El grafólogo
Salvador Elizondo (México, 1932)
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El grafólogo
Salvador Elizondo (México, 1932)
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“BRASIL SIN FRONTERAS: DISCURSOS, CULTURA Y LITERATURA”
24, 25 y 26 de Julio de 2009
La gente hoy pertenece más a los barrios urbanos (y a los “barrios audiovisuales”) que en los años veinte, cuando la salida al “centro” prometía un horizonte de deseos y peligros, una exploración de un territorio siempre distinto. De los barrios de clase media ahora no se sale al centro. Las distancias se han acortado no sólo porque la ciudad ha dejado de crecer, sino porque la gente ya no se mueve por la ciudad, de una punta a la otra. Los barrios ricos han configurado sus propios centros, más limpios, más ordenados, mejor vigilados, con más luz mayores ofertas materiales y simbólicas.
Ir al centro no es lo mismo que ir al shopping-center, aunque el significante “centro” se repita en las dos expresiones. En primer lugar, por el paisaje: el shopping-center, no importa cuál sea su tipología arquitectónica, es un simulacro de ciudad de servicios en miniatura, donde todos los extremos de lo urbano han sido liquidados: la intemperie, que los pasajes y las arcadas del siglo XIX sólo interrumpían sin anular; los ruidos, que no respondían a una programación unificada; el claroscuro, que es producto de la colisión de luces diferentes, opuestas, que disputan, se refuerzan o, simplemente, se ignoran unas a otras; la gran escala producida por los edificios de varios pisos, las dobles y triples elevaciones de los cines y teatros, las superficies vidriadas tres, cuatro, cinco veces más grandes que el más amplio de los negocios; los monumentos conocidos, que por su permanencia, su belleza o su fealdad, eran los signos más poderosos del texto urbano; la proliferación de escritos de dimensiones gigantescas, arriba de los edificios, recorriendo decenas de metros en sus fachadas, sobre las marquesinas, en grandes letras pegadas sobre los vidrios de decenas de puertas vaivén, en chapas relucientes, escudos, carteles pintados sobre el dintel de portales, pancartas, afiches, letreros espontáneos, anuncios impresos, señalizaciones de tránsito. Estos rasgos, producidos a veces por el azar y otras por el diseño, son (o fueron) la marca de una identidad urbana.
Hoy, el shopping opone a este paisaje del “centro” su propuesta de cápsula espacial acondicionada por la estética del mercado. En un punto, todos los shopping-centers son iguales: en Minneapolis, en Miami Beach, en Chevy Chase, en New Port, en Rodeo Drive, en Santa Fe y Coronel Díaz, ciudad de Buenos Aires. Si uno descendiera de Júpiter, sólo el papel moneda y la lengua de vendedores, compradores y mirones, le permitirían saber dónde está. La constancia de las marcas internacionales y de las mercancías se suman a la uniformidad de un espacio sin cualidades: un vuelo interplanetario a Cacharel, Stephanel, Fiorucci, Kenzo, Guess y McDonald’s, en una nave fletada bajo la insignia de los colores unidos de las etiquetas del mundo.
La cápsula espacial puede ser un paraíso o una pesadilla. El aire se limpia en el reciclaje de los acondicionadores; la temperatura es benigna; las luces son funcionales y no entran en el conflicto del claroscuro, que siempre puede resultar amenazador; otras amenazas son neutralizadas por los circuitos cerrados, que hacen fluir la información hacia el panóptico ocupado por el personal de vigilancia. Como en una nave espacial, es posible realizar todas las actividades reproductivas de la vida: se come, se bebe, se descansa, se consumen símbolos y mercancías según instrucciones no escritas pero absolutamente claras. Como en una nave espacial, se pierde con facilidad el sentido de la orientación: lo que se ve desde un punto es tan parecido a lo que se ve desde el opuesto que sólo los expertos, muy conocedores de los pequeños detalles, o quienes se mueven con un mapa, son capaces de decir dónde están en cada momento. De todas formas, eso, saber dónde se está en cada momento, carece de importancia: el shopping no se recorre de una punta a la otra, como si fuera una calle o una galería; el shopping tiene que caminarse con la decisión de aceptar, aunque no siempre, aunque no del todo, las trampas del azar. Los que no aceptan estas trampas alteran la ley espacial del shopping, en cuyo tablero los avances, los retrocesos y las repeticiones no buscadas son una estrategia de venta.
El shopping, si es un buen shopping, responde a un ordenamiento total pero, al mismo tiempo, debe dar una idea de libre recorrido: se trata de la ordenada deriva del mercado. Quienes usan el shopping para entrar, llegar a un punto, comprar y salir inmediatamente, contradicen las funciones de su espacio, que tiene mucho de cinta de Moebius: se pasa de una superficie a otra, de un plano a otro, sin darse cuenta de que se está atravesando un límite. Es difícil perderse en un shopping precisamente por esto: no está hecho para encontrar un punto y, en consecuencia, en su espacio sin jerarquías también es difícil saber si uno está perdido. El shopping no es un laberinto del que sea preciso buscar una salida; por el contrario, sólo una comparación superficial acerca el shopping al laberinto. El shopping es una cápsula donde, si es posible no encontrar lo que se busca, es completamente imposible perderse. Sólo los niños muy pequeños pueden perderse en un shopping, porque un accidente puede separarlos de otras personas y esa ausencia no se equilibra con el encuentro de mercancías.
