Fredric Jameson y el inconsciente político de la Postmodernidad
Por: Juan Carlos Fernández Serrato
Jameson
La obra de Frederic Jameson, quizá el más representativo de los teóricos marxistas norteamericanos, supone un raro intento de actualización del pensamiento dialéctico en unos tiempos donde el postestructuralismo ha puesto en crisis la noción misma de la realidad referencial. Sus teorías nacen con una clara una intención fundacional: armonizar las vertientes hegeliana y estructural del marxismo y asumir, al mismo tiempo, pero siempre dentro de un horizonte político, los hallazgos de la semiótica e incluso algunos aspectos de la hermenéutica de estirpe freudiana y de la crítica del mito. Un programa meticulosamente elaborado a lo largo de más de veinticinco años, que desemboca en su síntesis de 1981, The Political Unconcious: Narrative as Socially Symbolic Act (Trad. esp.: Documentos de cultura, documentos de barbarie, Madrid, Visor, 1989) y que ha soportado, con enorme productividad crítica, la verdadera prueba de fuego que ha supuesto su traslación metodológica a las arenas de las disputas postmodernas.
1. Bases de la teoría hermenéutica de Fredric Jameson.
A largo de toda la trayectoria teórica de Fredric Jameson existe una constante clara: el compromiso que se deriva del análisis de la lógica de la propia teoría en general y de la declaración de su esencial trasfondo político. No hay teorías inocentes. Desde aquí plantea Jameson en 1971 su estrategia discursiva, el metacomentario, un método que podríamos definir, con título prestado de Todorov, como “la crítica de la crítica”.
“[…] Nunca confrontamos un texto -dice Jameson- de manera realmente inmediata, en todo su frescor como cosa en-sí. Antes bien los textos llegan ante nosotros como lo siempre-ya-leído; los aprehendemos a través de capas sedimentadas de interpretaciones previas, o bien -si el texto es enteramente nuevo- a través de los hábitos de lectura y las categorías sedimentadas que han desarrollado esas imperativas tradiciones heredadas” (1981: 11).
La noción de escritura crítica que postula Jameson es, por tanto, la del resultado de un acto interpretativo de carácter alegórico en el que el texto objeto se reescribe en virtud de un código maestro que lo incorpora a su propia textualidad. Esta formulación difiere sensiblemente de las retóricas de la lectura elaboradas por la deconstrucción norteamericana en el hecho fundamental de que no se considera la operación interpretativa como un acto esencial, transhistórico, sino como una reconstrucción ideológica determinada precisamente por la historia.
El metacomentario se constituye, así, como una hermenéutica, pero fundada sobre lo que para Jameson es la labor central del método marxista: el análisis de la ideología. Desde la perspectiva combativa que asume sin rubor, la labor que el teórico norteamericano se plantea consiste en la elucidación de los códigos maestros a través de los que se filtran las producciones culturales, y poder así llegar a comprender las implicaciones políticas que por su propia naturaleza refracta toda intervención en el territorio de la cultura. Para ello, según Jameson, hay que tener en cuenta una premisa fundamental: la interpretación basada sobre códigos maestros debe entenderse como una escritura alegórica que ejecuta operaciones de ocultamiento, inversión o transformación sobre su objeto, con la finalidad Última de asimilarlo a las constantes culturales dominantes en el momento histórico desde el que se efectúa su lectura.
El enfoque que sostiene Jameson en sus argumentaciones pretende, en lógica consecuencia, objetivar los hechos culturales y los códigos maestros que los cubren, para, así, deslindar el paso de la ideología por la cultura. Si con ello sigue fiel a una concepción de la historia propia del marxismo clásico, cuya su dinámica evolutiva puede resumirse en el tema fundamental de “(…) la lucha colectiva por arrancar un reino de la Libertad al reino de la Necesidad” (1981: 17) no es menos cierto que no le bastan como justificación ni el dogma ni la buena fe de lo que pudiéramos llamar una ética de la praxis liberadora.
La teoría del inconsciente político, si quiere fundamentarse sólidamente, debe enfrentar sus instrumentos y nociones con las de otras hermenéuticas y establecer un campo de discusiones que no sea excluyente, sino dialécticamente progresivo -en el sentido de producir un conocimiento adecuado a la explicación de los cambios y transformaciones de la realidad social-, y dicho campo lo encuentra el teórico norteamericano en un territorio de preocupación común a todos los modelos que tratan de interpretar la cultura: la Historia.
Este será el gran espacio donde pueda mostrarse la trascendencia ideológica de los códigos maestros y de las operaciones de descripción y apropiación de la cultura y donde podrá verse no sólo cómo se leen los textos culturales, sino para qué se leen.
Aquí puede verse la primera muestra de su relación dialéctica con las corrientes postestructuralistas, al menos con la que representa el pensamiento de Foucault o de Gilles Deleuze y Félix Guattari, al insistir en la denuncia de aquellas concepciones de la cultura que la reducen a términos de proyección psicológica subjetiva y, por tanto, la relegan a un dominio cuasi místico, eterno, inabarcable e insignificante como modo de expresión de las relaciones sociales.
Por otra parte, la continua referencia de Jameson al papel que la Historia ejerce como horizonte de control de las posibilidades de la interpretación de los textos culturales plantea un problema metodológico básico: la necesidad de determinar de qué hablamos cuando hablamos de Historia. De manera que, si queremos aclarar los puntales conceptuales de su teoría sociocrítica, deberemos abordar antes que otra cosa su noción del fenómeno histórico.
