EDWARD SAID, entrevista de Eduardo Lago
Texto: Eduardo Lago
Edward W. Said nació en 1935 en un barrio de Jerusalén ocupado por cristianos palestinos, en el seno de una familia anglicana acomodada. Sus padres quisieron que recibiera una educación exquisita. Su infancia transcurrió entre Jerusalén, El Líbano y El Cairo. En 1948, por la guerra abandonó su ciudad, a la que volvió 45 años después. En 1951 comenzó a estudiar en las universidades de Princeton y Harvard, y desde 1963 es catedrático de Literatura Comparada en la Universidad de Columbia.
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Comprometido con la causa de su pueblo (desde 1977 hasta 1991, que dimitió, fue miembro independiente del Consejo Nacional de Palestina), Said es autor de una treintena de libros en los que aborda cuestiones de política, musicología, teoría literaria o crítica cultural. En títulos como Orientalismo (1978), El mundo, el texto y el crítico (1983) o Cultura e imperialismo (1993), examina las condiciones de producción del conocimiento, la interacción entre el discurso institucional del poder y las esferas del arte y del pensamiento, o las transformaciones de las teorías -sociológicas y literarias- cuando se las desplaza de las coordenadas históricas y geográficas en que se generaron. Sus opiniones le han valido amenazas de muerte y ser el blanco de críticas , así como de inquebrantables adhesiones. Su amigo Noam Chomski ha dicho de él: “Su trabajo intelectual consiste en mostrar al desnudo los mitos en los que nos envolvemos a nosotros mismos y a los demás, obligándonos a reformular nuestra percepción de lo que es el resto del mundo y de lo que nosotros mismos somos. Además, se ha impuesto una segunda tarea, si cabe más difícil que la anterior, pues no hay nada más difícil que mirarse al espejo”.
PREGUNTA. En su obra se preocupa por las complejas relaciones que mantienen la cultura y el poder. ¿Cuál es la responsabilidad del intelectual?
RESPUESTA. Es importante no perder de vista el modo en que el poder afecta a la vida cotidiana e informa de la situación social en la que nos encontramos. En ese contexto, creo que el intelectual está obligado a mantener una posición de independencia, oposición y resistencia. Ha de ser escéptico e inquisitivo, tiene que adoptar una actitud de desafío frente a la establecida. El rasgo distintivo del poder, aparte por supuesto del instinto de mando, es que exige lealtad y autoridad. Ante ello, el intelectual ha de decir: non serviam.
P. En Orientalismo lleva a cabo un riguroso escrutinio textual de algunos de los exponentes de la literatura europea del siglo XIX, poniendo de relieve los mecanismos por medio de los cuales el poder condiciona ciertas formas de representación literaria. ¿Qué perspectiva tiene sobre esa obra 25 años después?
R. Tuvo una recepción extraordinaria en todo el mundo; se tradujo a más de 30 idiomas y ha generado miles de páginas de crítica, sin embargo, muy pocas veces se ha entendido en el espíritu que lo generó. En primer lugar, se trata de un libro de carácter eminentemente inquisitivo, que responde a un espíritu de búsqueda e investigación. Está lleno de interrogantes y las respuestas que ofrece tienen más bien un carácter tentativo. A pesar de eso, se ha entendido como un libro lleno de afirmaciones y juicios de valor contundentes. La inmensa mayoría de los lectores pasa por alto que el libro es una celebración del genio de escritores como Flaubert, Gerard de Nerval, Kipling o Disraeli. Se trata de un libro escrito dentro de la tradición de la filología comparada europea. Mis modelos son Auerbach y Spitzer. Mirando atrás, creo que ese aspecto ha pasado bastante inadvertido.
P. En La cuestión de Palestina, argumenta que al caracterizar a Palestina como un yermo despoblado, el sionismo reprodujo las estrategias de representación propias del orientalismo, provocando la ironía histórica de convertir a las víctimas del holocausto en los verdugos de todo un pueblo.