Como una nave espacial, el shopping tiene una relación indiferente con la ciudad que lo rodea: esa ciudad siempre es el espacio exterior, bajo la forma de autopista con villa miseria al lado, gran avenida, barrio suburbano o peatonal. A nadie, cuando está dentro del shopping, debe interesarle si la vidriera del negocio donde vio lo que buscaba es paralela o perpendicular a una calle exterior; a lo sumo, lo que no debe olvidar es en qué naveta está guardada la mercancía que desea. En el shopping no sólo se anula el sentido de orientación interna sino que desaparece por completo la geografía urbana. A diferencia de las cápsulas espaciales, los shoppings cierran sus muros a las perspectivas exteriores. Como en los casinos de Las Vegas (y los shoppings aprendieron mucho de Las Vegas), el día y la noche no se diferencian: el tiempo no pasa, o el tiempo que pasa es también un tiempo sin cualidades.
La ciudad no existe para el shopping, que ha sido construido para remplazar a la ciudad. Por eso, el shopping olvida lo que lo rodea: no sólo cierra su recinto a las vistas de afuera sino que irrumpe, como caído del cielo, en una manzana de la ciudad a la que ignora; o es depositado en medio de un baldío, al lado de una autopista, donde no hay pasado urbano. Cuando el shopping ocupa un espacio marcado por la historia (reciclaje de mercados, docks, barracas portuarias, incluso reciclaje en segunda potencia: galerías comerciales que pasan a ser shoppings-galería), lo usa como decoración y no como arquitectura. Casi siempre, incluso en el caso de shoppings “conservacionistas” de arquitectura pasada, el shopping se incrusta en un vacío de memoria urbana, porque representa las nuevas costumbres y no tiene que rendir tributo a las tradiciones: allí donde el mercado se despliega, el viento de lo nuevo hace sentir su fuerza.
El shopping es todo futuro: construye nuevos hábitos, se convierte en punto de referencia, acomoda la ciudad a su presencia, acostumbra a la gente a funcionar en él. En el shopping puede descubrirse un “proyecto premonitorio del futuro”: shoppings cada vez más extensos que, como un barco factoría, no sea necesario abandonar nunca (así son ya algunos hoteles-shopping-spa-centro cultural en Los Ángeles y, por supuesto, en Las Vegas). Aldeas-shoppings, museos-shoppings, bibliotecas y escuelas-shoppings, hospitales-shoppings.
Se nos informa que la ciudadanía se constituye en el mercado y, en consecuencia, los shoppings pueden ser vistos como los monumentos de un nuevo civismo: ágora, templo y mercado, como en los foros de la vieja Italia romana. En los foros había oradores y escuchas, políticos y plebe sobre la que se maniobraba; en los shoppings también los ciudadanos desempeñan papeles diferentes: algunos compran, otros simplemente miran y admiran. En los shoppings no podrá descubrirse, como en las galerías del siglo XIX, una arqueología del capitalismo sino su realización más plena.
Frente a la ciudad real, construida en el tiempo, el shopping ofrece su modelo de ciudad de servicios miniaturizada, que se independiza soberanamente de las tradiciones y de su entorno. De una ciudad en miniatura el shopping tiene un aire irreal, porque ha sido construido demasiado rápido, no ha conocido vacilaciones, marchas y contramarchas, correcciones, destrucciones, influencias de proyectos más amplios. La historia está ausente, y cuando hay algo de historia no se plantea el conflicto apasionante entre la resistencia del pasado y el impulso del presente. La historia es usada para roles serviles y se convierte en una decoración banal: preservacionismo fetichista de algunos muros como cáscaras. Por esto, el shopping sintoniza perfectamente con la pasión por el decorado de la arquitectura llamada posmoderna. En el shopping de intención preservacionista la historia es paradojalmente tratada como souvenir y no como soporte material de una identidad y temporalidad que siempre le plantean al presente su conflicto.
Evacuada la historia como “detalle”, el shopping sufre una amnesia necesaria a la buena marcha de sus negocios, porque si las huellas de la historia fueran demasiado evidentes y superaran la función decorativa, el shopping viviría un conflicto de funciones y sentidos: para el shopping, la única máquina semiótica es la de su propio proyecto. En cambio, la historia despilfarra sentidos que al shopping no le interesa conservar, porque en su espacio, además, los sentidos valen menos que los significantes.
El shopping es un artefacto perfectamente adecuado a la hipótesis del nomadismo contemporáneo: cualquiera que haya usado alguna vez un shopping puede usar otro, en una ciudad diferente y extraña de la que ni siquiera conozca la lengua o las costumbres. Las masas temporariamente nómadas que se mueven según los flujos del turismo, encuentran en el shopping la dulzura del hogar donde se borran los contratiempos de la diferencia y del malentendido. Después de una travesía por ciudades desconocidas, el shopping es un oasis donde todo marcha exactamente como en casa; del exotismo que deleita al turista hasta agotarlo, se puede encontrar reposo en la familiaridad de espacios que siguen conservando algún atractivo, dado que se sabe que están en el “extranjero”, pero que, al mismo tiempo, son idénticos en todas partes. Sin shoppings y sin Clubs Mediterranée el turismo de masas sería impensable: ambos proporcionan la seguridad que sólo se siente en la casa propia, sin perder del todo la emoción producida por el hecho de que se la ha dejado atrás. Cuando el espacio extranjero, a fuerza de incomunicación, amenaza como un desierto, el shopping ofrece el paliativo de su familiaridad.
