de lugar”) de The Exhaustion of Difference no está ni en la tradición del pensamiento cultural latinoamericano ni en aquel otro latinoamericanismo de la academia norteamericana: este emplazamiento es el propio espacio de la teoría crítica cosmopolita. En este sentido, aunque The Exhaustion of Difference registra la crisis del latinoamericanismo, brillantemente, no logra salir de ella. Por el contrario, tanto el impulso que funda el Grupo de los estudios subalternos latinoamericanos como el trabajo de los críticos latinoamericanistas latinoamericanos lo hacen (por ejemplo, mi giro hacia los estudios subalternos es producto de la crisis de mi identificación teórica y personal con la Revolución Nicaragüense). Se podría hablar aquí de una relación de dependencia en reversa entre la deconstrucción y una América Latina (subalterna) “objetiva correlativa” que le ha sido asignada la tarea “atópica” de ser —en tanto “regionalismo crítico”— la portadora concreta de la deconstrucción.
Dicho problema se debe, según creo, a la sobrevaloración de la crítica cultural e intelectual que, de algún modo, Moreiras compartiría con la deconstrucción en general. Debido a que sus herramientas son aquellas de la crítica, la deconstrucción sería incapaz de interrogar adecuadamente sus propias condiciones de posibilidad. Por el contrario, yo vería el impulso esencial (¿deconstructivo?) tanto en los estudios subalternos y culturales —en tanto desplazamiento de la autoridad hermenéutica de la “tradición intelectual” (en el sentido gramsciano del término)— como en lo que los intelectuales tradicionales consideran las formas y las prácticas culturales autorizadas, incluidas la literatura escrita y ‘crítica’.
Lo que no está presente en The Exhaustion of Difference, ni siquiera como una ausencia registrada, es el tercer componente del latinoamericanismo: esto es, aquellas formas de conocimiento, de cultura, de agencia y de valores que no se ajustan ni con un latinoamericanismo metropolitano (‘objetivamente’ al servicio de la globalización) ni con un latinoamericanismo latinoamericano autocomplaciente —localizado, esencialmente, en la burguesía latinoamericana y de cultura de clase media. Podríamos llamar a este tercer componente, correctamente, como “latinoamericanismo “subalterno”, si no fuera por el hecho, como ya lo señalé antes, que el término es auto-contradictorio de igual manera como la idea de “estudiar” lo subalterno. Este tercer latinoamericanismo es ciertamente algo que viene de “otro lugar”, que no es exactamente, sin embargo, el “tercer espacio” de Homi Bhabha o de Moreiras —esto es, el espacio de la indecidibilidad y traductibilidad semiótica— sino más bien el espacio concreto de las luchas cotidianas, fuertemente informadas por las ideas sobre la identidad, la historia, el individuo y la comunidad que la deconstrucción estaría obligada a encontrar aporéticas, si permanece fiel a su ética del conocimiento.
La deconstrucción puede marchar junto a aquellas luchas e ideas —en este sentido, las declaraciones de solidaridad de Alberto Moreiras como las de Gayatri Spivak no son engañosas— pero no puede actuar en su lugar. Como lo establece Walter Benjamin, esto se debe a que (los lectores pueden hacer los ajustes postcoloniales necesarios): “la lucha de clases no está entre el intelecto y el capital sino que entre el proletariado y el capital”.

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Sade y el Poder; Política cuerpo y tecnología de la crueldad. Diamela Eltit

Sade y el Poder; Política cuerpo y tecnología de la crueldad

Diamela Eltit [*]

Diamela Eltit

La obra de Sade elabora desde distintos ángulos una sola imagen absorta: demostrar que el cuerpo es una zona, un mapa, un territorio sobre el cual se pueden ejercer las más crueles experiencias del poder.

Toda lectura de Sade parece demasiado apresurada. Ya sea desde la esfera densamente intelectual o bien bajo el prisma del escándalo, la obra del Marqués de Sade inevitablemente se escabulle y termina por refugiarse en el nombre de su autor. Porque esta producción da cuenta, en gran medida, del “sadismo” que es susceptible de padecer el sujeto ligado de manera fatal a las grandes instituciones.

Así, la obra de Sade – intensa, no domesticada, alarmante- se remite a sí misma, se autoproduce, se sobre-nombra, se inaugura en los escenarios sociales de una manera parcial, acusa el estigma que porta debido al implacable orden que acompaña a cada uno de sus audaces y destructivos rituales en los que se consolida.

Desde “La Filosofía del Tocador” hasta “Los Ciento Veinte Días de Sodoma”, surge una obra que se vuelca a elaborar, desde distintos ángulos, una sola imagen absorta: demostrar que el cuerpo es una zona, un mapa, un territorio sobre el cual se pueden ejercer las más crueles experiencias del poder.

La obra de Sade deja en evidencia una aguda tecnología de la crueldad que se produce a partir del ejercicio de una economía hiper racional. Un martirio que está inserto en la matriz de un desviado programa político que parece asegurar que existe una profunda relación entre los poderes hegemónicos y un extenso remanente libidinal. Una relación que sólo se puede resolver en el acto de trasponer, precisamente, los límites de poder que el poder representa, y así poner a prueba (como satisfacción) el grado de poder del poder.

El poder, asegura Foucault, se ejerce. Se goza, diría Sade. El goce del poder no es más que el poder sobre el cuerpo del otro, de la otra, de los otros hasta alcanzar, mediante la realización de rituales obscenos, su pulverización. Para demostrar ese potencial de goce que requiere el poder para “ser” (poder), parece necesario empujar los imaginarios sociales hasta su extremo, escenificarlos justo allí donde se imponen las convenciones más intransables y, por eso mismo, atrozmente transgredidas.

Pero se trata de una transgresión – y de eso da cuenta en último término la obra de Sade- institucional, es decir, incubada en el lado oscuro de las mismas instituciones que son las que generan los límites.

Transgresiones incubadas en sus partes más autoritarias, en sus mecanismos alucinantemente represivos. La razón como crueldad o la crueldad como razón permite en Sade el despliegue de una obra “congelada”, desprovista de todo elemento pasional que la desborde, a pesar de trabajar en la apariencia de un máximo desorden. El cuerpo incesantemente profanado (en mayor medida el cuerpo femenino) termina por perder su eficacia hasta convertirse sólo en la monotonía de un cuerpo incesantemente profanado, cosificado en su profanación, desprovisto de cualquier marca singular, ausente de sí mismo, entregado a las prácticas codificadas de sus agresores. La agresión a la cual acude Sade para organizar su obra es de orden sexual. La sexualidad ultra violenta va a ser el modo en que va a articular los efectos devastadores de la dominación de los unos sobre los otros. La orgía dolorosa, la herida, el suplicio genital, la infección deliberada se expresan no sólo por las dosis de dolor ocasionado, sino, especialmente, por la impotencia y repugnancia que producen los responsables de ese dolor, de esa orgía hiriente, de ese prolongado asedio genital.

¿Quiénes son los responsables del exceso que lleva a la destrucción de cada una de las normativas? Pues las normativas mismas: la familia, la política, la iglesia, la ley, el dinero son los agentes del dolor, los profanadores. Y, precisamente, la radicalidad de la obra que Sade nos propone alude a la capacidad de enfrentarse a aquello que las instituciones deploran y combaten y que, no obstante, practican de una manera incesante para confirmarse como instituciones de bien.

Desde la configuración de escenarios prolijos, sucede una escritura árida que, en medio de un exceso de sexualidad, emprende el camino hacia su desmontaje. En ese camino se produce una radical bifurcación entre la sensualidad y la sexualidad. Sade se vuelca sobre lo sexual. Lo sexual se reduce a diversos ejercicios genitales ordenados teatralmente y asociados a la dominación y al dolor. La sexualidad planteada por Sade (ligada a la tortura) establece un nudo insoslayable entre víctima y victimario que permanece ajeno a toda convención erótica. Una erótica a la que se renuncia para internarse en el terreno de las prohibiciones que pertenecen directamente al discurso jurídico.

La sexualidad en Sade es una provocación directa a la ley, no sólo por la desprotección corporal, sino por lo que representan quienes organizan la ceremonia de despojo, es decir, el orden institucional. No se trata simplemente de un dilema de índole moral, vale decir de una opción, sino de la producción de un delito ocasionado por la ruptura del pacto social.

Sade organiza una escritura sin sensualidad porque la sensualidad, en último término, está regida por la inocencia o por la pureza: en cambio, la descarnada sexualidad a la que aluden los textos del Marqués es vastamente impura, en la medida que se desprende de la zona más torcida e ilegal de las instituciones.

La escritura de Sade transcurre en una esfera meramente descriptiva. Su texto literario parece citar la letra burocrática cuyo rol es mantener cautivos a los funcionarios, es decir, obligarlos a actuar al pie de la letra.

Sade convierte la escritura en una mera función, en una superficie neutra desde donde se levantan un sinfín de escenarios regidos por el asedio corporal. Esta falta de escritura que curiosamente deviene en exceso es una de las numerosas inversiones que esta obra se propone y que ha llevado al Marqués de Sade a convertirse en un autor radicalmente maldito en el interior de la literatura producida por el mundo occidental.

El contexto histórico

Quizás una de las puestas en escena que de manera más rigurosa se plantearon dar cuenta del universo sadiano fue el filme “Saló o los Ciento Veinte Días de Sodoma”, realizado por el cineasta y literato Pier Paolo Pasolini. Releyendo a Sade, Pasolini puso en relación la sexualidad (en tanto abuso y tortura) con el fascismo. Su filme “sádico” (también maldito, también sometido a varios juicios por pornografía, también expuesto a una prolongada censura) muestra el exceso de poder cursado, mediante coerciones físicas o cooptaciones sicológicas, en un campo de prisioneros. El filme deja en evidencia que el ejercicio desmesurado de poder (de ese poder codificado) necesariamente porta un exceso libidinal que, a su vez, promueve las más críticas conductas humanas.

Sin embargo, más allá de sus indiscutibles méritos, el filme de Pasolini es sólo una lectura posible de Sade, una lectura que lo sitúa en el espacio de las reflexiones del cineasta. Pasolini integra el texto en su particular visión de la máxima catástrofe que para él representan la guerra y el fascismo. En cambio, los textos originales del Marqués se deslizan en el territorio total de las transgresiones, amplificadas por las características y la obsesión perturbadora de los propios transgresores.

La obra de Sade, entonces, se vuelve especialmente irreductible, puesto que señala al conjunto de organizaciones sociales como las responsables de un orden que se mantiene mediante la racionalización del saber de su propio desorden. El devenir del caos, que posibilitaría la explosión de los órdenes existentes y la depuración del poder, en Sade se demuestra como una aspiración imposible. Es imposible porque lo que está en juego es el cuerpo mismo como espacio de dominación, como botín de poder de las instituciones, como experimento racionalista de la experiencia de los límites en los que van a transcurrir los centros de poder.

Francine du Plessix Gray emprende una nueva biografía del escritor: “Marqués de Sade, Una Vida” (Ediciones B, Buenos Aires 2000). El texto cuenta con una solvente documentación que permite un acercamiento, en cierto modo, microscópico a los hechos pormenorizados de la vida del autor. Una vida que resulta escandalosa, dramática y sorprendente. Pero también, como en la elaboración de cualquier biografía, existe en la autora del libro una elección que privilegia ciertos aspectos vitales sobre otros, lo que implica que su lectura no conduce a conocer la “verdad” que portó la vida de Sade, sino que elabora una versión posible de su transcurso, a partir de los acontecimientos históricos que rodearon su vida.

El desarrollo vital de Donatien Alphonse Francois Marqués de Sade (1740-1814) quizás podría ser mejor comprendido en la medida que se evidencien las modificaciones de una época convulsionada por el desgarramiento de sus signos sociales. Hay que entender (aunque la contextualización resulte excesivamente simplificada) que la prolongada crisis del sistema monárquico fue abriendo las compuertas a la creciente instalación de la burguesía que imponía los nuevos órdenes que la sociedad francesa iba incorporando. Se trataba, desde luego, de un desplazamiento económico que tenía como soporte el capitalismo. Pero este desplazamiento económico implicaba un cambio cultural de gran envergadura.

De esa manera, junto con perdurar la forma aristocrática, se abría paso la sensibilidad burguesa que, naturalmente, mantenía considerables diferencias culturales con la nobleza. La figura del soberano, a lo largo de los siglos, ocupó un espacio divinizado. Junto con proteger a sus súbditos, también mantenía sobre ellos un poder inconmensurable. El siglo XVIII marcaba quizás la ruptura más categórica con esa forma de poder y una de las transformaciones consistía en poner límites a ciertos acendrados privilegios de la aristocracia.

Límites que emanaban de la emergente moral burguesa que se debatía entre su deseo por emparentarse con la nobleza y, en ese sentido, integrar gran parte de sus costumbres a su programa político, y su decisión por reformar prácticas que resultaban lesivas para la formación de los nuevos sentidos.

Durante el siglo XVIII se estaban trazando las líneas más nítidas de la Ilustración, que buscaba racionalizar las instituciones y, desde allí, establecer la producción de nuevos sujetos sociales, ligados a una forma rígida y pragmática de normativas en las que tenían la obligación de estructurarse. El extendido culto a la razón evidenciaba la crisis con la noción misma de Dios y, desde luego, ponía en jaque el prolongado dominio del conjunto de las instituciones religiosas. A estas instancias hay que añadir los nuevos modos de producción económica (la revolución industrial) y las demandas del pueblo que, después, iba a transformarse en la emblemática más ardiente de las revoluciones políticas por las que atravesaría el siglo. Un pueblo que emergía de manera alegórica bajo el lema del “ciudadano”, vulnerando así la antigua categoría sumisa de súbdito. El “ciudadano” llegaba al escenario social para incrementar los vastos territorios de la lucha política que mucho más adelante iban a conducir a la formación de la era republicana.

El Marqués de Sade fue habitante de esos dilemas y su cuerpo circuló pluralmente, de manera gozosa o dramática o iracunda o irreverente o lúcida, por los lugares más significativos en los que se debatían los poderes: noble, libertino, sujeto carcelario, ciudadano protagonista de la revolución, escritor, capturado por la institución psiquiátrica, reprimido por las estrictas convenciones familiares de la burguesía, severamente empobrecido por la decadencia de la aristocracia.

Biografía de un libertino

No se puede hablar de Sade sin aludir a la figura excesiva del libertino. En el XVIII se producía el clímax y a la vez la extinción de esta figura. Hay que recordar que el XVIII (y esto no es casual) fue la época más importante para la instalación de la literatura erótica cercana a lo que hoy entendemos por pornografía. El libertino, entregado al placer del cuerpo y despojado de sentimentalismo, se volcó a la exploración de los límites corporales con una pasión reglamentada, cercana al misticismo.

Los rituales libertinos, cuyo espacio de consolidación descansaban en la orgía, ocupan, obviamente, una larga existencia en la historia. La orgía (a la que se entregaba preferentemente la aristocracia) constaba de reglas y requería de numerosos personajes que la consolidaran. Se trataba de un ritual en donde la participación programada de lo “colectivo” legitimaba la noción misma de orgía.

Las figuras más poderosas en la vida infantil y juvenil de Sade fueron, sin duda, su padre, Jean-Baptiste de Sade, y su tío, el Abad Jacques-Francois de Sade, quienes se entregaron a prácticas abiertamente libertinas. El padre de Sade fue detenido por intentar seducir a un jovencito, y su bisexualidad quedó impresa en explícitos poemas. En una de sus cartas señalaba: “si mi hijo fuera fiel, me sentiría ultrajado”.

Por su parte, su tío, el Abad, biógrafo de Petrarca, un clérigo erudito, quien estuvo al cuidado exclusivo de Sade entre los seis y los diez años, tenía como amantes, en su propia casa, a una hija y su madre y además a su criada Marié. Fue conocido como el “Sibarita de Saumane”, lugar donde vivía con su pequeño sobrino, y registraba varias detenciones por su adicción a los prostíbulos.

Con el fin de situar las particularidades de la época, habría que señalar que entre la muerte de Luis XIV y la asunción al trono de Luis XV (1715-1723) el Duque de Orleáns ejerció la regencia, y, hasta hoy, los años de su gobierno son considerados como los más libertinos de la historia francesa, sólo comparables a las costumbres del Imperio Romano. La madre del Duque de Orleáns escribía: “jóvenes de ambos sexos…se comportan como cerdos…las mujeres, sobre todo las de nuestras mejores familias… son peores que las de la casa de mala fama… me sorprende que Francia no haya sido arrasada como Sodoma y Gomorra”.

En la época de la regencia, el padre de Sade vivía en París. Sin embargo, lo más relevante fue que el padre y el tío sacerdote estaban estrechamente ligados a Sade, quien era el único descendiente varón de una familia que, además, la integraban cuatro tías monjas. Uno de los reproches escandalizados que el padre, más adelante, le hizo a su hijo cuando lo acusaron de actos sexuales sacrílegos y lo encarcelaron, fue el hecho de haber realizado una orgía solitaria, quebrando los parámetros mismos de la orgía.

Pero, a pesar de habitar en una perceptible paradoja, el padre quiso evitar, por todos los medios, que su hijo se convirtiera en el licencioso en el que precozmente se convirtió. Su libertinaje le ocasionó a Sade constantes y severos disgustos con su padre y su tío. Para evitar la “deshonra”, el padre estableció negociaciones con la poderosa familia burguesa Montreuil para casar a Donatien con la hija mayor, Renée-Pelagie, a quien Sade recién conoció la víspera de su matrimonio en 1763.

Madame de Montreuil

El matrimonio por libre elección, ya sabemos, es de reciente data. La unión conyugal, entendida fundamentalmente como un contrato conveniente para ambas partes de la familia, venía a satisfacer intereses financieros y sociales. Durante el siglo XVIII, el empobrecimiento de la aristocracia obligó a sus miembros a establecer matrimonios con acaudalados miembros de la burguesía, quienes, de esa manera, garantizaban, a su vez, el buen destino de sus fortunas a través del respeto y los contactos sociales.

Las condiciones de estos matrimonios, en cierta forma, legitimaban que las eróticas y las relaciones románticas se cursaran de manera paralela a los vínculos oficiales. En el interior de las monarquías ocupaban lugares especiales las amantes y, a su vez, las mujeres pertenecientes a la nobleza (a diferencia de las mujeres de la burguesía) tuvieron, en el XVIII, una gran libertad para sostener relaciones extra conyugales.
Sade se inició en el matrimonio, pactado por su padre, manifestando afecto por su esposa. Pelagie, a su vez, demostró desde el principio una gran devoción por su joven esposo. La suegra, Madame de Montreuil, fue tolerante en extremo ante las aventuras sentimentales de su yerno, quien invertía, ya desde los inicios de su matrimonio, grandes cantidades de dinero en sus amantes. La suegra, figura clave en la futura y prolongada reclusión de Sade, no se demostró escandalizada cuando su yerno fue detenido meses después de su matrimonio por su encuentro, teñido por sesgos blasfemos, con una ex prostituta que lo denunció a la policía.
Pero más adelante, las relaciones entre ellos se deterioraron gravemente. Madame de Montreuil, cuando Sade fue detenido nuevamente por su conducta licenciosa en 1768, se abocó a mover todas sus influencias para mantener a su yerno en prisión. No se trataba sólo de una cuestión de poder (su hija, Pelagie, se convirtió en la defensora más ardiente de su esposo, desobedeciendo los mandatos de su madre), sino que los escándalos de su yerno ponían en peligro las negociaciones matrimoniales del resto de sus hijas con la deseada y, a la vez, combatida nobleza.

Sade, por su parte, se mostraba intransigente y despectivo con el conjunto de autoridades que podían aliviar su condena. Cayó en la maquinaria de la reclusión porque no pudo o no supo movilizar de mejor manera sus privilegios. El Marqués, más bien, se dedicó a proclamar descaradamente su superioridad, sin comprender la dimensión de la adversidad que lo rodeaba. Su verdadera prisión radicaba en un tapiz intrincado de rencores, de políticas, de venganzas que lo excedían y lo usarían como modelo de expiación hasta su muerte.

Cuando Sade entendió que el sistema lo había convertido en su presa, que había sido escogido para que su cuerpo asumiera los costos de una acción punitiva crónica, su situación era irreversible. Ya era demasiado tarde cuando escribió: “Olvidadlo todo, perdonadme, liberadme”.

En 1772, Sade volvió a participar en una orgía, esta vez acompañado por su ordenanza. Se trataba de una orgía maníaca y detallada según estrictas normativas teatrales. En los momentos en que se extendió una orden de arresto, Sade huyó a Italia, pero fue condenado a muerte, en ausencia, por el Parlamento. La sentencia fue cumplida de manera simbólica, utilizando como dobles a muñecos.

Más allá de la mascarada de la ejecución, Sade fue privado de todos sus derechos. Sus bienes fueron transferidos a su esposa y el cuidado de sus hijos quedó a cargo de su temida suegra. Después de ese veredicto, Sade había muerto civilmente.

13 años en la Bastilla

En 1777, Sade experimentó una de las épocas más prolongadas de su reclusión. No iba ser liberado sino hasta el estallido de la revolución, trece años más tarde. Cuando fue trasladado a la Bastilla, empezó a escribir febrilmente parte importante de su obra, como “Los Ciento VeinteDías de Sodoma”, uno de los libros más radicales del Marqués (que también fue la base del filme “La edad de Oro” de Luis Buñuel y Salvador Dalí y que sólo iba a ser publicado en forma oficial ciento cincuenta años más tarde, en 1930).

La Bastilla albergó el nacimiento de Sade escritor. En esa célebre cárcel dio rienda suelta a una obsesiva y creciente pulsión por la comida, una gula extrema que lo transformó en un obeso incapaz de vestirse por sí mismo. En esa prisión también escribió las cartas más irritadas en contra de su suegra: “No, no creo que sea posible encontrar, en todo el mundo, a una criatura más detestable que tu infame madre; ni siquiera el infierno vomita una mujer más abominable”.

