Tarsila Do Amaral. Pintora Brasileña

Tarsila Do Amaral

(Capivari, 1886-São Paulo, 1973) Pintora brasileña. En 1916 comenzó sus estudios de arte en Sâo Paulo y en 1920 los continuó en París, donde estudió con los pintores cubistas franceses André Lhote, Fernand Léger y Albert Gleizes. Celebró su primera exposición individual en París en 1926, y en ella se pudo ver la que sería su obra más emblemática, La Negra (1923).

Su relación con el escritor brasileño Oswald Andrade, con quien vivió durante unos años, contribuyó al intercambio de ideas entre artistas brasileños de vanguardia y escritores y artistas franceses. Sus telas reflejan una gran diversidad de influencias. Por lo general, representan paisajes de su país con una vegetación y fauna de vívidos colores, de formas geométricas y planas con influencias cubistas. Al igual que otros artistas brasileños de su época, estaba interesada en los orígenes africanos de su cultura y solía incorporar a su obra elementos afrobrasileños.

A finales de la década de 1920 comenzó a pintar una serie de paisajes brasileños de corte onírico influidos por el surrealismo francés. Tras un viaje a Moscú en 1931, incorporó aspectos del realismo socialista, estilo artístico oficial aprobado por el gobierno soviético en el que se representaba a obreros y campesinos en posturas monumentales y heroicas. Sin embargo, pronto retornó a sus temas iniciales, y pintó cuadros surrealistas de figuras alargadas en los que plasmó las brillantes tonalidades rosas y anaranjadas de la tierra brasileña.

Fuente: Biografías y vidas

“Abaporu” – Tarsila do Amaral – 1928 Leer más

Fredric Jameson y el inconsciente político de la Postmodernidad

Fredric Jameson y el inconsciente político de la Postmodernidad

Por: Juan Carlos Fernández Serrato

Jameson

La obra de Frederic Jameson, quizá el más representativo de los teóricos marxistas norteamericanos, supone un raro intento de actualización del pensamiento dialéctico en unos tiempos donde el postestructuralismo ha puesto en crisis la noción misma de la realidad referencial. Sus teorías nacen con una clara una intención fundacional: armonizar las vertientes hegeliana y estructural del marxismo y asumir, al mismo tiempo, pero siempre dentro de un horizonte político, los hallazgos de la semiótica e incluso algunos aspectos de la hermenéutica de estirpe freudiana y de la crítica del mito. Un programa meticulosamente elaborado a lo largo de más de veinticinco años, que desemboca en su síntesis de 1981, The Political Unconcious: Narrative as Socially Symbolic Act (Trad. esp.: Documentos de cultura, documentos de barbarie, Madrid, Visor, 1989) y que ha soportado, con enorme productividad crítica, la verdadera prueba de fuego que ha supuesto su traslación metodológica a las arenas de las disputas postmodernas.

1. Bases de la teoría hermenéutica de Fredric Jameson.

A largo de toda la trayectoria teórica de Fredric Jameson existe una constante clara: el compromiso que se deriva del análisis de la lógica de la propia teoría en general y de la declaración de su esencial trasfondo político. No hay teorías inocentes. Desde aquí plantea Jameson en 1971 su estrategia discursiva, el metacomentario, un método que podríamos definir, con título prestado de Todorov, como “la crítica de la crítica”.

“[…] Nunca confrontamos un texto -dice Jameson- de manera realmente inmediata, en todo su frescor como cosa en-sí. Antes bien los textos llegan ante nosotros como lo siempre-ya-leído; los aprehendemos a través de capas sedimentadas de interpretaciones previas, o bien -si el texto es enteramente nuevo- a través de los hábitos de lectura y las categorías sedimentadas que han desarrollado esas imperativas tradiciones heredadas” (1981: 11).

La noción de escritura crítica que postula Jameson es, por tanto, la del resultado de un acto interpretativo de carácter alegórico en el que el texto objeto se reescribe en virtud de un código maestro que lo incorpora a su propia textualidad. Esta formulación difiere sensiblemente de las retóricas de la lectura elaboradas por la deconstrucción norteamericana en el hecho fundamental de que no se considera la operación interpretativa como un acto esencial, transhistórico, sino como una reconstrucción ideológica determinada precisamente por la historia.

El metacomentario se constituye, así, como una hermenéutica, pero fundada sobre lo que para Jameson es la labor central del método marxista: el análisis de la ideología. Desde la perspectiva combativa que asume sin rubor, la labor que el teórico norteamericano se plantea consiste en la elucidación de los códigos maestros a través de los que se filtran las producciones culturales, y poder así llegar a comprender las implicaciones políticas que por su propia naturaleza refracta toda intervención en el territorio de la cultura. Para ello, según Jameson, hay que tener en cuenta una premisa fundamental: la interpretación basada sobre códigos maestros debe entenderse como una escritura alegórica que ejecuta operaciones de ocultamiento, inversión o transformación sobre su objeto, con la finalidad Última de asimilarlo a las constantes culturales dominantes en el momento histórico desde el que se efectúa su lectura.

El enfoque que sostiene Jameson en sus argumentaciones pretende, en lógica consecuencia, objetivar los hechos culturales y los códigos maestros que los cubren, para, así, deslindar el paso de la ideología por la cultura. Si con ello sigue fiel a una concepción de la historia propia del marxismo clásico, cuya su dinámica evolutiva puede resumirse en el tema fundamental de “(…) la lucha colectiva por arrancar un reino de la Libertad al reino de la Necesidad” (1981: 17) no es menos cierto que no le bastan como justificación ni el dogma ni la buena fe de lo que pudiéramos llamar una ética de la praxis liberadora.

La teoría del inconsciente político, si quiere fundamentarse sólidamente, debe enfrentar sus instrumentos y nociones con las de otras hermenéuticas y establecer un campo de discusiones que no sea excluyente, sino dialécticamente progresivo -en el sentido de producir un conocimiento adecuado a la explicación de los cambios y transformaciones de la realidad social-, y dicho campo lo encuentra el teórico norteamericano en un territorio de preocupación común a todos los modelos que tratan de interpretar la cultura: la Historia.

Este será el gran espacio donde pueda mostrarse la trascendencia ideológica de los códigos maestros y de las operaciones de descripción y apropiación de la cultura y donde podrá verse no sólo cómo se leen los textos culturales, sino para qué se leen.

Aquí puede verse la primera muestra de su relación dialéctica con las corrientes postestructuralistas, al menos con la que representa el pensamiento de Foucault o de Gilles Deleuze y Félix Guattari, al insistir en la denuncia de aquellas concepciones de la cultura que la reducen a términos de proyección psicológica subjetiva y, por tanto, la relegan a un dominio cuasi místico, eterno, inabarcable e insignificante como modo de expresión de las relaciones sociales.

Por otra parte, la continua referencia de Jameson al papel que la Historia ejerce como horizonte de control de las posibilidades de la interpretación de los textos culturales plantea un problema metodológico básico: la necesidad de determinar de qué hablamos cuando hablamos de Historia. De manera que, si queremos aclarar los puntales conceptuales de su teoría sociocrítica, deberemos abordar antes que otra cosa su noción del fenómeno histórico.

En este sentido, y ya desde el prefacio de su The Political Unconcious (1981: 11-14), Jameson distingue dos tipos fundamentales en la “historicidad” aplicable a los textos culturales: la del objeto mismo, constituida por “los orígenes históricos de las cosas mismas” y la de las categorías a través de las cuales el sujeto intenta entender los objetos culturales propiamente dichos. El metacomentario, es obvio, se dirige a explicar el funcionamiento de esta última noción, pues en ella es donde se asentaría el inconsciente político de la interpretación y por lo tanto las finalidades de las diversas alegorías que lo recubren. Así, tanto los textos culturales como los códigos maestros desde los que se construyeron, y las nuevas lecturas con las que se asimila el pasado al sistema de valores de nuestro presente (lo que Jameson denominará en otro momento la escritura postmoderna o esquizofrénica), se muestra como una compleja red de interrelaciones en las que puede descubrirse el desarrollo dialéctico de los discursos de poder y dominación, proyectados sobre la historia misma.

Para ello, Jameson requiere el auxilio de la filosofía idealista y concibe la historia, no la de los objetos, la empírica, sino la que deriva de las nociones y categorías que pone en juego un determinado código hermenéutico, como un constructo teórico, una lectura y organización de los acontecimientos cronológicos en una narración focalizada por la ideología. El resultado es el establecimiento de determinados paradigmas narrativos en cuanto interpretantes interpuestos entre la realidad y su relato, visiones del mundo, en la terminología tradicional, para las que Jameson reclama la noción hegeliana de la Darstellung, a la que redefine como “esa designación intraducible en la que los problemas actuales de la representación se cruzan productivamente con aquellos bastante diferentes de la presentación, o del movimiento esencialmente narrativo o retórico del lenguaje y de la escritura a lo largo del tiempo” (1981: 14).

Desde Foucault sabemos de la historia como relato de la dominación, pero el nihilismo ético, que suele asignarse al pensamiento postestructuralista, es lo que Jameson pretende sortear con su reivindicación de un tercer modelo, el marxista, que superaría las contradicciones inherentes a la ideología de las otras dos grandes filosofías de la historia que preceden al materialismo histórico, esto es la cristiana y la burguesa. La gran virtud del marxismo, frente a las explicaciones teocéntricas -con su insistencia en la escatología del más allá- y a las que se basan en el voluntarismo del espíritu humano -en el sujeto de genio y en el carácter nacional, en suma-, habría sido la construcción de una hermenéutica holística, basada sobre una concepción colectiva y totalizante del acontecer histórico. Naturalmente, esto implica, para nuestro campo de conocimientos, mantener la trascendencia ética de toda crítica cultural.

El segundo problema a considerar, si se aspira a restaurar el sentido borrado en los textos culturales, consistiría en determinar qué tipo de causalidad se establece entre el texto propiamente dicho y los valores ideológicos que refracta.