Pero no es esta la única ni la más importante contribución del shopping al nomadismo. Por el contrario, la máquina perfecta del shopping, con su lógica aproximativa, es, en sí misma, un tablero para la deriva desterritorializada. Los puntos de referencia son universales: logotipos, siglas, letras, etiquetas, no requieren que sus intérpretes estén afincados en ninguna cultura previa o distinta de la del mercado. Así, el shopping produce una cultura extraterritorial de la que nadie puede sentirse excluido: incluso los que menos consumen se manejan perfectamente en el shopping e inventan algunos usos no previstos, que la máquina tolera en la medida en que no dilapiden las energías que el shopping administra. He visto, en los barrios ricos de la ciudad, señoras de los suburbios, sentadas en los bordes de los maceteros, muy cerca de las mesas repletas de un patio de comidas, alimentando a sus bebés, mientras otros chicos corrían entre los mostradores con una botella plástica de dos litros de Coca-Cola; he visto cómo sacaban sandwiches caseros de las bolsas de plástico con marcas internacionales, que seguramente fueron sucesivamente recicladas desde el momento en que salieron de las tiendas, cumpliendo las leyes de un primer uso “legítimo”. Estos visitantes, que la máquina del shopping no contempla pero a quienes tampoco expulsa activamente, son extraterritoriales, y sin embargo la misma extraterritorialidad del shopping los admite en una paradoja curiosa de libertad plebeya. Fiel a la universalidad del mercado, el shopping en principio no excluye.
Su extraterritorialidad tiene ventajas para los más pobres: ellos carecen de una ciudad limpia, segura, con buenos servicios, transitable a todas horas; viven en suburbios de donde el Estado se ha retirado y la pobreza impide que el mercado tome su lugar; soportan la crisis de las sociedades vecinales, el deterioro de las solidaridades comunitarias y el anecdotario cotidiano de la violencia. El shopping es exactamente una realización hiperbólica y condensada de cualidades opuestas y, además, como espacio extraterritorial no exige visados especiales. En la otra punta del arco social, la extraterritorialidad del shopping podría afectar lo que los sectores medios y altos consideran sus derechos; sin embargo, el uso según días y franjas horarias impide la colisión de estas dos pretensiones diferentes. Los pobres van los fines de semana, cuando los menos pobres y los más ricos prefieren estar en otra parte. El mismo espacio cambia con las horas y los días, mostrando esa cualidad transocial que, según algunos, marcaría a fuego el viraje de la posmodernidad.
La extraterritorialidad del shopping fascina también a los muy jóvenes, precisamente por la posibilidad de deriva en el mundo de los significantes mercantiles. Para el fetichismo de las marcas se despliega en el shopping una escenografía riquísima donde, por lo menos en teoría, no puede faltar nada; por el contrario, se necesita un exceso que sorprenda incluso a los entendidos más eruditos. La escenografía ofrece su cara Disneyworld: como en Disneyworld, no falta ningún personaje y cada personaje muestra los atributos de su fama. El shopping es una exposición de todos los objetos soñados.
Ese espacio sin referencias urbanas está repleto de referencias neoculturales, donde los que no saben pueden aprender un know-how que se adquiere en el estar ahí. El mercado, potenciando la libertad de elección (aunque sólo sea de toma de partido imaginaria), educa en saberes que son, por un lado, funcionales a su dinámica, y, por el otro, adecuados a un deseo joven de libertad antiinstitucional. Sobre el shopping nadie sabe más que los adolescentes, que pueden ejercitar un sentimentalismo antisentimental en el entusiasmo por la exhibición y la libertad de tránsito que se apoya en un desorden controlado. Las marcas y etiquetas que forman el paisaje del shopping reemplazan al elenco de viejos símbolos públicos o religiosos que han entrado en su ocaso. Además, para chicos afiebrados por el high-tech de las computadoras, el shopping ofrece un espacio que parece high-tech aunque, en las versiones de ciudades periféricas, ello sea un efecto estético antes que una cualidad real de funcionamiento. El shopping, por lo demás, combina la plenitud iconográfica de todas las etiquetas con las marcas “artesanales” de algunos productos folk-ecológico-naturistas, completando así la suma de estilos que definen una estética adolescente. Kitsch industrial y compact disc.
La velocidad con que el shopping se impuso en la cultura urbana no recuerda la de ningún otro cambio de costumbres, ni siquiera en este siglo que está marcado por la transitoriedad de la mercancía y la inestabilidad de los valores. Se dirá que el cambio no es fundamental ni puede compararse con otros. Creo sin embargo que sintetiza rasgos básicos de lo que vendrá o, mejor dicho, de lo que ya está aquí para quedarse: en ciudades que se fracturan y se desintegran, este refugio antiatómico es perfectamente adecuado al tono de una época. Donde las instituciones y la esfera pública ya no pueden construir hitos que se piensan eternos, se erige un monumento que está basado precisamente en la velocidad del flujo mercantil. El shopping presenta el espejo de una crisis del espacio público donde es difícil construir sentidos; y el espejo devuelve una imagen invertida en la que fluye día y noche un ordenado torrente de significantes.