En este sentido, y ya desde el prefacio de su The Political Unconcious (1981: 11-14), Jameson distingue dos tipos fundamentales en la “historicidad” aplicable a los textos culturales: la del objeto mismo, constituida por “los orígenes históricos de las cosas mismas” y la de las categorías a través de las cuales el sujeto intenta entender los objetos culturales propiamente dichos. El metacomentario, es obvio, se dirige a explicar el funcionamiento de esta última noción, pues en ella es donde se asentaría el inconsciente político de la interpretación y por lo tanto las finalidades de las diversas alegorías que lo recubren. Así, tanto los textos culturales como los códigos maestros desde los que se construyeron, y las nuevas lecturas con las que se asimila el pasado al sistema de valores de nuestro presente (lo que Jameson denominará en otro momento la escritura postmoderna o esquizofrénica), se muestra como una compleja red de interrelaciones en las que puede descubrirse el desarrollo dialéctico de los discursos de poder y dominación, proyectados sobre la historia misma.
Para ello, Jameson requiere el auxilio de la filosofía idealista y concibe la historia, no la de los objetos, la empírica, sino la que deriva de las nociones y categorías que pone en juego un determinado código hermenéutico, como un constructo teórico, una lectura y organización de los acontecimientos cronológicos en una narración focalizada por la ideología. El resultado es el establecimiento de determinados paradigmas narrativos en cuanto interpretantes interpuestos entre la realidad y su relato, visiones del mundo, en la terminología tradicional, para las que Jameson reclama la noción hegeliana de la Darstellung, a la que redefine como “esa designación intraducible en la que los problemas actuales de la representación se cruzan productivamente con aquellos bastante diferentes de la presentación, o del movimiento esencialmente narrativo o retórico del lenguaje y de la escritura a lo largo del tiempo” (1981: 14).
Desde Foucault sabemos de la historia como relato de la dominación, pero el nihilismo ético, que suele asignarse al pensamiento postestructuralista, es lo que Jameson pretende sortear con su reivindicación de un tercer modelo, el marxista, que superaría las contradicciones inherentes a la ideología de las otras dos grandes filosofías de la historia que preceden al materialismo histórico, esto es la cristiana y la burguesa. La gran virtud del marxismo, frente a las explicaciones teocéntricas -con su insistencia en la escatología del más allá- y a las que se basan en el voluntarismo del espíritu humano -en el sujeto de genio y en el carácter nacional, en suma-, habría sido la construcción de una hermenéutica holística, basada sobre una concepción colectiva y totalizante del acontecer histórico. Naturalmente, esto implica, para nuestro campo de conocimientos, mantener la trascendencia ética de toda crítica cultural.
El segundo problema a considerar, si se aspira a restaurar el sentido borrado en los textos culturales, consistiría en determinar qué tipo de causalidad se establece entre el texto propiamente dicho y los valores ideológicos que refracta.
Jameson encara el problema reformulando la conocida proposición de Lenin (“la Historia es un proceso sin telos ni sujeto”) que filtraría Louis Althusser -a quien se la atribuye Jameson, como parece ser ya la costumbre instituida- y reclamando la vuelta a un pensamiento crítico sobre la realidad material de la historia, realidad que las interpretaciones textualistas parecen haber borrado. Estos son sus argumentos, que cito en extenso por la importancia que tomarán en el debate postmodernista:
“La arrolladora negatividad de la fórmula althusseriana confunde en la medida en que puede fácilmente asimilarse a los temas polémicos de una multitud de post-estructurales y post-marxismos contemporáneos, para los cuales la Historia, en el mal sentido de la palabra -la referencia a un “contexto” o un “trasfondo”, un mundo real exterior de algún tipo, la referencia, en otras palabras, al muy denigrado “referente” mismo- es simplemente un texto más entre otros, algo que se encuentra en los manuales de historia y en esa presentación cronológica de las secuencias históricas. […] Propondríamos pues la siguiente formulación revisada: que la historia no es un texto, una narración, maestra o de otra especie, sino que, como causa ausente, nos es inaccesible salvo en forma textual, y que nuestro abordamiento de ella y de lo Real mismo pasa necesariamente por su previa textualización, su narrativización en el inconsciente político.” (1981: 30).
Jameson se topa al fin con el cuadrado semiótico de Greimas buscando un marco de solución para extrapolar al análisis cultural otra idea althusseriana, complementaria de la anterior, a saber: que la semiautonomía de los distintos niveles de la estructura socio-histórica tiene que relacionar tanto como separar, es decir, no sólo producir homologías, sino también diferencias.
Greimas (1979: 96-99 y 1986: 63-69) sostiene que existe una estructura elemental de la significación, susceptible de ser reproducida visualmente en forma de cuadrado, y que se basa en la combinación de dos oposiciones binarias entre dos términos opuestos y sus respectivos complementarios, de manera que todo sistema semiótico queda definido como una jerarquía en la que sus términos se agrupan por pares, los cuales mantienen entre sí relaciones de contradicción, contrariedad o complementariedad. Jameson, por su parte, añade que esta estructura significativa elemental basada en la antinomia, en lo que podríamos llamar un pensamiento que progresa por oposición y complementación, debe ser historizada. Esto es, si el cuadrado semiótico de Greimas propone que la estructura semántica es un proceso no disgresivo, sino clausurado, su traslación al metacomentario cultural implica la posibilidad de aplicar la hipótesis de que una conciencia ideológica precisa puede ser descrita y delimitada marcando “los puntos conceptuales más allá de los cuales no puede llegar esa conciencia y entre los cuales está condenada a oscilar” (1981: 39).