Jameson encara el problema reformulando la conocida proposición de Lenin (“la Historia es un proceso sin telos ni sujeto”) que filtraría Louis Althusser -a quien se la atribuye Jameson, como parece ser ya la costumbre instituida- y reclamando la vuelta a un pensamiento crítico sobre la realidad material de la historia, realidad que las interpretaciones textualistas parecen haber borrado. Estos son sus argumentos, que cito en extenso por la importancia que tomarán en el debate postmodernista:

“La arrolladora negatividad de la fórmula althusseriana confunde en la medida en que puede fácilmente asimilarse a los temas polémicos de una multitud de post-estructurales y post-marxismos contemporáneos, para los cuales la Historia, en el mal sentido de la palabra -la referencia a un “contexto” o un “trasfondo”, un mundo real exterior de algún tipo, la referencia, en otras palabras, al muy denigrado “referente” mismo- es simplemente un texto más entre otros, algo que se encuentra en los manuales de historia y en esa presentación cronológica de las secuencias históricas. […] Propondríamos pues la siguiente formulación revisada: que la historia no es un texto, una narración, maestra o de otra especie, sino que, como causa ausente, nos es inaccesible salvo en forma textual, y que nuestro abordamiento de ella y de lo Real mismo pasa necesariamente por su previa textualización, su narrativización en el inconsciente político.” (1981: 30).

Jameson se topa al fin con el cuadrado semiótico de Greimas buscando un marco de solución para extrapolar al análisis cultural otra idea althusseriana, complementaria de la anterior, a saber: que la semiautonomía de los distintos niveles de la estructura socio-histórica tiene que relacionar tanto como separar, es decir, no sólo producir homologías, sino también diferencias.

Greimas (1979: 96-99 y 1986: 63-69) sostiene que existe una estructura elemental de la significación, susceptible de ser reproducida visualmente en forma de cuadrado, y que se basa en la combinación de dos oposiciones binarias entre dos términos opuestos y sus respectivos complementarios, de manera que todo sistema semiótico queda definido como una jerarquía en la que sus términos se agrupan por pares, los cuales mantienen entre sí relaciones de contradicción, contrariedad o complementariedad. Jameson, por su parte, añade que esta estructura significativa elemental basada en la antinomia, en lo que podríamos llamar un pensamiento que progresa por oposición y complementación, debe ser historizada. Esto es, si el cuadrado semiótico de Greimas propone que la estructura semántica es un proceso no disgresivo, sino clausurado, su traslación al metacomentario cultural implica la posibilidad de aplicar la hipótesis de que una conciencia ideológica precisa puede ser descrita y delimitada marcando “los puntos conceptuales más allá de los cuales no puede llegar esa conciencia y entre los cuales está condenada a oscilar” (1981: 39).

Afirma, además, que los textos culturales manifiestan distintas representaciones de la conciencia ideológica en la cual surgieron, como hubiera suscrito Lukács, pero, yendo un paso más allá que el filósofo húngaro, entiende que esta representación afecta no sólo a lo dicho propiamente en el texto, sino también a lo no dicho, lo reprimido o desplazado. Pensar la clausura semántica desde el cuadrado greimasiano, permite la reconstrucción de lo ausente en el texto, por su relación con lo específicamente expuesto, de manera que la afirmación de un ideologema determinado lo arrastra a su relación dialéctica con su contrario o con su complementario. De las antinomias y oposiciones semánticas que genera el texto cultural, deduce Jameson la categoría fundamental de contradicción.

En consecuencia, el ideologema no puede entenderse ya como un mero reflejo en el texto cultural de un determinado contexto situacional externo, sino como “la solución imaginaria de las contradicciones objetivas a las que constituye así una respuesta activa” (1981: 95). Concebido de esta manera, pasa a ser una forma de la praxis social, una “solución simbólica de una situación histórica concreta”:

“[…] La estructura literaria [vale decir: cultural, en general], lejos de realizarse completamente en cualquiera de sus niveles, se vuelca fuertemente hacia abajo o lado de lo impensé y lo non-dit; en una palabra, hacia el inconsciente político mismo del texto, de tal modo que los semas dispersos de este último -cuando se los reconstruye de acuerdo con este modelo [el greimasiano] de clausura ideológica-, nos dirigen ellos mismos insistentemente hacia el poder informador de las fuerzas o contradicciones que el texto trata en vano de controlar o de minar plenamente (o de administrar[…]).” (1981: 40).

2. El inconsciente político de la postmodernidad.

La aplicación de la teoría hermenéutica de Jameson sobre textos del pasado cultural, como la que él mismo lleva a cabo en The Political Unconcious, se ha mostrado efectiva y sugerente sobre novelas de Balzac, George Gissing y Conrad, es decir, sobre cómodos textos del realismo decimonónico y del pre-modernismo, encuadrables sin mucha dificultad en las teorías al respecto de Marx o de Lukács. Pero hay que reconocer que la reflexión sobre un cierto pasado cultural está apoyada por todo lo que sabemos de la historia que lo transita y, por tanto, el método de Jameson juega con una ventaja que quizá le haga efectivo como análisis del pasado, pero queda por demostrar su valor de teoría de la ideología cultural en términos absolutos.

Sin embargo es está última dimensión, la que nos parece lo más interesante del pensamiento de Jameson. En toda su producción teórica, incluida la directamente enfocada al análisis del pasado, domina precisamente su compromiso con el presente, su no renuncia a seguir defendiendo la hermenéutica y la teoría cultural como una praxis crítica estrechamente ligada a la producción de un conocimiento liberador, a la utopía, en definitiva. Por ello, sus análisis de la postmodernidad suponen no sólo la descripción de un estado de cosas cultural, social, histórico, y de su correspondiente (¿o “correspondientes”?) inconsciente(s) político(s), sino también una interpretación crítica de las implicaciones de ese inconsciente político en el desarrollo actual de las ideologías de dominación y subversión.

Si los ideologemas son cristalizaciones de la praxis política en la praxis cultural, bajo la forma de “paradigmas narrativos heredados” (1981: 1449) que funcionan como materia prima del texto cultural, su actuación sobre nuestro presente inmediato, plantea la cuestión apasionante de saber en qué consiste hoy su función, en cuanto estructuras significantes, y de qué manera nos afectan en nuestra cotidianeidad.

Jameson comenzó sus asedios al controvertido tema de la postmodernidad en 1982, con una conferencia pronunciada en el museo Whitney de Nueva York que posteriormente incluiría en uno de sus más conocidos trabajos, Postmodernism or the Cultural Logic of Late Capistalism (1984). Sus primeras preocupaciones se derivaban de la intención de mostrar la posibilidad de una nueva sistemática cultural fin de siglo y de establecer, desde el análisis de diversos fenómenos, la serie de ideologemas que pudieran conformar los extremos de la clausura ideológica de la sociedad postmoderna. En resumen, y glosando el cuadrado de Greimas, lo que es y no es la sociedad contemporánea, por medio de lo que parece y no parece ser una lógica o discurso dominante diferente del que conocemos como “moderno”. La finalidad del estudio radica, por tanto, en la elucidación del estatuto de la verdad y la mentira, de lo secreto y lo falso, de eso que podríamos llamar una “ruptura de la modernidad”.

Entiéndase que Jameson aspira a establecer no qué sea “lo Verdadero”, sino qué valores de juicio son propuestos como verdaderos o falsos en la postmodernidad, y relacionar luego sus efectos culturales, incardinándolos en esa historia total (no totalitaria, como veremos) que es la causa ausente de una teoría marxista del conocimiento social.

En primer lugar, Jameson admite la existencia de transformaciones económicas, políticas y, en general, sociales, que desde los años cincuenta y sesenta han venido modificando el rostro de las sociedades capitalistas occidentales, hacia lo que se ha designado como sociedad postindistrial, sociedad de consumo, de los media, de la información, sociedad electrónica o de la alta tecnología, sociedad del espectáculo, del capitalismo transnacional o simplemente del capitalismo tardío. Designaciones que nacen desde diversas concepciones socio-políticas, tanto de aquéllas que pretenden legitimar un retorno conservador a la premodernidad ideológica, como del marxismo y de algunas ideologías por ahora inclasificables más allá de su común tono libertario.

Estas transformaciones tienen como proyección política más importante la progresiva hegemonía colonial de los Estados Unidos de Norteamérica sobre las estructuras y los comportamientos sociales de Occidente y un reforzado intervencionismo en el llamado Tercer Mundo. Pero además, hacen posible, por primera vez en la historia, el desplazamiento absoluto del poder hacia el mercado, un mercado que impone sus normas de eficacia tecnológica al servicio de la rentabilidad del capital, de modo tan generalizado que dicta hasta la misma idea de Estado.

De igual manera, el agotamiento del capitalismo clásico corre parejo al ocaso de la modernidad estética, un declive que lee Jameson en la institucionalización del arte pop, en los diversos neoexpresionismos plásticos, en la música concreta de Jonh Cage o en la asimilación de los estilos populares al discurso de la llamada música culta, perceptible en la obra de compositores como Phillip Glass, en el cine derivado de Godard, en el videoarte, en el punk, en las novelas de Burroughs o Pynchon y, sobre todo, en la autorreclamada arquitectura postmoderna.

Estas transformaciones no deben ser consideradas como cronológicamente coincidentes ni geográficamente homogéneas, y desde luego, la posibilidad de establecer entre las manifestaciones culturales y la base económica una causalidad mecanicista es poco factible más allá de fenómenos muy localizados como el de la estrechísima relación de las primeras construcciones de la arquitectura postmoderna con las demandas del mercado.

Jameson sostiene, en consecuencia con su idea de que sólo desde la causalidad estructural se pueden producir explicaciones críticas, que en la postmodernidad tanto los fenómenos económico-políticos como los culturales son expresiones de cambios en el modo de producción dominante, así como de la redistribución de los discursos de poder y de un nuevo estatuto en el desarrollo de la lucha de clases. Desde la perspectiva que defendía en su artículo de 1984, La lógica cultural del capitalismo tardío, los ideologemas centrales de esta nueva situación conformarían un espacio cultural delimitado por los siguientes rasgos constitutivos (1991: 28):

a) Una nueva superficialidad, que se prolonga tanto en la “teoría” contemporánea como en toda una nueva cultura de la imagen o del simulacro”.

b) El “debilitamiento de la historicidad, tanto en nuestra relación con la historia oficial como en las nuevas formas de nuestra temporalidad privada”.

c) “Un nuevo subsuelo emocional”, fundado sobre lo que Jameson llama “intensidades” y que recupera el sentimiento de lo sublime, establecido por la estética romántica.

d) Creciente dependencia de la cultura con respecto a la tecnología. Y…

e) …Profundas relaciones constitutivas de todo lo anterior con un nuevo sistema de economía mundializada.

Naturalmente, estas características quedan tan sólo como puntos de referencia de una estructura dinámica en la que resulta casi imposible diferenciar fenómenos particulares que ilustren exclusivamente a cada uno de ellos. Todos se implican mutuamente y se solapan en una especie movimiento hacia un vórtice significativo: el simulacro como dominante cultural y la reificación de los significantes como vehículo de la llamada “crisis del referente”.