Tomado del diario La Jornada Semanal, México, 22 de marzo de 1998. © Beatriz Sarlo
Beatriz Sarlo
Giorgio Agamben (Roma, 1942), catedrático de Filosofía en la Universidad de Roma y editor y traductor de Walter Benjamin en italiano, ha pasado por Barcelona para participar en el encuentro del CCCB Arxipèlag d´excepcions. Sobiranies de l´extraterritorialitat. Figura intelectual de primer rango en el campo de la filosofía política, aborda en la siguiente entrevista temas de calado.
En el núcleo de sus reflexiones acerca de la política se halla la “biopolítica”. ¿Qué es la biopolítica?
Es un concepto de Foucault. La biopolítica se inaugura cuando la vida natural de los ciudadanos y de los hombres se convierte en uno de los asuntos fundamentales del Estado. Creo que no es sólo un hecho moderno, sino que la política griega ya se fundó sobre la distinción clara entre la vida biológica centrada en la casa, en el oikos, y la vida política, dándose así un proceso de inclusión y exclusión simultáneas de la vida natural.
Si se concibe el fenómeno de la nuda vida como la base de la biopolítica de los Estados modernos, ¿qué sucede con el ser humano entendido como sujeto libre y consciente dotado de derechos inalienables?
En primer lugar hay que destacar que la primera declaración de 1789 afirmaba los derechos del hombre y del ciudadano. Pienso que es necesario reflexionar sobre esta y, ya que con ella se consolidan los presupuestos de la biopolítica. Los derechos representan el tránsito del modelo de la soberanía fundado sobre el derecho divino a una fundada en el hombre como ser que ha nacido. Y no hay que olvidar aquí que nación no significa otra cosa que nacimiento. Recordemos las palabras iniciales de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano: “Los hombres nacen libres…” La ciudadanía es, así pues, el momento en que el ser vital se inscribe en el orden político. El umbral entre el hombre y el ciudadano es el lugar en el que se escenifican gran parte de los problemas de la política actual.
Pero ¿no constituyen los derechos humanos una instancia desde la que proteger a los individuos?
Los derechos son el lugar en que los hombres se inscriben en el mecanismo del poder, pero son también, efectivamente, el lugar a partir del cual pueden enfrentarse a éste. Hay que pensar en la biopolítica como una máquina con dos componentes: la vida política y la nuda vida.
¿En qué consistiría esta puesta en cuestión?
Individuos que son sólo hombres, seres sin papeles, refugiados. Tal vez puedan conseguir papeles, entonces se inscribirán en la máquina biopolítica. En lugar de que el problema sea dar papeles a los sin papeles, los ciudadanos mismos deberían renunciar a sus papeles, poner de manifiesto las contradicciones del concepto mismo de derechos del hombre y del ciudadano.
¿Se puede esto considerar una alternativa no utópica a nuestros actuales regímenes políticos?
Sólo hay que echar una ojeada al mundo para darse cuenta de que los derechos del hombre no funcionan. Un individuo sin ciudadanía apenas logrará nada apoyándose en los derechos del hombre, no saldrá de su precariedad. La clave para entender esto se halla en la zona de indiferencia situada entre la nuda vida y la ciudadanía: ahí se halla el estado de excepción, el momento en que se suspenden las leyes.
¿En qué medida es éste un fenómeno relevante para entender nuestra normalidad política?
Para definir verdaderamente un fenómeno hay que tomarlo en sus casos extremos, en este sentido se puede decir que la excepción define la regla. El estado de excepción se hace regla en el siglo XX, vivimos en un estado de excepción permanente. Benjamin, que vivió en el régimen nazi, pudo observar cómo se aplicó legalmente este estado de excepción para llevar a cabo los crímenes nazis aprovechando el artículo 48 de la Constitución de Weimar. Los juristas nazis podrían haber hecho algo, pero el problema está en este artículo 48. El paradigma actual de la seguridad, la insistencia en el terrorismo, conducen a una justificación de las medidas excepcionales. El estado de derecho se basa en una posibilidad oculta, a saber, que la excepción es lo que permite la normalidad. El derecho sólo se puede aplicar porque hay una zona caótica en la que de momento no se aplica.
¿Qué piensa de los movimientos de la sociedad civil contra este estado de cosas?
Es bueno que la sociedad civil luche por tener un estado de derecho y por evitar el estado policial en que vivimos. La policía es un elemento central de los estados de derecho: policía y política son, no sólo etimológicamente, lo mismo. Para la bipolítica la policía es el medio con el que el estado cuida de toda la vida de los ciudadanos. El derecho mismo presupone la necesidad de la policía. Incluso la guerra de Irak es una guerra policial en la que se buscaba arrestar a un criminal.
¿De qué modo se puede renovar el pensamiento político?