Finalmente, en esa cárcel, de la que fue trasladado en plena revolución por alertar a las masas, se perdieron parte importante de los manuscritos del Marqués de Sade, debido a la toma, el incendio y la posterior destrucción de la Bastilla. Su esposa, Pelagie, luego de su liberación, no quiso verlo más, cumpliendo así, de manera tardía, el deseo de su madre. Pelagie salió de su vida de manera enigmática, como enigmática fue también su relación de sometimiento con Sade, quien la insultaba con frecuencia y la agobiaba con sus demandas desde la prisión. Y no obstante, ella escribía en su defensa: “su imaginación desmesurada lo obligó a cometer un delito menor, Señor; nuestro sistema judicial, haciendo gala de su poderío, lo convirtió en crimen”. O bien, conmovida le escribía a Sade, analizando los agravios que él le profería: “la satisfacción que se experimenta al insultar a una persona es, al menos, una prueba de nuestra existencia”. Y le escribía: “Todavía te adoro con la misma violencia”.

El Marqués, luego de su liberación en 1790, se transformó en un “ciudadano” más de la Revolución. Dos de sus obras fueron montadas por la prestigiosa Comédie Francaise. Publicó “Justine o los Infortunios de la Virtud”. Pero fue tomado prisionero bajo el régimen del Terror, que encabezaba Robespierre, acusado de “falso patriotismo” y estuvo a punto de perder su cabeza en la guillotina, al igual que miles de franceses. De nuevo en libertad, los efectos de la publicación de “Justine o los Infortunios de la Virtud” le ocasionaron problemas, esta vez bajo el gobierno de Napoleón Bonaparte. Las causas del encierro habían cambiado: se le acusaba de ofensas literarias. Debido al escándalo, la edición de “Juliette” (presentada como continuación de Justine) fue confiscada y, una vez más, Sade tomado prisionero en 1801.

Lo transfirieron desde la prisión a un hospital mental, donde lo retuvieron hasta su muerte en 1814. Fue recluido en la institución para insanos de Charenton bajo el insólito diagnóstico de “demencia libertina”.

Baudelaire afirmaría, muchos años más tarde, a propósito de Sade: “La maldad consciente de sí misma, es menos horrible y más cercana a la curación que la maldad que se ignora”

[*] Escritora. Profesora de Castellano y Licenciada en Literatura
Becaria Guggenheim en 1985, Agregada Cultural en México durante el gobierno del Presidente Patricio Aylwin (Chile). Ha recibido numerosas distinciones internacionales y esconsiderada una de las figuras más destacadas en la narrativa actual latinoamericana.

Arès – Psicólogos [U.B.A.]

Amplia trayectoria y experiencia en atención psicológica

Fuente:http://www.psikeba.com.ar/articulos/DEsade.htm

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Acerca de la forclusión. Daniel Larsen

Acerca de la forclusión

Lacan y Freud

Daniel Larsen [*]

Para Lacan la psicosis es el resutado de la forclusión del significante del nombre del padre. (ésta es la tesis central de su escrito “De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis”. El término forclusión proviene del vocabulario jurídico y designa la “prescripción de un derecho no ejercido dentro de los plazos establecidos”. Lacan lo propone como traducción del término verwerung utilizado por Freud. No tendría tanto que ver con la idea de un rechazo sino más bien con una falla en la constitución misma de lo simbólico, incluso con una carencia básica de un significante primordial, un significante que no llegó a inscribirse en el lugar donde se lo esperaba, no llegó a ubicarse en el exterior de la cadena significante, no llegó a constituirse como el elemento excluido que haría consistente al conjunto.

Podríamos decir que, si la eficacia del nombre del padre es solidaria de la constitución de lo simbólico y de una limitación del goce, la forclusión es solidaria del significante en lo real y de emergencias correlativas de goce.

Ahora bien, para que se produzca el desencadenamiento de la psicosis en necesario que el sujeto se sienta requerido, por un llamado proveniente del campo del Otro, a responder desde una referencia que no posee. En los términos de Lacan: “al llamado del nombre del padre responde, no la ausencia del padre real, pues esta ausencia es más que compatible con la presencia del significante, sino con la carencia del significante mismo”.

También plantea Lacan que la relación que un padre mantiene con la Ley debe ser considerada en sí misma y destaca los efectos devastadores que puede producir un padre que ocupa realmente el lugar de legislador o que se lo adjudica, como ocurre en el caso del padre de Schreber, quien cae en la impostura de creerse El padre, El educador, El médico, es decir que se presenta como encarnando el ideal. Es eso lo que Scherber “manda a pasear” en el comienzo de la psicosis, cuando Flechsig, con su “grandilocuencia” y con sus promesas de remisión total de la enfermedad, no hace otra cosa que representar para el sujeto un padre impostor.

Pero, podríamos ahora preguntarnos, ¿cuál es el legado que un padre debe dejar a su hijo? En el seminario II Lacan plantea lo siguiente:

“El padre, el nombre del padre, sostiene la estructura del deseo con la Ley – pero la herencia del padre, que nos designa Kierkegaard, es su pecado.”

O sea, sus faltas o, en términos psicoanalíticos, su castración. En otras palabras, lo más importante que un padre puede transmitir a un hijo es que, en realidad, la tarea de educar está marcada por un imposible, que la justicia es siempre falible, que un padre nunca puede ser un padre perfecto.

Esto nos permite pensar el desencadenamiento de la psicosis desde otra perspectiva: la apelación al nombre del padre no se produce en cualquier momento, sino sólo cuando el sujeto se ve comprometido por su deseo en un acto, en tanto el acto, (a diferencia de lo que pasa en la fantasía donde todo es posible), implica la confrontación con lo imposible.

Los fenómenos clínicos que produce la forclusión se caracterizan, en oposición al síntoma neurótico que es efecto de una sustitución metafórica, por lo que Lacan llama inercia dialéctica. Es lo que sucede cuando el significante ha perdido sus lazos con la cadena significante, ha quedado aislado, en lo real, como un significante que no se liga a nada.

La expresión “el significante en lo real” no significa que lo real constituye un lugar al que sería trasladado el significante. No es el real del mundo exterior, y tampoco se puede decir que preexiste al significante. Más bien hay que entenderlo como la imposibilidad de sentido propia del significante, teniendo en cuenta que el significante se caracteriza por no poder significarse a sí mismo y que sólo encuentra su razón de ser por su oposición al resto de los significantes. Ser lo que los otros no son, o no ser lo que los otros son.

Entonces, si lo real del significante es la imposibilidad de sentido, que sólo alcanza en su articulación significante, al encontrar un sentido por sí mismo, el significante pierde su real, se desrealiza como significante para realizarse como sentido. El significante en lo real no es otra cosa que la ausencia de lo real como excluido del significante.

El neologismo es un claro ejemplo del significante en lo real. Se caracteriza por ser un término indefinible, un significante que no puede ser sustituido por otro, que está siempre como fuera de contexto, como una especie de adoquín en medio de la cadena significante. Otro ejemplo lo encontramos en la certeza. A pesar de las contrapruebas que puede recibir de la realidad, el sujeto psicótico tiene la certeza de que algo de lo que sucede le concierne, se refiere a él, le está dirigido.

En una nota agregada a su escrito “De una cuestión preliminar…” Lacan plantea que el campo de la realidad sólo se sostiene por la extracción del objeto a. Ahora bien, ¿qué sucede cuando ese objeto a, que tendría que haber permanecido como excluido de la realidad, retorna a ella?. Eso dá como resultado la alucinación que, a su vez, produce la desorganización de la realidad por al intrusión del objeto que tendría que haber quedado fuera del campo de la percepción.

Aquí me parece oportuno recordar la diferencia que establece Freud entre la enfermedad propiamente dicha, que consistiría en el retiro de la libido de sus objetos, de los intentos de restitución que, si bien se nos presentan como si fueran la enfermedad, serían verdaderas tentativas de autocuración. Así, el delirio, lejos de constituir un síntoma negativo que habría que eliminar, sería la manera que encuentra el psicótico de reconstruir su realidad. Si además tenemos en cuenta que el desencadenamiento de la psicosis implica la irrupción de un goce mortífero, no regulado, el trabajo que realiza el delirio representa el intento espontáneo, por parte del sujeto psicótico, de comenzar la elaboración de ese goce invasor.

Sólo teniendo en cuenta estas consideraciones puede el analista encontrar su lugar y, en todo caso, su eficacia.

Por estructura, el analista es convocado a ocupar el lugar del Otro del delirio. No tiene otra alternativa. La transferencia va a estar caracterizada por la certeza psicótica de ser odiado en el caso del delirio persecutorio o de ser amado en el caso de la erotomanía. En ambos casos existe la presuposición de que la libido viene del Otro y de que el sujeto ocupa el lugar del objeto del goce del Otro.

Es desde ahí que el analista podrá operar, en primer lugar, absteniéndose de responder a la solicitud del sujeto de encarnar el Otro que sabe y a la vez goza, y en segundo lugar, tratando de orientar el goce por la senda de lo soportable.

[*] Psicoanalista – Lic. en Psicología por la Universidad de La Plata. Buenos Aires. Argentina. Docente de la cátedra de Teoría psicoanalítica del Dr Rolando Karoty (entre 1987 y 1995). Ha escrito y publicado diversos artículos y ensayos en publicaciones digitales y graficas. El e-mail del autor es daoslarsen@hotmail.com

Fuente; http://www.psikeba.com.ar/articulos/DL_forclusion.htm

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Cómo se inventan nuevos conceptos en psicoanálisis. Jacques-Alain Miller

Cómo se inventan nuevos conceptos en psicoanálisis.
Jacques-Alain Miller [*]


Lacan

En esta Conferencia de clausura a las Jornadas del Campo freudiano en Andalucía, J.-A. Miller invita a pensar e interrogar la práctica analítica de todos los días, así como la diferencia entre psicoanálisis y medicina, esta vez desde la perspectiva del lugar de la causa.
En el psicoanálisis, el síntoma sólo subsiste a condición de que su causa permanezca escondida, ya que el sujeto no sepa el por qué de su padecimiento, lo dirige a buscar a Otro a quien se le supone un saber. Es necesario que ese Otro sepa hacer uso del disfraz del saber sin creer que lo es, diferencia sustancial entre el concepto de Sujeto supuesto Saber e infatuación.
Miller toma los fundamentos freudianos y avanza en la perspectiva lacaniana, pasando del esquema del desarrollo al de historia. Allí nos hallamos ante la dialéctica del “dicho y hecho”: un mismo hecho cambia según el dicho.
Sin dudas, interesante conferencia que abre a la posibilidad de nuevas perspectivas en la práctica analítica.

Jacques-Alain Miller

No creo que sea una sorpresa la tesis con la que voy a empezar esta charla, la tesis de que en un análisis hay una búsqueda de la causa. En un análisis se interpreta, pero la interpretación es sólo un medio. La finalidad de un análisis, su finalidad terapéutica, que no borramos, está presente al empezar el análisis; esa finalidad terapéutica es la del tratamiento de un mal. Si el psicoanálisis no es el tratamiento de un mal no sé lo que es. Un mal que puede presentarse como un malestar que el mismo paciente refiere, y muchas veces, la suposición de que estuvo mal hecho desde el origen o desde tal o cual incidente de su vida. Por lo regular, se pasa por una fase, en el mencionado tratamiento, en la que el sujeto va de mal en peor. Freud ya notó que, en un primer momento, el psicoanálisis empeora el mal porque el sujeto empieza a sintonizar más y más su existencia, a percibir más y más su existencia como síntoma, como algo que no va.

Sin embargo –y no creo estar diciendo nada sorprendente–, la finalidad clásica del psicoanálisis está concebida como la de encontrar, descubrir la causa del mal.

Un paso más. Hay siempre en el psicoanálisis, no sólo en el analista, sino también de parte del paciente –o del que se piensa que podría ser un paciente– algo más difícil de ubicar. Es una noción, ya manifiesta en Freud, que dice algo más que descubrir la causa del mal. En psicoanálisis, la noción es la de que descubrir la causa del mal implica en sí misma, curarla.

Eso es algo distinto, no sé si se entiende, es algo muy diferente. No es así en Medicina, por ejemplo. Tenemos ahora, según creo, un saber científico sobre el agente del SIDA. Podemos observar la causa del SIDA, podemos incluso luchar entre países por la denominación de la causa del SIDA –si va a llevar el nombre francés o el americano; no sólo en el psicoanálisis hay luchas atlánticas–. Pero a pesar de conocer y ver la causa presente, no podemos curarlo.

En el psicoanálisis, al contrario, no sólo en los analistas sino en el paciente mismo, existe la idea de que descubrir la causa sería suprimirla; de que se trata de una causa que no podría soportar el día, la luz, el conocimiento. Sería una causa que sólo escondida existiría.

Con este cortocircuito –me gustan los cortocircuitos en la exposición, avanzar lentamente pero, al mismo tiempo, a través de esa lentitud, ir muy rápidamente– he introducido mi preocupación de este año en el Departamento de Psicoanálisis de la Universidad de París VIII, donde cada semana he de dar un curso. No es un curso de lecciones repetidas sino de un esfuerzo por volver a pensar de nuevo, cada vez, aquello de lo que se trata en mi práctica analítica de cada día.

Voy a retomar la cuestión desde el punto de vista que me preocupa esta semana. Puede parecer que hablar en Málaga como en París es una locura, que es un público distinto, pero ¿qué sabemos de eso? Mi curso en París es abierto al público y a él asisten eruditos en Lacan, colegas analistas y gente nueva que empiezan cada año, porque es así en la Universidad. Creo estar acostumbrado a hablar para toda la extensión y para todo público. Cuando uno se queda en los fundamentos puede hacerlo. Avanzar en la teoría analítica no es olvidarlos, al contrario, es preciso mantenerse siempre en contacto con los fundamentos, no alejarse de ellos. Así voy a situarme exactamente donde las cosas me interesan esta semana en relación al curso del miércoles próximo en París, y voy a probar el tema con ustedes.

De modo, entonces, que cada análisis empieza como una búsqueda de la causa. En el concepto mismo del síntoma analítico hay un por qué –por qué es así–. A veces, en una enfermedad física uno puede preguntarse por qué, pero ahí está la causa física. Si se busca otra causa puede pensarse que es un castigo de Dios, pero el por qué moral no cabe en la causalidad física.

No es así en el psicoanálisis donde el por qué del sujeto es parte de su propio síntoma y, voy a decir que en ese por qué del paciente, en ese por qué que dirige al analista hay una histerización, en ese mismo por qué hay una provocación al analista. Un por qué es provocativo en el análisis porque indica muy bien que el sujeto se presenta al análisis, a la entrada en análisis, fundamentalmente a partir de una posición de no saber –”no sé qué pasa conmigo”–. Si no es así como se presenta, el analista busca dónde está situado ese “no sé qué pasa conmigo”, “no sé qué pasa conmigo perdiendo el dominio de mi cuerpo”, “no sé qué pasa conmigo perdiendo el control de mis pensamientos”. De modo que el sujeto se presenta a partir de una posición de no saber. ¿He sido lo bastante claro?

Eso mismo es suficiente para constituir al sujeto supuesto saber como interlocutor del paciente. ¿Cómo podría alguien presentarse como sujeto que no sabe, como sujeto del no saber, si no es porque tiene una referencia implícita al sujeto supuesto saber? Creo que, de este modo, hemos retomado de una manera sencilla un concepto de Lacan que parece tan lejano.

¿Será el analista el sujeto supuesto saber? No es exactamente lo que digo. Digo simplemente que situarse en la posición de alguien que no sabe la causa de su condición, que desconoce la causa de su estado –por lo general, malo–, ubica en el horizonte del análisis, de todo lo que va a decirse en el análisis, la instancia, como tal, del sujeto supuesto saber. La suposición, también, de que se trata de saber algo, de saber la causa, de que se trata, por tanto, de una causa que se podría saber, que se podría descubrir a través de lo que se dice. El analista no ofrece otra cosa sino dichos, buenos dichos. El analista ofrece la posibilidad de lo que Lacan llamó, y el Dr. Roca retomó, el bien‑decir; el bien decir es la versión analítica de la bendición.

Llegado el caso, el analista se verá investido del traje de luces del sujeto supuesto saber. Pero aunque el analista se encuentra vestido así, tomado en la luz del sujeto supuesto saber, esto no es más que un disfraz porque ¿cómo podría, el analista, conocer con anterioridad la causa del mal de ese sujeto peculiar? Al contrario, él la va a aprender del que viene. Es un disfraz peligroso de aceptar. Produce, en el analista, por lo regular, una infatuación. El analista piensa que el traje es suyo, cuando sólo es alquilado, o puede confundir ese traje producido por el no saber del sujeto, ese traje prestado –podríamos decir de préstamo–, con su propia piel.

La transferencia es, de este modo, la túnica de Neso del analista que puede perder el gusto por trabajar para producir un saber porque le es suficiente ponerse en una posición de supuesto saber y hacerse amar, respetar. Por eso hay cierta conexión entre el analista y el burro; la palabra burro está incluida en la palabra francesa analista porque ane, presente de analyste, en francés, significa burro, asno. Lacan ha utilizado la homofonía para hablar del analyste, el asno que tiene listas, los analistas siempre tienen listas, listas de pacientes y, por lo general, esperan que sean lo más amplias posible.

Así la infatuación del analista se produce, de hecho, cuando olvida que no es él el sujeto del saber; el analista sólo es, para retomar una expresión de Lacan, el hombre de paja de la función del sujeto supuesto saber.

Siguiente He hablado de disfraz y creo haberlo oído también en la ponencia de Adolfo Jiménez. Disfraz significa que el sujeto supuesto saber es solamente la otra faz del no saber del sujeto del análisis. El sujeto supuesto saber surge de la palabra misma. ¿Qué expresa ese no saber del sujeto sino lo que Freud llamó la represión? Freud llamó represión a un no saber del sujeto ubicado en puntos decisivos, determinantes de sus vivencias. Hay que decir que lo que les he presentado como la noción de la causa escondida es la misma noción de represión. La represión no es una invención de Freud sino que traduce ese hecho clínico.

Si es necesario ser sencillo en los fundamentos del análisis es porque, de otro modo, cuando uno no entiende muy bien qué pasa, utiliza nombres propios como los de Freud o Lacan para tapar las carencias de la cadena demostrativa. Hay que retomar siempre las cosas en la experiencia misma y ver cómo los conceptos, los conceptos de Freud y Lacan, surgen al nivel mismo de la experiencia. Pero, seguramente, se puede continuar siempre de un modo más y más sencillo porque siempre encontramos conceptos.

Así la represión es la idea de que hay un no saber y de que sí se sabe a pesar de decir “no sé”. El inconsciente es el concepto que responde a la suposición de que, en realidad y de hecho, el sujeto que dice no saber, sabe sin saber que sabe. Por eso en el inconsciente se trata de un saber reprimido, exactamente un saber que se presenta como no saber, con lo que el sujeto llama al analista. El saber supuesto al analista traduce sólo, transforma, el no saber opuesto. Llegado el caso, lo he dicho ya, tiene un aspecto de provocación, en tanto que el no saber puede muy bien significar, hablando al analista, “¡tú debes saber en mi lugar!, considerando además que te estoy pagando”. Con frecuencia el no saber se traduce por la pregunta “¿sabes tú?” –“est‑ce que tu sais?”–.

¿Qué lugar tiene el analista si no sabe?; ¿sabes tú? se le pregunta. Puede ser el mismo lugar del ¡cúrame! y, en ocasiones, por medio de ese ¡cúrame!, el paciente demuestra la impotencia del analista pagando esa demostración con la suya propia. El ejemplo históricamente mayor, que, aunque no con frecuencia, puede verse aún en nuestros días, es el de las parálisis histéricas. Hay que decir que esos casos de parálisis no se encuentran sino en mujeres –no creo haberlo encontrado nunca en un hombre– a pesar de que hay hombres histéricos. La parálisis histérica demuestra a todo el cuerpo médico y, en su caso, a los analistas, que se trata realmente de algo frente a lo cual cada quien dice no saber, no poder nada. Para obtener ese efecto el sujeto paga consigo mismo, con un sufrimiento real, con la destrucción de su vida. He escuchado el cuento de la impotencia, también el de la desdicha, pero se podía ver en la cara, en el propio rostro de la paciente, el júbilo más intenso al contar la impotencia generalizada de todos los supuestos amos.

Les he presentado la transferencia como un traslado, un traslado que va del no saber al sujeto supuesto saber. Ésto supone evidentemente que el Otro entra en juego. No es lo mismo decirse no sé a sí mismo que ir a decírselo a alguien. El amor sigue el mismo camino del saber. El amor de transferencia, como lo llamó Freud, es en primer lugar un traslado del narcisismo, es decir, amarse en el otro. Freud pensaba que todo amor era fundamentalmente narcisista y el amor de transferencia también respondía a esa regla. Para ver que el amor sigue el mismo camino del saber tenemos el ejemplo, ya trabajado aquí, de la psicosis. Vamos a decir, para ser precisos, el ejemplo de la paranoia, que siempre ha sido, para todos los clínicos, desde que el concepto fue inventado y refinado en la clínica del siglo XIX, una enfermedad del saber en su definición misma.

El paranoico no dice no saber, el paranoico fundamentalmente dice saber. El paranoico sabe, cuando viene a vernos o encuentra un terapeuta, lo que nadie sabe: sobre las intenciones de Dios hacia él, sobre el funcionamiento del mundo, sobre las finalidades de la historia, cosas que el psicoanalista no sabe. Por este motivo, por la razón de que un paranoico es, por lo general, alguien que sabe, puede ser un excelente profesor. No es buena idea tener a un paranoico como analista, pero hay excelentes docentes paranoicos, e incluso profesores de toda la humanidad. Tenemos que pensar en el papel eminente en la cultura de Jean Jacques Rousseau que es realmente un hito en el pensamiento de los tiempos modernos. No sé si llegó a haber un pensamiento tan influyente como el de Rousseau.