Afirma, además, que los textos culturales manifiestan distintas representaciones de la conciencia ideológica en la cual surgieron, como hubiera suscrito Lukács, pero, yendo un paso más allá que el filósofo húngaro, entiende que esta representación afecta no sólo a lo dicho propiamente en el texto, sino también a lo no dicho, lo reprimido o desplazado. Pensar la clausura semántica desde el cuadrado greimasiano, permite la reconstrucción de lo ausente en el texto, por su relación con lo específicamente expuesto, de manera que la afirmación de un ideologema determinado lo arrastra a su relación dialéctica con su contrario o con su complementario. De las antinomias y oposiciones semánticas que genera el texto cultural, deduce Jameson la categoría fundamental de contradicción.
En consecuencia, el ideologema no puede entenderse ya como un mero reflejo en el texto cultural de un determinado contexto situacional externo, sino como “la solución imaginaria de las contradicciones objetivas a las que constituye así una respuesta activa” (1981: 95). Concebido de esta manera, pasa a ser una forma de la praxis social, una “solución simbólica de una situación histórica concreta”:
“[…] La estructura literaria [vale decir: cultural, en general], lejos de realizarse completamente en cualquiera de sus niveles, se vuelca fuertemente hacia abajo o lado de lo impensé y lo non-dit; en una palabra, hacia el inconsciente político mismo del texto, de tal modo que los semas dispersos de este último -cuando se los reconstruye de acuerdo con este modelo [el greimasiano] de clausura ideológica-, nos dirigen ellos mismos insistentemente hacia el poder informador de las fuerzas o contradicciones que el texto trata en vano de controlar o de minar plenamente (o de administrar[…]).” (1981: 40).
2. El inconsciente político de la postmodernidad.
La aplicación de la teoría hermenéutica de Jameson sobre textos del pasado cultural, como la que él mismo lleva a cabo en The Political Unconcious, se ha mostrado efectiva y sugerente sobre novelas de Balzac, George Gissing y Conrad, es decir, sobre cómodos textos del realismo decimonónico y del pre-modernismo, encuadrables sin mucha dificultad en las teorías al respecto de Marx o de Lukács. Pero hay que reconocer que la reflexión sobre un cierto pasado cultural está apoyada por todo lo que sabemos de la historia que lo transita y, por tanto, el método de Jameson juega con una ventaja que quizá le haga efectivo como análisis del pasado, pero queda por demostrar su valor de teoría de la ideología cultural en términos absolutos.
Sin embargo es está última dimensión, la que nos parece lo más interesante del pensamiento de Jameson. En toda su producción teórica, incluida la directamente enfocada al análisis del pasado, domina precisamente su compromiso con el presente, su no renuncia a seguir defendiendo la hermenéutica y la teoría cultural como una praxis crítica estrechamente ligada a la producción de un conocimiento liberador, a la utopía, en definitiva. Por ello, sus análisis de la postmodernidad suponen no sólo la descripción de un estado de cosas cultural, social, histórico, y de su correspondiente (¿o “correspondientes”?) inconsciente(s) político(s), sino también una interpretación crítica de las implicaciones de ese inconsciente político en el desarrollo actual de las ideologías de dominación y subversión.
Si los ideologemas son cristalizaciones de la praxis política en la praxis cultural, bajo la forma de “paradigmas narrativos heredados” (1981: 1449) que funcionan como materia prima del texto cultural, su actuación sobre nuestro presente inmediato, plantea la cuestión apasionante de saber en qué consiste hoy su función, en cuanto estructuras significantes, y de qué manera nos afectan en nuestra cotidianeidad.
Jameson comenzó sus asedios al controvertido tema de la postmodernidad en 1982, con una conferencia pronunciada en el museo Whitney de Nueva York que posteriormente incluiría en uno de sus más conocidos trabajos, Postmodernism or the Cultural Logic of Late Capistalism (1984). Sus primeras preocupaciones se derivaban de la intención de mostrar la posibilidad de una nueva sistemática cultural fin de siglo y de establecer, desde el análisis de diversos fenómenos, la serie de ideologemas que pudieran conformar los extremos de la clausura ideológica de la sociedad postmoderna. En resumen, y glosando el cuadrado de Greimas, lo que es y no es la sociedad contemporánea, por medio de lo que parece y no parece ser una lógica o discurso dominante diferente del que conocemos como “moderno”. La finalidad del estudio radica, por tanto, en la elucidación del estatuto de la verdad y la mentira, de lo secreto y lo falso, de eso que podríamos llamar una “ruptura de la modernidad”.
Entiéndase que Jameson aspira a establecer no qué sea “lo Verdadero”, sino qué valores de juicio son propuestos como verdaderos o falsos en la postmodernidad, y relacionar luego sus efectos culturales, incardinándolos en esa historia total (no totalitaria, como veremos) que es la causa ausente de una teoría marxista del conocimiento social.