La complejidad del problema postmoderno es tal que la férrea sistemática que Jameson exponía en The Political Unconcius (1981), y que tan bien funcionaba cuando se aplicaba a la novela realista, se quiebra. Esta falla afecta tanto a su concepción del holismo histórico marxista, como a la percepción misma de las correspondencias entre la ideología, la cultura y la economía postmodernas. Así, glosando la idea althusseriana de que la misión de la ideología consiste en buscar una forma de articular la brecha que separa la experiencia existencial y el conocimiento científico, sentencia al final de su ensayo de 1984:

“Una perspectiva historicista de esta definición añadiría que tal coordinación, la producción de ideologías activas y vivas, varía según las diferentes situaciones históricas y, sobre todo, que quizás haya situaciones históricas donde no sea posible en absoluto; y esta sería nuestra situación en la crisis actual” (1991: 72).

Pero esta crisis del pensamiento sistemático y totalizador sobre el presente, no puede ser el fruto de un mero vagar autónomo de la teoría, de un desarrollo de sus planteamientos hacia el solipsismo, hasta quedar presa en una situación descontextualizada de cualquier referente real. La hipótesis de Jameson sobre los códigos maestros interpretativos como alegorías hermenéuticas de la realidad, lo que podríamos reescribir con Iuri M. Lotman como estrategias modelizadoras del mundo a través de las abstracciones conceptuales, dirige su mirada ambivalente tanto a lo que es mostrado por esta situación, como a lo que quiere ocultar. La crisis de un pensar anclado en la historia debe ser, por tanto, un síntoma de la diferencia estructural de nuestro presente con respecto al pasado.

Siguiendo los planteamientos de la Escuela de Frankfurt y de Ernst Mandel sobre el capitalismo tardío como un tercer estadio en la evolución del capital, Jameson entiende que como toda base económica, este nuevo estadio evolutivo debe proyectarse en una serie de valores sociales que la cultura reconoce y reconstruye. Para escapar de la fácil y simplificadora teoría del reflejo, su concepción del inconsciente político se sustenta ahora sobre una relación tripartita de la actividad intelectual.

En primer lugar, identifica la dualidad marxista de ideología y ciencia respectivamente con lo Imaginario y lo Real de Lacan, pero, siguiendo a este último, modifica la oposición, localizando el nexo entre ambos en el ámbito de lo Simbólico.

De modo grosero, puede decirse que para Lacan la palabra, el símbolo, cumple la función mediadora entre el yo y el otro, entre la subjetividad y la realidad. Cuando el sujeto accede al control de las operaciones del lenguaje, de las operaciones de simbolización, puede relacionarse con el mundo marcando su situación con respecto a lo exterior a sí mismo, ocupando un lugar “entre los otros” y, en definitiva, tomado conciencia de sí mismo.

Jameson

Jameson interpreta la teoría lacaniana trasladándola al terreno social, de manera que la cultura se entiende como una actividad esencialmente simbolizadora, esto es, como la codificación y expresión de los valores subjetivos con respecto a las condiciones externas que los limitan y/o determinan. Así pues, para Jameson no es la cultura un reflejo de tal o cual fenómeno económico-político, sino el ámbito donde el sujeto social se afirma como nódulo en la estructura total de la sociedad y expresa la naturaleza de sus relaciones con los demás elementos de la estructura.

Pero en nuestro presente histórico, no parece que pueda esquematizarse con facilidad una red estructural de correspondencias ideológicas unívocas en el análisis de la expresión cultural. La postmodernidad es un fenómeno tan contradictorio que no pocas voces se han levantado contra la propia idea de que exista en sí mismo un presente “post” o distinto de la modernidad. En consecuencia, la cuestión básica consiste en delimitar el horizonte de sucesos culturales que encerraría, de existir tal cosa, los ideologemas centrales de la postmodernidad.

En primer lugar sitúa Jameson un fenómeno al que denomina “el ocaso de los afectos” (1984a, 1991: 29-46) y que podría entenderse como una coincidencia -no reconocida por el autor- con los planteamientos de Gilles Lipovetsky (1983) acerca de que la profundización en la subjetividad modernista ha dado lugar en nuestro presente histórico inmediato a una redistruibución del todo social, que se dirige hacia un individualismo radical. Esto habría posibilitado la emergencia de una sociedad organizada sobre discontinuidades, donde el sujeto se encuentra perdido en un presente que no puede aprehender como totalidad sistemática, sino como dispersión de efectos de realidad. Una especie de vivencia acomodaticia del sujeto en fenómenos locales, difícilmente perceptibles como partes relacionantes de una estructura social clásica.

Uno de los mejores ejemplos de esta situación del sujeto en la postmodernidad, puede rastrearse en la evolución de las mostración de los sentimientos en el arte. Jameson organiza básicamente sus argumentos sobre el análisis comparativo de un mismo tema pictórico desde dos puntos de vista estéticos y culturales muy diferentes: los cuadros, Un par de botas de Vincent Van Gogh y los Zapatos de polvo de diamante de Andy Warhol. Es en la contradicción entre una pintura que expresa, en Van Gogh, la voluntad de afirmación del sujeto en el estilo, y otra, la de Warhol, que se sustenta sobre la reproductibilidad mecánica del cartel publicitario y la serialización de los motivos, donde Jameson lee un cambio en la sensibilidad epocal.

Van Gogh, aún mantiene en los motivos de su pintura una temática testimonial, mientras que su trabajo sobre las formas y el color se aleja de la mímesis realista hacia lo que podría llamarse una aspiración utópica, en la que el rasgo de estilo supone aún la voluntad de cambiar la realidad desde la conciencia del sujeto. En Warhol, por el contrario, ya ha desaparecido todo utopismo, todo idealismo, y su trabajo se concentra en la producción de formas seductoras, una estrategia espectacular, pero ya no transformadora.

Apoyándose, secundariamente, en la angustia existencial que expresa la pintura de Edward Munch o en el onirismo de Magritte, como puntos destacados en la evolución del tratamiento de los sentimientos en el arte moderno, concluye Jameson que la búsqueda de ese simulacro seductor postmoderno representa el fin del ego burgués y de sus psicopatologías.

“En cuanto a la expresión y los sentimientos o emociones, la liberación que se produce en la sociedad contemporánea de la antigua anomia del sujeto centrado puede significar asimismo no sólo una liberación de la angustia sino también de todo tipo de sentimiento, al no estar ya presente un yo que siente. Eso no significa que los productos culturales de la época postmoderna carezcan totalmente de sentimientos, sino que ahora tales sentimientos […] flotan libremente y son impersonales, y tienden a estar dominados por una peculiar euforia.” (1984, 1991: 36).

Esta percepción de la muerte del sujeto, tan burdamente malinterpretada como asesinato del hombre desde que Foucault y Barthes plantearan el tema en los años sesenta, se concibe ahora como el producto de una radicalización formal y, simultáneamente, de una integración del modernismo estético en el ámbito de lo canónico, de lo aceptado institucionalmente. Los textos de la cultura postmoderna han asumido ya la negación o superación del pasado, que impulsó como primera meta el modernismo clásico, pero esto se lleva a cabo de un modo chocante. ahora las proyecciones postmodernas sólo incorporan en sus escrituras la superficie de las innovaciones discursivas y compositivas de la modernidad, obviando su aparato conceptual o, simplemente, reduciéndolo a una anécdota más de la “fábula”. En la postmodernidad, por tanto, la obra de arte se instituye como un mero juego de técnicas combinatorias y constructivas, sin que parezca tenerse en cuenta algo de suma importancia para la estética modernista: la carga ideológica que transmite la forma por sí misma.

El resultado de esta actitud es el pastiche acrítico, definible como la superposición de planos contradictorios en un mismo objeto cultural, la coexistencia de rasgos de la llamada “alta cultura” con elementos del kitsch y la cultura de masas, desde una óptica o sensibilidad que Jameson prefiere denominar como pop.

Esta situación aboca a lo que el teórico norteamericano denomina “historicismo”, un estado de la cultura capitalista en la que se ha olvidado que el pasado es Historia con mayúsculas, o lo que es lo mismo, donde paulatinamente se le ha ido borrando como referente, convirtiéndolo en una mera colección de textos, máquinas significantes que, aisladas de la realidad social en la que surgieron, sólo nos ofrecen estímulos estéticos y estilísticos. Así, el historicismo consiste en “la canibalización aleatoria de todos los estilos del pasado, el juego de la alusión estilística azarosa y, en general, lo que Henri Lefèvre bautizó como la creciente primacía de lo neo” ( 1984a, 1991: 39).

La historia se reinterpreta ahora como nostalgia o como estilema. En ese pastiche acrítico, aunque no exento de ironía en muchas ocasiones, se reconocen las marcas de la evocación de valores sociales perdidos para nuestro presente. Los ejemplos que da Jameson van desde el filme American Graffiti de G. Lucas, hasta Chinatown de Polanski; desde los remakes del cine de Hollywood que actualizan, pero sólo en los signos externos, viejas películas clásicas, hasta la reinterpretación de algunos periodos de la historia norteamericana -tomando como referencia nuestros valores actuales- que ha llevado a cabo E.L. Doctorow en varias de sus novelas.

Resumiendo lo dicho hasta ahora, en todos los casos que cita Jameson y en muchos otros que podríamos aducir nosotros desde nuestro propio espacio cultural, la obra postmoderna no intenta ya reconstruir el pasado desde una visión realista, sino reinventarlo en términos de simulacro espectacular, un simulacro que se basa sobre todo en la explotación sentimental de esa seducción evocadora que portan los símbolos de antaño.

Esto da lugar a que las producciones culturales de la postmodernidad se asienten sobre lo heterogéneo, lo fragmentario, lo aleatorio, lo azaroso y no sobre una experiencia coherente de la temporalidad. Jameson lo expresa así:

“Si, de hecho, el sujeto ha perdido su capacidad de extender activamente sus pro-tenciones y re-tenciones por la pluralidad temporal y de organizar su pasado y su futuro en una experiencia coherente, difícilmente sus producciones culturales pueden producir algo más que ‘cúmulos de fragmentos’” (1984, 1991: 46).