Hay conceptos jurídicos en la historia del derecho y de la política, de la Edad Media, por ejemplo, que podrían ser útiles. El caso de Jerusalén me parece paradigmático. Mientras se siga pensando que la única solución es la creación de dos Estados, uno israelí y otro palestino, no hay posibilidades de éxito. El concepto de ciudadanía no es operativo y, tal vez, habría que recurrir al de refugiado. Pienso en una ciudad con un derecho distinto al actual en la que los ciudadanos hayan sabido reconocer al refugiado que ellos mismos son. En el derecho civil encontramos fórmulas mucho más ricas para articular estas situaciones que en el lenguaje de la política o en el derecho privado. Lo mismo se puede decir de la Unión Europea. Su creación y su Constitución han sido una oportunidad perdida de recuperar categorías novedosas, aunque presentes también en nuestra tradición. Creo que a los juristas les ha faltado imaginación para proponer un nuevo modelo de soberanía no basado en los presupuestos del Estado-nación.
Daniel Gamper, lavanguardia/Culturas, 23-XI-05 Sigue leyendo
En una sociedad donde prima la sonrisa superflua y la felicidad aparente, la melancolía siempre aparece como un elemento negativo. Sin embargo, para muchos es fundamental como motor del proceso creativo.
Pastillas para combatir el desánimo, píldoras para luchar contra la ansiedad y un número casi infinito de fármacos para crear un estado irreal de felicidad aparente. Medicamentos para lograr un efecto acorde con los mensajes que nos bombardean desde la publicidad y los programas de televisión. Sonríe, Tienes que ser feliz, No hay lugar para la tristeza, y mil esloganes más que nos llevan a huir de la melancolía.
En un entorno en el que todos los mensajes se dirigen hacia la búsqueda de la sonrisa fácil, Eric G. Wilson ha alzado la voz y ha roto una lanza por la melancolía, por la tristeza como parte vital de la vida y como parte esencial del proceso creativo. “Lo más importante es no confundir la depresión con la melancolía. Para mí, la principal diferencia entre ellas reside en que la depresión es un estado de letargo; por el contrario, la melancolía es un estado muy activo en el que se tiene una estrecha relación con el mundo”, señala Wilson.
Y es que el autor de Contra la felicidad. En defensa de la melancolía, (Taurus) defiende que este estado es parte clave del proceso creativo, no sólo de aquel que desemboca en obras de arte, sino también en el proceso que nos ayuda en la relación con el mundo o en el desarrollo de nuevas formas de pensamiento.
Wilson denuncia la existencia de una felicidad americana, que define como una forma de vida superficial en la que sólo se aspira a una satisfacción inmediata. Y en la que se utiliza la medicación para acabar con todos los obstáculos que impidan llegar a este objetivo.
Una sociedad que recuerda a la que Ray Bradbury retrató en Fahrenheit 451, donde además de quemar los libros se mitigaba con pastillas cualquier tipo de pensamiento que obligara a plantearse los problemas.
Una forma de medicación para crear un Un mundo feliz como el de Aldous Huxley. “En una encuesta reciente, el 80% de los americanos aseguraba que era feliz o muy feliz. Una actitud que demuestra que se están dejando de lado muchos de los problemas del mundo y se vive de forma superficial. Es normal estar tristes, es un estado natural”, señala Wilson.
Respecto a la pregunta de si la melancolía es una condición necesaria para la creación, Wilson explica que “no es indipensable para crear arte. Sin embargo, muchos artistas la han utilizado. Porque lleva a un estado de inconformismo con el mundo, que hace que queramos cambiarlo y busquemos nuevas formas de relación. Si estamos melancólicos, desarrollamos nuevos modos de relación con el mundo. Es una forma de revolución interior”.
Mientras que con la felicidad desaparecen las preocupaciones del mundo y no se busca un cambio de plantemiento, la tristeza llama a la instrospección, lo que sirve como canalizador del sufrimiento en nuevas formas de relación con el resto de la sociedad. “Al estar melancólico, tienes mayor capacidad de empatía con aquellos que están sufriendo o atravesando momentos difíciles”, explica el humanista.
T. S. Elliot, John Keats, Ludwig Van Beethoven o John Lennon son algunas de las figuras que cita Wilson en su libro. Una serie de artistas cuya vida ha estado marcada por episodios trágicos que han dejado huella en sus creaciones. “La idea de la muerte estuvo muy presente en la vida de John Keats, pero en vez de verla como un condicionante de su futuro la asumió como parte vital de su obra, lo que le permitió desarrollar su arte”, explica Wilson.
Aunque en la sociedad actual se rehúya la melancolía, no siempre ha sido así, y ha habido deteminados momentos en los que ésta ha sido el motor creativo de toda una generación. El autor asegura que el Romanticismo del siglo XVIII fue la corriente en la que más se plasmó esta tendencia. “En mi opinión, existen dos tendencias generalizadas de creación: por un lado, el modelo clásico, que quiere expresar su conocimiento a la sociedad; y por otro, el espíritu romántico que expresa valores personales, como por ejemplo William Blake”, asegura Wilson.