En primer lugar, Jameson admite la existencia de transformaciones económicas, políticas y, en general, sociales, que desde los años cincuenta y sesenta han venido modificando el rostro de las sociedades capitalistas occidentales, hacia lo que se ha designado como sociedad postindistrial, sociedad de consumo, de los media, de la información, sociedad electrónica o de la alta tecnología, sociedad del espectáculo, del capitalismo transnacional o simplemente del capitalismo tardío. Designaciones que nacen desde diversas concepciones socio-políticas, tanto de aquéllas que pretenden legitimar un retorno conservador a la premodernidad ideológica, como del marxismo y de algunas ideologías por ahora inclasificables más allá de su común tono libertario.
Estas transformaciones tienen como proyección política más importante la progresiva hegemonía colonial de los Estados Unidos de Norteamérica sobre las estructuras y los comportamientos sociales de Occidente y un reforzado intervencionismo en el llamado Tercer Mundo. Pero además, hacen posible, por primera vez en la historia, el desplazamiento absoluto del poder hacia el mercado, un mercado que impone sus normas de eficacia tecnológica al servicio de la rentabilidad del capital, de modo tan generalizado que dicta hasta la misma idea de Estado.
De igual manera, el agotamiento del capitalismo clásico corre parejo al ocaso de la modernidad estética, un declive que lee Jameson en la institucionalización del arte pop, en los diversos neoexpresionismos plásticos, en la música concreta de Jonh Cage o en la asimilación de los estilos populares al discurso de la llamada música culta, perceptible en la obra de compositores como Phillip Glass, en el cine derivado de Godard, en el videoarte, en el punk, en las novelas de Burroughs o Pynchon y, sobre todo, en la autorreclamada arquitectura postmoderna.
Estas transformaciones no deben ser consideradas como cronológicamente coincidentes ni geográficamente homogéneas, y desde luego, la posibilidad de establecer entre las manifestaciones culturales y la base económica una causalidad mecanicista es poco factible más allá de fenómenos muy localizados como el de la estrechísima relación de las primeras construcciones de la arquitectura postmoderna con las demandas del mercado.
Jameson sostiene, en consecuencia con su idea de que sólo desde la causalidad estructural se pueden producir explicaciones críticas, que en la postmodernidad tanto los fenómenos económico-políticos como los culturales son expresiones de cambios en el modo de producción dominante, así como de la redistribución de los discursos de poder y de un nuevo estatuto en el desarrollo de la lucha de clases. Desde la perspectiva que defendía en su artículo de 1984, La lógica cultural del capitalismo tardío, los ideologemas centrales de esta nueva situación conformarían un espacio cultural delimitado por los siguientes rasgos constitutivos (1991: 28):
a) Una nueva superficialidad, que se prolonga tanto en la “teoría” contemporánea como en toda una nueva cultura de la imagen o del simulacro”.
b) El “debilitamiento de la historicidad, tanto en nuestra relación con la historia oficial como en las nuevas formas de nuestra temporalidad privada”.
c) “Un nuevo subsuelo emocional”, fundado sobre lo que Jameson llama “intensidades” y que recupera el sentimiento de lo sublime, establecido por la estética romántica.
d) Creciente dependencia de la cultura con respecto a la tecnología. Y…
e) …Profundas relaciones constitutivas de todo lo anterior con un nuevo sistema de economía mundializada.
Naturalmente, estas características quedan tan sólo como puntos de referencia de una estructura dinámica en la que resulta casi imposible diferenciar fenómenos particulares que ilustren exclusivamente a cada uno de ellos. Todos se implican mutuamente y se solapan en una especie movimiento hacia un vórtice significativo: el simulacro como dominante cultural y la reificación de los significantes como vehículo de la llamada “crisis del referente”.
La complejidad del problema postmoderno es tal que la férrea sistemática que Jameson exponía en The Political Unconcius (1981), y que tan bien funcionaba cuando se aplicaba a la novela realista, se quiebra. Esta falla afecta tanto a su concepción del holismo histórico marxista, como a la percepción misma de las correspondencias entre la ideología, la cultura y la economía postmodernas. Así, glosando la idea althusseriana de que la misión de la ideología consiste en buscar una forma de articular la brecha que separa la experiencia existencial y el conocimiento científico, sentencia al final de su ensayo de 1984:
“Una perspectiva historicista de esta definición añadiría que tal coordinación, la producción de ideologías activas y vivas, varía según las diferentes situaciones históricas y, sobre todo, que quizás haya situaciones históricas donde no sea posible en absoluto; y esta sería nuestra situación en la crisis actual” (1991: 72).
Pero esta crisis del pensamiento sistemático y totalizador sobre el presente, no puede ser el fruto de un mero vagar autónomo de la teoría, de un desarrollo de sus planteamientos hacia el solipsismo, hasta quedar presa en una situación descontextualizada de cualquier referente real. La hipótesis de Jameson sobre los códigos maestros interpretativos como alegorías hermenéuticas de la realidad, lo que podríamos reescribir con Iuri M. Lotman como estrategias modelizadoras del mundo a través de las abstracciones conceptuales, dirige su mirada ambivalente tanto a lo que es mostrado por esta situación, como a lo que quiere ocultar. La crisis de un pensar anclado en la historia debe ser, por tanto, un síntoma de la diferencia estructural de nuestro presente con respecto al pasado.
Siguiendo los planteamientos de la Escuela de Frankfurt y de Ernst Mandel sobre el capitalismo tardío como un tercer estadio en la evolución del capital, Jameson entiende que como toda base económica, este nuevo estadio evolutivo debe proyectarse en una serie de valores sociales que la cultura reconoce y reconstruye. Para escapar de la fácil y simplificadora teoría del reflejo, su concepción del inconsciente político se sustenta ahora sobre una relación tripartita de la actividad intelectual.