R. No fueron sólo víctimas del holocausto. La historia del antisemitismo europeo es muy larga. En mi libro anterior muestro que orientalismo y antisemitismo son dos caras de la misma moneda. Ernest Renan no distinguía entre árabes y judíos y Disraeli hacía otro tanto (decía que los árabes eran judíos a caballo). La terrible ironía del sionismo consiste en que tomó de Occidente aquello que había sido empleado con mayor crueldad contra ellos, expulsándonos de nuestra tierra, como les había sucedido a ellos, y empleando tácticas colonizadoras. Los palestinos nos convertimos en las víctimas de las víctimas. Es un momento único en la historia del colonialismo. En muchos de los casos, las víctimas son exterminadas, explotadas o asimiladas, pero nosotros éramos invisibles, nunca habíamos existido.
P. El mundo, el libro y el crítico marca un punto de inflexión en su carrera. ¿En qué estriba la importancia de esa colección de ensayos?
R. Por primera vez fui capaz de recoger mi pensamiento en torno a la historia, la literatura, la teoría literaria y, en cierta medida, la sociología y la política, dándoles un marco común: el de la secularidad. También me ocupo de la inmediatez del texto literario: de su capacidad para proporcionar placer, de la experiencia sensorial de la lectura. En ese libro aludo por primera vez a la noción de experiencia, como parte esencial del acto literario, bien como escritor o como lector. Y hablo de la actividad crítica como algo que tiene que ver con la sociedad, con el Estado y con las transformaciones de la historia, y no como un acto privado. Fue un alejamiento momentáneo de las cuestiones relacionadas con el orientalismo y la cuestión de Palestina, a fin de abordar cuestiones del lenguaje y forma literaria. Por encima de todo, el libro es una celebración de las posibilidades del ensayo.
P. En Cultura e imperialismo propone una lectura contrapuntística de Jane Austen, Thackeray o Conrad. ¿Cuáles son los cambios principales respecto a los planteamientos de Orientalismo?
R. Me propuse proyectar la idea del orientalismo más allá del mundo del texto, examinando los procesos de expansión imperialista, así como los de descolonización y liberación. Ensancho los límites geográficos del primer libro, incorporando espacios como África o América Latina. En la parte final, estudio la emergencia de Estados Unidos como potencia mundial. Al proponer una lectura contrapuntística de los autores que menciona, mi intención no es criticarlos como artistas, sino mostrar cómo, oculta tras la belleza incuestionable de sus creaciones, existe un trasfondo de poder cuya presencia se excluye de manera deliberada, como ocurre con los esclavos de Antigua, en Mansfield Park, de Jane Austen. Se trata de silencios que son elementos esenciales de la constitución del texto, y por tanto hay que recuperarlos en la lectura.
P. Además de haber escrito sobre temas musicales, como la ópera o los enigmas de la interpretación, usted es un consumado pianista. ¿Qué música le gusta interpretar?
R. Este año toco mucho Bach. También Chopin, Beethoven algo menos, Schonberg, y sobre todo transcripciones de ópera para piano: Wagner, Verdi. Me encanta tocar piezas para cuatro manos. Por fortuna tengo como vecina a una pianista excelente, Diane Walsh, y toco con Daniel Barenboim, que es un gran amigo. La música es una de las artes de la memoria, y me proporciona algo que no me transmite ninguna otra actividad estética: el sentido de la densidad del tiempo.
P. ¿Escribe un libro sobre ópera?
R. Lo acabo de terminar. Comento cinco óperas: Cosi Fan Tutte, de Mozart; Fidelio, de Beethoven; Les Troyens, de Berlioz; Wozzeck, de Berg, y el Otelo, de Verdi. Es un género muy complejo, y si la ejecución es inteligente puede ser una de las más grandiosas manifestaciones del espíritu, porque en ella la conjunción del tiempo y el espacio se dan cita con la palabra, la música, el teatro, el diseño y la danza.