De igual manera que el paranoico invierte el no saber en saber, la misma inversión se produce de parte del amor. Es decir que la erotomanía –término empleado en la clínica clásica especialmente por Clérambault, maestro de Lacan en psiquiatría, y sin nada que ver con el erotismo maníaco, significa, se refiere a la convicción en el sujeto de que el Otro le ama, de que el Otro le persigue. Eso es la erotomanía clínicamente, en su sentido propio. Naturalmente hay gentes que los aman a ustedes, no se trata de generalizar, se trata de una convicción delirante que tiene coordenadas clínicas muy precisas.

Por lo tanto, la erotomanía es también amor de transferencia invertido, homólogo a la inversión del no saber en saber; es decir que el amor sigue el mismo camino del saber y, en este punto, la propia persecución de la paranoia –el “yo sé que me odia”–, la persecución misma, es una erotomanía, está conectada con la erotomanía, con el “él me ama”, son dos aspectos de la misma inversión.

Ésto ya es suficiente para retomar, una vez más, una formulación de Lacan que simplifica lo que tratamos: en primer lugar, vamos a escribir a ese sujeto que no sabe como sujeto tachado ($). Se entiende al sujeto como sujeto del no saber, sujeto formulado como un vacío de saber, cortado del saber. Hay que entender, además, de una manera muy precisa esa vacuidad del sujeto. En la histeria, por ejemplo, hay una experiencia viva, dolorosa a veces, repetida, de esa vacuidad, hasta el desvanecimiento, en ocasiones: o esos síntomas conocidos que, como el vómito, responden también a ese movimiento de vaciarse.

No hay que traducir de modo inmediato esos síntomas, pero la formulación nos dará la referencia para entender que se trata, en el análisis, del sujeto como sujeto que dice no sé, que está fundamentalmente en la posición de no saber. Quizás ustedes puedan entender que ese sujeto pregunta, eso es lo que significa la flecha, se dirige al que responde, en la formulación, a la escritura S1; se dirige al amo, al supuesto amo, al que se supone que sabe, para interrogarlo y tratar de obtener de él un saber (S2). Esa segunda flecha significa que se produce un saber.

También, por tanto, ese sujeto vacío, en su debilidad extrema, en su desorientación, en su desierto, es un sujeto que fundamentalmente no tiene nada. Ese sujeto, con su pregunta, se hace un poco el amo del amo.

Creo que ahora –aunque algunos de ustedes no hayan entendido todo lo expuesto por mis colegas antes– saben que el esquema no está completo así, falta algo, sólo hay que repasar las formulaciones conocidas; ustedes saben que no se trata sólo de cuatro términos, pero que aquí falta uno. Falta la letra a debajo del sujeto y vamos a decir solamente esto, nada más; lo que se esconde debajo de esa proposición –”no sé”–, lo escondido debajo de la expresión no saber, es a.

Les he presentado las cosas un poco lentamente porque estamos al comienzo, y les he hablado de cómo se empieza un análisis: por la búsqueda de la causa. Pero es también así como empezó el psicoanálisis mismo. El psicoanálisis empezó con la histeria, eso se sabe, pero ¿cómo encontró Freud la histeria? Hay, con seguridad, varias formas de encontrarse con la histeria; para burlarse de sus síntomas, para aprovechar eventualmente las posibilidades distintas que ofrece en varios campos o, incluso, para encarcelarla.

La histeria fue encuadrada, por Freud, en la búsqueda de la causa. Por eso es tan importante su punto de partida. El punto de partida de Freud es el de las ciencias de la naturaleza. Porque se trata de la naturaleza moderna, no de una naturaleza llena de dioses y diosas, de la naturaleza encantada toda llena del Divino, de la que conservamos algunos recuerdos literarios. No se trata de la del siglo XVI cuando era todo posible en una naturaleza fundamentalmente mágica. Si hablamos de la naturaleza como la referencia del psicoanálisis en los tiempos de Freud, hablamos de ella en tanto transformada por la física matemática, por Galileo, Descartes y Newton. Una naturaleza donde, a partir de ellos, se sabe cómo buscar las relaciones de causalidad. Lo que llamamos ahora naturaleza –puesto que existe cada vez menos en su sentido natural suscitando la protesta ecológica– es una red de relaciones de causalidad metódicamente investigadas. El punto de partida de Freud era, por esa razón, la búsqueda de la causa. Antes de la época de la física matemática no había una idea tan decidida de la relación de causa a efecto. Existía la idea de que el efecto era la causa de la causa. Por ejemplo, si el imán atrae el hierro esto se debe a que el hierro ama al imán. Es la idea de una causalidad final, es decir, del efecto que atrae a su propia causa.

Hay que señalar que la medicina ha tenido también una resistencia importante al discurso de la ciencia. La medicina existía siglos antes y es apasionante seguir sus resistencias a entrar verdaderamente en el discurso de la ciencia. Por esa razón creo que voy a poder hoy, y dentro de unos días, en París, despertar la significación de la palabra etiología, que se puede encontrar en sus primeros textos, cuando Freud se refiere a la etiología de las psiconeurosis. Podemos interpretar esto, por ejemplo, como que Freud era muy médico en esa época. Pero no, etiología es un término médico seguramente pero, en su sentido propio, significa discurso de la causa. En griego hay logos y aithion, causa, y la tesis de Freud, la tesis fundamental que inauguró el campo analítico, fue una tesis sobre la causa.

Otro cortocircuito. No sé por qué todo el mundo piensa, cuando Lacan habla del objeto a como causa del deseo, que es tan original, tan impensable ese objeto a como causa del deseo, cuando ésa es la traducción de la búsqueda original de Freud, es decir, de la búsqueda de la causa de la psiconeurosis.

Si Freud pudo aprender algo nuevo de las histéricas que hablaban desde mucho tiempo atrás, desde la creación –podríamos preguntarnos si la propia Eva no tenía algo de ese desorden–; si Freud pudo abrir esa queja, ese planteamiento histérico del análisis, es por haber traducido al lenguaje científico lo que las histéricas decían. Puede encontrarse en las primeras cartas de Freud a su amigo Fliess que no hay neurastenia, ni tampoco neurosis análogas, sin perturbación de la función sexual. Poco después Freud dice que toda neurastenia es sexual, ése es su axioma.

Por eso Freud fue atacado y después destacado, por haber dicho que la causa del mal era sexual, por decir que la causalidad había de buscarse, había de encontrarse en la sexualidad. Por eso ha producido un cambio en la cultura. Freud no inventó la sexualidad, probablemente la sexualidad existía antes, pero Freud la situó en la causalidad fundamental de los desórdenes mentales y dio en nuestra cultura, a todo el mundo en realidad,la idea de que se trataba de una causa real. Habría neurastenias, neurosis, etc., en razón de un abuso de la función sexual, por un mal uso, vamos a decirlo así, de los genitales. Para Freud la masturbación en el hombre era una causa predominante en la neurastenia, y pensaba también que, por lo general, la masturbación se traducía por histeria en las mujeres. Ya había adoptado el punto de vista histérico de que en los hombres hay, seguramente, algo que no va, como un desperdicio o una falta en algún lugar.

Se dice de la teoría que se trataba de una causa sexual real y presente. Pero Freud trasladó la causalidad hasta una causa sexual real y pasada porque no le parecía científicamente fundado decir que, en cada caso de neurosis, se trataba de un abuso actual de la función sexual. De modo que, en lugar de una causa real y presente, se trataría de una causa real y pasada. Y podemos decir ya que la propia elaboración del psicoanálisis la ha trasladado hasta una causa sexual imaginaria y filogenética. Es decir, al fantasma, incluso al fantasma como un fantasma de la humanidad como tal, de la especie.

Las dos primeras causalidades que les he planteado son causalidades ontogénicas, es decir, del desarrollo del ser propiamente. La última es, en los propios términos de Freud, a quien le faltaba el concepto de estructura filogenética. Por eso se introduce en el pensamiento de la causa sexual la cuestión de la memoria; hay un vínculo entre la causa sexual no actual, no presente, y la memoria. El propio inconsciente como una memoria que conserva recuerdos aunque el propio sujeto no lo sabe, recuerdos que no están a su disposición.

No hay que equivocarse en esto porque en psicología –me parece que hay estudiantes de psicología aquí– la memoria es una función de adaptación del ser humano. En la rata –que es el sujeto, no del inconsciente, sino de los experimentos–, se ve la memoria como una función de adaptación. Se puede controlar el tiempo necesitado por una rata cuando está en un contexto que no conoce bien y le es necesario cierto tiempo para encontrar el queso. Si el experimentador es lo bastante amable, si quiere a las ratas –generalmente los experimentadores de ratas no quieren a las ratas, o sea, que dicen ser neutrales pero, en realidad, tienen una relación muy peculiar con las ratas; se la puede llamar amor (¿por qué no?), ¡hay tantas cosas en el amor!–. Si el experimentador es honesto dejará el queso en su sitio y así, con un reloj, se puede verificar que la rata encuentra el queso cada vez más rápidamente porque sabe dónde está. Primero le fue necesario reconocer el pequeño mundo que hemos dibujado para ella, y enseguida lo encuentra, va inmediatamente al queso, y por supuesto, se lo come.

El problema con la memoria inconsciente –también es una memoria, pero no una función de adaptación–, es, precisamente, que tiene una función de desadaptación. Así es como Freud encuentra el inconsciente; el sujeto recuerda pero sin saberlo. Posiblemente la rata tampoco conoce sus recuerdos pero aunque podemos decir que tiene un inconsciente, la rata no tiene un inconsciente freudiano.

Porque en lo que se refiere al inconsciente freudiano, el sujeto recuerda perfectamente dónde tiene que ir para no encontrar el queso, es decir, recuerda todo lo que tiene que hacer para no encontrar lo que le falta. Eso es lo que se llama el deseo. Puede también encontrar el queso para no comerlo. No voy a desarrollar todos los ejemplos que, en efecto, parecen lo bastante evidentes en la vida humana, y en la vida amorosa humana, para que puedan ustedes entender cómo puede traducirse ese no ir al queso que le falta.

En el esquema etiológico puede verse, entonces, que a pesar de que Freud busca la causa a partir de las ciencias de la naturaleza, su esquema se complica bastante. Cuando se trata de una causa actual –la masturbación en el hombre– que tiene un efecto actual –la neurastenia, o mejor, el síntoma de la neurastenia– las cosas están bastante claras. Parece haber una relación de causa a efecto entre masturbación y neurastenia. Pero cuando se trata de una causa muy anterior, de una causa olvidada, el esquema etiológico se complica bastante.

En primer lugar, la causa sexual de la neurosis es una causa remota, alejada, olvidada. En segundo lugar, el propio olvido es, en cierto modo, la causa. Esta es la problemática que Freud planteó con el concepto de represión y que le condujo a pensar que levantar la represión tendría, por sí mismo, un efecto de curación. Este concepto perturba por completo el esquema de la causa y el efecto, o al menos lo complica, porque entre la causa y el efecto está la represión, porque hay un olvido, hay algo que está pero sin que pueda saberse. La represión perturba el propio concepto de causalidad. Por eso la etiología freudiana, el discurso de las causas en Freud, siempre es un discurso de la causa doble –voy a llamarlo así por primera vez.

Como entre causa y efecto está la interpolación, la interposición de la represión, se trata siempre de una causa a doble gatillo. Veamos qué causas ha inventado Freud. Por supuesto y en primer lugar, la causa sexual, el traumatismo, una seducción, por ejemplo. Y, en segundo lugar, la represión que, como Freud dice, no se produce necesariamente en la misma época, sino que, por lo general, la represión propiamente dicha se produce en otro momento. Así que toda la etiología freudiana está organizada por la doble causa.

No voy a tener tiempo de presentar los esfuerzos de Freud para ubicar el funcionamiento de la causa de manera cronológica. Se puede ver, por ejemplo, la carta 45 a Fliess. Es la primera época de Freud, cuando era un neurólogo desconocido que trabajaba con histéricas y que escribía a menudo a su amigo Fliess con quien tenía una transferencia –ahora podemos llamarlo así–. Se puede ver realmente cómo empezó el psicoanálisis, la idea de una cronología. Cuando un incidente sexual se produce en tal o cual época determina tal o cual neurosis.

Era la primera idea; si el incidente sexual se producía, por ejemplo, antes de los cuatro años o antes de que el sujeto pudiera realmente hablar de lo que ocurrió –según Freud expone en esa carta–, se produce una histeria. Por esa razón la histérica se expresaría a través del cuerpo, por no poder expresarse con palabras. Si el incidente sexual se produce entre los cuatro y los ocho años, se originaría una neurosis obsesiva porque el sujeto ya puede hablar de ello. Si el incidente sexual se produce aún más tarde se da lugar a una paranoia porque, en esa época, Freud no era tan lacaniano como nosotros y establecía cierta continuidad entre paranoia y neurosis.

Hay que decir que en la carta 125 Freud dice a Fliess haber cambiado por completo de opinión respecto a la cronología y, de hecho, situar primero el autoerotismo –concepto prometido a un futuro extraordinario en nuestro siglo, pero que empezó en esa carta a Fliess–. Primero el autoerotismo, entonces, y después el aeroerotismo, cuando ya hay una conexión con el Otro. De este modo, si el incidente sexual se produce en el momento del autoerotismo habría paranoia, que es más arcaico, y si se produce en el aloerotismo, habría histeria que implica una fuerte vinculación al Otro.

No voy a desarrollar esto, se trata sólo de mostrar cómo las ideas de Freud fueron cambiando en lo que se refiere a una cronología de la causalidad. La idea cronológica, que puede parecerles tan antigua, está presente en el centro del conocimiento popular de¡ psicoanálisis. La teoría de los estadios es la forma desarrollada de esa búsqueda de Freud; primero estadio oral, estadio anal después, y estadio genital.

Ésta es la idea, que a veces los psicólogos presentan, de que para Freud la causalidad está fundada en un desarrollo biológico, en un desarrollo del instinto en tanto que tal. Si hay una inhibición del desarrollo hay, por tanto, una enfermedad y se trataría, entonces, a través del análisis, de permitir que el desarrollo continúe. Esta idea hace pensar que hay, en Freud, una causalidad física. La propia egopsychologie –psicología del yo de los americanos–, está fundada en la idea de que lo fundamental en Freud, es el desarrollo biológico del instinto, la maduración instintual.

Es demostrable que no se trata de esa causalidad en Freud, aunque es verdad que la búsqueda de la causa, en el sentido de las ciencias de la naturaleza, fue su punto de partida. Pero la causalidad que él encontró tenía una complejidad diferente por completo. Primero, refiriéndonos al texto sobre Schreber a propósito del mecanismo de la represión, se ve precisamente que la represión que es, para los analistas, origen de los fenómenos patológicos, puede dividirse, según Freud, en tres fases diferenciables. ¿Cuáles son las tres fases de la represión? Se trata, muy resumidamente, de lo que llama, en primer lugar, la fijación, precursora de la represión; después la represión propiamente dicha; y, en tercer lugar, el retorno de lo reprimido.

Pero en esos tres tiempos puede reconocerse lo que ya les he presentado como la doble causa, dividida en fijación y represión, y el efecto, el retorno de lo reprimido como sintomático. En esto, en la misma concepción de la represión, se ve que lo importante –en esos textos de Freud tan conocidos por algunos– es ver a qué lógica responde la represión, por qué son tres fases, según Freud. Al formular esto, Freud obedece a esa lógica nueva de la causalidad, que es de la causa doble, que necesita la causa y aún una segunda en el olvido. Voy a tener que recortar mucho, pero así puede entenderse que el concepto lacaniano de retroacción está fundado en Freud.

Supongamos, en una cronología, primero 1 después 2. La propia función de la represión implica un retorno del 2 sobre el 1, es decir, que la fijación sola no es la causa de la neurosis, se requiere la intervención de la represión sobre esa causa. La función de la represión necesita lo que Freud mismo llama nachträng, un efecto de post‑presión, after‑pression en inglés. Esa es la matriz de todos los esquemas de Lacan. Puede verse en el propio concepto de traumatismo, bastante familiar por otra parte. ¿Qué significa el concepto de traumatismo si no es que, en un primer momento, hay un hecho que no se integra, un hecho sin sentido, y que, sólo en un segundo tiempo, el hecho del traumatismo podrá tener ese sentido?

Así podemos completar el esquema: en primer lugar el hecho del traumatismo; en segundo lugar el dicho que le da un sentido; en tercer lugar, el sentido. Hecho, dicho y sentido. Esa causalidad basta para entender que en el psicoanálisis no se trata de un esquema del desarrollo. Un esquema del desarrollo sería una flecha única que ve en la búsqueda freudiana cómo el esquema causal va complicándose de modo que no se trata ya de un desarrollo, sino propiamente de lo que Lacan llama una historia. Hay una dialéctica del hecho y el dicho. En castellano la frase es, según creo, “dicho y hecho”. Pero precisamente hay una distancia entre el hecho y el dicho, y esa dialéctica implica que, por ejemplo, el hecho de tener hambre –que es el caso general, ahora– impide pensar.

Vamos ya a terminar porque tener hambre es un hecho, se están oyendo pequeños ruidos que indican que debemos ir a buscar nuestro queso. Sólo podemos encontrar el queso que no nos interesa, no es ése el esencial, el queso esencial siempre puede esperar un poco más, puede esperar mientras comemos. Pero el hecho de tener hambre no es el mismo cuando tiene el sentido de la bulimia –tener hambre tan a menudo que se empieza a engordar. El hecho de tener hambre no es tampoco el mismo en un tratamiento adelgazante. No es el mismo hecho cuando tener hambre parece una fatalidad social. Es decir, el hecho mismo cambia según el dicho.

No es el mismo hecho cuando parece un castigo divino a una parte de la población, o si, al contrario, se vincula a la circunstancia de que a uno le han robado lo que le debían dar. Puede ser un motivo de rebeldía y también puede tener el sentido de rechazar la ley del Otro. En la histeria, por ejemplo, aparecen a veces los síntomas de la anorexia con el sentido de vaciarse voluntariamente. En la anorexia propiamente dicha tener hambre o, al menos, no comer –sería excelente que el público aquí estuviese compuesto de anoréxicos porque no sería cuestión de parar para comer– es un goce como tal, es decir, rechazar lo que se impone del Otro. Hasta el punto de que en biología molecular, se van a encontrar las sustancias producidas por el no comer como propiamente una adicción. La anorexia es, en ese sentido, una toxicomanía. Así la dialéctica del hecho y el dicho implica esa complicación. Creo que a pesar de lo que tenía que decir voy a terminar aquí.

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Conferencia de clausura de las I Jornadas del Campo Freudiano en Andalucía. Extraída de Campus, Revista de Información General de la Universidad de Granada, Nº 36, noviembre de 1989.

Publicado con la amable autorizacion de J.-A. Miller. Agradecemos a Mónica Alonso por facilitarnos la revista Campus.

[*] Jacques-Alain Miller es psicoanalista, miembro de L’Ecole de la Cause Freudienne y jefe del Departamento de Psicoanálisis de la Universidad de París VIII. Delegado General de la Asociación Mundial de Psicoanálisis.

Fuente: EOL

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Psicoanálisis y política en la obra de Ernesto Laclau

Psicoanálisis y política en la obra de Ernesto Laclau

Hernán Fair *

Laclau

La teoría del discurso del teórico argentino Ernesto Laclau ha sido degradada alternativamente por la Ciencia Política y la Sociología marxista acusándola de idealista (Boróny Cuellar, 1983) y de subsumir la economía a la “plena contingencia” (Zizek, 2003). Ello se debe, en primer lugar, a que considera que el discurso constituye a los sujetos en sus prácticas sociales y, en segundo lugar, a que no cree en la existencia de clases sociales y determinismos materiales como las entiende el marxismo ortodoxo. Las principales fuentes teóricas en las que se basa Laclau para ambas afirmaciones son el post-estructuralismo lacaniano y el historicismo gramsciano. En relación al post-estructuralismo, Laclau afirma que no es el sujeto el que constituye al discurso, sino, al contrario, es el discurso el que constituye a los sujetos como tales. Esta primacía del discurso como realidad material, aunque se origina en el psicoanálisis lacaniano (Lacan, 1987, 2003, 2006), encuentra también en teóricos como Jacques Derrida (1989a, 1989b) a importantes antecesores.

La segunda gran influencia dijimos que era el historicismo de Antonio Gramsci. En efecto, a partir del pensamiento de este pensador italiano de comienzos del siglo XX, el marxismo ha logrado trascender su reduccionismo clasista, es decir, ha logrado ir más allá de su creencia acerca de los “intereses objetivos de clase” que, en sus distintas vertientes, constituían la perspectiva predominante. Según lo ha analizado tempranamente Laclau en su trabajo inicial junto con Chantal Mouffe (1987), no existen intereses de clase que puedan constituirse a priori. En ese contexto, lejos de existir una determinación de la economía, ya sea en “última instancia” (Althusser, 1968, 1988) o como “autonomía relativa” (Poulantzas, 1971), las lógicas de antagonismo, noción clave en el autor, pueden ser descriptas a partir de cuestiones que exceden el campo de la economía, por ejemplo, como antagonismo cultural, ético, etc. En esas circunstancias, adquiere particular importancia la noción gramsciana de hegemonía (Gramsci, 1984), al hacer hincapié en la necesidad de toda práctica política de trascender su inherente particularismo para articular diversas demandas sociales que posibiliten hegemonizar el espacio social (Laclau y Mouffe, 1987; Laclau, 1993, 1996, 2003a, 2003b, 2003c, 2005).