A esta cultura de lo fragmentario y aleatorio, es a lo que denomina modelo esquizofrénico para las producciones estéticas de la postmodernidad, en esencia, una cultura que se sostiene sobre “un amasijo de significantes diferentes y sin relación” (1984, 1991: 48). La estética de la diferencia, del pastiche, del simulacro, lleva aparejada como función característica la desrealización del mundo, la separación de los textos de cualquier dependencia del referente, vagando libres en un presente atemporal.

Junto a ello, o como su consecuencia inmediata, deben colocarse los fenómenos de espacialización. La pérdida de la profundidad temporal, histórica, privilegia el hecho de que las manifestaciones culturales vayan organizándose internamente con referencia a un sólo plano, el presente, y se perciban más como espacio sintetizante que como jerarquía analítica.

En este aspecto, debe interpretarse como una de sus manifestaciones más claramente perceptibles, el auge de lo que Jameson denomina “demanda de arquitectura” en su ensayo “Equivalentes espaciales en el sistema mundial” (1991: 127-154). El trabajo citado se dedica íntegramente a los problemas que suscita la arquitectura postmoderna, la de Frank Gehry o John Portman, la derivada del programa de Robert Venturi y Scott-Brown “aprendiendo de Las Vegas”, y la del estilo High-tech, por lo tanto, podríamos matizar la afirmación de Jameson, aclarando que esa “demanda” prefiere no una arquitectura funcional, sino la que nace del cruce entre lo decorativo y lo experimental. Toda esta reciente y exitosa estética constructiva se basa sobre la descomposición de los elementos y retóricas del modernismo arquitectónico, que en las nuevas obras ya únicamente persisten como rasgos formales sobre los que se decora con elementos de otros estilos del pasado, buscando siempre, y esto es muy importante, el aprecio del mercado. La mercantilización extrema de la arquitectura elude todo planteamiento que no sea, otra vez, lo espectacular, y provoca un estilo que Jameson califica como constelación, una especie de equilibrio inestable de materiales heterogéneos que no se relacionan entre sí por ningún tipo de escalonamiento jerárquico, sino por su simple coexistencia en el espacio.

Pero como decíamos más arriba, la espectacularidad de la aquitectura postmoderna es sólo uno más de los fenómenos culturales del capitalismo tardío, que nos permiten imaginar la causa ausente de esta nueva estructura social que con tanto énfasis se quiere ligar a las teorías puramente políticas del fin de la historia (Fukuyama).

Otra de las proyecciones que aísla Jameson constituye lo que él ha llamado lo sublime postmoderno:

“Pero hay algo más -afirma- que tiende a surgir en los textos postmodernos más enérgicos y es la sensación de que más allá de toda temática o contenido la obra parece sacar provecho de las redes del proceso de reproducción, permitiéndonos atisbar un sublime postmoderno o tecnológico cuyo poder de autenticidad se manifiesta en la lograda evocación de estas obras de todo un nuevo espacio postmoderno que surge en torno nuestro” (1984, 1991: 56).

La experiencia contemporánea de lo sublime sigue manteniendo ese asombro mitad estupor, mitad pavor del que hablaba Edmund Burke y que Kant relacionaba con la imposibilidad de la mente humana para representar la poderosa inmensidad de la Naturaleza, pero ahora, en la época de lo que Mandel ha llamado la Era de la Tercera Máquina, es la teconología quien asombra. Además, ya no se trata de la tecnología material, maquinista, propia de la revolución industrial, ni siquiera de la máquina futurista y su nuevo mundo de formas inéditas para la representación estética, sino del ordenador, de la realidad virtual, de las autopistas de la información, de las redes de poder telemático. Una tecnología hipnótica y fascinante, en palabras del propio Jameson (1984a, 1991: 57), que no permite aprehender ni el contorno ni los agentes del nuevo poder.

En este espacio social descentrado, disperso, donde la inmensa cantidad de los datos que fluyen en las redes ocultan la visión del todo orgánico más allá de la misma idea de flujo, ese espacio que ha dado pie a las paranoias tecnológicas de los narradores cyberpunk, el lenguaje del videotexto representa la más clara expresión del fluir continuo e inaprehensible de imágenes de seducción que fabrica la cultura postmoderna, demasiado rápidas como para ser enhebradas no ya con sus referentes reales, cuando los tiene, sino incluso con el resto de las secuencias que constituyen su espacio textual.

En un trabajo de 1987, titulado “Reading whithout Interpretation: Postmodernism and the Video-Text”, que recogerá con otro título en la edición definitiva de su Postmodernism or the Cultural Logic of Late Capitalism (1991; trad. Teoría de la postmodernidad, Madrid, Trotta, 1996), Jameson sostiene que los media y la cultura de la imagen surgida en su torno, constituyen el género privilegiado para expresar las verdades secretas de nuestras sociedades postmodernas. Desde luego en esta sociedad, que muchos han llamado precisamente “de los media”, resulta innegable el poder conformador de la conciencia social que tales medios han ido adquirido a lo largo del último tercio del siglo XX. Pero Jameson, siguiendo con las teorías expuestas en The Political Unconcious (1981), considera que hoy la cultura, gracias a las operaciones intelectuales y sociales de desacralización del mundo que llevó a cabo la modernidad, ya resulta perceptible en su materialidad y, como hemos expuesto anteriormente, se constituye en su más importante elemento simbolizante, mediador entre lo Imaginario y lo Real de Lacan. En consecuencia con esto, lo que interesa de la cuestión, desde una hermenéutica crítica, es la comprensión del tipo de relaciones que está simbolizando hoy la cultura de la imagen.

Para el teórico norteamericano (1987, 1991: 97) los media combinan tres rasgos suficientemente diferenciados: una forma particular de producción estética, una tecnología específica y una institución social. El hecho de que de ello podamos deducir que se trata de un triple movimiento que incorpora lo estético, lo material y lo social, justificaría, a juicio de Jameson, la importancia de los mass-media como nexos que, para nuestro presente histórico, representan en la praxis la categoría de la mediación entre el modo de producción y sus proyecciones culturales. En definitiva, sus lenguajes y retóricas, su funcionamiento institucionalizado y los productos culturales construidos sobre esa retórica particular, encarnarían a la perfección la dominante cultural de “una nueva coyuntura social y econÛmica” (1987, 1991: 99).

Aunque no lo cita, sus planteamientos coinciden con los de Mark Poster (1990) cuando afirma que el modo de producción en la actualidad de las sociedades del capitalismo tardío se ha tornado modo de información. Y ambos coinciden, a la vez, con las hipótesis iniciales de Jean-François Lyotard (1979) en torno a la idea de que el fenómeno más importante de la postmodernidad política consistiría en la dispersión de los agentes de la dominación, que se trasladan ahora desde las instituciones ejecutivas del Estado a lo que Lyotard llama “Decididores”, aquéllos que tienen la posibilidad de ejecutar la forma más sofisticada de poder, el Saber, traducible sin problemas por el término más amplio de Información.

Si Jameson considera que el videotexto, en su doble manifestación de televisión comercial y videoarte o vídeo experimental, es el auténtico modelo del lenguaje de la postmodernidad, su hipótesis se basa en las teorías que, como la defendida por Raymond Williams (1975), describen el funcionamiento semiótico de la televisión en términos de “flujo total”. Un flujo interrumpido no por la programación, que en la televisión comercial aunque se presenta como fragmentada en diversos elementos -programas de distinto género y anuncios publicitarios- mantiene siempre ese fluir ininterrumpido que se basa en la idea de continuidad, de carencia de una clausura semántica o formal como la que se ejerce al cerrar un libro. Resulta, pues, imposible, en este cosmos virtual, individualizar el mensaje.

Ante el flujo del videotexto, sólo funciona la desconexión del aparato, pero apagar la televisión, nos dice Jameson, tiene que ver muy poco con el intermedio de una obra teatral o con lo que se considera como una decisión tomada desde la “distancia crítica”.

El vídeo experimental, por su parte, en cuanto mostración extrema de todo el abanico de las posibilidades materiales del lenguaje videográfico en su diferencia y especificidad respecto de otros lenguajes contemporáneos como el del cine, la literatura o la pintura, explota precisamente las posibilidades retóricas del flujo, la velocidad y la simultaneidad de la expresión estética con imágenes. Tal como se observa en las obras pioneras de Nam June Paik, o en la de artistas más recientes como Bill Viola, el vídeo experimental se acerca a ese surrealismo sin inconsciente, a esta recreación de imágenes espectaculares descontextiualizadas de un referente psíquico, puesto que el espectador pasa por ellas según itinerarios caprichosos, aleatorios, ora atentos, ora aburridos, sin ninguna posibilidad de retener lo que no parece referirse más que a sí mismo. El espectador de videoarte se convierte en una metáfora del sujeto descentrado de la postmodernidad, tal como lo definía Jameson en su ensayo programático de 1984:

“Al espectador postmoderno […] se le pide que haga lo imposible, es decir que vea todas las escenas a la vez, en su diferencia radical y aleatoria; a este espectador se le pide que siga la mutación evolutiva de David Bowie en The Man Who Fell to Earth (donde mira simultáneamente cincuenta y siete pantallas de televisión) y que se eleve a un nivel donde la vívida percepción de la diferencia radical es, en y por sí misma, un nuevo modo de aprehender lo que solía llamarse relación: la palabra collage es insuficiente para describirlo” (1984a, 1991: 52).

La crisis de los valores estéticos trascendentes que refleja la postmodernidad, tiene que ver, entonces, tanto con la asimilación del canon a los intereses del mercado artístico, como con la centralidad de los lenguajes videográficos y los flujos incorpóreos, casi inaprehensibles como totalidad a causa de la combinación de fragmentación y continuidad. Pero también con la deshistorización de los referentes culturales, o con el hecho de que las sociedades del capitalismo tardío hayan sustituido la represión por la administración dirigista de valores que no supongan un peligro para el sostenimiento del propio sistema. Gilles Deleuze (1993) considera que tales sociedades son ahora sociedades del control, basadas en la dispersión de los agentes de la dominación en medio de redes de información.

Los problemas que esto plantea para una teoría materialista de la cultura y para un pensamiento crítico marxista no son baladíes. En los análisis de la postmodernidad que efectúa Jameson se nota una asimilación, no siempre reconocida por el propio autor, de algunos planteamentos nucleares del postestructuralismo, y no sólo de las ya referidas nociones lacanianas, sino también de las teorías sobre el simulacro de Baudrillard, o de las de Lyotard sobre la seducción, pero muy especialmente de las tesis de Gilles Deleuze y de Felix Guattari acerca del rizoma y de la concepción de la cultura como una organización espacial no jerárquica, un cuerpo sin órganos, disperso y en movimiento que debería desafiar los discursos de poder que pretenden violentarla desde operaciones hermenéuticas instrumentalizadoras.