En primer lugar, identifica la dualidad marxista de ideología y ciencia respectivamente con lo Imaginario y lo Real de Lacan, pero, siguiendo a este último, modifica la oposición, localizando el nexo entre ambos en el ámbito de lo Simbólico.
De modo grosero, puede decirse que para Lacan la palabra, el símbolo, cumple la función mediadora entre el yo y el otro, entre la subjetividad y la realidad. Cuando el sujeto accede al control de las operaciones del lenguaje, de las operaciones de simbolización, puede relacionarse con el mundo marcando su situación con respecto a lo exterior a sí mismo, ocupando un lugar “entre los otros” y, en definitiva, tomado conciencia de sí mismo.
Jameson
Jameson interpreta la teoría lacaniana trasladándola al terreno social, de manera que la cultura se entiende como una actividad esencialmente simbolizadora, esto es, como la codificación y expresión de los valores subjetivos con respecto a las condiciones externas que los limitan y/o determinan. Así pues, para Jameson no es la cultura un reflejo de tal o cual fenómeno económico-político, sino el ámbito donde el sujeto social se afirma como nódulo en la estructura total de la sociedad y expresa la naturaleza de sus relaciones con los demás elementos de la estructura.
Pero en nuestro presente histórico, no parece que pueda esquematizarse con facilidad una red estructural de correspondencias ideológicas unívocas en el análisis de la expresión cultural. La postmodernidad es un fenómeno tan contradictorio que no pocas voces se han levantado contra la propia idea de que exista en sí mismo un presente “post” o distinto de la modernidad. En consecuencia, la cuestión básica consiste en delimitar el horizonte de sucesos culturales que encerraría, de existir tal cosa, los ideologemas centrales de la postmodernidad.
En primer lugar sitúa Jameson un fenómeno al que denomina “el ocaso de los afectos” (1984a, 1991: 29-46) y que podría entenderse como una coincidencia -no reconocida por el autor- con los planteamientos de Gilles Lipovetsky (1983) acerca de que la profundización en la subjetividad modernista ha dado lugar en nuestro presente histórico inmediato a una redistruibución del todo social, que se dirige hacia un individualismo radical. Esto habría posibilitado la emergencia de una sociedad organizada sobre discontinuidades, donde el sujeto se encuentra perdido en un presente que no puede aprehender como totalidad sistemática, sino como dispersión de efectos de realidad. Una especie de vivencia acomodaticia del sujeto en fenómenos locales, difícilmente perceptibles como partes relacionantes de una estructura social clásica.
Uno de los mejores ejemplos de esta situación del sujeto en la postmodernidad, puede rastrearse en la evolución de las mostración de los sentimientos en el arte. Jameson organiza básicamente sus argumentos sobre el análisis comparativo de un mismo tema pictórico desde dos puntos de vista estéticos y culturales muy diferentes: los cuadros, Un par de botas de Vincent Van Gogh y los Zapatos de polvo de diamante de Andy Warhol. Es en la contradicción entre una pintura que expresa, en Van Gogh, la voluntad de afirmación del sujeto en el estilo, y otra, la de Warhol, que se sustenta sobre la reproductibilidad mecánica del cartel publicitario y la serialización de los motivos, donde Jameson lee un cambio en la sensibilidad epocal.
Van Gogh, aún mantiene en los motivos de su pintura una temática testimonial, mientras que su trabajo sobre las formas y el color se aleja de la mímesis realista hacia lo que podría llamarse una aspiración utópica, en la que el rasgo de estilo supone aún la voluntad de cambiar la realidad desde la conciencia del sujeto. En Warhol, por el contrario, ya ha desaparecido todo utopismo, todo idealismo, y su trabajo se concentra en la producción de formas seductoras, una estrategia espectacular, pero ya no transformadora.
Apoyándose, secundariamente, en la angustia existencial que expresa la pintura de Edward Munch o en el onirismo de Magritte, como puntos destacados en la evolución del tratamiento de los sentimientos en el arte moderno, concluye Jameson que la búsqueda de ese simulacro seductor postmoderno representa el fin del ego burgués y de sus psicopatologías.
“En cuanto a la expresión y los sentimientos o emociones, la liberación que se produce en la sociedad contemporánea de la antigua anomia del sujeto centrado puede significar asimismo no sólo una liberación de la angustia sino también de todo tipo de sentimiento, al no estar ya presente un yo que siente. Eso no significa que los productos culturales de la época postmoderna carezcan totalmente de sentimientos, sino que ahora tales sentimientos […] flotan libremente y son impersonales, y tienden a estar dominados por una peculiar euforia.” (1984, 1991: 36).
Esta percepción de la muerte del sujeto, tan burdamente malinterpretada como asesinato del hombre desde que Foucault y Barthes plantearan el tema en los años sesenta, se concibe ahora como el producto de una radicalización formal y, simultáneamente, de una integración del modernismo estético en el ámbito de lo canónico, de lo aceptado institucionalmente. Los textos de la cultura postmoderna han asumido ya la negación o superación del pasado, que impulsó como primera meta el modernismo clásico, pero esto se lleva a cabo de un modo chocante. ahora las proyecciones postmodernas sólo incorporan en sus escrituras la superficie de las innovaciones discursivas y compositivas de la modernidad, obviando su aparato conceptual o, simplemente, reduciéndolo a una anécdota más de la “fábula”. En la postmodernidad, por tanto, la obra de arte se instituye como un mero juego de técnicas combinatorias y constructivas, sin que parezca tenerse en cuenta algo de suma importancia para la estética modernista: la carga ideológica que transmite la forma por sí misma.