Pero volvamos a Lacan. Como dijimos, este autor ha ejercido una fuerte influencia en la obra de Laclau. Lo primeros antecedentes al respecto los podemos hallar en sus textosHegemonía y estrategia socialista (1987), Nuevas reflexiones sobre la Revolución de nuestro tiempo (1993) y Emancipación y diferencia (1996). En aquellos trabajos, principalmente en este último, el autor argentino tomará como base de su análisis la noción lacaniana sobre la primacía que adquiere el significante (la imagen acústica) sobre el significado (el concepto) (Lacan, 1987, 2003). Este concepto, cuyo origen se remonta a la idea de Ferdinand de Saussure acerca de la “arbitrariedad del significante” (1961), le permitirá afirmar a Laclau la importancia ejercida por el discurso en la formación discursiva de las identidades políticas.

En efecto, a partir de su artículo “¿Por qué los significantes vacíos son importantes para la política?” Laclau (1996) intentará trascender la idea saussuriana de que toda identidad es diferencial y relacional y que las diferencias se constituyen dentro de un mismo sistema estructural de signos (De Saussure, 1961), para sostener que el espacio relacional nunca logra constituirse como tal. Según afirmará, toda construcción identitaria, lejos de formar un todo “cerrado”, presupone una serie de límites que se encuentran excluidos del mismo. Estos límites forman lo que denomina una “frontera de exclusión”, en la que todos los elementos que la componen son equivalentes entre sí, en la medida en que todos se forman como exclusión de una primera identidad. Sin embargo, prosigue Laclau, diferente es la cuestión si el sistema, constituido a través de la “exclusión radical”, intenta transformar en equivalentes las diferencias positivas que lo constituyen. Esto anuncia el surgimiento de lo que el autor denomina un “significante vacío” (Laclau, 1996).

Según Laclau (1996), la condición para que esta operación sea posible consistirá en que lo que está más allá de la frontera de exclusión sea reducido a la “pura negatividad”, es decir, a la “pura amenaza” que ese más allá presenta a las diferencias interiores del sistema. Pero las categorías excluidas, para lograr constituirse en los significantes de lo excluido, tienen que cancelar sus diferencias a través de la formación de una “cadena de equivalencias” (Laclau y Mouffe, 1987) de aquello que el sistema “demoniza” a los efectos de poder significarse a sí mismo. De este modo, la frontera de exclusión, pese a conformar una “amenaza externa” que hace imposible la constitución del sistema, resulta, a su vez, condición necesaria para constituir la propia identidad1.

En resumidas cuentas, un significante vacío se forma mediante la constitución de una cadena de equivalencias a partir de una dispersión de demandas fragmentadas que se unifican en un “punto nodal” (Laclau y Mouffe, 1987) que actúa como contraposición a otra cadena de equivalencias amenazante del sistema ¿Y cuál es la importancia que adquieren estos significantes vacíos? Laclau parte de la base de que lo que llamamos sociedad es, en realidad, la ficción del deseo de “suturar” una estructura que se encuentra necesariamente ausente. En otras palabras, parte de la idea, basada en el psicoanálisis lacaniano, de que existe un espacio de relaciones entre individuos y grupos que desean alcanzar una sociedad unificada, el Uno lacaniano (Lacan, 2006). Sin embargo, lo que tenemos en realidad es una “totalidad fallada”, el sitio de una “plenitud inalcanzable”. La función que cumplen estos significantes (palabras, imágenes) reside, precisamente, en que, pese a que representan una particularidad, actúan simbólicamente refiriéndose a la cadena equivalencial como una totalidad2 (Laclau, 1996, 2005).

Se puede observar aquí la influencia de nociones lacanianas como “cadena significante” (Lacan, 1987: 246, 2003: 24), resignificada por Laclau como “cadena de equivalencias”, y la de “rasgo unario” (Lacan, 2006), en tanto deseo estructural de unidad social. Del mismo modo, el término “punto nodal” (Lacan, 1987: 160), tomará la forma de significante vacío. Debemos destacar, sin embargo, que muchas de estas nociones lacanianas llegarán al pensamiento de Laclau a través de la obra de Slavoj Zizek (1992). En efecto, Zizek será uno de los primeros pensadores que intentarán pensar la intersección entre política y psicoanálisis a partir de conceptos lacanianos como “punto de capiton” (Zizek, 1992) y la famosa frase “no hay relación sexual” (Lacan, 2006). En ese contexto, Laclau se referirá, siguiendo a Zizek (1993), a la “imposibilidad de la sociedad”, en una reformulación de aquella famosa y controvertida frase de Lacan, y utilizará también la noción de significante vacío retomando la noción lacaniana de “point of capiton” o “punto de almohadillado” (Lacan, 2006: 205),abordada también en su momento por Zizek (1992).

Sin embargo, pronto el teórico argentino se desligará del filósofo esloveno, criticándole la supremacía que continuará observando en este autor de la lógica economicista de la “lucha de clases” como antagonismo político primordial (véase Laclau, 2003a, 2003b). En efecto, como dijimos, desde el enfoque de Laclau no puede hablarse de un tipo de antagonismo que sea determinante per se, siendo su delimitación dependiente de un contexto histórico particular. En ese contexto, aunque en sus últimos trabajos no niega que la economía impone límites fuertemente condicionantes (Laclau, 2005: 294-295), sólo un análisis contextual e histórico puede delimitar la influencia de las nociones que adquieren la lógica de antagonismo primordial3

Tras su alejamiento del pensamiento de Zizek, Laclau hallará en el análisis de Joan Copjec (2006), una fuente teórica renovada y afín a su pensamiento post-marxista. Esta influencia del psicoanálisis lacaniano se verterá primordialmente en su famoso y controvertido libro La Razón populista (2005). Allí, Laclau, además de hacer un recorrido del psicoanálisis y su relación con lo social y lo político desde los abordajes de Tarde y Le Bon, pasando por las críticas de Freud, tomará una noción clave en el psicoanálisis lacaniano como es la del objeto a. Luego de explicar que la díada anterior al nacimiento entre la madre y el hijo “contenía todas las cosas y toda la felicidad y a la cual el sujeto se esfuerza por regresar a lo largo de su vida”y que una, vez dado a luz, el niño ya no puede regresar a ese estado anterior de pura satisfacción, necesitando incorporar un “objeto parcial” que intente reproducir el goce perdido (Laclau, 2005: 144-145), Laclau señalará que estos conceptos resultan cruciales para entender la constitución de las identidades políticas. Ello se debe a que estos objetos parciales lacanianos, también llamados objeto a u objeto petit a, encarnan, al igual que los significantes vacíos4, objetos hegemónicos que satisfacen de manera sustitutiva el verdadero deseo, que es el sueño de una “totalidad mítica” madre/hijo, o su correlato, la sociedad “reconciliada consigo misma”. En ese contexto, Laclau concluye que la lógica del objeto a minúscula, transferida a objetos parciales (objetivos, figuras, símbolos) que son “fuentes de goce”, al convertirse en los “nombres” que simbolizan la “ausencia” son no sólo similares, sino idénticos a la lógica por la cual los significantes vacían su particularidad inherente para articular otras demandas sociales. En otras palabras, la lógica del objeto a, al satisfacer el deseo de unidad con el otro, funcionaría de manera equivalente a la lógica por el cual los significantes logran vaciar su particularidad constitutiva para hegemonizar el espacio social (Laclau, 2005: 148-149). Podemos observar, de este modo, lo fructífero que resulta y el vasto campo que abre la intersección entre el psicoanálisis lacaniano y la teoría política post-marxista para entender los modos de construcción discursiva de las identidades políticas.

Hernán Fair

Bibliografía

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FUENTES

[1] La plenitud es un “objeto imposible”, ya que no se puede representar a la sociedad como totalidad, es decir, no puede lograrse una sociedad “sin antagonismos”, “autoconstituida”, “clausurada”, “transparente”, “armónica”, “plena” o “reconciliada consigo misma”. Sin embargo, ese objeto imposible es, al mismo tiempo, crucial, ya que, en sociedades con múltiples puntos de constitución de las identidades, donde las mismas son inestables y escasamente integradas, y donde no hay un fundamento racional último, se requiere “llenar” los “vacíos” de algún modo. Precisamente, esa función la cumple el proceso de representación a través de la articulación de múltiples demandas en torno a significantes que vacían (tendencialmente) el espacio social (Laclau, 1987, 1993, 1996, 2003a, 2003b, 2003c, 2005).

[2] Para un análisis aplicado de algunas de estas nociones en relación al caso argentino durante el gobierno de Menem, véase Fair (2008).

[3] Para dar un ejemplo, durante el alfonsinismo la lógica primordial será más institucional y ética que económica, al menos durante la primera etapa. Al respecto, véanse particularmente los trabajos de Gerardo Aboy Carlés (2001) y Sebastián Barros (2002).

[4] En realidad, en sus últimos trabajos Laclau se refiere a la noción de significantes “tendencialmente vacíos”, al entender que el vaciamiento nunca puede ser total, ya que ello implicaría el establecimiento de una sociedad plenamente constituida como tal (véase Laclau, 2003b, 2005).

* Licenciado en Ciencia Política (UBA), Magíster en Ciencias Sociales con mención en Ciencia Política y Sociología (FLACSO) y Becario doctoral (CONICET/UBA). Correo electrónico: herfair@hotmail.com

Fuente: http://www.psikeba.com.ar/articulos2/HF-Psicoanalisis-y-politica-en-la-obra-de-Laclau.htm Sigue leyendo

Transbabel: prácticas disciplinarias en la era del consumo .

Transbabel: prácticas disciplinarias en la era del consumo (1)

Luis Camargo [*]

Allegro
Situemos un par de pilares dónde asentar el escrito, advirtiendo que su arquitectura estará dada por la babelización de los discursos disciplinarios. Utilizaremos, por comodidad expositiva, un esquema, el lacaniano del discurso amo, pero sólo para evocar lazos y no correspondencias unívocas, que estarían entonces violentadas. Y es que precisamente de “lazos” se trata en los discursos, siendo los cuatro introducidos por Lacan (amo, universitario, histérico y analítico) los fundantes de todo lazo social, los que ordenan los “modos de vida” de los seres hablantes, esto es, sus distintas maneras de gozar. Veamos.

Arriba a la izquierda, en el lugar del agente y de los significantes amos, una lógica, la del consumo. A su derecha, en el lugar del Otro y del saber, ficciones, las mitologías contemporáneas. Abajo a la derecha, en la producción (pero también en el lugar del goce), las prácticas disciplinarias, particularmente las que nos interesan, esto es, las que atienden el padecimiento humano; en el lugar del sujeto y la verdad, el concepto de riesgo, su dimensión social, subjetiva, pero también ética, si ella cabe.

Trataremos pues, de precisar cómo y de qué manera, las disciplinas (y sus relaciones: inter, multi, trans… veremos) que abordan al sujeto sufriente, en los límites que establece el paradigma consumo/mercado, y sustentadas en ciertas mitologías contemporáneas que les otorgan el ropaje preciso a su semblante de saber, asisten a –y configuran- una subjetividad que les pide, les demanda, les exigen suturar el riesgo y la incertidumbrede habitar un cuerpo ofrecido al lenguaje y a la vida sociolibidinal. Operación que, de un modo paradojal, puede implicar ocasionalmente, tanto el “consumo de la (inter)disciplina” (leído en su equivocidad) como la “consumación del sujeto”.

Adagio (andante)
Despleguemos cada uno de los términos que componen nuestro cuatrípodo.

Consumo. La producción intelectual sobre el concepto de consumo – desde cualquier campo o disciplina que intersecte lo social- ha aumentado notoriamente en los últimos años, pues ya nadie puede negar la impronta crucial del consumo en cualquier tipo de representación urbana, ya por definir grupos humanos que lo habitan (como a la caverna de Saramago 2) o que son segregados por él, ya por responder al sentido posesivo del término (sobre el que se sustenta una “cultura” o mejor, un “culto” del consumo), o al sentido destructivo, de agotamiento o enajenación del mismo (ya señalado en los años 30 por W. Benjamin), y que hace al revés del guante del consumismo.

¿Qué lógica se ordena con los significantes del consumo? Veamos un aspecto (entre tantos que posee). El historiador Ignacio Lewkowicz, llamó la atención sobre las consecuencias de la introducción en nuestra Constitución Nacional, en su artículo Nº42, de una figura antes inexistente, la del “consumidor”, con el establecimiento de sus derechos y garantías. Señala que el nuevo soporte subjetivo del antiguo Estado-nación es ahora precisamente el “consumidor”, figura que reemplaza a la vieja categoría de “ciudadano” que era la que sostenía el lazo social en la modernidad, entre el pueblo y lo que esos Estado-naciones instituían. Dice el historiador3: “la relación social no se establece entre ciudadanos que comparten una historia, sino entre consumidores que intercambian productos”. En esta lógica, va de suyo que si el consumidor deviene soberano, la ley que rija el intercambio social, será la ley del consumo, la preeminencia en lo social de la macdonalización de las relaciones urbanas, con dos rasgos a destacarse que la cadena alimentaria yanqui metaforiza muy bien, como lo señala Eduardo Galeano4: “La universalización del McDonald´s en el mundo de fin de siglo implica una violación de los derechos humanos doble: una violación cultural porque se niega el derecho de autodeterminación de la cocina, que es una de las expresiones de la diversidad cultural del mundo. O sea, se incita a que todos a que comamos comida de plástico o basura. La boca es una de las puertas del alma y, evidentemente, la cocina es un signo cultural de la diversidad. Y, además, McDonald´s comete un atentado sindical, porque prohíbe que sus empleados se agremien, queriendo dar por tierra así con dos siglos de luchas obreras y conquistas. Y esto ennombre de la democracia! El doble arco de McDonald´s ocupa ahora el centro del altar que antes estaba reservado a la cruz”. Homogenización (podríamos decir nosotros, del goce) y claudicación de los derechos clásicos de las sociedades industriales, lo que ha llevado a muchos a hablar de “sociedades posindustriales” (como por ej., Didier Bell), en las que la socialización no se funda en la producción de mercancías y en la clase obrera (aunque sea en su explotación), sino en los llamados “servicios”, profesionales y técnicos5, puestos, claro está al “servicio” del consumo.

Para abreviar: el vacilar del “paradigma Estado” da lugar a otro, que puede darse en llamar “paradigma mercado”, el cual instituye a su vez la condición de un pensamiento de época, el pensamiento mercado (Dobón) o la macdonalización del pensamiento (Galeano). Sigue de allí, por un lado, una nueva subjetividad, la del consumidor, y por otro, un nuevo paradigma del pensamiento, el consumo-mercado, con sus depuradas técnicas y estrategias de seducción que designan al modelo general del vivir (esto es, antes que nada, del desear y gozar) de las “urbes”contemporáneas (término acaso preferible al de “sociedad”, en tanto es la ciudad, la urbe, pero sin ciudadanos -como vimos- sino consumidores, la que dicta los modos actuales de hacer lazos). Desaparición de lo social y de la alteridad, como diría Baudrillard6, en tanto allí donde estaba el Otro, ha aparecido el Mismo.

Mitologías contemporáneas. Se trata, a mi gusto, de dos ficciones. Pero antes de nombrarlas, aclaración obligada. Pues, aunque resulte obvio a esta altura del machaque del pensamiento analítico y sus axiomas, es preciso ser obvios una vez más: ficción no se opone a falso ni a verdadero o a verdad (la verdad tiene estructura de ficción, se ha re-citado a Lacan, o dicho de otra –jurídica-manera: fictio figura veritatis –la ficción es una figura de la verdad).Juan José Saer (escritor, claro),lo intuye mejor, y hasta casi se podría decir que define con sutileza un rasgo central del hacer analítico (ejercicio: reemplacen el “no se escriben ficciones” por “no se analiza”)7: “Pero que nadie se confunda: no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la “verdad”, sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria.”.

Ahora si: las dos ficciones. Una, la expuestaen este volumen por Juan Dobón, en el artículo La Cultura del Riesgo, como el «mito del Hombre Global», ideologema conformado por cuatro elementos básicos: el pensamiento-mercado, la tecnociencia, su subjetividad, y el objeto técnico, que provee la tecnología. Este mito contemporáneo es pensado en permanente tensión con el mito freudiano del Edipo (que articula el deseo y la ley)8. La otra ficción, la ficción del abordaje total, el «mito del sujeto pluriasistido».

¿Que atributos porta la primer ficción, la del “Hombre (o Mujer) Global”? Los de la performance, los de la eficacia y eficiencia, los del ego-building (Lipovetsky), los de la eterna juventud corporal, los de la transexualidad (en tanto se juega la indiferenciación sexual: “todos somos simbólicamente transexuales”, Baudrillard dixit), los de la informatización y los de la virtualidad (que delinean al Hombre Telemático, el de la relación hombre/cosa u hombre/máquina, que suplanta al de la otrora hombre/hombre), los de la fluidez de la culpa y la responsabilidad (atributos más propios de la modernidad), los del hedonismo, los de la “unomismidad” (si se me permite el neologismo) mezclados con buenas dosis de desapego respecto al otro9… podríamos seguir la lista.

Atributos, claro está, del ideologema del hombre global que queda del lado del plus del proceso de personalización de la sociedad de consumo: del lado del minus, la contracara del hombre global, los desclasados, los segregados, los marginados, cuyas vidas se regulan exclusivamente por la lógica de la subsistencia, alimentándose con los desechos de aquel consumo urbano. En los dos casos, incidencia patética (resuene, por favor, el páthos de raíz) del exceso.

Como se nota, se trata también de ideales (una ficción es eso), pero reabsorbidos en la cientificidad, que los trastoca en imperativos. Paradoja del siglo de las Luces, que estableció el programa científico en base a la razón: cuánto más crecen las Luces, más se espesa la sombra (Pommier). Se trata, de todos modos, de mitos, de mythos, cuyo equivalente latino, fábula, deriva de fari, que significa “decir”, mostrando la pertinencia de un decir que en última instancia genera el mundo, no un decir sobre el mundo, un decir, un logos,que genera al sujeto, no su decir sobre él.

Acompañando esta ficción del hombre global, otra que le es correlativa: “el sujeto pluriasistido”. Este mito es el heredero de la moderna y cartesiana concepción del sujeto en tanto determinado bio-psico-socialmente10, como resultado de una multiplicidad de factores operando en su tiempo cero, inasible en última instancia, pero que le otorgan un plan de consistencia (Deleuze) al sujeto, aunque no tengan sus componentes (lo bio, lo psico, lo socio) jerarquías equivalentes y/o inmóviles, como lo demuestra el privilegio del actual paradigma neurobiologista. “Pluriasistido” significa en realidad, y este contexto, pluridad de ofertas para asistir cada porción del sujeto, hasta que logre la ilusión de armar su propio bricolage de sí, ya lo mueva un padecer (orgánico o psicológico), una estética corporal, una búsqueda de autoconciencia (que nada tiene que ver con la hegeliana) o cualquier estrategia del vacío. Pero “pluriasistido” es también el nombre de otras ficciones, las que en general asisten a la contracara del hombre global, los del exceso en menos de la sociedad de consumo, que son las ficciones “re”: resocialización, readaptación, reeducación, etc.. Esas ficciones se sostienen siempre en dispositivos básicamente dispuestos para atender a los que de un modo u otro quedan al margen de la ley, sea la legal, sea la moral, sea la social11.

Disciplinas. Luego de los análisis de Michel Foucault, ya nadie puede sostener la inocencia de las finalidades objetivas (o teleológicas) de la serie de dispositivos, prácticas, técnicas, saberes, discursos y enunciados que constituyen las prácticas disciplinarias modernas, y desconocer el ensamblaje de cualquiera de éstas con los sistemas de comunicación y de poder, para conformar las por él llamadas “tecnologías del yo”, que, insertas en las redes del bio-poder, permiten localizar una subjetividad que resulta así producida por esos entramados de técnicas, procedimientos disciplinarios y dispositivos de poder. Pero todo el análisis de Foucault presupone para las “sociedades disciplinarias” el funcionamiento del paradigma Estado. Si este vacila, si a este lo suplanta el paradigma mercado, entonces, ¿dónde situar las disciplinas en el fin de las sociedades disciplinarias? A esbozar alguna respuesta a esta cuestión, se dirigen estas líneas.

Antes, repasemos algunos prefijos que han caracterizado a las relaciones de las disciplinas entre sí, en síncopa con la mencionada concepción del sujeto como bio-psico-socialmente determinado. Dicho de otro modo: cómo cada disciplina, en la Babel de las ciencias se las ha arreglado para superar el maleficio de Yahveh, y dialogar con su vecina.

Se sabe, son éstos,tiempos del “especialista”, tiempos del “experto”. El campo del saber de cada disciplina (palabra que significa doctrina o ciencia, pero también y a partir del 1250, sumisión a las reglas, poner orden) se halla fragmentado, parcializado, y se busca, casi compulsivamente, delimitar la incumbencia de cada porción de las “bio-psico-sociotecnologías”. En este sentido –sólo en este, veremos otros- hay un estallido de lo múltiple en el campo de las disciplinas: hay un carnaval de la multidisciplinaridad. Multiplicidad es también uno de los nombres que habitan la estructura de lo posmoderno –permítaseme el término-, no sólo por referir la inagotable variedad de gadgets que se ofertan al consumo, sino en alusión al estallido de los grandes relatos discursivos (pocos y consistentes) para dar lugar a la heterogeneidad y dispersión de los lenguajes, ya que el saber posmoderno implica la diseminación de sus reglas por el “reconocimiento de la heteromorfia de los juegos de lenguaje” (dando por sentado que el lazo social está hecho de “jugadas” de lenguaje)12. Dicho de otro modo: babelización de los discursos disciplinarios.