Como respuesta al estado cultural y político de la postmodernidad, Jameson describe la finalidad de su teoría hermenéutica en términos de una cartografía que se propone situar al sujeto en la realidad social problemática en la que vivimos. Muchos fenómenos se nos quedan en el tintero, como la magnitud de la deuda del teórico norteamericano respecto de las teorías de Lukács y Althusser, las discusiones con los representantes de la deconstrucción, en especial con Paul de Man, su repaso a las diferentes posturas políticas y teóricas ante la postmodernidad, plasmadas en un magnífico ensayo titulado en la traducción castellana “Teorías de lo postmoderno” (1984b, 1991: 85-96), o sus reflexiones sobre algunas proyecciones actuales de lo que Gilles Deleuze había llamado micropolítica.

Pero como síntesis final, podríamos decir que el pensamiento de Fredric Jameson se levanta contra aquellas teorías que se dispersan en el nominalismo, es decir, en la consideración de los fenómenos de la cultura como radicalmente diferentes, tan extremadamente individualizados que no podría leerse en ellos nada fuera de sus manifestaciones locales de funcionamiento significante. Considera, desde luego, que el totalitarismo, o las explicaciones totalitarias de la cultura, suponen una forma no sólo de reducción de la realidad cultural y social, sino también de peligrosa mixtificación política. Defiende, en cambio, una visión amplia de nuestra sincronía cultural que la incardine dialécticamente en la historia y la explique como fenómeno social. Una estrategia de conocimiento a la que llama “totalizadora”, porque contempla todos los fenómenos sociales como elementos de una estructura múltiple y dinámica y con sentidos ideológicos definibles. Una totalización epistemológica que, por otra parte, se salva de ser un “totalitarismo”, porque no pretende subordinar las explicaciones de la cultura a un patrón directivo, sea sólo cultural o más ampliamente político, sino, como decíamos antes, cartografiar la realidad para abrir el camino a la praxis social.

Jameson, por tanto, se sitúa en ese apartado de la semiótica aún en discusión, el de las finalidades de la interpretación, un territorio que vuelve a concebir en términos críticos y necesariamente abiertos al debate, donde la dimensión ética y política vuelve a mostrarse en el signo, y nos recuerda su carácter de instrumento creado por el hombre para comprender y dominar su destino en la naturaleza.

REFERENCIAS
ALTHUSSER, Louis (1973): Para una crítica de la práctica teórica. Respuesta a John Lewis. Madrid: Siglo XXI, 1974.

DELEUZE, G. (1993): “Las sociedades de control”. Ajoblanco, Abril, 1993: 36-39.

DELEUZE, G. y GUATTARI, F. (1980): Mil Mesetas. Valencia: Pre-Textos, 19942. José Vázquez Pérez y Umbelina Larraceleta, trads.

SÁNCHEZ TRIGUEROS, A. (dir.), Sociología de la literatura. Madrid, Síntesis, 1996:155-189.

GREIMAS, A.J. y COURT…S, J. (1979 y 1986): Semiótica. Diccionario razonado de la Teoría del lenguaje, vols. I y II. Madrid: Gredos, 1982 y 1991. Trad. Enrique Ballón Aguirre y Hermis Campodónico Carrión / Enrique Ballón Aguirre, trads.

JAMESON, Fredric

(1971): “Metacommentary”, PMLA, 86 (January 1971): 9-18.

(1972a): Marxism and Form: Twenty-Century Dialectical Theories of Literature. Princeton: Princeton University Press.

(1972b): The Prison-House of Language: A Critical Account of Structuralism and Russian Formalism. Princeton: Princeton University Press.

(1981): The Political Unconcious: Narrative as Socially Simbolic Act. Ithaca: Cornell University Press. Trad. esp.: Documentos de cultura, documentos de barbarie: La narrativa como acto socialmente simbólico. Madrid: Visor, 1989. Tomás Segovia, trad.

(1982): “Postmodernism and Consumer Society”, en Hal Foster (ed.): Anti-Aesthetics. Essays in Postmodern Culture. Port Townsend, Wash.: Bay Press, 1983. Trad. esp.: “Postmodernismo y sociedad de consumo”, en La posmodernidad, Barcelona, Kairós, 1985. Jordi Fibla, trad.

(1984a): “Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism”, New Left Review, 146 (July-August, 1984): 53-65. Trad. esp.: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Barcelona: Paidós, 1991. José Luis Pardo Torío, trad.

(1984b): “The Politics of Theory: Ideological Positions in the Postmodernism Debate”, New German Critique, 12 (Fall 1984): 53-65. Trad. esp.: “Teorías de lo postmoderno”, en Teoría de la postmodernidad, Madrid: Trotta, 1996: 85-96. Celia Montolío Nicholson y Ramón del Castillo, trads.

(1987): “Reading whithout Interpretation: Postmodernism and the Video-Text”, en: Fabb, N.; Attridge, D.; Durant, A.; MacCabe, C. (eds.): The Linguistics of Writing: Arguments between Language and Literature, New York: Methuen, 1987: 199-223. Trad. esp.: “Leer sin interpretar: la postmodernidad y el videotexto”, en La lingüística de la escritura, Madrid: Visor, 1989: 207-230. Javier Yagüe Bosch, trad.

(1991): Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism. Durham: Duke University Press. Trad. esp.: Teoría de la postmodernidad. Madrid: Trotta, 1996. Celia Montolío Nicholson y Ramón del Castillo, trads. Incluye: 1982, 1984a, 1984b, 1987.

LIPOVETSKY, Gilles (1983): La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona: Anagrama, 19947.

LYOTARD, Jean-FranÁois (1979): La condición postmoderna. Madrid: Cátedra, 1989. Mariano Antolín Rato, trad.

POSTER, Mark (1990): The Mode of Information. Poststructuralism and Social Context. Chicago: The University of Chicago Press.

Fuente: http://www.uned.es/ntedu/espanol/master/primero/modulos/teoria-de-la-informacion-y-comunicacion-audiovisual/jameson.htm Leer más

Qué es la estructura de sentimiento

Qué es la estructura de sentimiento

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Raymond Wiliams

Raymond Williams, historiador de la cultura, define un concepto delicado, casi intangible, que llama “structure of feeling”, estructura de sentimiento. Es algo así como el tono, la pulsión, el latido de una época. No tiene que ver sólo con su conciencia oficial, sus ideas, sus leyes, sus doctrinas, sino también, además, con las consecuencias que tiene esa conciencia en la vida mientras se la está viviendo. Algo así como el estado de ánimo de toda una sociedad en un período histórico. Algo que se palpa y nunca se atrapa del todo, pero que suele quedar sedimentado en las obras de arte. A eso llama Raymond Williams estructura de sentimiento. Esta estructura de sentimiento, aunque intangible, tiene grandes efectos sobre la cultura, ya que produce explicaciones y significaciones y justificaciones, que, a su vez, influyen sobre la difusión, el consumo y la evaluación de la cultura misma.

Extraído de: El mundo como acertijo. Graciela Montes.

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Qué es el ideologema. Kristeva y Sarlo

Ideologema

Julia Kristeva

Para Julia Kristeva (Semiótica), función intertextual que se materializa en los diversos niveles de la estructura de cualquier texto y que condensa el pensamiento dominante de una determinada sociedad en un momento histórico.
“Son parte importante de los recursos gráficos de la historieta los llamados «estereotipos pictóricos», que son formas típicas de caracterizar personajes. También los podemos encontrar, pero en forma más sutil, en telenovelas y seriales. Expresan el modo en que el creativo percibe e interpreta los roles y las características de los actores que pone en escena. Dan cuenta en forma muy transparente de su concepción y de su experiencia de la sociedad, del mismo modo que la acción dramática da cuenta del modelo de vida o de sociedad a la cual aspira o que critica. Vemos de este modo cómo cada personaje y cada acción se constituyen en *ideologemas* , es decir –aquí– en significantes cuya connotación es ideológica. Poner en evidencia esta significación de segundo nivel para cada componente, en función de la totalidad, es lo que corresponde a un análisis de contenido de carácter ideológico. Pero hemos de recordar y subrayar que se trata de poner en evidencia uncontenido latente y no extrapolar conclusiones en base a una clave de interpretación proporcionada por la ideología (probablemente diferente) del analista.”
Raymond Colle. “El contenido de los mensajes icónicos”.

Beatriz Sarlo dice:

Beatriz Sarlo
“‘La vida como conjunto de acciones, acontecimientos y experiencias se convierte en argumento, trama, tema, motivo sólo después de haber sido interpretada a través del prisma del marco ideológico, sólo después de haberse revestido de un cuerpo ideológico concreto. Una realidad de hecho que no haya sido interpretada ideológicamente, que esté, por así decirlo, todavía en bruto, no puede formar parte de un un contenido literario’ […] Ese ‘cuerpo ideológico’ es el ideologema: elemento del horizonte ideológico, por un lado, y del texto, por el otro.[…]
El ideologema es la representación, en la ideología de un sujeto, de una práctica, una experiencia, un sentimiento social. El ideologema articula los contenidos de la conciencia social, posibilitando su circulación, su comunicación y su manifestación discursiva en, por ejemplo, las obras literarias.”

SARLO, Beatriz y ALTAMIRANO, Carlos. Literatura/Sociedad. Ed. Edicial. Buenos Aires, 1993.

Fuente: Susana Anaine. El misterio de las palabras. Leer más

La telenovela brasileña: una mirada académica

La telenovela brasileña: una mirada académica

Por Silvia Helena Simões Borelli

Después de más de una década de trabajo con investigaciones acerca de la ficción seriada en la televisión (1), es posible afirmar que la telenovela conquistó un espacio en el campo cultural y ganó visibilidad en el debate en torno a la cultura brasileña. En 1986, cuando fue iniciado el proyecto de mapeo de la historia y producción de la telenovela en Brasil (Ortiz, Borelli y Ramos, 1989), todavía no existían muchas investigaciones académicas sobre el tema (2). Con todo, en aquel momento ya se consideraba la importancia de la ficción televisiva seriada -incluso, de manera especial, de la telenovela, en el caso brasileño y latinoamericano- como un objeto privilegiado para la comprensión de la cultura contemporánea.