El resultado de esta actitud es el pastiche acrítico, definible como la superposición de planos contradictorios en un mismo objeto cultural, la coexistencia de rasgos de la llamada “alta cultura” con elementos del kitsch y la cultura de masas, desde una óptica o sensibilidad que Jameson prefiere denominar como pop.
Esta situación aboca a lo que el teórico norteamericano denomina “historicismo”, un estado de la cultura capitalista en la que se ha olvidado que el pasado es Historia con mayúsculas, o lo que es lo mismo, donde paulatinamente se le ha ido borrando como referente, convirtiéndolo en una mera colección de textos, máquinas significantes que, aisladas de la realidad social en la que surgieron, sólo nos ofrecen estímulos estéticos y estilísticos. Así, el historicismo consiste en “la canibalización aleatoria de todos los estilos del pasado, el juego de la alusión estilística azarosa y, en general, lo que Henri Lefèvre bautizó como la creciente primacía de lo neo” ( 1984a, 1991: 39).
La historia se reinterpreta ahora como nostalgia o como estilema. En ese pastiche acrítico, aunque no exento de ironía en muchas ocasiones, se reconocen las marcas de la evocación de valores sociales perdidos para nuestro presente. Los ejemplos que da Jameson van desde el filme American Graffiti de G. Lucas, hasta Chinatown de Polanski; desde los remakes del cine de Hollywood que actualizan, pero sólo en los signos externos, viejas películas clásicas, hasta la reinterpretación de algunos periodos de la historia norteamericana -tomando como referencia nuestros valores actuales- que ha llevado a cabo E.L. Doctorow en varias de sus novelas.
Resumiendo lo dicho hasta ahora, en todos los casos que cita Jameson y en muchos otros que podríamos aducir nosotros desde nuestro propio espacio cultural, la obra postmoderna no intenta ya reconstruir el pasado desde una visión realista, sino reinventarlo en términos de simulacro espectacular, un simulacro que se basa sobre todo en la explotación sentimental de esa seducción evocadora que portan los símbolos de antaño.
Esto da lugar a que las producciones culturales de la postmodernidad se asienten sobre lo heterogéneo, lo fragmentario, lo aleatorio, lo azaroso y no sobre una experiencia coherente de la temporalidad. Jameson lo expresa así:
“Si, de hecho, el sujeto ha perdido su capacidad de extender activamente sus pro-tenciones y re-tenciones por la pluralidad temporal y de organizar su pasado y su futuro en una experiencia coherente, difícilmente sus producciones culturales pueden producir algo más que ‘cúmulos de fragmentos’” (1984, 1991: 46).
A esta cultura de lo fragmentario y aleatorio, es a lo que denomina modelo esquizofrénico para las producciones estéticas de la postmodernidad, en esencia, una cultura que se sostiene sobre “un amasijo de significantes diferentes y sin relación” (1984, 1991: 48). La estética de la diferencia, del pastiche, del simulacro, lleva aparejada como función característica la desrealización del mundo, la separación de los textos de cualquier dependencia del referente, vagando libres en un presente atemporal.
Junto a ello, o como su consecuencia inmediata, deben colocarse los fenómenos de espacialización. La pérdida de la profundidad temporal, histórica, privilegia el hecho de que las manifestaciones culturales vayan organizándose internamente con referencia a un sólo plano, el presente, y se perciban más como espacio sintetizante que como jerarquía analítica.
En este aspecto, debe interpretarse como una de sus manifestaciones más claramente perceptibles, el auge de lo que Jameson denomina “demanda de arquitectura” en su ensayo “Equivalentes espaciales en el sistema mundial” (1991: 127-154). El trabajo citado se dedica íntegramente a los problemas que suscita la arquitectura postmoderna, la de Frank Gehry o John Portman, la derivada del programa de Robert Venturi y Scott-Brown “aprendiendo de Las Vegas”, y la del estilo High-tech, por lo tanto, podríamos matizar la afirmación de Jameson, aclarando que esa “demanda” prefiere no una arquitectura funcional, sino la que nace del cruce entre lo decorativo y lo experimental. Toda esta reciente y exitosa estética constructiva se basa sobre la descomposición de los elementos y retóricas del modernismo arquitectónico, que en las nuevas obras ya únicamente persisten como rasgos formales sobre los que se decora con elementos de otros estilos del pasado, buscando siempre, y esto es muy importante, el aprecio del mercado. La mercantilización extrema de la arquitectura elude todo planteamiento que no sea, otra vez, lo espectacular, y provoca un estilo que Jameson califica como constelación, una especie de equilibrio inestable de materiales heterogéneos que no se relacionan entre sí por ningún tipo de escalonamiento jerárquico, sino por su simple coexistencia en el espacio.
Pero como decíamos más arriba, la espectacularidad de la aquitectura postmoderna es sólo uno más de los fenómenos culturales del capitalismo tardío, que nos permiten imaginar la causa ausente de esta nueva estructura social que con tanto énfasis se quiere ligar a las teorías puramente políticas del fin de la historia (Fukuyama).