En la Babel de lo multi, las disciplinas hablan -o lo intentan, al menos- entre sí. Tiempo entonces, de la Interdisciplina. Tal diálogo critica per se cualquier criterio de causalidad lineal y atenta contra la posibilidad de fragmentación de los fenómenos a abordar13. El “inter” hace referencia al “entre”, a los espacios donde hace aguas el mito de la completud a la que podía aspirar cada disciplina en su bunker, con sus monologismos, sus identidades perceptivas, o el paraíso puro de las verdades objetivas conque el positivismo pinceló el cuadro de las ciencias en la modernidad.Al tiempo de la interdisciplina (y estoy diciendo también, el nuestro, hoy), se le puede suponer un momento: el de la transdisciplina. Una idea y una metáfora de Stolkiner14: “A mi gusto, lo transdisciplinario es un momento, un producto siempre puntual de lo interdisciplinario. Quizás sirva una metáfora para explicar esto: la orquesta sinfónica…antes de que el concierto comience, oiremos una polifonía inarmónica. Sin embargo, cuando la sinfonía comienza, es una”. A ver: afinan los violines -acaso en re-, los cellos -acaso en do-, digitan los oboes y los fagots, se estira con pequeños golpecillos de parche el timbal, y en el aire del espectador/oyente resuenan cientos de notas confusas,fraseos intermitentes, escalas átonas: cada músico en su mundo. De repente, el director castiga con su batuta tres veces al atril, dibuja un par de figuras en el espacio con sus brazos, y todo se ordena en una deliciosa sinfonía. Ya no oímos al cello, al violón, a la trompeta, sino por su participación en la ejecución conjunta de la orquesta. En verdad, cada instrumento en sí cede un poco de su existencia (su narcisismo melómano), en pos de la acción grupal, hasta que le toque su turno del solo. En un primer tiempo allegro, rápidamente los violines nos exponen el tema de la sinfonía, y mientras se van agregando las voces de los demás instrumentos al desarrollo, llegamos al segundo movimiento, andante, donde un clima sosegado da aires de divertimento. Al tiempo, el ritmo de la orquesta se hace marcado, con pequeños golpes: un minuetto, a violines en modo menor, anticipa el último movimiento, agitado y febril, el finalle allegro, donde las cuerdas hablan y los vientos les contestan hasta el paroxismo del fin. La sinfonía, el acontecimiento musical y transdisciplinario, se ha producido15.

Otras referencias a lo transdisciplinario hacen hincapié en el trans como un más allá del marco, que es lo que define estrictamente a cada disciplina, un atravesar los territorios disciplinarios, un tránsito, un ir hacia la diversidad, y acaso volver (a la disciplina propia) pero desde otro lugar, transformados por el encuentro con otras. En esa línea, un Sergio Rocchietti, que lo plantearía así16: “lo material de la transdisciplina está en nosotros y fundamentalmente forma parte de la Escritura y la Lectura, aspectos decisivos del acontecimiento transdisciplinario, de allí se regresa a la disciplina, pero es un regreso al sitio de lo distinto: Lo distinto: una disciplina horadada”.

Riesgo. Es antes que nada, un cambio de mirada, un cambio de discurso: tratase de un concepto vedette para las ciencias sociales contemporáneas; no es solo factible hablar de las “teorías del riesgo”(Beck, 1992; Luhmann, 1992; Ewald, 1996; Beck, Giddens y Lash, 1997; Ramos y Selgas, 1999, etc.), sino de un verdadero logos: la “riesgología”. Se ha hablado de ello en este volumen17. En nuestro esquema, ubicamos al riesgo por debajo de la barra del consumo. Entonces, en términos de verdad, puede decirse que es la noción de riesgo la que sostiene la lógica del consumo (del mercado neoliberal, de la globalización, del toyotismo y del macdonalismo); le es consustancial. Veamos a que par de significantes estamos suplantando del lado izquierdo del esquema. Hace unos años atrás, digamos, unos setenta u ochenta, hubiésemos colocado arriba al capitalismo industrial, al fordismo, al keynesianismo, al Estado (de Bienestar). Abajo, lo que hubiésemos ubicado por entonces es la noción de conflicto, sustentando la verdad de aquellos significantes amos, del mismo modo que el síntoma (expresión princeps del conflicto psíquico, para Freud) sustenta la verdad del inconciente (el discurso amo es también el del inconciente). La “sociedad del conflicto” o la “cuestión social” básicamente implicaban la pugna por el control de los medios de producción, el dominio de la economía, y las relaciones entre clases mediadas por el trabajo. El fordismo, por ej., no es sino un sistema de gestión controlada del conflicto social, que convocaba al Estado para compensar los desequilibrios, lo que obviamente no implicaba resolverlos: pero sí reconocer, públicamente, la existencia del conflicto. El paradigma neoliberal (globalización financiera, hipertecnologización incontrolable, fluidez y mediatización comunicativa de las interacciones sociales,crisis en las soberanías nacionales: sinónimos) al que asiste Occidente desde los años setenta, no reconoce el conflicto, o como mínimo tiende a invisibilizarlo, y/o disolverlo en otros procesos que eclipsan los antagonismos de lo social, y en su lugar promueven otra construcción sociocultural y simbólica, llamada “sociedad del riesgo” (como es el nombre de una de las obras de Ulrich Beck), poniendo el acento en las consecuencias no queridas que acompañan indisolublemente a la idea de progreso en la ciencia,la tecnología, la economía y la política de los tiempos que corren. El riesgo es el nombre del mal necesario (e inevitable) en el desarrollo estructural de las sociedades modernas: el precio a pagar por ellas. Mal que se sinonimiza en términos como incertidumbre, imprevisible, impredecible, catástrofe, temor, terrorismo, virosidad, error, paradoja, daño colateral, efecto secundario, efecto dominó, etcétera. Ya no se trata tanto de cómo se distribuyen los bienes, sino cómo se distribuyen los males. El riesgo es la estrategia discursiva predominante hoy, ubicable allí donde otrora, en las sociedades industriales, ubicábamos al conflicto, vistiendo con ropajes nuevos, acaso viejos malestares en la cultura, para decirlo freudianamente.

Se tratará de precisar, para nuestro interés, de qué modo la noción de riesgo se traduce en la subjetividad, esto es, pesquisar cómo se cuela en los modos del sufrimiento actual, por un lado, y por otro, cómo y qué consecuencias tiene que las disciplinas aborden al sujeto también desde ese sesgo, el del riesgo.

Por último, qué ética referencia la “sociedad del riesgo”. Dejemos hablar a uno de los mentores del concepto, Ulrich Beck18: “El cálculo de los riesgos vincula las ciencias físicas, la ingeniería y las ciencias sociales. Puede aplicarse a fenómenos totalmente dispares, no sólo en la gestión de la salud, sino también a los riesgos económicos, de la vejez, del empleo y del subempleo, de los accidentes de tráfico, de ciertas fases de la vida, etcétera. Además, permite un tipo de «moralización tecnológica» que ya no tiene que aplicar directamente imperativos morales y éticos…. En este sentido, podríamos decir que el cálculo del riesgo ejemplifica un tipo de ética sin moralidad, la ética matemática de la era tecnológica”. Es esa ética matemática, por ej.,la que sostiene, en nuestros campos, aquellas compulsiones estadísticas tan frecuentes en las instituciones. Habrá que ver que otra posibilidad ética puede adscribirse allí: habrá que ver si el psicoanálisis puede ser llamado a poner allí otra palabra, diferente.

Minuetto
Es hora de volver al principio: más precisamente al título. ¿Por qué Transbabel? La Modernidad y su proyecto científico ha sido la Torre de Babel de las disciplinas, cada cual especializándose casi al infinito, en busca de aquellas cartesianas ideas claras y distintas, compartimentando el conocimiento en estanques cada vez más sólidos y preferiblemente estables, sin contaminación de lo subjetivo, tal el imperativo de la ciencia positiva. Se trató de disciplinar a las disciplinas. El “orgullo de esos hombres” de la cita bíblica del copete podría bien haber sido el de cada ciencia, cada disciplina para sus adentros. Tiempos de cosmovisiones: para cada ciencia, la grafía del mundo era la misma de sus propios caracteres. Hasta que los paradigmas disciplinarios implotaron, implosión que comienza paradójicamente en las ciencias más duras: geometrías no euclidianas, Teorema de Gödel en las matemáticas, Principio de incertidumbre en la física cuántica, Teoría del Caos y más. La Torre comienza a desmoronarse: nunca lo hará del todo, sin embargo.

Transbabel es entonces el tiempo después de la Babel disciplinaria. Tiempo de diálogos interciencias, tiempo de los prefijos de los que hablamos más arriba. Mientras se multiplican las influencias de una disciplina sobre la vecina -e incluso sobre la de barrio lejano-, nace la era de las “alternativas”: medicinas alternativas, psicoterapias alternativas, pedagogías alternativas, y otras alternativas. La sociedad de consumo explicita, con depuradas técnicas de seducción,sus catálogos de disciplinas, sus menús de servicios “a la carta”, de salud (física y mental), educación, y hasta de justicia (dispositivos de resolución alternativa de conflictos: mediación, arbitraje, conciliación, negociación, etc.). En Transbabel, cuando ya no hay más Torre o sólo quedan de ella ruinas, y en su lugar crece un vasto campo sin fronteras, proliferan voces nuevas –alter, otras-, muchas de ellas dialectos, al tiempo que las voces antiguas se ilusionan en un entendimiento renovado, en el perdón de Yahveh. Si Babel era el reino de la diferencia, ¿será Transbabel el reino de la in-diferencia, el reino de lo igualitario, de los múltiples iguales?

Propongo pensar un riesgo para la transdisciplina, en este contexto de Transbabel, que corre a la par, o detrás, de los vínculos factibles entre las disciplinas, tal como son prefigurados por la metáfora musical más arriba expuesta. En verdad, ha sido entrevisto por Jean Baudrillard hace más de quince años19: “La posibilidad de la metáfora se desvanece en todos los campos. Es un aspecto de la transexualidad general que se extiende mucho más allá del sexo, en todas las disciplinas en la medida que pierden su carácter específico y entran en un proceso de confusión y contagio, en un proceso viral de indiferenciación que es el acontecimiento primero de todos nuestros acontecimientos. La economía convertida en transeconomía, la estética convertida en transestética y el sexo convertido en transexual convergen conjuntamente en un proceso transversal y universal en el que ningún discurso podría ser la metáfora del otro, puesto que para que exista metáfora, es preciso que existan unos campos diferenciales y unos objetos distintos. Ahora bien, la contaminación de todas las disciplinas acaba con esa posibilidad. Metonimia total, viral por definición (o por indefinición)”. Se podría decir de estos modos ejemplares, y paradojales: todo es orgánico (preeminencia de los neurotransmisores, genes, moléculas, etc.) pero ya ninguno es indubitablemente terruño de la medicina (podría ser –por qué no- cuestión de técnicas orientales o de terapias cognoscitivo-conductuales); todo es psíquico –infinidad de derivaciones médicas con el diagnóstico “problema emocional”- pero, al mismo tiempo, ya nada es del campo “psi” (mejor, regulemos químicamente los niveles de serotonina); todo es político, pero lo político está en cualquier parte (la ciencia, el arte, el deporte, etc.) menos en la Política; el arte está en tantos lados que nadie sabe ya dónde está el arte, salvo que no en los museos; el deporte: nada menos deportivo que cualquiera de los grandes –en volúmenes de dinero- deportes (los que vemos por TV); los virus infectan menos a los hombres que a las computadoras, y el lenguaje de las computadoras es el más adecuado para entender la comunicación humana, PNLmente hablando.

Es en este punto de indeterminación y fluidez20 dónde más claramente se evidencia la sumisión de la ciencia, la tecnología y particularmente de las disciplinas que abordan al sujeto, a las lógicas del consumo global y del mercado neoliberal que detallamos al principio. En ese fluir hacia la indiferenciación transbabélica de las disciplinas es dónde situamos el “consumo” de las disciplinas en los dos sentidos de su equivocidad: a) sus “agotamientos precoces” (por ejemplo, a cien años de la creación del psicoanálisis, uno de sus debates centrales pasa por su supervivencia o no en el tercer milenio) y/o sus transformaciones, mutaciones, fusiones, hibridaciones, en las que se pierden sus orígenes (“psiconeurolingüistica”, “neuropsicoendocrinología”, y así);y b) el consumo de las disciplinas (y particularmente en las modalidades de inter y multidisciplinas, en virtud de la ficción del abordaje total), como otros de los tantos objetos del mercado, del shopping, en nuestras vidas caracterizadas como paseos de compras: hay sujetos que consumen su salud procurando consumir las ofertas médicas y “psi” de salud.

Es un hecho, que los propios significantes de la ciencia responden a las necesidades de la época. Para cernirnos al campo de la psiquiatría, por ejemplo, que ella diga “no hay más síntomas, hay trastornos”, como proclama de cabo a rabo su DSM-IV (en el DSM-I, año 1952, se trataba de “reacciones”), pues ello responde, en las estrategias discursivas, al pasaje de conflicto a riesgo, que más arriba señalábamos. Ya dijimos, el síntoma, desde Freud, no ha sido sino la expresión princeps del conflicto en la subjetividad (entre las distintas instancias psíquicas, decía él), y su borramiento por la noción de “trastorno”, noción que hace exclusiva referencia a patrones comportamentales (por ende, a estándares, a normas que vienen de afuera), responde a la política del riesgo, a la “moralización tecnológica” (Beck) que tratamos en el apartado correspondiente. Si hiciésemos la genealogía de tantos conceptos psiquiátricos en boga hoy, (panicattack, stress, etc., no sería difícil hallarles a poco de andar la “necesidad científica” del consumo, farmacológico -claro está-, delineando las formas de nominación de sus patologías.

Esto del lado de las ciencias, los saberes, las disciplinas. ¿Y qué del lado del sujeto? Primero: no hay que olvidar que en el discurso amo moderno, cuyo agente es la ciencia, el sujeto (el consumidor) está por debajo suyo en el esquema lacaniano, en el lugar de la verdad, inquietándolo permanentemente al amo científico con sus preguntas (como corresponde al efecto histérico -industrioso- de esa posición), por lo tanto, poniéndolo a trabajar. Esas preguntas del sujeto, tienen que ver, básicamente, con una cosa: su sufrir. El médico trabaja, de últimas, para acallar el sufrimiento: cuando no lo logra, en general, deriva al sujeto hacia las psicoterapias; cuando éstas tampoco lo logran, el sujeto queda a la deriva en el “inter” de las disciplinas21.

Segundo, entonces, una pregunta: ¿de qué se sufre hoy? No qué es el sufrimiento (cuestión imposible de abordar acá), sino qué ropajes tiene hoy el sufrimiento. Por que quizás, el cuerpo del sufrimiento varíe poco con las épocas, pero si sus ropajes. Quizás el lei motiv del sufrir sea siempre algo del orden de la impotencia que aqueja al sujeto, un no poder…. (amar, ser amado, trabajar, desear, parecerse, perder, perderse, en fin, infinitas opciones). Del mismo modo, y a la vera de la impotencia, la incertidumbre que caracteriza a las sociedades del riesgo, es el mejor suelo para que crezcan las angustias de los sujetos, que cosecharán luego los profesionales y los técnicos del mercado. Así, para Bauman las sociedades de consumo deben, no sólo crear, sino cuidar bien las angustias que les son funcionales22: “La angustia que genera la incertidumbre es el fertilizante del que se nutre la sociedad individualizada para sus propósitos consumistas; por lo tanto, es necesario cuidar bien de ella, y no dejar bajo ningún punto de vista que se seque o se evapore. La mayor parte de las veces, la producción de consumidores implica la producción de temores «nuevos y mejorados»”. “Nuevos y mejorados” es el horizonte de todo producto del mercado, y los consumidores saben cuando adquieren cualquiera de ellos (una PC, una cámara fotográfica), que pronto serán antiguos y obsoletos. Siempre habrá, del mismo modo, en el catálogo de las disciplinas una nueva y mejorada que asista al sufrimiento del sujeto, pues “los peligros creados artificialmente…tienen una clara ventaja sobre los peligros naturales, dado que permiten crear los temores a la medida de las curas disponibles, y no al revés”23. Aquel no poderde la impotencia y esta angustia de la incertidumbre, se hallan caracterizados hoy, por el mito del Hombre Global en su yerro, en sus fallos. Y es el modo singular como cada quien encarna ese mito y su herida (en la que supura el sufrir y la angustia) lo que va a ofrecerse eventualmente a las disciplinas para ser mirado, escuchado, en el mejor de los casos, manipulado, en el peor (piénsese, por ejemplo, en algunas de las técnicas de reproducción asistida, o en algunas de la medicina estética).

Por último, tres, la cuestión de la ética en este campo de la relación del sujeto con las disciplinas que lo abordan. Es sabido que la era del capital ha caracterizado la relación del sujeto con el Otro a través de la ética utilitarista, tanto del Bien, como de los bienes. Ya sea se enfatice la vertiente del “ser” (que quedaría del lado del Bien) o la del “tener” (del lado de los bienes), pone en juego cierto orden de alienación del sujeto, en el sentido de la determinación estructural del sujeto por el Otro. El discurso moderno acerca de la felicidad ha girado sobre estos dos valores, oponiéndolos: se trataba de poseer, pero que ese tener no dominase al ser, al que debía regularlo más bien la relación con el otro, con el semejante. Pero aún oponiéndose, en ambas estrategias reinaba una voluntad, un elemento común: el compromiso: el compromiso y la obligación de hacerlo durar24. Las sociedades del consumo, rechazan ese elemento común, pues en las dos opciones, la del ser y la del tener, implican una dependencia, la primera en otra gente, la segunda en posesiones. Se rechaza todo compromiso y toda dependencia. Pero sin embargo, el sujeto es hoy más que nunca dependiente de las tecnologías y de las técnicas, y se aliena con facilidad a los significantes de la ciencia, en una dominación éxtima (J.A. Miller), pues opera en lo más íntimo de la subjetividad. He ahí el “riesgo” mayor, el de la objetivación extrema del sujeto, vale decir, su determinación absoluta, al punto de su consumación, su desaparición. Por que con las banderas del riesgo y la incertidumbre, algunas disciplinas que asisten al sujeto en su padecer, van minando todo vestigio de elección de su parte (que no tenga que ver con el consumo, claro), y van rellenando las hiancias de su existencia con los objetos técnicos y las soluciones prèt a porter, al tiempo que tienden a desresponsabilizarlo, incluso a nivel del compromiso con el padecer que denuncia en sus mismos dispositivos. Y en ello va la consumación del sujeto.

A contrapelo, el psicoanálisis aporta otra respuesta posible al sufrimiento, a partir de otra concepción ética (quisiera encontrar un término menos bastardeado, pero..), que se sustenta básicamente en la diferencia: trátase de la ética de la diferencia, que ha sido expuesta por Juan Dobón en el prólogo a una obra nuestra como una ética del riesgo diferente25, en tanto pone en juego una dimensión de la incertidumbre que no es pasible de responderse a priori y que abre a la pregunta del sujeto por su actuar, por las decisiones de su existencia, por su deseo, por las consecuencias de todo ello. Es una ética que se orienta, se dirige, al nivel subjetivo de responsabilidad que se halla implicado en el propio sufrir del sujeto, más allá y a pesar de cualquier determinación (del Otro) que pese sobre el sujeto, que no lo exculpa.

Finalle (allegro)
Es preciso decir, para concluir:

Transbabel no es la nostalgia de Babel, pero tampoco el sueño realizado de una lenguadisciplinaria universal, que recubra la totalidad del experienciar humano. Es preciso dejar escuchar la poli-fonía de la sinfonía transbabélica, para que algo de la enunciación reverbere en cada encuentro.

¿Se puede vivir en Transbabel? No, es necesariamente lugar de paso, una Encrucijada, sitio de preguntas, cruce de caminos que invita, tanto a la reflexión como a la elección.Hay quienes visitan Transbabel y vuelven a sus comarcas con sus ojos y oídos ampliados, y con su boca más prudente; hay los que la visitan y ya no encuentran el camino de vuelta: se los ve vociferando por ahí, vocablos ininteligibles.

En Transbabel, la bulimia es virósica, infecta a muchos: se consumen saberes y se vomitan nuevas disciplinas, que otros irán, a su vez, a consumir. Ese es el riesgo. Se sabe, además, que a la bulimia le sigue la anorexia, una de cuyas formas es la peor: la mental. Ahí ya no se piensa: se vive a (en) la deriva(ción).

El mito de la “pluriasistencia” menta a dicha bulimia. Cuando a la derivación no la asiste la pregunta por la acción ética del que deriva, se halla muy cerca de los totalitarismos, de los imperialismos, de un signo o del otro. Dicho por Eduardo Galeano: “La dictadura de la sociedad de consumo ejerce un totalitarismo simétrico al de su hermana gemela, la dictadura de la organización desigual del mundo. Las órdenes de consumo, obligatorias para todos pero imposibles para la mayoría, se traducen en invitaciones al delito”26. A unos se los “pluriasiste” desde el shopping (allí se vende también salud, estética y todo lo que el individuo necesita para “autoperformarse”). A los otros se los “pluriasiste” desde las (todavía) instituciones de control (cárceles, manicomios, establecimientos minoriles, etc.). El riesgo es siempre el desliz del profesional hacia el tecnócrata.27

Por eso, la ética que propone el psicoanálisis es una ética anti-imperialista: procura socavar el Imperio del “Todos lo Mismo”, que es una de las consignas de esa dictadura del consumo. Procura establecer una diferencia allí dónde sólo habita la segregación, que es siempre del diferente, del que no goza (por no querer o no poder) como se prescribe.

Esa diferencia se llama sujeto. Esa diferencia se llama deseo.

En las sociedades caracterizadas por el riesgo, cualquierética de la diferencia (no sólo el psicoanálisis la promueve) no es sólo conveniente, sino absolutamente exigible.

Bibliografía

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Lipovetsky, G., El crepúsculo del deber –La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Anagrama, Barcelona, 1994
Lipovetsky, G., La era del vacío –Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Barcelona, 1986
Lyotard, J.-Fr., La condición postmoderna, Ed. R.E.I. Argentina, Bs. As., 1995
Rocchietti, S., “¿Transdisciplina?”, revista electrónica “Con-versiones”, oct/2005
Stolkiner, A., La interdisciplina: entre la epistemología y las prácticas, revista electrónica “El Campo Psi”, 1999
[1] Artículo publicado en“La cultura del riesgo” – Derecho, Filosofía y psicoanálisis. Juan Dobón e Iñaki Rivera Beiras- Editores del Puerto – Bs. As. 2006

[2] Saramago, J., La caverna, Alfaguara, 2000.