Dancing days

Sin embargo, la mayor parte de los datos recopilados en 1986 consistía en fuentes primarias (destacándose entre ellas testimonios y entrevistas (3) con autores, directores, actores y demás productores culturales envueltos en el proceso de construcción de la narrativa de la telenovela) y de informaciones recogidas por agencias de publicidad y propaganda, institutos de investigación de mercado y empresas del mundo mediático. Se debe resaltar, sin embargo, que uno de los elementos más significativos en la composición del protocolo metodológico de esta investigación tuvo su centro en la realización de una etnografía de la producción en el interior de las principales redes de televisión por aquel entonces volcadas hacia la producción de telenovelas: Globo y Manchete.

Lo que se puede comprobar, a partir de esas consideraciones preliminares, es que, a pesar de la televisión ya haber conmemorado más de 50 años de historia en el Brasil (1950-2001) y de tener la telenovela un lugar en la programación desde el origen mismo (la primera de ellas, Sua vida me pertenece, de Walter Foster, salió al aire por la extinta TV Tupi en 1951) y de permanecer hasta hoy como una de sus principales atracciones, la academia demoró cerca de tres décadas para comenzar a reflexionar sobre el lugar ocupado por la telenovela en el campo cultural brasileño y en la vida cotidiana de los receptores.

Historia, producción, territorios de ficcionalidad, recepción

La telenovela emerge como un objeto de consumo masivo, constituido en constante diálogo con matrices populares: para considerar el cuadro conceptual anteriormente referido, una manifestación de la ¿cultura popular de masas? (Martín-Barbero, 1987). Originaria de tradiciones al mismo tiempo populares y masivas, de las narrativas orales, del romance-folletín o de las novelas semanales (Meyer, 1996 y Sarlo, 1985), de las radionovelas (Belli, 1980), del cinema de lágrimas (Oroz, 1992) y de la soap opera norteamericana (Allen, 1995), la telenovela brasileña se distingue, en la actualidad, por ser un producto cultural diferenciado, fruto de especificidades de las historias de la televisión y de la cultura en el Brasil. Por mucho que sea posible hablar genéricamente de telenovelas, suponiendo un formato universalizante de producción y narrativa -y aunque halla una proximidad entre las telenovelas latinoamericanas y las brasileñas- es importante delimitar las particularidades de la historia de los campos culturales en los cuales son producidas, distribuidas y recibidas.

En los años 50 y 60, la “forma” de la telenovela se encontraba, en el Brasil, bastante próxima e indiferenciada de los patrones que le dan origen. Se puede aquí hacer el inventario de algunas de las principales características que componen el escenario de constitución y consolidación del campo televisivo y en especial, de la esfera de producción de las telenovelas, en este período:

– fronteras todavía difusas, en busca de un lenguaje televisual propio, que se pueda diferenciar de la forma literaria, radiofónica, teatral o cinematográfica son notables, en este contexto, los conflictos y simbiosis que tienen lugar entre los campos de la literatura, prensa, radio, teatro y cine, articulados, en la TV, alrededor de un importante mecanismo de reproducción de las industrias culturales, la serialización;

– narrativa melodramática, con tendencia al melodrama, ambos territorios de ficcionalidad característicos de las radionovelas, novelas semanales y de los filmes del “cinema de lágrimas”;

– fabricación sobre bases más artesanales que industriales, marcada por la improvisación técnica y por la ausencia de criterios de división del trabajo, capaces de definir con claridad las diferentes etapas de la producción -guiones, dirección, vestuario, escenarios, iluminación, efectos sonoros, etc.;

– migración de productores culturales “autores, directores, actores y demás componentes del proceso” que habían venido de otros campos como la radio, el teatro y el cine; de esto resulta un cuerpo de profesionales no-especializado -a fin de cuentas, la televisión apenas estaba comenzando, sin acumulación alguna de capital cultural que pudiese permitir que los agentes diesen cuenta de los nuevos desafíos;

– gran número de telenovelas adaptadas a partir de textos literarios y en el propio curso, un proceso experimental de formación de autores, en busca de “textos” adecuados al lenguaje de la TV (sinopsis, scripts, guiones), de directores “aprendiendo” a lidiar con los recursos técnicos e imaginales, de actores sobrepasando los límites de la voz y de la experiencia radiofónica, para enfrentar la necesaria simbiosis entre “habla” e “imagen que habla”, y de los demás agentes implicados en el proceso.

Isaura, la esclava

Ese panorama únicamente se alteró al final de los 60 e inicio de los 70, cuando comenzaron a surgir innovaciones que racionalizaron y sofisticaron el proceso productivo. A partir de ahí, se destacan algunas transformaciones relacionadas con la tecnología, la gerencia de administración, la calificación de los profesionales, el fortalecimiento del sector de las telecomunicaciones en el Brasil y, también, al propio modelo narrativo:

– aparición del video-tape, que revoluciona el hacer televisivo e introduce un cierto grado de organización, planeamiento, ¿anticipación?, además de la posibilidad de repetir, corregir, restaurar y más que esto, guardar, archivar, componer un acervo, una historia, una memoria;

– cámaras cada vez más ligeras, que pueden ser cargadas al hombro y que pasan a filmar el “mundo de frente”; estas imágenes crean atmósferas nuevas y propician que las tramas no queden circunscritas únicamente a los escenarios artificiales de los estudios, incorporando con ello un tono más “realista” y “natural”, favorecido por las “escenas en exteriores” “las grandes metrópolis y otras capitales del país, con sus calles inscritas ya en el imaginario de los receptores, como cartones postales que divulgan una cara, una identidad brasileña, los personajes de ficción que se mezclan con las personas comunes y circulan con ellas por la ciudad;

– introducción del color, que altera significativamente el modelo productivo, escenarios, vestuarios, iluminación, que obliga a concebir la imagen no solo en las fronteras entre el negro, el gris y las demás gradaciones hasta que se consigue la luminosidad del blanco, sino también incorporar esos múltiples tonos y las diversas transiciones de un color a otro y de las variaciones de tonalidades dentro de un mismo campo de colores;

– mayor inversión en el entrenamiento y formación de personal para actuar -con calidad- y con las especificidades del medio, de manera que permitió, al menos embrionariamente, la constitución de un cuerpo de profesionales aptos para responder sobre lo que es hacer TV y no más para continuar produciendo teatro, cine, radio y literatura en la televisión;

– proceso de división del trabajo que crea departamentos especializados responsables por los vestuarios -las actrices, por ejemplo, no necesitan en lo adelante traer de casa sus propios vestidos de novia para que el personaje se pueda casar-, escenografía, iluminación, música, y personal que administra e industrializa el proceso productivo, rompiendo, en parte, con la improvisación y lo artesanal;

– y, finalmente, para algunos canales de televisión, la transmisión de la programación en una red nacional, consecuencia esta de la acción concatenada entre el avance del sector de las telecomunicaciones y las potencialidades de las nuevas tecnologías, en rápida atención en los años 70. (8)

El modelo narrativo también pasa por significativas transformaciones con la introducción de temáticas nuevas y el diálogo del melodrama con otros territorios de ficcionalidad.

El principal desplazamiento del eje temático puede ser detectado en el énfasis que se pone, a partir de ahí, en las tramas dirigidas a la transmisión de imágenes de la realidad brasileña; se incorpora a la trama un tono de debate crítico sobre las condiciones históricas y sociales vividas por los personajes; se articulan, en el tejido narrativo, los tradicionales dramas familiares y universales de la condición humana, los hechos políticos, culturales y sociales, significativos de la coyuntura del período; esta nueva forma se inscribe en la historia de las telenovelas como una característica particular de la producción brasileña; y estas narrativas pasan a ser denominadas novelas verdad, porque transmiten una cotidianidad que se propone crítica, por estar más próxima a la vida -real- y por pretender desenmascarar lo que estaría ideológicamente camuflado en la percepción de los receptores.

En el interior de esa tendencia de los años 70 destacan, como ejemplos de autores y telenovelas, (9) Bandeira 2 y Saramandaia (Dias Gomes, 1971-72; 1976), Irmãos Coragem (Janete Clair, 1970-71), Os deuses estão mortos, Escalada y Casarão (Lauro César Muniz, 1971; 1975; 1976), Gabriela (Walter George Durst, adaptación de Jorge Amado, 1975), entre otros. Con ellos, la producción de telenovela en Brasil busca legitimidad por medio del diálogo establecido con los campos del cine, la literatura y el teatro, todos volcados, desde la década anterior, hacia la construcción de una crítica articulada al proyecto anteriormente mencionado: grupos de intelectuales marxistas que se propusieron enfrentar el debate sobre las relaciones entre cultura y arte, sobre las exclusiones entre popular, masivo y erudito, con el consonante objetivo “aunque con lecturas e interpretaciones diversas, dependiendo de la óptica o de la inserción político-partidaria de sus miembros” de concebir una teoría crítica capaz de proyectar nuevos rumbos para la sociedad brasileña, diferentes de aquellos propuestos por el patrón de modernización hasta entonces vigente.

Entretanto, esos intelectuales “antes reconocidos en sus campos de origen como escritores, cineastas y directores, más ahora como productores de TV” tuvieron y continúan teniendo enorme dificultad para legitimar su trabajo hasta entre sus propios compañeros, pues escriben, dirigen y actúan en una industria cultural; están distantes, por tanto, de colaborar para la preservación de los patrones artísticos, culturales y cultos, imprescindibles en la construcción de esta crítica al modelo de modernidad aplicada.

Aún así, estos autores y sus telenovelas dejaron marcas de distinción y legaron una herencia que se reitera durante la década del 80 y persiste en años más recientes; continúan produciendo telenovelas con el objetivo de mantener la perspectiva crítica, por medio del diálogo con la realidad brasileña.

El clon

Es interesante observar que muchos receptores refrendan estos mismos criterios de distinción y afirman que estas son las telenovelas que permanecen en la memoria: están catalogadas en el grupo “de las grandes historias”, “de aquellas que quedan” (10). Entre las citadas frecuentemente, se destacan Terras do sem fim (Walter George Durst, adaptación de Jorge Amado, 1981-82), Roque Santeiro (Dias Gomes, 1985-86), Roda de fogo (Lauro Cesar Muniz, 1986-87), Tieta y A indomada (Aguinaldo Silva, adaptación de Jorge Amado, 1989-90; 1997), Renascer , Rei do gado y Terra nostra (Benedito Ruy Barbosa, 1993; 1996-97; 1999-00).