Otra de las proyecciones que aísla Jameson constituye lo que él ha llamado lo sublime postmoderno:
“Pero hay algo más -afirma- que tiende a surgir en los textos postmodernos más enérgicos y es la sensación de que más allá de toda temática o contenido la obra parece sacar provecho de las redes del proceso de reproducción, permitiéndonos atisbar un sublime postmoderno o tecnológico cuyo poder de autenticidad se manifiesta en la lograda evocación de estas obras de todo un nuevo espacio postmoderno que surge en torno nuestro” (1984, 1991: 56).
La experiencia contemporánea de lo sublime sigue manteniendo ese asombro mitad estupor, mitad pavor del que hablaba Edmund Burke y que Kant relacionaba con la imposibilidad de la mente humana para representar la poderosa inmensidad de la Naturaleza, pero ahora, en la época de lo que Mandel ha llamado la Era de la Tercera Máquina, es la teconología quien asombra. Además, ya no se trata de la tecnología material, maquinista, propia de la revolución industrial, ni siquiera de la máquina futurista y su nuevo mundo de formas inéditas para la representación estética, sino del ordenador, de la realidad virtual, de las autopistas de la información, de las redes de poder telemático. Una tecnología hipnótica y fascinante, en palabras del propio Jameson (1984a, 1991: 57), que no permite aprehender ni el contorno ni los agentes del nuevo poder.
En este espacio social descentrado, disperso, donde la inmensa cantidad de los datos que fluyen en las redes ocultan la visión del todo orgánico más allá de la misma idea de flujo, ese espacio que ha dado pie a las paranoias tecnológicas de los narradores cyberpunk, el lenguaje del videotexto representa la más clara expresión del fluir continuo e inaprehensible de imágenes de seducción que fabrica la cultura postmoderna, demasiado rápidas como para ser enhebradas no ya con sus referentes reales, cuando los tiene, sino incluso con el resto de las secuencias que constituyen su espacio textual.
En un trabajo de 1987, titulado “Reading whithout Interpretation: Postmodernism and the Video-Text”, que recogerá con otro título en la edición definitiva de su Postmodernism or the Cultural Logic of Late Capitalism (1991; trad. Teoría de la postmodernidad, Madrid, Trotta, 1996), Jameson sostiene que los media y la cultura de la imagen surgida en su torno, constituyen el género privilegiado para expresar las verdades secretas de nuestras sociedades postmodernas. Desde luego en esta sociedad, que muchos han llamado precisamente “de los media”, resulta innegable el poder conformador de la conciencia social que tales medios han ido adquirido a lo largo del último tercio del siglo XX. Pero Jameson, siguiendo con las teorías expuestas en The Political Unconcious (1981), considera que hoy la cultura, gracias a las operaciones intelectuales y sociales de desacralización del mundo que llevó a cabo la modernidad, ya resulta perceptible en su materialidad y, como hemos expuesto anteriormente, se constituye en su más importante elemento simbolizante, mediador entre lo Imaginario y lo Real de Lacan. En consecuencia con esto, lo que interesa de la cuestión, desde una hermenéutica crítica, es la comprensión del tipo de relaciones que está simbolizando hoy la cultura de la imagen.
Para el teórico norteamericano (1987, 1991: 97) los media combinan tres rasgos suficientemente diferenciados: una forma particular de producción estética, una tecnología específica y una institución social. El hecho de que de ello podamos deducir que se trata de un triple movimiento que incorpora lo estético, lo material y lo social, justificaría, a juicio de Jameson, la importancia de los mass-media como nexos que, para nuestro presente histórico, representan en la praxis la categoría de la mediación entre el modo de producción y sus proyecciones culturales. En definitiva, sus lenguajes y retóricas, su funcionamiento institucionalizado y los productos culturales construidos sobre esa retórica particular, encarnarían a la perfección la dominante cultural de “una nueva coyuntura social y econÛmica” (1987, 1991: 99).
Aunque no lo cita, sus planteamientos coinciden con los de Mark Poster (1990) cuando afirma que el modo de producción en la actualidad de las sociedades del capitalismo tardío se ha tornado modo de información. Y ambos coinciden, a la vez, con las hipótesis iniciales de Jean-François Lyotard (1979) en torno a la idea de que el fenómeno más importante de la postmodernidad política consistiría en la dispersión de los agentes de la dominación, que se trasladan ahora desde las instituciones ejecutivas del Estado a lo que Lyotard llama “Decididores”, aquéllos que tienen la posibilidad de ejecutar la forma más sofisticada de poder, el Saber, traducible sin problemas por el término más amplio de Información.
Si Jameson considera que el videotexto, en su doble manifestación de televisión comercial y videoarte o vídeo experimental, es el auténtico modelo del lenguaje de la postmodernidad, su hipótesis se basa en las teorías que, como la defendida por Raymond Williams (1975), describen el funcionamiento semiótico de la televisión en términos de “flujo total”. Un flujo interrumpido no por la programación, que en la televisión comercial aunque se presenta como fragmentada en diversos elementos -programas de distinto género y anuncios publicitarios- mantiene siempre ese fluir ininterrumpido que se basa en la idea de continuidad, de carencia de una clausura semántica o formal como la que se ejerce al cerrar un libro. Resulta, pues, imposible, en este cosmos virtual, individualizar el mensaje.
Ante el flujo del videotexto, sólo funciona la desconexión del aparato, pero apagar la televisión, nos dice Jameson, tiene que ver muy poco con el intermedio de una obra teatral o con lo que se considera como una decisión tomada desde la “distancia crítica”.