Filosofía de bolsillo
Los libros de autoayuda se han convertido en una constante en los escaparates de las librerías y de los grandes centros comerciales. Se trata de pequeños manuales para tratar de solucionar los grandes problemas de la vida. Una larga lista de títulos se presentan cada año y tratan de hacer que sus lectores afronten con perspectiva sus preocupaciones del día a día. Sin embargo, más allá de estos libros, que en muchas ocasiones se basan en planteamientos simplistas, se han publicado títulos divulgativos con un marcado carácter filosófico.
‘El mundo de Sofía’, del noruego Jostein Gaarder, fue concebido como un recorrido para acercar a los más jóvenes a la filosofía a partir de la historia de una chica de 15 años. Con un objetivo similar, Fernando Savater publicó uno de sus libros más conocidos: ‘Ética para Amador’. En este volumen pretendía ofrecer a los jóvenes reflexiones sobre la vida y la filosofía de una forma sencilla. Un libro que el autor completó con ‘Política para Amador’ .
En el año 2000, el título ‘Más Platón y menos Prozac’ revolucionó este mercado y se convirtió en un éxito de ventas. Su autor, Lou Marinoff, pretendía enseñar a abordar la vida a partir de las teorías de los grandes filósofos y de sus teorías. Tras el éxito del primer volumen, Marinoff publicó la continuación de este libro bajo el título ‘Pregúntale a Platón. Más Platón y menos Prozac’. Todo con el objetivo de acercar la filosófia al gran público para poder afrontar los problemas cotidianos desde la perspectiva trascendental de los grandes pensadores.
Eric G. Wilson
Critica (sexual) de la razón pura. La deslumbrante irrupción de una teórica sorprendente Por Cecilia Sosa
El sexo y la eutanasia de la razón
Joan Copjec
Editorial Paidós
165 páginas
El artículo que da nombre al libro se publicó a principios de los ‘90 y fue el responsable del despegue internacional de Copjec. Y no es para menos: ahí ella se las agarra con Judith Butler, un peso pesado del pensamiento feminista postestructuralista que en su Gender trouble buscó romper con la estabilidad del sexo binario y terminó por considerar las diferencias como infinitamente maleables y discursivamente construidas. Frente a este “abuso de voluntarismo”, Copjec frena dos cambios y grita: el sexo no puede ser deconstruido, el ser humano es inevitablemente sexuado, y por ende radicalmente incognoscible e incalculable. Por si fuera poco, de manera casi lisérgica (pero sólidamente argumentada, claro) introduce nada menos que a Kant y lee sus inmemoriales antinomias de la razón pura en correspondencia con las diferencias sexuales. Leer para creer.
Joan Copjec
Pero hace falta llegar hasta el segundo ensayo, “¿El líder puede amarnos realmente?”, para terminar de entender un poquito de qué va todo. Es allí donde Copjec ilumina ese pronunciamiento casi maldito que logró suscitar uno de los mayores equívocos en la historia del psicoanálisis y la cultura contemporánea. “No hay relación sexual”, dijo Lacan y escandalizó al mundo. Para Copjec lo que quiso decir Lacan no fue que el amor no existe (y mucho menos que una consumación sexual feliz es imposible como se leyó bajo un peculiar escepticismo moderno), sino algo mucho más simple y radical: que no hay ciencia del amor ni fórmulas para él. ¿Por qué? Porque el sexo coloca a la razón en conflicto consigo misma, es el lugar donde la razón trastrabilla. La locura del amor es la creación de un “Dos” donde nunca hubo “Uno”, dice Copjec y refuta de un tiro el mito de Aristófanes, Jerry McGuire y toda parábola del amor “humanista” (que piensa el amor como encuentro entre los que tienen algo en común).
Todo listo para volver sobre la clásica oposición entre la fascinación colectiva que ejerce un líder y el amor sensual. Para Copjec, mientras los miembros de un grupo al identificarse con un “ideal del yo” se protegen del azar renunciando a su libertad (y por ende a toda satisfacción), el problema del amor no es tanto que no procura satisfacción sino, ay, que la satisfacción obtenida nunca es suficiente.
En “Mayo del ‘68. El mes de las emociones”, Copjec se pone más explícitamente política y visita la crítica de Lacan a los envalentonados estudiantes franceses para avanzar sobre la globalización y el racismo. Por último, en “El descenso a la vergüenza”, anticipa su libro aún inédito en Estados Unidos donde se ocupa del cine iraní para recrear una novedosa reflexión sobre la vergüenza y los despertares fanáticos de nuestra época.
De lectura exigente y brillante (a veces restrictiva para bichos no académicos), Copjec reúne además atributos difíciles dentro del mundillo intelectual: una solidez teórica deslumbrante (que le permite releer a los clásicos con sorprendente agudeza y hasta hacerlos jugar a su favor) y también algo aún más extraño: mucha pero mucha gracia.