Además del desplazamiento del eje temático, también se puede observar, a partir de los años 70, un descentramiento de la hegemonía del melodrama, provocado por la invasión de otros -territorios- de ficcionalidad (11) como la comicidad, la aventura, la narrativa policial, lo fantástico y el erotismo. Son tramas que, paralelamente al hilo melodramático conductor, se insertan en el contexto de la trama y pasan a dialogar con matrices constitutivas de estos otros territorios. Algunos ejemplos concretos pueden ayudar en el esclarecimiento de este “mélange” de formas y matrices:

– telenovelas como las de Bráulio Pedroso “Super plá (1969-70), O cafona (1971), O bofe (1972), O rebu (1974-75), O pulo do gato (1978), Feijão maravilha (1979)”, de Silvio de Abreu “Guerra dos sexos (1983-84), Cambalacho (1986), Sassaricando (1987-88), Deus nos acuda (1992-93), además de otros autores como Carlos Lombardi ( Uga-Uga , 2000), apuestan a un patrón narrativo que mezcla rasgos constitutivos del melodrama con otros de la comicidad: la muerte y la risa, la maldad y la risa, la tensión y la risa. Son estas las matrices clásicas del melodrama cómico que relacionan, al mismo tiempo, la risa con la carcajada trágica (Prado, 1972:89-90). Reiterando, hay un proceso de incorporación de rasgos de comicidad al patrón tradicional del melodrama y de él emergen el humor, la sátira y la farsa, en intrigas que siguen hablando de amores y odios, pobres y ricos, justicias e injusticias. En ese sentido, la comicidad es constitutiva y no exterior al universo melodramático y estas narrativas pueden ser históricamente localizadas en variados contextos de la cultura popular (Bakhtin, 1987);

– telenovelas de autores como Aguinaldo Silva, por ejemplo “A indomada (1997), Porto dos milagres (2001), entre otras”, dialogan con la narrativa fantástica (Todorov, 1975), basada en el presupuesto de la existencia de una lógica “otra”, distinta a la experiencia “real” y cotidiana. El género fantástico se desenvuelve alrededor de un patrón marcado por sorpresas que no son descifrables por los mecanismos de la lógica racional, de modo que el receptor normalmente se pregunta si lo narrado realmente sucedió. Oscilando entre la creencia y la duda el espectador pasa a buscar eventuales fallas en el sentido narrativo o apela a una explicación sobre la irracionalidad allí contenida. (12)

Estas novedades invaden gradualmente el espacio constituido del melodrama e, igualmente sin romper con su hegemonía, flexibilizan el modelo narrativo, generando alteraciones significativas en el patrón tradicional. Rehacer, por tanto, la historia de las telenovelas en el Brasil, desde la óptica de los territorios de ficcionalidad, supone considerar este proceso de elaboración y entrecruzamiento de rasgos de las matrices culturales originarias. Todo esto, unido a las ya citadas alteraciones en el proceso productivo durante los años 70, 80 y 90, diferencia y mucho, a las telenovelas brasileñas de las latinoamericanas, que permanecen fieles no solo a los esquemas clásicos del melodrama, sino también a los patrones de producción menos complejos y sofisticados que los de algunas televisoras del Brasil. (13)

Los territorios de ficcionalidad son fundamentales para el proceso de construcción de las mediaciones y amplían el abanico de conexiones y alternativas de constitución del diálogo entre producción, productos y receptores. En ese sentido, y con el objetivo de atribuir coherencia a los presupuestos teóricos anteriormente analizados, o sea, de realizar una reflexión que pueda dar cuenta tanto de la especificidad de los medios producción de TV, producción de telenovelas, cuanto de las particularidades del producto lenguajes, formas narrativas, territorios de ficcionalidad, faltan algunas consideraciones finales sobre la importancia de incorporar los receptores al cuadro analítico y concebirlos como un polo activo en esa cadena de mediaciones; receptores capaces de apropiarse de los enredos y tramas y de transformarlas en historias nuevas, mediadas por sus experiencias cotidianas, repertorios y formas de subjetivación.

Algunas investigaciones sobre recepción recientemente realizadas (Lopes, Borelli y Resende, 2001) han confirmado el presupuesto teórico de la existencia de un contrato de lectura, o mejor, de un pacto de recepción que prevé que los lectores/espectadores se puedan situar como sujetos activos, constitutivos y constituyentes de los procesos de comunicación. Mediados por sus experiencias cotidianas, y por repertorios que resultan de sus posiciones de clase, género, edad, generación, etnia y formas de subjetivación, los receptores se sumergen en la fascinación de las narrativas, historias, enredos y personajes, reconociendo los territorios de ficcionalidad, dialogando con las dimensiones de la videotécnica, estableciendo conexiones de proyección e identificación y construyendo una competencia textual narrativa.

Se afirma, dentro de esta tendencia, el presupuesto de la existencia de un repertorio compartido, en el que productores, narrativas y receptores, situados en diferentes posiciones de clase social, género, generación, etnia y formas de “subjetivación” se encuentran articulados, conflictivamente, en una cadena de mediaciones que no rompe con las jerarquías ya constituidas, a la misma vez que tampoco excluye a ninguno de sus elementos de la composición de esa totalidad.

Traducción: Víctor Fowler Calzada
Fuente: CUBASI. Publicado: 02/05/2008

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MPB (música popular brasileña) Bossa Nova

Bossa Nova: La Primera gran revolución musical brasileña
En términos de estructuras armónicas, melódicas y rítmicas, la Bossa Nova fué la primera gran revolución musical brasileña. El primer lenguaje moderno que se utilizó en Brasil para hacer música.

Por: Lala Salamanca

Durante la década del cincuenta, los ritmos que más se escuchaban en brasil eran el rock-balada, el cha-cha-cha, el bolero y el samba tradicional.

Varios músicos esbozaron el camino de la bossa nova influenciados por el jazz. El precursor directo de este movimiento fué el compositor y pianista Alfredo José da Silva, conocido artísticamente como Johnny Alf, quien propuso una marcación diferente del piano en función de la armonía, incorporando recursos melódicos y armónicos de la música norteamericana.

Los jóvenes pertenecientes a la clase media carioca, cansados de las propuestas musicales del momento, se volcaron a la música norteamericana y al jazz. Se reunían en sus departamentos para escuchar discos llegados desde Estados Unidos y también para intentar nuevas formas musicales. Uno de estos lugares de reunión fué la casa de las hermanas Danuza y Nara Leao (musa de
la Bossa). Entre los asistentes a estas reuniones estaban los jóvenes músicos Antonio Carlos Jobim, Carlos Lyra, Ronaldo Boscôli, Milton Banana, Roberto Menescal y los más adultos, Johnny Alf y Vinicius de Moraes, entre otros.

Esas inquietudes musicales se manifestaban en un momento en que Brasil vivía un clima de apertura política bajo el gobierno de Juselino Kubitschek, el primer presidente elegido libremente y que impulsaba el desarrollo y la modernización del país.

En aquellas reuniones musicales surgieron los primeros proyectos. En uno de ellos trabajaron en forma conjunta Antonio Carlos Jobim y Vinicius de Moraes, quienes después de “Orfeo da Conceiçao” descubrieron sus afinidades estéticas.

Elizeth Cardoso- en ese entonces una verdadera diva del espectáculo- grabó un LP titulado “Cançao do amor demais” con composiciones de la dupla Jobim/Vinicius, para el pequeño sello Festa. El disco no pareció aportar grandes novedades con respecto a otros anteriores. Sin embargo resaltó el acompañamiento de la guitarra en algunos de sus temas. El guitarrista era un bahiano poco conocido en ese entonces, cuyo nombre era Joao Gilberto do Prado Pereira de Oliveira.

Su manera de tocar cambió la historia. Con la guitarra alteraba el ritmo del samba clásico y lo convertía, con una nueva división, en algo totalmente diferente. Ese rasgueo tan particular que parecía algo independiente del resto de la masa orquestal, y habría de constituírse en el marco del moderno samba brasileño, la onda nueva, la bossa nova.

El nuevo género musical se fué configurando básicamente, a partir de la original batida rítmica de Joao Gilberto. De las inspiradas composiciones de A.C.Jobim y Carlos Lyra. De los arreglos y las letras diferentes de poetas como Vinicius de Moraes o periodistas como Ronaldo Bôscoli, que se sumaron a la nueva identidad musical, introduciendo a la imagen poética: delicadeza y una cierta ingenuidad.

Se procuraba integrar melodía, armonía y ritmo, sin que ninguna de las partes predominase sobre las demás. La guitarra cumplía entonces, una doble función armónica y percusiva, creando así ese característico balanceo rítmico ligeramente desfasado de la melodía.

El cantante, tampoco, sobresalía del resto del grupo. Cantaba con la misma naturalidad con la que se habla, imprimiendole una atmósfera intimista, adecuada para la intimidad de los pequeños ambientes (cafés, bares) característicos de las zonas urbanas. Rítmica, armónica, melódica y poeticamente, la bossa nova sorprendió a críticos, públicos y músicos brasileños. Toda una generación se sumó al movimiento que se extendió a lo largo y a lo ancho del territorio brasileño para luego traspasar barreras geográficas y formar parte del acervo cultural de los habitantes del mundo.

No es exagerado afirmar que la música popular brasileña actual (MPB) no sería lo que es hoy, sin este gran movimiento. Aunque sea considerada elitista, la Bossa Nova, representó un verdadero fenómeno dentro de la historia de la música brasileña. Abrió espacios inimaginables para los artistas en todo el mundo.

” Eis aquí este sambinha
feito numa nota só
Outras notas vao entrar
Mas a base é uma só….”

(A.C.Jobim/N.Mendoça)

Fuente: Radio Universidad de Chile

Publicado el 23 Dic 2004 Leer más

El sentido de la biopolítica

El sentido de la biopolítica

Desde Michel Foucault, que buscó pensar con ese concepto las nuevas formas de poder que producen y regulan la vida de las poblaciones, el término se ha vuelto omnipresente en los estudios teóricos y en los círculos intelectuales locales. ¿Es útil la noción de biopolítica para intervenir en nuestra sociedad?

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Por: SEBASTIAN ABAD Y RODRIGO PAEZ CANOSA.

Como el Estado, ese dios mortal, no acaba de morir, diversos espectros se arremolinan en torno de su nombre. Uno de ellos se hace presente con insistencia en la escena cultural, académica e intelectual argentina: el discurso biopolítico. ¿De cuál de nuestras experiencias procede y cuál de ellas ilumina? ¿En dónde se origina su omnipresencia en círculos académicos, intelectuales y periodísticos? ¿En qué se cifran las esperanzas que ciertos intelectuales y organizaciones de la sociedad civil hallan en su rostro esquivo?