El vídeo experimental, por su parte, en cuanto mostración extrema de todo el abanico de las posibilidades materiales del lenguaje videográfico en su diferencia y especificidad respecto de otros lenguajes contemporáneos como el del cine, la literatura o la pintura, explota precisamente las posibilidades retóricas del flujo, la velocidad y la simultaneidad de la expresión estética con imágenes. Tal como se observa en las obras pioneras de Nam June Paik, o en la de artistas más recientes como Bill Viola, el vídeo experimental se acerca a ese surrealismo sin inconsciente, a esta recreación de imágenes espectaculares descontextiualizadas de un referente psíquico, puesto que el espectador pasa por ellas según itinerarios caprichosos, aleatorios, ora atentos, ora aburridos, sin ninguna posibilidad de retener lo que no parece referirse más que a sí mismo. El espectador de videoarte se convierte en una metáfora del sujeto descentrado de la postmodernidad, tal como lo definía Jameson en su ensayo programático de 1984:
“Al espectador postmoderno […] se le pide que haga lo imposible, es decir que vea todas las escenas a la vez, en su diferencia radical y aleatoria; a este espectador se le pide que siga la mutación evolutiva de David Bowie en The Man Who Fell to Earth (donde mira simultáneamente cincuenta y siete pantallas de televisión) y que se eleve a un nivel donde la vívida percepción de la diferencia radical es, en y por sí misma, un nuevo modo de aprehender lo que solía llamarse relación: la palabra collage es insuficiente para describirlo” (1984a, 1991: 52).
La crisis de los valores estéticos trascendentes que refleja la postmodernidad, tiene que ver, entonces, tanto con la asimilación del canon a los intereses del mercado artístico, como con la centralidad de los lenguajes videográficos y los flujos incorpóreos, casi inaprehensibles como totalidad a causa de la combinación de fragmentación y continuidad. Pero también con la deshistorización de los referentes culturales, o con el hecho de que las sociedades del capitalismo tardío hayan sustituido la represión por la administración dirigista de valores que no supongan un peligro para el sostenimiento del propio sistema. Gilles Deleuze (1993) considera que tales sociedades son ahora sociedades del control, basadas en la dispersión de los agentes de la dominación en medio de redes de información.
Los problemas que esto plantea para una teoría materialista de la cultura y para un pensamiento crítico marxista no son baladíes. En los análisis de la postmodernidad que efectúa Jameson se nota una asimilación, no siempre reconocida por el propio autor, de algunos planteamentos nucleares del postestructuralismo, y no sólo de las ya referidas nociones lacanianas, sino también de las teorías sobre el simulacro de Baudrillard, o de las de Lyotard sobre la seducción, pero muy especialmente de las tesis de Gilles Deleuze y de Felix Guattari acerca del rizoma y de la concepción de la cultura como una organización espacial no jerárquica, un cuerpo sin órganos, disperso y en movimiento que debería desafiar los discursos de poder que pretenden violentarla desde operaciones hermenéuticas instrumentalizadoras.
Como respuesta al estado cultural y político de la postmodernidad, Jameson describe la finalidad de su teoría hermenéutica en términos de una cartografía que se propone situar al sujeto en la realidad social problemática en la que vivimos. Muchos fenómenos se nos quedan en el tintero, como la magnitud de la deuda del teórico norteamericano respecto de las teorías de Lukács y Althusser, las discusiones con los representantes de la deconstrucción, en especial con Paul de Man, su repaso a las diferentes posturas políticas y teóricas ante la postmodernidad, plasmadas en un magnífico ensayo titulado en la traducción castellana “Teorías de lo postmoderno” (1984b, 1991: 85-96), o sus reflexiones sobre algunas proyecciones actuales de lo que Gilles Deleuze había llamado micropolítica.
Pero como síntesis final, podríamos decir que el pensamiento de Fredric Jameson se levanta contra aquellas teorías que se dispersan en el nominalismo, es decir, en la consideración de los fenómenos de la cultura como radicalmente diferentes, tan extremadamente individualizados que no podría leerse en ellos nada fuera de sus manifestaciones locales de funcionamiento significante. Considera, desde luego, que el totalitarismo, o las explicaciones totalitarias de la cultura, suponen una forma no sólo de reducción de la realidad cultural y social, sino también de peligrosa mixtificación política. Defiende, en cambio, una visión amplia de nuestra sincronía cultural que la incardine dialécticamente en la historia y la explique como fenómeno social. Una estrategia de conocimiento a la que llama “totalizadora”, porque contempla todos los fenómenos sociales como elementos de una estructura múltiple y dinámica y con sentidos ideológicos definibles. Una totalización epistemológica que, por otra parte, se salva de ser un “totalitarismo”, porque no pretende subordinar las explicaciones de la cultura a un patrón directivo, sea sólo cultural o más ampliamente político, sino, como decíamos antes, cartografiar la realidad para abrir el camino a la praxis social.
Jameson, por tanto, se sitúa en ese apartado de la semiótica aún en discusión, el de las finalidades de la interpretación, un territorio que vuelve a concebir en términos críticos y necesariamente abiertos al debate, donde la dimensión ética y política vuelve a mostrarse en el signo, y nos recuerda su carácter de instrumento creado por el hombre para comprender y dominar su destino en la naturaleza.
REFERENCIAS
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Fuente: http://www.uned.es/ntedu/espanol/master/primero/modulos/teoria-de-la-informacion-y-comunicacion-audiovisual/jameson.htm Leer más