[3] Lewkowicz, I., Pensar sin Estado, La subjetividad en la era de la fluidez, Paidós, 2004, p.34.

[4] Entrevista realizada a Eduardo Galeano por Carlos Aznárez, publicada en Periódico “Resumen Latinoamericano”, año 1999.

[5] George Ritzer dice: “puede que la esencia del capitalismo moderno, al menos como lo practican los principales países, no sea tanto maximizar la explotación de los trabajadores como maximizar el consumo”. Ritzer, G., The McDonaldization Thesis, Sage, 1998, p.68, cit. por Zygmunt Bauman, La sociedad sitiada, Fondo de Cultura Económica, Bs. As., 2004, p.230.

[6] Baudrillard, J., La transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos, Anagrama, Barcelona, 1991, p.134 y siguientes.

[7] Juan José Saer, El concepto de ficción, p.9/17, Ed. Ariel, Bs. As., 1998.

[8] Mito éste, el de Edipo, que a su vez hay que leer en síncopa con el de Tótem y Tabú,con el que Freud enseña que se trata del Padre en tanto muerto: el Padre sólo prohíbe el deseo con eficacia porque está muerto. Lacan agrega: “Tal es el mito que Freud propone al hombre moderno, en la medida que el hombre moderno es aquel para quien Dios ha muerto”. Lacan, J., El triunfo de la religión, Paidós, Bs. As., 2005, p.37.

[9] “Fin de la cultura sentimental, fin del happy end, fin del melodrama y nacimiento de una cultura cool en la que cada cual vive en un bunker de indiferencia, a salvo de sus pasiones y de las de los otros”. Lipoyetsky, G., La era del vacío, Anagrama, Barcelona, 1986, p.77.

[10] Tanto el individuo como la sociedad se concebían hasta los años ´50 con el modelo del “organismo vivo”. Con el final de 2ª guerra mundial y hacia el tercer milenio, es la cibernética la que aportará el modelo teórico e incluso material a un sinfín de cuestiones. La genética, por ejemplo, debe su paradigma a la cibernética. Ver J.-F. Lyotard, La condición postmoderna, Ed. R.E.I. Argentina, Bs. As., 1995.

[11] Ver al respecto Dobón, J.-Rivera, I. (comp.), “Secuestros institucionales y derechos humanos”, M.J. Bosch, Barcelona, 1996.

[12] J.-Fr. Lyotard, La condición postmoderna, Ed. R.E.I. Argentina, Bs. As., 1995.

[13] Stolkiner, A., La interdisciplina: entre la epistemología y las prácticas, revista electrónica “El Campo Psi”

[14] Op. Cit.

[15] A la metáfora, quizás, le hubiese convenido el blues o el jazz, estilos que admiten mucho más la improvisación que el clásico y por ende, la creatividad de sus músicos. Pero es admisiblemente feliz.

[16] Rocchietti, S., “¿Transdisciplina?”, revista electrónica “Con-versiones”, oct/2005.

[17] Particularmente interesante es la ponencia del Dr. Raúl Zaffaroni, al ubicar en la cultura, la dimensión del “derecho penal del enemigo”, traducción jurídico-social de las formas represivas de las sociedades del riesgo.

[18] Beck, U., La sociedad del riesgo global, SXXI Editores, Madrid, 2002, p.80.

[19] Baudrillard, J., La transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos, Anagrama, Barcelona, 1991, p.13.

[20] Puede tratarse, simplemente, de fluidez de las técnicas: ¿por qué aquello que sería bueno para tratar un cáncer de riñón, sería bueno también para tratar una psicosis?

[21] Ver Camargo, L., Consumir la interdisciplina, Publicación de Fundación Prosam, La plasticidad en los procesos terapéuticos, Prosam, Bs. As., 2005. Allí trabajamos puntualmente el tema del consumo de prácticas “psi” en el marco de las medicinas pre-pagas y obras sociales.

[22] Bauman, Z., La sociedad sitiada, Fondo de Cultura Económica, Bs. As., 2004, p.243.

[23] op. cit., p.244.

[24] op. cit., p.187.

[25] Dobón, J., Unas notas en la encrucijada del campo psi-jurídico; ética y riesgos, en Encrucijadas del campo psi-jurídico- Diálogos entre el Derecho y el Psicoanálisis, Luis Camargo, Ed.Letra Viva, Bs. As., 2005, p.19 y siguientes.

[26] Galeano, E., Patas arriba –La escuela del mundo al revés, Catálogos, Bs. As., 1998.

[27] Así define Zaffaroni al hacer tecnócrata: “… el tecnócrata tiene como regla obtener la mayor renta en el menor tiempo; si se sale de esa regla, el tecnócrata pierde su capital, que va a parar a otro tecnócrata”. Zaffaroni, R., La cultura del riesgo, en este volumen.

Fuente: http://www.psikeba.com.ar/articulos2/LC-Transbabel-practicas-disciplinarias-en-la-era-del-consumo.htm

[*] Psicoanalista, Lic. en Psicología (UBA).

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Althusser, los estudios culturales y el concepto de ideología. Santiago Castro-Gómez

Althusser, los estudios culturales y el concepto de ideología
Santiago Castro-Gómez(1)

Althusser

Desde hace meses, cuando algunas personas se enteran de que estoy leyendo de nuevo a Louis Althusser y de que me gusta lo que leo, he venido escuchando comentarios que oscilan entre la perplejidad y el desasosiego. ¿Althusser? – Sauve qui peut!, sálvese quien pueda! – Pocos filósofos han tenido el “honor” de ganar tantos enemigos con su obra como Louis Althusser. Los casos pueden contarse con los dedos de una mano: Maquiavelo, Spinoza, Marx, es decir, aquellos justamente a quienes el mismo Althusser recurrió una y otra vez durante su carrera. ¿Para qué leer a un autor identificado con la mácula de un pasado político que muchos quisieran no tener que recordar? ¿Qué tiene que decirnos hoy día un filósofo hipersensible, admirador de Lenin, militante incondicional del partido comunista, homosexual, que buscaba ansiosamente una entrevista con el Papa y que terminó estrangulando a su mujer en un ataque de locura? ¿No tendrá, mas bien, algo de necrofílico este interés por resucitar a un “perro muerto”, sobre todo cuando este perro tiene un inconfundible color rojo?

Ciertamente no son sus concesiones teóricas a la ortodoxia del partido, ni su convencimiento en la cientificidad del marxismo, ni tampoco sus repetidas y paradójicas “autocríticas” lo que me interesa rescatar de Althusser. Más interesante resulta examinar su figura en el contexto de las relaciones Nietzsche-Freud-Marx durante los años cincuenta y sesenta en Francia, con el objeto de profundizar en su crítica al humanismo y a las ciencias humanas. Pero éste no será el tema de mi exposición de hoy. Lo que quisiera resaltar es la asimilación del legado de Althusser por los Estudios Culturales británicos, pero no para mirarla como una simple curiosidad histórica, sino porque estoy convencido de que ese legado puede servirnos todavía para repensar lo que significan los Estudios Culturales a comienzos de siglo en un país como Colombia.

Partiré del hecho de que mucho de lo que hoy se publica o se escribe bajo la rúbrica de “estudios culturales” parece ignorar que, en tiempos de globalización, su objeto de estudio, la cultura, se ha convertido en un bien de consumo gobernado por los imperativos del mercado. Esto quiere decir que sin una consideración seria de los vínculos entre la cultura y la economía política, los estudios culturales corren el peligro de ser estudios de nada, o mejor dicho, de perder de vista su objeto. Si los estudios culturales quieren ser, como pretenden, un paradigma innovador en el área de las ciencias sociales y las humanidades, entonces deben reconocer que la cultura se halla vinculada a un aparato de producción y distribución que, ya desde Marx, recibe un nombre propio: el capitalismo. Quisiera defender la tesis de que la tarea más urgente de los estudios culturales es plantear los lineamientos para una crítica de la economía política de la cultura, tarea para lo cual no se halla inerme. A su disposición se encuentra toda una tradición de pensamiento crítico elaborada durante el siglo pasado, a la cual la obra de Althusser contribuyó de manera significativa. Obviamente, esta tradición deberá ser repensada y reelaborada según las nuevas necesidades de la sociedad contemporánea.

Mi exposición estará organizada de la siguiente forma: primero examinaré la historia del proyecto de los estudios culturales británicos a partir de su relación con Althusser, tratando de encontrar la razón por la cual éste proyecto empezó a perder sus vínculos con la economía política. Luego me detendré en el concepto de ideología desarrollado por el último Althusser, presentándolo como una alternativa a la noción de ideología criticada por pensadores como Foucault, Lyotard y Baudrillard. Finalmente, y de manera breve, intentaré mostrar la utilidad de este concepto de ideología para reconstruir los puentes entre los estudios culturales y la economía política, sobre todo en lo que tiene que ver con el análisis de la cultura medial.

1. El espectro del humanismo: los estudios culturales antes y después de Althusser

Plantear la importancia del pensamiento de Althusser para los estudios culturales no es ninguna novedad. De hecho, la historia del proyecto de los estudios culturales en Birmingham puede dividirse en dos épocas bien definidas: antes y después de su relación con Althusser.

Durante la década de los sesenta la relación de los padres fundadores de los estudios culturales con el marxismo fue ambigua, pero sirvió para establecer algunas de las líneas metodológicas que señalarían el rumbo del proyecto. Richard Hoggart, primer director del famoso Centro de Estudios Culturales Contemporáneos de la Universidad de Birmingham entre 1964 y 1968, jamás tuvo una relación directa con el marxismo. Su interés por el socialismo no venía marcado por una agenda ideológica específica, sino por la simpatía vital que, como hijo de una familia de clase trabajadora en la ciudad de Leeds, tuvo siempre por la situación de los obreros. En su libro The Uses of Literacy (1958), Hoggart describe la vida de la clase obrera en el período anterior a la segunda guerra mundial y la compara con la cultura de masas vigente en la Inglaterra de la posguerra. El tono de esta comparación es claramente nostálgico: la industria cultural ha “colonizado el mundo de la vida” de las clases populares inglesas y desarticulado su carácter orgánico. El cine, la televisión y las revistas de entretenimiento han desarraigado a los obreros de su propia cultura, exponiéndolos a la perversa influencia de la sociedad de consumo (Turner 45-46).

A diferencia de Hoggart, Raymond Williams sí estuvo influenciado por el marxismo durante sus años de formación e incluso fue miembro del Partido Comunista durante un breve tiempo. Pero su posición frente al marxismo estuvo marcada por el distanciamiento crítico. Williams opina que el marxismo trabaja con un concepto doblemente reducido de cultura: de un lado, la convierte en un reflejo distorsionado de la infraestructura económica; del otro, la limita a las manifestaciones de la cultura letrada: arte, filosofía, literatura. La “cultura” por la que Williams se interesa no es la de los productos simbólicos de las elites, sino la de la “experiencia vivida” por las clases trabajadoras inglesas en el seno de las grandes ciudades industriales. Williams entiende la cultura como expresión “orgánica” de formas de vida y valores compartidos que no pueden ser reducidas a ser epifenómeno de las relaciones económicas. Los estudios culturales deben concentrarse en el análisis de las culturas populares urbanas, descubriendo cuál es la “sensibilidad particular” que atraviesa todas sus estructuras sociales.

Edward Thompson, por su parte, también fue miembro del Partido Comunista y compartió con Williams su rechazo al determinismo económico y a toda visión “superestructuralista” de la cultura. Como Hoggart y Williams, insistió en la importancia de estudiar las formas culturales “vivas”, ancladas en la experiencia subjetiva de las clases populares inglesas, que compiten ferozmente con la cultura capitalista de masas y le oponen resistencia. Thompson se muestra partidario de un socialismo humanista, al estilo de Sartre, que pueda garantizar a las clases populares la capacidad de ser sujetos de su propia vida.

Si tomamos estas tres posiciones juntas veremos que los padres fundadores de los estudios culturales trabajaban todavía con un concepto humanista y tradicional de cultura. Utilizan el término “cultura” para referirse a la existencia de un “espíritu popular”, de carácter orgánico, vinculado con la experiencia de las clases trabajadoras inglesas, y que es necesario potenciar para que ofrezca resistencia a los embates de la naciente cultura de masas. Como Horkheimer y Adorno, consideran la cultura de masas como un producto mecánico y artificial, vinculado con los intereses expansivos del capitalismo, pero, a diferencia de estos, advierten que la industria cultural no ha logrado “cosificar” todavía por completo la consciencia de los trabajadores. Aún es tiempo de vindicar los elementos orgánicos y emancipatorios de la cultura popular, y esta es, precisamente, la tarea política de los estudios culturales.

Sin embargo, hacia finales de los años sesenta el proyecto original de los estudios culturales empieza a experimentar un cambio de orientación política y metodológica. El movimiento estudiantil del 68 y la creciente importancia de la cultura visual en el imaginario popular hacía necesaria una revisión de los presupuestos teóricos establecidos por Hoggart, Williams y Thompson. Esta fue justamente la labor emprendida por Stuart Hall, quien asumió la dirección del Centro en 1972. Como hijo de trabajadores emigrantes jamaiquinos, Hall ya no podía mirar con nostalgia hacia el pasado de una Inglaterra impoluta frente al impacto de la massmediatización. Su preocupación no era “recuperar” valores culturales del pasado, sino entender el presente en sus propios términos con el fin de articular una crítica de sus patologías. Por eso, la irrupción de la sociedad de consumo y la incidencia de los medios de comunicación en el imaginario colectivo, que Hoggart, Williams y Thompson percibían todavía como amenazas contra los valores de la cultura popular, es tomada por Hall como punto de partida de los estudios culturales. Su contribución radicó en haber mostrado la necesidad de plantear un diálogo creativo con la teoría social más avanzada de su tiempo: el estructuralismo. Con Hall entramos, pues, en la etapa propiamente althuseriana de los estudios culturales.

En efecto, con la llegada de Stuart Hall a la dirección del Centro podemos hablar de un “cambio de paradigma” en la orientación de los estudios culturales: del paradigma humanista, inspirado en los estudios literarios, al paradigma estructuralista inspirado en el psicoanálisis y la teoría social marxista. Esta contraposición podríamos conceptualizarla de la siguiente forma: mientras que en el paradigma humanista la cultura es vista como anclada en la subjetividad de los actores sociales, en su “experiencia vivida” como decía Raymond Williams, en el paradigma estructuralista la cultura es un producto anclado en “aparatos” institucionales y que posee, por tanto, una materialidad específica. El punto de arranque de los estudios culturales ya no son los valores, las expectativas y los comportamientos de los obreros o de cualquier sujeto social en particular, sino los dispositivos a partir de los cuales los “bienes simbólicos” (la cultura) son producidos y ofrecidos al público como mercancía. El análisis de la cultura se convierte de este modo en una crítica del capitalismo.

Ahora bien, no cabe duda que en este cambio de paradigma, la influencia teórica más relevante fue la del filósofo francés Louis Althusser. El interés de Hall por Althusser se debió sobre todo a su forma de abordar el problema de la ideología. De hecho, “ideología” se convirtió en la categoría analítica más importante de los estudios culturales en los años setenta, lo cual permitió a Hall y sus colaboradores entender la cultura como un dispositivo que promueve la dominación o la resistencia. Los estudios culturales empiezan a ver la sociedad como una red de antagonismos en la que instituciones como el Estado, la familia, la escuela y los medios de comunicación juegan como mecanismos de control disciplinario sobre los individuos. … Los productos simbólicos son entonces un “campo de batalla” en el que diferentes grupos sociales disputan la hegemonía sobre los significados…

Sin embargo, con la popularización de los estudios culturales en los Estados Unidos durante la década de los ochenta podemos hablar del fin de la “edad heróica” y el comienzo de una tercera etapa, más “light” y celebratoria, marcada por su creciente distanciamiento de la teoría crítica marxista. Me aventuraría a decir que la gran aceptación curricular que han tenido los estudios culturales en universidades norteamericanas de elite, así como su correspondiente éxito editorial, corren paralelos a este proceso de “limpieza” de sus elementos marxistas. Esta tercera etapa (post-althusseriana) está marcada por la influencia que empiezan a tener filósofos como Baudrillard, Lyotard y Derrida y, muy a pesar de estos autores, por un retorno insospechado del humanismo metodológico.

En efecto, la influencia que tuvieron algunas corrientes de la filosofía posmoderna en los estudios culturales contribuyó a marginalizar el concepto de ideología y, concomitantemente, a posibilitar el divorcio que hoy se observa entre los estudios culturales y la economía política. Lyotard, por ejemplo, desconfía de todas las teorías que, como el marxismo, pretenden disponer de un criterio de verdad que les permita saber cuáles son las contradicciones de la sociedad y cómo resolverlas. En este contexto, la crítica de las ideologías pertenecería al orden de los metarelatos y compartiría con ellos su carácter totalitario. En vista de la complejidad de las sociedades contemporáneas, ya no resulta posible hablar de un criterio único de verdad que sirva para todos los jugadores, sino de una multitud de juegos de lenguaje que definen inmanentemente sus propias reglas y que, en muchos casos, resultan inconmensurables. Sólo a través del ejercicio de un poder autoritario sería posible decretar, como lo hace Althusser, qué es ciencia y qué es ideología. Para Lyotard, la ciencia es tan solo un juego más en la multiplicidad de juegos de lenguaje, o, dicho de otra manera, una “ideología” tan válida como cualquier otra.

Baudrillard, por su parte, argumenta que la sociedad de consumo marca el paso hacia una nueva fase del capitalismo, en la que el valor signo – y ya no el valor de cambio y mucho menos el valor de uso – regula la producción de mercancías. En este sentido, la crítica marxista de la ideología pierde toda su fuerza explicativa de los social, puesto que ya no existe ninguna realidad última que develar. La sociedad entera se ha convertido en un simulacro escenificado por los media; en un intercambio regulado de signos donde no resulta posible distinguir la ficción de la realidad. Si toda la realidad social es un sistema de signos, entonces no es posible ya “salir” de la ideología a través de la ciencia, como planteaba Althusser. La ciencia ya no conoce realidades, sino interpretaciones mediadas por los códigos vigentes en la sociedad. La ciencia misma es para Baudrillard un simulacro, como también lo son todos los sistemas de creencias que usualmente denominamos “ideología”. Así las cosas, la ideología, entendida como simulacro, es un a priori de la vida en la sociedad contemporánea y, como tal, resulta irrebasable.

La celebración posmoderna de la diferencia y el rechazo de los metarelatos totalizantes provocaron de este modo un resecamiento de la noción de ideología en el ámbito de los estudios culturales. La consecuencia más inmediata de esto es que la cultura deja de ser vista como un espacio de lucha por el control de los significados para ser considerada como “objeto” de estudio, casi de una forma positivista. La vinculación que Hall había establecido entre cultura y economía política empieza a desvanecerse y los estudios culturales se convierten en un ejercicio teórico y apolítico: en estudios sobre la cultura. Douglas Kellner habla en este sentido de un populismo cultural que celebra los supuestos efectos “democratizadores” de la sociedad de consumo (Media 33). En esta nueva orientación culturalista y acrítica quisiera destacar las siguientes características:

a) Los estudios culturales pretenden convertirse en una ciencia social rigurosa, tal como la entendían Weber y Durkheim. El analista cultural, como el científico social, debe poner entre paréntesis sus valoraciones personales y describir el objeto de estudio – la cultura – tal como “es”. En una palabra: los estudios culturales deben ser moralmente neutros. Utilizando la terminología de Horkheimer diríamos: los estudios culturales dejan de ser “teoría crítica” para convertirse en “teoría tradicional” de la cultura (Castro-Gómez 2000).

b) La industrial cultural es vista como una función necesaria e indispensable en el seno de una sociedad compleja, sometida a procesos intensos de racionalización. Los productos de la industria cultural son una especie de sustitutos de la religión y los mitos, que satisfacen “necesidades básicas” de la población. Por esta razón el analista cultural no debería dejarse guiar por sus preferencias personales en materia de música rock, “enlatados” o telenovelas, por ejemplo, sino que debe contemplar todos los productos simbólicos como igualmente válidos y funcionales.

c) La cultura visual es vista como fuente de “entretenimiento”, que libera a la gente del inevitable “stress” que representa el trabajo en una sociedad compleja. El analista debe entonces contemplar el consumo cultural como algo perteneciente a la “esfera privada” de los actores sociales.

d) Desde el punto de vista del análisis cultural, entendido como ciencia social rigurosa, no existen criterios para evaluar cuáles productos culturales son buenos o malos, mejores o peores, ideológicos o emancipadores. El único criterio evaluativo es la maximización de la funcionalidad. Por eso las industrias culturales no deben ser miradas teniendo en cuenta sus “códigos ocultos”, como pretende la crítica de la ideología, sino tan solo examinando la calidad de su gestión. Lo que importa es mirar las dinámicas internas de producción, presentación y distribución de los bienes simbólicos, con el fin de aumentar su eficiencia y competitividad en el mercado.

Por supuesto, no estoy diciendo que todos los practicantes de los estudios culturales en los Estados Unidos han tomado este rumbo. Basta recordar nombres como Jameson, Spivak, Ahmad, Zizek, Kellner, Mignolo y otros muchos para probar lo contrario. Lo que quiero decir es que el abandono de la categoría de ideología por parte de algunos teóricos de la cultura ha contribuido a debilitar el potencial crítico y político que tenían los estudios culturales en lo que aquí he denominado su “edad heróica”. Mucho de lo que hoy se produce y se publica en los Estados Unidos bajo la rúbrica de “estudios culturales” posee un carácter facilista y acrítico, destinado, como las hamburguesas y los perros calientes, al consumo rápido de “administradores culturales” o de estudiantes que deben absolver materias obligatorias en sus currículos de lenguas. Incluso en Colombia, los estudios culturales tienden a confundirse en algunos sectores académicos con el problema de la “gestión cultural” o con su vinculación a las “políticas culturales” del Estado.