En su forma actual, el discurso biopolítico reúne abordajes teóricos heterogéneos referidos a dos grandes cuestiones: por un lado, la vida pensada metafísicamente más allá de sus aspectos biológicos, históricos o sociales; por el otro, el fenómeno político y sus actuales mecanismos de sujeción, control y administración. No hay dudas de que es Michel Foucault quien a mediados de los ’70 inauguró este campo de indagación. El pensador francés -de quien acaba de publicarse Nacimiento de la biopolítica- emplea este concepto para referirse a una transformación fundamental de las sociedades modernas: el pasaje de una forma de ejercicio del poder basada en el principio de soberanía (“hacer morir o dejar vivir”) a otra basada en un principio de normalización de grandes poblaciones (“hacer vivir o dejar morir”). Mientras que la primera forma es de naturaleza jurídica y se centra en la ley como instancia ordenadora del pueblo (sujeto político), la segunda se despliega en un conjunto de mecanismos de control y administración (control sanitario, de natalidad, etcétera) que produce y regula la vida de las poblaciones (sujeto biológico). Desde mediados del siglo XVIII no se trata ya del dominio del príncipe, sino de un conjunto anónimo de técnicas.

Agamben

Si pensar la política soberana conduce a pensar la sujeción, comprender la biopolítica lleva al atolladero de la vida. ¿Cómo piensa Foucault lo vital? Según Giorgio Agamben -en el reciente Ensayos sobre biopolítica-, de dos maneras: como conjunto de fuerzas que resisten a la muerte y, posteriormente, al final de un largo camino, como posibilidad de error. Sin embargo, son sus contemporáneos y epígonos quienes toman la posta de este pensamiento. Entre los primeros, Gilles Deleuze se destaca por pensar la vida como una dimensión pre-individual que no depende de instancia trascendente alguna. La vida, pura inmanencia, se ahoga en el Estado como forma de organización política y en el psicoanálisis como domesticación familiar del deseo, ambos propios del capitalismo. Tras estos abordajes iniciales, el discurso biopolítico llega hasta nosotros a través de autores como Antonio Negri, Roberto Esposito y Giorgio Agamben. Aquí encontramos un desarrollo novedoso de la noción de vida a partir de ideas de Nietzsche, Simmel y Bergson, y también una articulación política de este concepto. Si Negri sueña la proliferación de una nueva forma de subjetividad política, la multitud, Esposito y Agamben se afanan en la genealogía del Estado y el sujeto político modernos. A través de distintos abordajes, ambos prescriben un común destino a las principales formas y figuras de la política moderna: el totalitarismo y su forma más brutal, el nazismo.

¿Es posible hablar de una corriente o escuela biopolítica? ¿Qué confiere consistencia filosófica e ideológica a este campo discursivo, más allá de sus diferencias internas? En primer lugar, el pensamiento de la biopolítica constituye un campo habitado en gran medida por intelectuales europeos de los países centrales, cuyas comunidades políticas tienen una antiquísima impronta estatal; por otro lado, el discurso biopolítico nace como un modo de tramitar la experiencia europea de las guerras mundiales y sus respectivos genocidios, tramitación que toma la forma de una lectura retrospectiva que comienza con el Estado absolutista y encuentra allí el “origen” de diversos totalitarismos. Ahora bien, estos intelectuales europeos se inscriben en una larga tradición que supo dar respuestas a las experiencias de desgarramiento y conflicto desde fines del siglo XVI. Enfrentado a las guerras de religión, el pensamiento político del antiguo continente inventó un dispositivo pacificador cuya forma originaria es el Estado moderno. El principio que lo rige es la soberanía, un poder que no procede de Dios sino que se justifica, en última instancia, en el pueblo. Frente a lo que una nueva clase, la burguesía, experimentó como una intromisión de este Estado leviatánico en su esfera de libertad natural, se instituyó un sistema de limitaciones del poder soberano cuya invención y sofisticación se atribuye a la tradición liberal. Por otra parte, frente al avance de las masas, que el liberalismo nunca había imaginado como sujeto político, surgieron diversas doctrinas sobre la función del Estado. Los nacionalismos extremos se propusieron el ideal de una sociedad totalmente homogeneizada; el marxismo imaginó la toma del Estado como el mejor medio para que éste alguna vez dejara de existir; la solución bienestarista abogó por una contención y protección de la sociedad civil que, entendía, había quedado abandonada a sí misma.

Si bien el discurso biopolítico se inscribe en esta tradición política, nace como respuesta al Estado “policía”, aquel que desarrolla mecanismos cada vez más complejos de control y administración de la población. El correlato existencial de esta forma de pensamiento es una creciente impugnación del Estado como instancia de construcción política y, por ende, el abandono de todo proyecto de ocupación estatal. Al renunciar a un pensamiento del Estado, el discurso biopolítico constituye un gran quiebre respecto de la tradición filosófico- política occidental e inaugura así nuevas formas de pensar los diversos aspectos de lo político. Acontecimientos que acaso en otra época no hubiesen tenido mayor relevancia política, como las marchas antiglobalización, la rebelión de poblaciones indígenas en el sur de México y la explosión de las demandas expresadas en clave minoritaria (cuestiones de género, minorías étnicas, organizaciones de defensa de derechos ambientales, culturales, etc.), adquieren hoy el carácter ejemplar de las luchas de resistencia. Del lado de la sospecha, de lo enmohecido, de lo asfixiante quedan, pues, “antiguas” formas de inscripción política: partidos, sindicatos, movimientos de liberación nacional, etc. Si se lo piensa en relación con las instituciones del saber y con formas de subjetividad propias de las sociedades de Europa central, el pen samiento biopolítico hace inteligible a un tiempo su presente histórico y resulta inteligible como producto de él. El destino de esta formidable ruptura, que ya ha demostrado una inmensa productividad en el orden del pensamiento, es aún una incógnita.

Preguntemos de nuevo: ¿De cuál de nuestras experiencias procede el discurso biopolítico y cuál de ellas ilumina? ¿Por qué abarca cada vez más espacios en las universidades y en los medios de difusión periodísticos e intelectuales? ¿En qué se cifran las esperanzas que suscita? En nuestros pagos, este discurso no remite -ni podría remitir- como punto inicial de una genealogía al Estado absolutista, ya que éste brilla por su ausencia en la historia latinoamericana. ¿Podría decirse, entonces, que entra en acción a fin de procesar las experiencias de dominación y terror propias de los repetidos golpes militares -en particular, la dictadura de 1976-1983-, de modo análogo a como operó en Europa en relación con los totalitarismos? Afirmar esto supondría identificar ambas experiencias. Sin embargo, mientras que los regímenes de terror nacieron en Europa como respuesta a momentos de desarticulación social y política, en Argentina -podría decirse a grandes rasgos- se originaron como mecanismos para producir esa desarticulación social; las dictaduras militares fueron irrupciones ilegítimas ideadas para modificar el esquema distributivo, pero no experiencias de unificación. En modo alguno cabría hablar del Proceso de Reorganización Nacional como la construcción de un sujeto político homogéneo, sino más bien como una secuencia de destrucción y fragmentación de cierto sujeto políticamente organizado.

Si intentamos definir experiencias más recientes que podrían ser iluminadas por el discurso biopolítico, ¿diríamos que éste da cuenta de la operación de un Estado poderoso que controla y disciplina exhaustivamente a su población a través de la escuela, del hospital, de la cárcel? La crisis de 2001 y su consiguiente vacío de autoridad estatal nos conducen a descartar esta hipótesis. Más aún, son los procesos de debilitamiento de las instituciones del Estado y la sociedad los que parecen imponerse en nuestro tiempo. Habría entonces que constatar -pero no celebrar- la pérdida de centralidad del Estado. Si esto es así, nuestra época quedaría definida a partir de un horizonte de retroceso de la eficacia material y simbólica del Estado. Las instituciones que la sospecha revolucionaria del marxismo francés llamó aparatos ideológicos del Estado no son hoy más que una sombra de lo que fueron, un vacío, un muerto vivo.

En la medida en que el discurso biopolítico opera entre noso tros sin prestar suficiente atención a las condiciones en las que circula, disminuye su potencia para concebir un problema político en el horizonte y en la escala de una intervención posible. Su actual vigencia podría obedecer, entonces, a otro orden de razones. Quizá se deba a que satisface cierta necesidad de renovación teórica, aun cuando ésta no permita construir un programa o -si se quiere- un proyecto de naturaleza política. Esta incapacidad, sea o no provisoria, no impide sin embargo que el arsenal biopolítico oficie de herramienta conceptual y reavive, gracias a su novedad, la vitalidad de la crítica en sus diversas formas. A su vez, el despliegue de esta vitalidad reúne personas, genera debates y expectativas, sostiene prácticas de intercambio cultural. Todo esto permite a un discurso -pretendidamente- anti-institucional refundar la inscripción institucional que le da sentido. La biopolítica encuentra así el punto arquimédico a partir del cual puede desplegar su productividad: la crítica de aquellas instituciones en las que previamente ha podido inscribirse y ser reconocida. El entusiasmo que esta crítica despierta recuerda al del viejo Kant ante la Revolución Francesa: la reconocía como un avance de la razón, pero la prohibía como método político. Del mismo modo, la biopolítica renuncia a desmantelar aquello que su discurso critica, pero sabe -es su secreto- que nada la puede privar de la degustación anticipada de tener un adversario.

Detectar los padecimientos contemporáneos, describir una plétora de mecanismos de sujeción e incluso imaginar un adversario no convierten a la biopolítica en una forma de discurso político. En todo caso, su máxima potencia en cuanto “discurso político” consiste en identificar la experiencia del vacío abierto por la retirada del Estado con el campo político como tal. Hasta aquí su aporte. Con todo, este proceso no suprime el Estado, no indica cuál es su nuevo lugar ni, menos aún, cómo debe ser ocupado para que esté a la altura de nuestro tiempo. Desde este punto de vista, la máxima potencia de la biopolítica es también su más alta flaqueza.

Si el pensamiento político es la invención de un dispositivo para la vida en común, la mera crítica es insuficiente. En condiciones de fragmentación social, un pensamiento político responsable es aquel que proyecta en el vacío un nuevo rostro de las instituciones. También del Estado.

Fuente: El clarín. SABADO 08 SET 2007

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