Fuente: Página/12 Domingo, 23 de Abril de 2006 Sigue leyendo
LOS LIBROS Y LA LECTURA
GILLES DELEUZE
Dicen: ¿qué es eso del cuerpo sin órganos? ¿qué quiere decir “máquinas deseantes”? Al contrario, quienes saben poco y no están corrompidos por el psicoanálisis tienen menos problemas, y dejan de lado alegremente lo que no comprenden. Esta es una de las razones que nos impulsaron a decir que este libro se dirigía a lectores entre quince y veinte años. Y es que hay dos maneras de leer un libro: puede considerarse como un continente que remite a un contenido, tras de lo cual es preciso buscar sus significados o incluso, si uno es más perverso o está más corrompido, partir en busca del significante. Y el libro siguiente se considerará como si contuviese al anterior o estuviera contenido en él. Se comentará, se interpretará, se pedirán explicaciones, se escribirá el libro del libro, hasta el infinito. Pero hay otra manera: considerar un libro como una máquina asignificante cuyo único problema es si funciona y cómo funciona, ¿cómo funciona para ti? Si no funciona, si no tiene ningún efecto, prueba a escoger otro libro. Esta otra lectura lo es en intensidad: algo pasa o no pasa. No hay nada que explicar, nada que interpretar, nada que comprender. Es una especie de conexión eléctrica. Conozco a personas incultas que han comprendido inmediatamente lo que era el “cuerpo sin órganos” gracias a sus propios “hábitos”, gracias a su manera de fabricarse uno.
Esta otra manera de leer se opone a la precedente porque relaciona directamente el libro con el Afuera. Un libro es un pequeño engranaje de una maquinaria exterior mucho más compleja. Escribir es un flujo entre otros, sin ningún privilegio frente a esos otros, y que mantiene relaciones de corriente y contracorriente o de remolino con otros flujos de mierda, de esperma, de habla, de acción, de erotismo, de moneda, de política, etc. Como Bloom: escribir con una mano en la arena y masturbarse con la otra (¿en qué relación se encuentran esos dos flujos?). En cuanto a nosotros, nuestro Afuera (o al menos uno de nuestros afueras) es una cierta masa de gentes (sobre todo jóvenes) que están hartos del psicoanálisis. Están, para decirlo con tus palabras, “atascados”, porque, aunque siguen psicoanalizándose, piensan de hecho contra el psicoanálisis, pero piensan contra él en términos psicoanalíticos…
Gilles Deleuze: Conversaciones.Carta a un crítico severo, pp. 16-18
No es muy frecuente que Kojève escriba un libro, pero la aparición de alguna de sus obras siempre deja huellas perdurables. Una sola, publicada hace veintidós años, lo consagró como “el lector” de Hegel. Después de eso, lo ha acompañado una curiosa gloria. Gloria a la vez universal y rara, lejana y reverencial, inquebrantable. Hoy nadie se internaría en los caminos de Hegel sin la brújula de Kojève. Kojève ocupa Hegel como se ocupa un territorio.
Resulta intimidatorio interrogar a Kojève en ocasión a la aparición de un nuevo texto[1]. su vertiginosa lectura de los presocráticos nos deja un poco empequeñecidos. ¿Y qué cara podría tener este Señor Filósofo, a fuerza de codearse con Parménides y Hegel? Me lo imagino como los sabios pintados por Rembrandt, con larga barba y el rostro surcado de arrugas, meditando apartado del mundo.
Pero no es así. Sin barba ni arrugas, sabemos que Kojève tiene 66 años sólo por su biografía. Este filósofo tiene un increíble rostro de funcionario.
Elegancia en el vestir, lentes que ocultan la malicia de la mirada, vigor y soltura en el cuerpo, modales refinados. Uno de esos hombres que surcan el mundo y que habitan los palacios internacionales. No como en Rembrandt..
Lo romántico está perimido. Kojève es más formal: tiene el rostro que conviene a su empleo: el más profundo lector de Hegel –el más legítimo, en suma– un “gran empleado” del estado. Su vida transcurre entre los sombríos corredores de Branly y las capitales del mundo, donde se ocupa de quejosos y aburridos asuntos económicos. Lo que lo enorgullece no poco. Hay en Kojève un extraño desplazamiento de la vanidad: el mundo lo admira porque lee a Hegel como quien lee Tintin y él se enorgullece de haber inventado un sistema de preferencias tarifarias y de haber logrado imponerlo.
Todo esto, desdichadamente, pertenece al pasado. Alexandre Kojève murió súbitamente algunos días después de esta entrevista. No había concedido otras. Esta había sido la última.
Kojóve está aquí. Sonríe, bromea, desliza risas sardónicas e indulgentes. Es provocador, petulante, subversivo, lleno de paradojas, grave y profundo, sagaz, ingenuo.
Y como sus lentes brillan, creo que está confundiéndome y se esconde. Y como la verdad no es lo que dice, invento otra: su mayor dicha, como funcionario, es pertenecer a ese equipo de hombres que se reúnen en Roma, Nueva Delhi o Ginebra y que poseen el verdadero poder, lejos de los efectos superficiales de la política. Lo que es seguro es que le encanta hablar de economía política. De modo que, habiéndome dispuesto para aprender todo sobre Anaximandro, me veo amenazado a hablar sobre la tasa al valor agregado.
Debo reaccionar con urgencia. Apelar, por ejemplo, a su memoria. En la vida de Kojève hay un episodio que siempre me fascinó: los seminarios sobre Hegel que dictó entre 1933 y 1939 en la Ecole de Hautes Etudes. Entre los asistentes, no muy numerosos, se encontraban Jacques Lacan, Maurice Merleau-Ponty, Raymond Queneau, Georges Bataille, Raymond Aron, el Padre Fessard, Robert Marjolin, a veces André Breton.