En vista de todo lo anterior nos enfrentamos entonces a dos cuestiones: ¿Por qué se hace necesario reintroducir en los estudios culturales los vínculos con la economía política? Y, en caso de mostrarse tal necesidad, ¿cómo hacerlo? Para responder a la primera pregunta, quisiera partir del siguiente diagnóstico: en tiempos del capitalismo tardío, la “cultura” – es decir, el mercado de bienes simbólicos – se ha convertido en la columna fundamental para la reproducción del capital. Esto significa que el trabajo reviste ahora la forma en que individuos o grupos generan información capaz de movilizar a otros individuos o grupos. La producción, transformación y circulación de información son el objeto de la mayor parte de las tecnologías importantes que se introducen en la economía. Dicho en otras palabras: la creación de riqueza ya no se basa tanto en la explotación de recursos naturales ni en la producción de bienes industriales de consumo, como pensaba Marx, cuanto en la producción de bienes simbólicos llevados al mercado en forma de imágenes y “conocimientos”.

Este diagnóstico tiene varias implicaciones para los estudios culturales. La más importante de ellas es, quizás, la imposibilidad de desvincular el análisis cultural de la crítica de la economía política, pero ya no en la forma “clásica” mostrada por Marx. Si el capitalismo tardío está convirtiendo al mundo en una “villa global” basada en la producción de bienes simbólicos, las premisas del trabajo industrial, la lucha de clases y el carácter superestructural de la cultura ya no pueden seguir funcionando como elementos inamovibles de la teoría crítica. Que la cultura se haya convertido en fuerza productiva significa que la nueva formación global ya no obedece a lo que Marx creía que eran las leyes del capitalismo clásico, esto es, la primacía de la producción industrial y la omnipresencia de la lucha de clases. Hoy en día, es imposible elaborar una teoría de la dominación si se toma en cuenta sólo el punto de vista de la actividad laboral en las fábricas o del sujeto que actúa sobre la materia prima para producir objetos industriales. Los estudios culturales deberían ser capaces de mostrar que la cultura, mirada todavía por Marx como un “efecto de superficie”, se halla imbricada en prácticas materiales que tienen como característica primaria la consolidación del dominio de unos grupos sobre otros.

2. Althusser contraataca o el carácter agonístico de las ideologías

En esta sección procuraré responder el segundo interrogante formulado más arriba: en caso de mostrarse la necesidad de vincular los estudios culturales con la crítica de la economía política, ¿cómo hacerlo? Mi tesis es que tal vinculación debe pasar, a nivel conceptual, por una recuperación de la categoría de ideología, pero ya no en la forma en que Marx hizo uso de ella en el siglo XIX. Considero que la teoría de las ideologías desarrollada por Althusser hacia el final de su vida podría darnos algunas luces al respecto. A continuación examinaré brevemente el modo en que Althusser desarrolla una noción de ideología que escapa a las críticas de Foucault, Lyotard y Baudrillard.

En opinión de Althusser, ni Marx, ni Engels ni Lenin elaboraron jamás una teoría general de la ideología, sino que se limitaron a esbozar fragmentariamente unos principios teóricos que es necesario sistematizar y desarrollar (“Práctica teórica” 42). Marx definió la ideología como un “sistema de representaciones” que acompaña y legitima el dominio político de una clase social sobre otras. Pero Althusser piensa que se hace necesario completar la obra iniciada por Marx a través de una agenda de trabajo que incluye dos puntos: en primer lugar, se hace necesario examinar la función estructural de ese sistema de representaciones en el conjunto de la sociedad; y en segundo lugar, se debe estudiar la relación de las ideologías con el conocimiento.

Althusser afirma que toda formación social puede ser analíticamente dividida en tres niveles articulados orgánicamente entre sí: el nivel económico, el político y el ideológico. Cada uno de estos niveles es visto como una estructura dotada de materialidad concreta, independiente de la subjetividad de los individuos que participan en ella y de sus configuraciones históricas. Estos tres niveles de los que habla Althusser no son “reales” porque su estatuto no es ontológico sino teórico; tienen el carácter de “construcciones teóricas” que sirven para conceptualizar, a nivel abstracto, los diferentes tipos de relación que entablan los individuos en todas las sociedades históricas. Así, mientras en el nivel económico los individuos son parte de una estructura que les coloca en relaciones de producción, en el nivel político participan de una estructura que los pone en relaciones de clase. En el nivel ideológico, en cambio, los individuos entablan una relación simbólica en la medida en que participan, voluntaria o involuntariamente, de un conjunto de representaciones sobre el mundo, la naturaleza y el orden social (“Práctica teórica” 49). El nivel ideológico establece así una relación hermenéutica entre los individuos, en tanto que las representaciones a las que estos se adhieren sirven para otorgar sentido a todas sus prácticas económicas, políticas y sociales.

Las ideologías cumplen entonces la función de ser “concepciones del mundo” (Weltanschauungen) que penetran en la vida práctica de los hombres y son capaces de animar e inspirar su praxis social. Desde este punto de vista, las ideologías suministran a los hombres un horizonte simbólico para comprender el mundo y una regla de conducta moral para guiar sus prácticas. A través de ellas, los hombres toman conciencia de sus conflictos vitales y luchan por resolverlos. Lo que caracteriza a las ideologías, atendiendo a su función práctica, es que son estructuras asimiladas de una manera inconsciente por los hombres y reproducidas constantemente en la praxis cotidiana. Se puede decir entonces que las ideologías no tienen una función cognoscitiva (como la ciencia) sino una función práctico-social, y en este sentido son irremplazables. “Las sociedades humanas” – escribe Althusser – “secretan la ideología como el elemento y la atmósfera indispensable a su respiración, a su vida histórica” (La revolución 192).(2)

En este punto se plantea el problema de la relación que guarda la teoría de las ideologías desarrollada por Althusser con la noción de ideología presente en los escritos de Marx. Como se sabe, el concepto de ideología posee en Marx un sentido fundamentalmente peyorativo. La ideología es equiparada por Marx con la “falsa conciencia”, es decir, con la imagen distorsionada que un grupo social en particular se hace de la realidad en un momento histórico determinado. Polemizando con la filosofía clásica alemana, Marx afirma que su deformación radica en tomar los contenidos de conciencia como si se tratara de entidades autónomas, punto de partida y fin último de la realidad. La “ideología alemana” – y en particular la filosofía de Hegel – genera una visión invertida del mundo: confunde las ideas con los hechos sociales, sin encontrar la esencia de los mismos. Las ideologías son, entonces, fantasmas cerebrales, ilusiones epocales, visiones quiméricas del mundo que ocultan a la conciencia de los hombres la causa verdadera de su miseria terrenal (Marx, 41-43). En Marx tendríamos entonces una teoría de la deformación ideológica, mas no una teoría general de las ideologías, que es la que se propone desarrollar Althusser.

En efecto, Althusser elabora una teoría general – es decir “ampliada” – de las ideologías en donde estas no aparecen simplemente como deformadoras sino como posibilitadoras de sentido. Ciertamente las ideologías se definen por su capacidad de asegurar la ligazón de los hombres entre sí (el “lazo social”), pero la función de este lazo es mantener a los individuos “fijados” en los roles sociales que el sistema ha definido previamente para ellos. Lo cual significa que las ideologías son mecanismos legitimadores de la dominación y que por tanto no pueden, a partir de sí mismas, generar ningún tipo de verdad. Pero esto no quiere decir que el papel de la ciencia sea reemplazar a la ideología, como pretendía el marxismo ortodoxo. No se trata de que algo “falso” (la ideología) sea sustituido por algo “verdadero” (la ciencia), de tal modo que el conocimiento científico se convierta en garante de la desideologización de la conciencia y de la inevitabilidad de la revolución. Para Althusser, en el terreno de la ideología la verdad y la falsedad no juegan ningún papel, puesto que su función práctica no es generar verdades, sino “efectos de verdad”. Las “ilusiones” y las “quimeras” que según Marx produce la ideología no pueden ser “falsificadas” por la ciencia, sencillamente porque la ideología no es asimilable al “error” ni al “engaño”. En la ideología, los hombres no expresan su relación real con el mundo, sino la voluntad de relacionarse con el mundo de una manera determinada. Las ideologías son, en última instancia, voluntad de poder.(3)

En contra de la visión según la cual, las ideologías son fenómenos de conciencia (falsa o verdadera), Althusser afirma que se trata de una estructura inconsciente. Las imágenes, los conceptos y las representaciones que se imponen a los hombres conforman un “sistema de creencias” que no pasa necesariamente por la conciencia. Los hombres no “conocen” su ideología sino que la “viven”. Ésta, por decirlo así, permanece siempre a sus espaldas (como la Lebenswelt de Husserl) y se constituye en la condición de posibilidad de toda acción práctica. Las ideologías son “objetos culturales” que actúan realmente sobre los hombres mediante un proceso que se les escapa (La revolución 193).

En efecto, las ideologías son capaces de dotar a los hombres de normas, principios y formas de conducta, pero no de conocimientos sobre la realidad. La ideología no nos dice qué son las cosas sino cómo posicionarnos frente a ellas y, desde este punto de vista, no proporciona “conocimientos” sino únicamente “saberes”. Ahora bien, lo que caracteriza a un “saber” es que plantea problemas cuya solución se encuentra producida por instancias exteriores a él mismo. La respuesta a sus preguntas viene ya codificada de antemano por intereses de tipo moral, religioso, político o económico. Así las cosas, un saber no produce conocimientos sobre el mundo sino tan solo “efectos de conocimiento” (Para leer 74).

Sintetizando lo dicho podríamos afirmar que para el último Althusser, las ideologías no son el espacio donde se establece el juego del error y la verdad, sino el terreno de la lucha por el control de los significados. Si tomamos en cuenta esto, veremos que la teoría de las ideologías desarrollada por Althusser no es afectada directamente por las críticas de Lyotard, Foucault y Baudrillard. Lo que estos filósofos critican es la tesis de la deformación de la conciencia, mientras que, como queda dicho, Althusser no utiliza una noción “negativa” sino “agonística” de ideología. Quisiera enfatizar la diferencia entre estos dos términos.

El concepto de ideología, entendido en sentido negativo, presupone una “realidad real” que imprime indefectiblemente su sello en la conciencia. Si entre el individuo y la realidad no mediaran las relaciones sociales, lo único que habría que hacer sería “mirar” al mundo para descubrir su verdad intrínseca. Pero como nuestra mirada se encuentra perturbada por intereses de clase, la verdad del mundo social queda muchas veces oculta a la conciencia. En esta situación, se hace necesario recurrir a un conocimiento especializado – la ciencia – que sea capaz de separar la verdad y el error, para mostrarnos aquello que no podemos ver por causa de nuestra inmersión en las contradicciones sociales. El cientista social juega entonces la función del hermeneuta: parte de un texto superficial que considera “sintomático” de una realidad más profunda, que se revela como su verdad última. Este es el modelo de crítica de la ideología desarrollado por Marx y por el mismo Althusser durante los años cincuenta y sesenta.

Pero en los setentas Althusser se aparta de esta noción “negativa” y de este modelo de “crítica” para adoptar lo que hemos llamado una noción “agonística” de ideología. Aquí las ideologías son vistas como un “sistema de creencias” que no tienen necesariamente una adscripción de clase y que sirven para imputar “sentido” al mundo y a nuestra praxis en el mundo. Nótese que en este caso las ideologías no son síntomas de una verdad más profunda, puesto que aquello que los actores sociales tienen por “verdadero” es un asunto de simple y llana imputación o voluntad de verdad. Este desplazamiento teórico tiene por lo menos cuatro consecuencias importantes, que describiré brevemente:

a) Se rompe con la visión de Marx según la cual, las ideas dominantes expresan posiciones fijas de clase al interior de la estructura social. Lo que se destaca ahora es el hecho de que una ideología no se hace dominante por el simple hecho de “reflejar” los intereses de una clase, sino que su ascendencia es un proceso contingente de lucha por el poder de imputar sentido.(4) En otras palabras, y como también lo diría Gramsci, para Althusser la ideología es el campo de lucha por la conquista de la hegemonía en el terreno de las representaciones simbólicas –es decir, de la cultura.

b) No se puede establecer una contraposición entre la ciencia y la ideología puesto que, en sí misma, la ciencia es una estructura discursiva que procede mediante la imputación de sentido. Es decir que el problema de la “verdad científica” se define, en últimas, en el terreno de las políticas del conocimiento. Qué tipo de sentido se imputa a la realidad no es algo que dependa exclusivamente de criterios intracientíficos, sino que en ello intervienen criterios de orden moral, económico y político. También la ciencia, en tanto que socialmente preformada, se encuentra preñada de ideología y es objeto de la lucha por la hegemonía.

c) La crítica de la ideología no utiliza el código binario verdad-error, puesto que una visión del mundo sólo puede ser interpelada desde otra visión del mundo. Es decir que la crítica se hace siempre desde un “sistema de creencias” diferente, que no es más o menos verdadero que el que se critica, sino más o menos fuerte. La fortaleza o la debilidad de este sistema de creencias viene dada por la conquista de posiciones de poder en el terreno de la política.

d) El intelectual deja de ser visto como el “experto” que, en virtud de la autoridad de su saber, posee algo que el pueblo llano jamás ha poseído: la llave del acceso a la verdad. El problema no es que las masas se encuentren desposeídas de conocimientos que les permitan interpretar su propia praxis, sino que han sido determinadas políticas de la verdad las encargadas de deslegitimar ese conocimiento y de investir a los “expertos” con la prerrogativa de ser los únicos intérpretes autorizados de la verdad social.

Si tuviéramos que sintetizar estos cuatro puntos en una sola fórmula que vincule lo dicho con el problema de los estudios culturales, diríamos lo siguiente: aquello que “estudian” los estudios culturales no es algo que se encuentre por fuera de la ideología, ni tampoco algo que pueda ser visto desde una posición desideologizada. Los estudios culturales expresan, por el contrario, una voluntad de intervención activa en la lucha contra las prácticas sociales de dominación y subordinación, haciendo énfasis en el modo particular en que estas prácticas se manifiestan en el terreno de las representaciones simbólicas. Con Jameson podríamos decir, entonces, que los estudios culturales no pueden ser otra cosa sino partidistas, porque toda posición frente a la cultura es, necesariamente, una toma de posición política frente a la naturaleza y los efectos del capitalismo transnacional actual (El posmodernismo 14).

3. La guerra de las imágenes: hegemonía audiovisual y aparatos ideológicos

En los dos apartados anteriores he defendido la tesis de que, en tiempos de globalización, los estudios culturales se enfrentan al desafío de retomar sus vínculos con la economía política. He procurado mostrar que para asumir este desafío, los estudios culturales deberían elaborar un concepto de ideología lo suficientemente amplio como para servir de instrumento crítico de la dominación, pero que les permita, al mismo tiempo, escapar a las críticas realizadas por pensadores como Foucault, Lyotard y Baudrillard. Apelando a los últimos textos de Louis Althusser he querido descubrir allí una noción “agonística” de ideología que, a mi juicio, podría servir para cumplir esta tarea. En esta última sección mi argumento estará dirigido hacia el modo en que este concepto agonístico podría resultar útil para una lectura de los mensajes simbólicos que circulan por los medios.

Quisiera comenzar de nuevo con Althusser haciendo referencia a su famosa teoría de los aparatos ideológicos. Al igual que Marx Althusser piensa que las “ideas” y las “representaciones” mentales no tienen existencia espiritual sino material, en tanto que se encuentran ancladas en instituciones específicas que él denomina “aparatos”. Un aparato es una estructura que funciona con independencia de la “conciencia” de los individuos vinculados a ella, y que puede configurar la subjetividad de esos individuos.(5) Althusser utiliza la palabra francesa dispositif para enfatizar el hecho de que las motivaciones ideológicas de los individuos se encuentran siempre ligadas a un conjunto anónimo de “reglas” materiales (“Ideología” 135, 137).

Este carácter simbiótico entre las normas materiales de un aparato y las motivaciones ideológicas de los sujetos es, precisamente, el que explica por qué razón los aparatos ideológicos no poseen un carácter represivo. Althusser establece una diferencia clara entre los aparatos represivos y los no represivos, mostrando que los primeros crean perfiles de subjetividad a través de la coacción, mientras que los segundos no necesitan de la violencia coactiva. Aquí, los individuos han internalizado de tal manera las reglas anónimas del aparato, que ya no experimentan su sujeción a ellas como una intromisión en su vida privada.

En su texto “Ideología y aparatos ideológicos del Estado” (116) Althusser menciona ocho tipos de instituciones que, a diferencia de los aparatos represivos, no “sujeta” a los individuos a través de prácticas violentas sino a través de prácticas ideológicas:

Aparatos religiosos (iglesias, instituciones religiosas)
Aparatos educativos (escuelas, universidades)
Aparatos familiares (el matrimonio, la sociedad familiar)
Aparatos jurídicos (el derecho)
Aparatos políticos (partidos e ideologías políticas)
Aparatos sindicales (asociaciones de obreros y trabajadores)
Aparatos de información (prensa, radio, cine, televisión)
Aparatos culturales (literatura, bellas artes, deportes, etc.)
Nos interesa en este momento analizar aquello que Althusser denomina los “aparatos de información” porque, como ya se dijo, en el capitalismo tardío la cultura medial se ha convertido en el lugar de las batallas ideológicas por el control de los imaginarios sociales. Por su radio de alcance y por su formato visual, los medios contribuyen en gran manera a delinear nuevas formas de subjetividad, estilo, visión del mundo y comportamiento. La cultura medial es el aparato ideológico dominante hoy en día, reemplazando a la cultura letrada en su capacidad para servir de árbitro del gusto, los valores y el pensamiento. La ventaja de la cultura medial sobre los otros aparatos ideológicos radica, precisamente, en que sus dispositivos de sujección son mucho menos coercitivos. Diríamos que por ellos no circula un poder que “vigila y castiga”, sino un poder que seduce. No estamos, por tanto, frente al poder disciplinario de la modernidad, criticado por Foucault, sino frente al poder libidinal de la globalización.(6)

Aplicando lo dicho en el apartado anterior al tema de la cultura medial podríamos decir que, en tiempos de globalización, los medios son el terreno para el establecimiento del dominio de unos grupos sobre otros, pero también son, al mismo tiempo, el terreno apropiado para la resistencia contra ese dominio. En una palabra, los medios son el lugar de lucha por la hegemonía cultural. Siendo los medios la principal fuente generadora de ideologías en la sociedad contemporánea, su control se constituye en una clave fundamental para la consolidación del dominio político. Los medios producen y fortalecen “sistemas de creencias” a partir de los cuales unas cosas son visibles y otras no, unos comportamientos son inducidos y otros evitados, unas cosas son tenidas por naturales y verdaderas, mientras que otras son reputadas de artificiales y mentirosas.

La pregunta que quisiera formular en este punto es la siguiente: ¿de qué modo puede hacerse valer el concepto agonístico de ideología para reconstruir el puente entre los estudios culturales y la economía política, atendiendo al caso específico del análisis de los medios? Estoy convencido de que una ampliación del concepto de ideología, tal como ha sido sugerida por Althusser, podría resultar muy valiosa para entender cómo las imágenes, figuras y narrativas simbólicas que circulan por la televisión construyen representaciones que sirven para reforzar el dominio de unos grupos sobre otros. Estas representaciones ideológicas no son, por su puesto, unitarias, como pensaba el primer Althusser. A través de los medios se construyen no solo las grandes ideologías económicas y políticas, sino también ideologías de género, raza, sexualidad y posición social que no son necesariamente reducibles unas a otras. Con todo, si hay algo que estructuralmente las unifica es su vinculación al aparato de producción y, por tanto, el modo en que tales representaciones ideológicas se inscriben en la competencia de unos medios con otros por “seducir” a los consumidores.

Tomemos como ejemplo el modo en que los medios han servido como escenarios para la construcción ideológica de problemas tales como la corrupción y la guerra. El proceso 8000 reveló una polarización ideológica de los medios jamás vista en Colombia. Allí se mostró de forma clara que la lógica del mercado – que en tiempos de globalización podría traducirse como la “lógica de la imagen” – no se encuentra regida por una mano invisible, sino por voluntades encontradas que luchan por escenificar su propia visión del mundo. Los noticieros de televisión en Colombia no son mentes abstractas que, como el cogito de Descartes, sirven para trasmitir a los televidentes ideas “claras y distintas”, sino que sus pertenencias terrenales resultan evidentes. Los dueños de las programadoras más grandes del país no son ni siquiera individuos particulares – pues nadie, ni siquiera Pablo Escobar, tendría el poder para escenificar sus intereses de este modo(7) – sino monopolios económicos locales, que a su vez se vinculan con otros monopolios de carácter global. Bastaba cambiar el canal para darse cuenta de que la versión sobre un mismo evento cambiaba según el noticiero que informaba. Y este “cambio” puede explicarse aplicando la noción de ideología arriba esbozada. Lo que se estaba escenificando en el proceso 8000 era una encarnizada lucha ideológica por parte de los grupos económicos, que vieron amenazada su hegemonía cuando el incidente de los dineros calientes salió de su control.

Me parece, por tanto, equivocado interpretar el proceso 8000 como si los medios estuviesen denunciando una corrupción que se encontraba por fuera de ellos, en el espacio ilustrado de la política o de los partidos políticos. Insistamos en que la globalización ha cambiado el lugar de la economía política, desplazándola hacia el reino de la imagen y los símbolos. Por ello, la llamada “corrupción de la política” no era algo que estuviese ocurriendo más allá o más acá del espacio de los medios, sino que los medios mismos estaban generando unas políticas de la representación respecto al sentido que había que imputársele a esa “corrupción”. El juego de poderes y contrapoderes se estaba jugando en los medios y no por fuera de ellos. Ampliando la reflexión diríamos que la corrupción de la que hablan los medios no es algo “en-sí”, sino que es una representación ideológica de segundo grado. Los códigos morales vigentes en una sociedad – o en un sector de ella – crean un juicio respecto de una conducta a la que denominan “corrupción” y lo convierten en naturaleza segunda, como es propio de toda ideología. Los medios, a su vez, escenifican la lucha por imputar un sentido adicional a ese juicio moral, convirtiéndolo en naturaleza ya no segunda sino tercera.