P. ¿Por qué escribió Fuera de lugar, su libro de memorias?
R. Un ciclo de pérdidas que se cerró con la muerte de mi madre: la caída de Palestina en 1948, los acontecimientos de 1967, la muerte de mi padre en 1971, la guerra civil en Líbano cobraron un sentido inusitado cuando murió mi madre, en 1990. Era mi última conexión con el pasado, y cuando desapareció me sentí desgajado del mundo en el que había crecido. Un año después, en 1991, me diagnosticaron una leucemia incurable. Ése fue también el año de la guerra del Golfo, y de mi distanciamiento de la dirección del movimiento palestino. Así las cosas, necesitaba de modo imperioso recuperar el mundo de mi infancia y adolescencia, volver a darle vida y exponerlo públicamente.
P. ¿Fue un proceso difícil?
R. Dependía de la memoria, ya que no conservaba ningún tipo de documento, ni siquiera cuadernos o diarios. Sólo mi partida de nacimiento y un puñado de fotografías. Lo asombroso es que mis recuerdos estaban intactos. Mi memoria era como un jardín salvaje, lleno de malas hierbas que crecían desaforadamente. Con total claridad imaginaba (no en el sentido de inventar, sino en el primigenio de ver imágenes del pasado impresionadas en mi mente) episodios de mi infancia y juventud, rostros, gente, nombres. Recordaba tantas cosas que lo más difícil fue el proceso de selección.
P. ¿Qué sintió cuando en 1992 volvió a Palestina después de 45 años?
R. No hubiera podido hacerlo de no haberme acompañado mi mujer y mis hijos. Cuando llegamos a Tel Aviv, mi mujer, que es libanesa, rompió a llorar. En cuanto a mí, sentí una conmoción indescriptible… Es una experiencia que no se puede equiparar a ninguna otra. Sentía en lo más vivo que estaba en mi país, pero al mismo tiempo en otro. La gente hablaba un idioma que no entendía. Nos sentimos completamente solos, pero cinco minutos después salieron a nuestro encuentro unos amigos que habían venido a buscarnos, y el mero hecho de estar hablando en árabe en el aeropuerto me hizo sentir una esperanza que ya nunca he perdido. Sentí que los palestinos no hemos sido borrados de la faz de la tierra.
P. En 1993, en medio de la euforia, afirmó que los acuerdos de Oslo, perpetuaría los problemas. ¿El tiempo le ha dado la razón?
R. Desde el primer día, cuando le dieron a Arafat Gaza y Jericó, pero sin la posibilidad de pasar de un lugar a otro, estaba claro que era una perfecta locura. Hay dos cosas que sigo sin entender: que hubiera siquiera un puñado de palestinos dispuestos a aceptar los acuerdos, y que cuando los israelíes y los estadounidenses afirmaban. que habían puesto en marcha un proceso de paz, pensaran que podrían engañar al mundo durante tiempo. Esos dos misterios son inescrutables.
P. ¿Tiene Arafat la estatura moral necesaria para ser el máximo representante del pueblo palestino?
R. No, la perdió. Ni siquiera tiene sentido de la decencia. Se supone que es el líder de un pueblo en lucha, y estos días en que están asesinando a su gente, le envió a Sharon un ramo de flores con motivo de su cumpleaños.
P. ¿Alberga esperanzas de encontrar un liderazgo mejor?
R. Hay que esperar a otra generación, gente en torno a los 40 o 50 años. No quisiera parecer arrogante, pero hay gente que se acerca a mí diciéndome: “Tenía razón desde el principio. ¡Díganos qué podemos hacer!”. Si no estuviera enfermo y tan lejos…
P. ¿Es pesimista o cree que es posible encontrar una solución?
R. Pesimista, jamás. Los palestinos no serán nunca derrotados ni por el poder inmoral de las armas ni por rondas de conversaciones arbitradas por Estados Unidos. La única solución es un Estado binacional, mixto, basado en la igualdad y la coexistencia democrática, donde árabes y judíos puedan vivir juntos de modo satisfactorio. Hoy día, los judíos constituyen una parte fundamental de Oriente Próximo, pero resulta que están en un entorno abrumadoramente árabe y tienen que ajustarse a esa realidad. Creo que con el tiempo los israelíes comprenderán que no pueden vivir aislados, tienen que integrarse en la comunidad general de ciudadanos Sigue leyendo