Algo parecido podría decirse respecto al manejo que los medios están dando al problema de la guerra en Colombia. La opinión generalizada es que las imágenes de los cuerpos mutilados transmitidas por los medios “hablan por sí mismas” y son, por ello, capaces de horrorizarnos. Esto es cierto solamente en parte. Que un cuerpo mutilado produzca en nosotros un sentimiento denominado “horror” y que valoremos esa visión como algo “repugnante e indigno”, es un juicio ideológico que, gracias a un largo proceso de decantación histórica, ha llegado a convertirse en naturaleza segunda. Pero de ser plausible lo dicho anteriormente, podríamos afirmar que los cuerpos mutilados que vemos por televisión no hablan por sí mismos. Ellos son obligados a hablar de uno u otro modo, según los intereses económicos y políticos de las programadoras. Todo depende del modo en que es escenificada la noticia. En una situación puramente ideal, la imagen televisiva de un cuerpo mutilado podría ser interpretada por un personaje entrevistado como un “acto terrorista”, como una “acción represiva del estado” o como una prueba de que el país necesita de “mano dura” para terminar con el conflicto. Hablo de una “situación ideal” porque, en realidad, el entrevistado es casi siempre un miembro del gobierno o un general del ejército, aunque últimamente las autodefensas están recibiendo bastante “pantalla” por parte de los medios.

Lo que quiero decir es que el significado de un cuerpo mutilado ya no se juega hoy en día en el ámbito cotidiano del “mundo de la vida”, sino en el escenario “sistémico” de los medios, para utilizar las categorías desarrolladas por Habermas. Y en este ámbito sistémico, lo que cuenta no es la “acción comunicativa”, sino el modo en que una representación ideológica es producida, montada, seleccionada y presentada como “naturaleza tercera”, de acuerdo a dispositivos globales de poder. La guerra de las imágenes sobre la guerra será ganada por aquel grupo que utilice mejor el poder libidinal para imputar sentido, es decir, que ponga en marcha todos los mecanismos seductores de la imagen para lograr el consentimiento no coercitivo de los consumidores.

Teniendo en cuenta todo lo anterior, discrepo con la opinión de algunos analistas culturales, para quienes los medios de comunicación han servido para ampliar considerablemente el espacio de lo público y se convierten, por tanto, en instrumentos de la democracia. Los medios serían algo así como el ágora posmoderna, en donde es posible debatir todas las opiniones, discutir todos los intereses e interactuar con todas las posiciones ideológicas. Los medios aparecen de este modo como espacios neutros para la formación de la ciudadanía. Me parece que esto es justamente lo que ocurre cuando los estudios culturales abandonan el concepto de ideología. Entonces se muestran incapaces de tender los lazos con la economía política y de mostrar que la información es precisamente eso: in-formar, esto es, dar forma ideológica a una materia preexistente. Una forma ideológica que, como he procurado demostrar, se encuentra vinculada con imperativos estructurales de carácter global.

Notas

(1) Instituto de Estudios Sociales y Culturales PENSAR, de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá.

(2) Esto significa que la ideología cumple una función social que no puede ser reemplazada por la ciencia. No es posible imaginar una sociedad en la que no existan ideologías – ni siquiera la sociedad sin clases de la que hablaba Marx -, ya que sin representaciones simbólicas la vida de los hombres carecería de sentido práctico (La revolución 192). Por eso, Althusser afirma que las ideologías “no tienen historia”, lo cual no quiere decir que la historia de las ideologías acontezca por fuera de ellas, como afirmaba Marx, sino que su función social no está ligada a ninguna clase y a ninguna formación histórica en particular. Lo que cambia con el tiempo no es la ideología como tal, sino las configuraciones históricas de la ideología. Esto permite a Althusser defender la osada tesis de que la ideología, como el inconciente, es “eterna”: “Creo poder afirmar que la ideología en general no tiene historia, y esto no en un sentido negativo (su historia acontece fuera de ella) sino en uno completamente positivo. Este sentido es positivo si es verdad que lo propio de la ideología es el estar dotada de una estructura y de un funcionamiento tales que la convierten en realidad no histórica, es decir, omnihistórica en el sentido de que esta estructura y este funcionamiento están bajo una misma forma inalterable, presentes en lo que se llama la historia entera […] Si eterno significa no lo trascendente a toda historia sino lo omnipresente, lo transhistórico y por tanto inmutable en toda la extensión de la historia, tomo entonces palabra por palabra la expresión de Freud y escribo: la ideología es eterna tal como el inconciente” (“Ideología” 130-131).

(3) Paul Ricoeur señala que en la teoría althusseriana de las ideologías existe un fuerte componente nietzscheano. La ideología es irremplazable porque los hombres necesitan dar algún sentido a sus vidas y este sentido no lo puede proporcionar la ciencia. En otras palabras: necesitamos ilusiones que nos permitan soportar la dureza de la vida. Las ideologías cumplen entonces una importante función vital, pues son intentos de dar sentido a los accidentes de la vida y a los aspectos más penosos de la existencia humana. Las ideologías son ilusiones necesarias para la supervivencia (Ricoeur 56).

(4) Esto significa, a su vez, que la “unidad” de un grupo de personas no es construida por su pertenencia a un “modo de producción”, como pensaba Marx, sino al modo particular en que asumen una ideología.

(5) Como bien lo anota Paul Ricoeur en sus comentarios al concepto de ideología en Althusser: “For Althusser the concept of action is too anthropological; practice is the more objective term. Finally, it is only the material existence of an ideological apparatus which makes sense of practice. The apparatus is a material framework, within which people do some specific things” (Ricoeur 63).

(6) Este argumento lo he desarrollado con amplitud en otro lugar (Castro-Gómez 2000).

(7) Bourdieu ha mostrado que el poder no depende solo de la posesión de capital económico, sino también del acceso privilegiado al capital social y cultural.

Fuente: http://www.oei.es/salactsi/castro3.htm Sigue leyendo

“Mujeres Nikkei: Issei, Nisei, Sansei. Construcción de la feminidad en la comunidad peruano japonesa” . DORIS MOROMISATO

CONFERENCIA DE DORIS MOROMISATO
Miércoles 25 de febrero, 7:30 p.m. Ingreso libre
Centro Cultural Peruano Japonés, Auditorio Ryoichi Jinnai

“Mujeres Nikkei: Issei, Nisei, Sansei. Construcción de la feminidad en la comunidad peruano japonesa”

En la historia de la inmigración japonesa al Perú, las mujeres nikkei construyeron su “ser mujer” de acuerdo a si eran issei, nisei y sansei (primera, segunda y tercera generación). Cada una de ellas tuvo su propio modelo de feminidad y vivió diferentes tabúes y prejuicios, así como tuvieron sus propias expectativas frente a la maternidad, la sexualidad o los límites raciales.

Doris Moromisato Miasato (Chambala, 1962), es poeta y feminista. Es Embajadora de Buena Voluntad de la Prefectura de Okinawa (2006) y actualmente es Directora Cultural de la Cámara Peruana del Libro. Recientemente ha publicado los libros “Okinawa. Un siglo en el Perú” y “La segunda mirada. Memoria del coloquio Simone de Beauvoir y los estudios de género”, donde está incluido el ensayo de la conferencia.

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La vigencia de Raymond Carver. Entrevista con Tess Gallagher

La vigencia de Raymond Carver

Raymond Carver y su esposa Tess Gallagher

A principios de octubre llegará a las librerías españolas “Carver y yo”, volumen que reúne cartas, diarios de viaje, entrevistas y fotos de Raymond Carver y su esposa, Tess Gallagher. El libro, que ya fue traducido al italiano y al francés, y que Bartleby Editores publica ahora en castellano, se suma al rescate de la vida y la obra de uno de los cuentistas norteamericanos más destacados del siglo veinte.

CLAUDIA APABLAZA

Moon Crossing Bridge (El puente que cruza la luna), el poemario de Tess Gallagher, viuda de Raymond Carver, se publicó en Estados Unidos en 1992 y fue traducido por primera vez al castellano el 2006 por Bartleby Editores. El mismo año, la editorial, publicó Todos nosotros, libro que reúne la poesía completa del autor, y Sin heroísmos, por favor, recopilación de textos que Carver había publicado en diferentes revistas y periódicos a lo largo de toda su carrera. Ahora se suma a este rescate Carver y yo, que se publicará en España bajo el mismo sello editorial.

Ademas, Tess Gallagher se ha propuesto publicar la versión original de De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981), libro que Raymond Carver presentó a la editorial Knopf con el nombre de Begginers, pero que terminó editado por Gordon Lish bajo ese título y con una edición rigurosa que nunca dejó conforme a Carver. Gallagher no ha conseguido autorización para publicar este libro en su versión original en Estados Unidos.

Tanto El puente que cruza la luna como Carver y yo son homenajes de Tess Gallagher hacia la figura de Carver. En 1988, Carver muere de cáncer al pulmón, dejando atrás diez años de matrimonio, de los que data su producción literaria más fuerte. Su “segunda vida”, como la llamó él mismo, después de sobrevivir a carencias económicas y a cuatro hospitalizaciones por alcoholismo. “Me estaba matando, simple y llanamente. No exagero”.

El 1 de enero de 1979 Carver inicia su vida junto a Tess Gallagher, poeta y guionista norteamericana. William Stull y Maureen Caroll enfatizan, en el prólogo de Carver y yo, lo poco que sabríamos del autor si es que no hubiese vivido esos diez años más. Hasta el momento sólo había publicado en una editorial de alto tiraje el volumen de cuentos ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (1976), y algunos libros de poesía en editoriales prácticamente desconocidas y con muy baja distribución: Near Klamath (1968), Winter Insomnia (1970) y At Night the Salmon Move (1976). Pero sus obras cumbres sólo fueron escritas dentro del período en que estuvo con Tess: ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? (1981) y Catedral (1983), obras que crecen en profundidad y aflicción lírica. Según los prologadores, esto se lo debe a la intensa relación con Gallagher, y el mismo Carver lo señala en una entrevista: “Hay una mayor plenitud, mayor hondura, gracias al buen ojo y estímulo de Tess… No sólo cambiaron las circunstancias personales de mi vida, también las externas. Imagino que me volví más esperanzado, más positivo”.

Carver y yo es una recopilación de documentos que Tess Gallagher entrega para conocer más en profundidad la obra de Carver. Cartas, diarios de viaje de ambos, entrevistas a Carver, fotografías, entre otros. Está dividido en cuatro partes. La primera, “Excursiones”, es el diario del largo viaje que hizo la pareja durante un año por Europa en 1987 para promocionar los libros del autor: desde Seattle a París, San Quintín, Alemania, Zurich, Roma, Londres, Escocia, Dublín y Belfast. Lugares en los que se van encontrando con amigos escritores, editores, libreros, intelectuales y artistas de la época. “Me propuse entonces llevar un diario en el que registrar los nombres de las personas que conociéramos. Ray creo que lo llamaba ‘grabadora con tapas’. Los diarios se parecen bastante a un álbum, porque guardaba en ellos programas de teatro, recortes de periódicos, postales y fotos polaroid. Alguna vez también dibujé cosas que no podía escribir con palabras”, escribe Gallagher. Junto con el diario que lleva Tess, se intercalan, en esta primera parte, notas breves que Carver le dejaba a su mujer en el viaje: “Me encantaría volver a casa. R.C. Hotel des Saints-Perés. Prometo (intentarlo) pasear todos los días, más o menos, con Tess por la playa de Port Angeles. R.C.”.

La segunda parte, “Vidas cruzadas”, reúne las cartas entre Tess y el cineasta Robert Altman, quien adaptó parte de la obra de Carver en la película Short Cuts. La tercera, “Conversaciones”, son entrevistas realizadas a Tess Gallagger para algunos medios norteamericanos. Y para terminar, “Sin final”, un texto donde Gallagher relata cómo ha sido su dedicación a la obra de Carver desde su muerte y la permanente comunicación entre ellos: “Nuestro diálogo, nuestro contacto, no terminará nunca. Mi sombra más azul, esa estrella blanca que me pertenece”.

-¿Cómo se planteó el libro “Carver y yo”? ¿Es un homenaje al marido muerto, al escritor o a la pareja literaria que ustedes conformaron?

-Carver y yo fue escrito para entregar una idea de mi vida con Ray, sobre todo de lo agradable de los viajes que hicimos juntos. También mostrar qué cosas importantes pasaron después de su muerte, como la publicación de sus poemas y la adaptación de los relatos de Ray en la película Short Cuts. El libro es tanto un homenaje a Ray como un retrato de nuestra vida juntos como escritores.

-¿Cómo era a grandes rasgos el trabajo literario entre ustedes?

-Trabajamos con la misma fuerza el uno para el otro. Recuerdo con mucha alegría cuando le debía mostrar una historia a Ray o un poema. Él realmente celebraba mis textos y también trataba de ayudarme a perfeccionarlos. Cuando yo leía el trabajo de Ray, me asombraba e impactaba mucho. Lo sentía como si fuese a ocurrirme, como si la historia hubiese entrado en mi corriente sanguínea y yo sabía justo lo que ella necesitaba para completarse. Ray se encantaba cuando yo bosquejaba algo de esas ideas. Él podía usar todo o parte de ello, o formularlo de nuevo. Nosotros éramos bastante simbióticos, y cuando esto sucedía, era muy positivo para nuestro trabajo en común. Ray siempre quería saber lo que yo pensaba de su trabajo y valoraba que yo me lo tomara muy en serio. Trabajé de forma muy dura con él hasta el final.

-Usted también señala que Carver fue el motor principal en su propia producción poética. ¿Sigue siéndolo?

-Ray es todavía una de las presencias más importantes en mi vida espiritual. Tengo varios poemas en mi último libro, Dear Ghosts, sobre él o dirigidos a él. Pero el lenguaje de los nuevos poemas no es tan hermético o misterioso como los de El puente que cruza la luna. Con aquel libro sentí que casi tuve que inventar de nuevo mi modo de estar en el lenguaje. A veces uno sólo tiene que arriesgarse y esperar a que la emoción lo lleve de un modo que no había esperado.

-Y hasta qué punto su obra poética se puede desvincular de la figura de Carver. Es decir, ¿le pesa mucho ser la “viuda de Carver”?

-Siento que él no es para mí una figura opresiva. Soy, de verdad, más que la viuda de Raymond Carver. Ya han pasado diecinueve años desde su muerte. Mi escritura ha continuado desarrollándose durante este tiempo. Y los tópicos con los que trabajo son diversos: política, espiritual; tomando varias culturas como el japonés, el irlandés y el español. Me gusta trabajar con ellas que, si bien a veces son “fantasmas” o “espíritus”, todavía nos entregan mucho conocimiento y sabiduría.

-¿Qué relación hay entre la muerte de Carver y el lenguaje en su obra?

-En El Puente que cruza la luna tuve que moverme a una especie de oscuridad espiritual para redescubrir a Ray. Los poemas fueron usados para construir un puente hacia él en su nueva forma. Su desaparición hizo que los poemas alcanzaran una lengua pasada, remota, para descubrirlo. Es verdad que el lenguaje es muy retorcido en esos poemas, y mi traductor español, Eduardo Moga, me confesó que en ocasiones mi modo de hablar empuja el castellano a sus límites.

-¿Qué afinidades tiene usted con el lector español de la obra de Carver? Es decir, ¿qué le parece que se traduzca toda la obra de Carver al español?

-No estoy segura de qué les parece Ray a los lectores españoles, pero puedo imaginarme que les gusta su honestidad y su modo de ser cuidadoso. Pienso que él siempre respetaba a los otros, incluso cuando alguien estaba errado en su vida. También él era muy sensible, pero de una forma muy moderada, de una forma que permitía acercarse a un camino que amplía la visión de mundo, que lo engrandece.

-En la carta enviada a Robert Altman, usted le dice que encuentra muy diferentes sus puntos de vista: “…donde Carver mete el cuchillo y lo vuelve a sacar más o menos en el mismo sitio, tú optas por trazar un ligero arco con él”. ¿Cree que la película es una buena adaptación de la obra de Carver?

-Creo que es la mezcla de las imaginaciones de dos grandes genios. Dos maestros. La fuerza de ambos está muy presente, aún cuando uno de ellos ha sido amplificado y cambiado por el de otro. Ray era muy delicado y exacto, mientras que Altman debe trabajar más ampliamente porque su medio es el cine. Pienso que Short Cuts no es realmente una adaptación del trabajo de Ray. Es una nueva creación en la cual el trabajo de Ray se avivó con la visión de Altman. Una adaptación simplemente habría estado guardando la fidelidad a las historias de Ray. Altman tuvo que hacer más que eso.

-¿Cómo se enfrentaba Carver a la crítica?

-En general, Ray tuvo mucha aclamación crítica y respeto mientras estaba vivo. Sólo había controversias de vez en cuando. Por ejemplo, con la designación de “minimalista” que hicieron de él y con la cual nunca estuvo de acuerdo. Esto era una impresión falsa de Ray.

-Usted señala en “Carver y yo” que un escritor no debería estar ligado al mundo académico. ¿Por qué no se podrían complementar ambos oficios?

-Pienso que muchos escritores pueden enseñar y escribir. Pero Ray, realmente, nunca se sintió cómodo enseñando. Él se sentía bien haciendo nada más que su obra literaria. Por mi parte, creo que mi enseñanza viene del mismo lugar de donde proviene mi trabajo creativo, así que significa que tendré menos poesía cuando estoy enseñando. Sólo quise trabajar medio tiempo en la enseñanza, así que podía hacerlo de forma muy intensa. Nunca quise ser alguien que se ganara la vida sólo de ello. Yo hubiese preferido siempre vivir con menos y guardar fidelidad tanto a la enseñanza como al arte, haciendo cada uno en su nivel más alto. Pero no tenía niños que mantener. Creo que este modo de vida es un lujo. ¡Pero ser un escritor es también un gran lujo!

-Usted señala que uno de los antídotos que tenían para la enfermedad de Carver, cuando los tumores se expandieron, era leer a Chéjov.

-Hablo de esto con mayor detalle en la introducción al último libro de poemas de Ray, A New Path to the Waterfall. Allí describo cómo yo leía algunas historias de Chéjov por la mañana y luego se las contaba de tal modo a Ray por la tarde, que él se las quería leer. Luego era muy interesante discutir sobre la historia. También, comencé a notar que ciertos pasajes de Chéjov eran como “poesía oculta”. Si los mecanografías en líneas hacia arriba, podrías descubrir la poesía de esa prosa. Ray comenzó a hacer eso. Hay varios poemas que son “poemas encontrados”. Ray encontró algo nuevo en la prosa de Chéjov. Por otro lado, pienso que sentíamos la presencia de Chéjov con nosotros muy fuertemente en esos días. Era como si hubiésemos logrado ir más allá del tiempo y él hubiese caminado hacia nosotros en sus historias.

-¿Quedan aún textos inéditos de Carver?

-Beginners es el libro que Ray presentó originalmente a Knopf para la publicación y que se convirtió en De qué hablamos cuando hablamos de amor. Ray no estaba de acuerdo con la edición de ese libro, pero no podía parar la publicación. Espero poder publicar este libro en español, ya que la editorial Knopf no me ha dado la autorización, hasta ahora, para publicarlo en Estados Unidos. Creo que hay una cierta sensación de Knopf de que ellos “han hecho el canon” de Ray, y no quieren que esto cambie. Esto es un tanto irrespetuoso hacia Ray. ¡Es extraño que el libro pueda aparecer en español o italiano o japonés, pero no en inglés, la lengua en la cual se originó!

Pareja literaria

RAYMOND CARVER (1939-1988) Poeta y narrador. Es considerado uno de los grandes cuentistas de las últimas décadas. Entre sus libros, destacan: ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, De qué hablamos cuando hablamos de amor, Catedral, Tres rosas amarillas y Si me necesitas, llámame.

TESS GALLAGHER (Port Angeles, 1943). Poeta, narradora, ensayista, guionista y traductora.

Ha publicado, entre otros, los poemarios Instructions to the Double (1976), Under Stars (1978), Amplitude (1988), Moon Crossing Bridge (1992), Portable Kisses (1996), y Dear Ghosts (2006). Becada por la Fundación Guggenheim, ha recibido los premios de la Maxine Cushing Gray Foundation y el Elliston Award.

CARVER Y YO

Tess Gallagher Bartleby Ediciones, Madrid, 2007.

Fuente: El mercurio.com. Domingo 16 de Septiembre de 2007
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Escribir un cuento. Raymond carver

Escribir un cuento

Raymond Carver

Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.
Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin… Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.

Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio… Entonces tendré al menos es ficha escrita. “El esmero es la ÚNICA convicción moral del escritor”. Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa “única convicción moral”, deberá rastrearla sin desmayo.

Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:… Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.

Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Sólo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.

Hace unos meses, en el New York Times Books Review, John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”. Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de “innovaciones formales” en la narración. Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar -y maltratar, incluso- a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá sólo resulte interesante para un puñado de especializadísimos científicos.

Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas -Barthelme, por ejemplo- no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.

Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos -una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer- con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.

En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento -si las palabras resultan oscuras, enrevesadas- los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó “especificación endeble” a este tipo de desafortunada escritura.

Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. “Lo haría mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.

En un ensayo titulado “Escribir cuentos”, Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento… Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la “piadosa gente del pueblo”, para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:

“Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable.”

Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor.

Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.

Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.

Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma en el cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.

La definición que da V.S. Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo”, otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.

Fuente: http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/carver.htm Sigue leyendo