A. K.: –¡Ah, sí! Fue muy bueno, lo de la Ecole de Hautes Etudes. Allí fue donde introduje la costumbre de fumar en clase. Y luego íbamos a comer con Lacan, Queneau y Bataille a un restorán griego del barrio que todavía existe, el Athénes. Pero la historia de eso comienza más atrás.
Hegel vio a Napoleón a caballo
–Más atrás quiere decir hasta el año 1770 que vió nacer en Stuttgart a Georg Friedrich Wilhelm Hegel. Y si no, hasta el 13 de octubre de 1806, cuando el mismo Hegel vio pasar a Napoleón, a caballo, bajo su ventana. Y sino, hasta 1902, que Kojève eligió para venir al mundo en Moscú. Dieciocho años más tarde, en 1920, deja Rusia y desembarca en Alemania.
–¿Por qué? Yo era comunista. No había razón para huir de Rusia. Pero sabía que el establecimiento del comunismo significaba 30 años terribles. A veces pienso esas cosas. Un día dije a mi madre: “Después de todo… si me hubiera quedado en Rusia…”. Y ella respondió: “Te hubieran fusilado por lo menos dos veces”. Puede ser… Mikoyan, sin embargo…
–En Alemania pasa por Heidelberg y Berlín. En esa época había un profesor de filosofía, llamado Husserl, que no carecía de cierto talento.
–No. Evité voluntariamente a Husserl. Cursé con otro profesor, que era muy estúpido, y luego con Jaspers. Perdí el tiempo aprendiendo sánscrito, tibetano, chino. El budismo me interesaba por su radicalismo. Es la única religión atea. Pero profundizando más, me di cuenta de que iba por el camino equivocado. Comprendí que algo había pasado en Grecia, hace ya 25 siglos, y que ésa era la fuente y la llave de todo. Allí fue pronunciado el comienzo de la frase.
Hablar ante Breton, Bataille, Lacan, Queneau
–Traté de leer a Hegel. Leí cuatro veces, íntegra, la Fenomenología del Espíritu. No entendía una palabra. Años después, en París, un tío comerciante en quesos murió y quedé en la ruina. Un día, en 1933, Koyré, que dictaba cursos sobre Hegel, debió interrumpirlos y me ofrecieron reemplazarlo. Acepté. Releí la Fenomenología y al llegar al capítulo IV comprendí que la clave era Napoleón. Empecé mis clases. No las planificaba. Leía y comentaba, pero todo Hegel se había vuelto luminoso. Experimenté un placer intelectual excepcional.
Es que era excepcional hablar de Hegel ante Breton, Bataille, Lacan, Queneau… Había un señor a quien nadie conocía, que asistía con su mujer y ostentaba una condecoración. Vino durante tres años. Un día me anunció que dejaría París y me dio su tarjeta. Supe, ese día, que había enseñado Hegel a un Contralmirante de la flota.
Seis años. Hasta que comenzó la guerra. Pura coincidencia. Casualmente terminé la lectura de la Fenomenología cuando estalló la guerra. Fui movilizado y recibí mi fascículo azul de soldado de segunda clase. Durante algunos días me paseé aún por el Quartier Latin y un día en un café del Boulevard Saint-Michel uno de mis alumnos, indochino, se me acercó y me dijo afablemente, señalando mi uniforme: “Bien, Sr. Profesor, veo que ha pasado usted finalmente a la acción”.
En momentos así la risa de Kojève se vuelve extraña.
–Luego de la guerra, vinieron los asuntos económico. Ya le dije que entre mis “hegelianos” estaba Marjolin. Me ofreció trabajar aquí por un interín de tres meses, y llevo aquí veinticinco años. Adoro este trabajo. Para el intelectual, el éxito ocupa el lugar del logro. Si se escribe un libro, se obtiene éxito, es todo. Aquí es diferente, porque hay logros. Le he dicho el placer que sentí cuando mi sistema aduanero fue aceptado. Es como una forma superior de juego. Se viaja, se pertenece a una elite internacional, que ha reemplazado a la aristocracia, y se conocen personas que no son novatos. Un hombre como P. Schweitzer, director del F.M.I., o Edgar Faure, entre otros. Le aseguro que sus cabezas funcionan bien. Y contar con su estima…
No sé si Kojève se burla o está desesperanzado. Sin duda son sorprendentes las preferencias tarifarias, y también la estima de un financista, pero ¿y la estima de un filósofo? (gesto)
–¿Los filósofos? ¿Heidegger? Como filósofo, no siempre ha acertado. Y aparte de Heidegger ¿quién? Por otra parte, los filósofos no me interesan, busco sabios. Y encuentre usted un sabio. Todo esto tiene que ver con el fin de la Historia. Resulta divertido. Hegel lo dijo. He explicado que Hegel lo dijo, y nadie quiere admitirlo. Nadie soporta que la Historia está cerrada. A decir verdad, yo mismo pensé al principio que se trataba de una tontería, pero reflexioné y vi que era una idea genial. Consideré, que simplemente, Hegel se había equivocado por 150 años. El fin de la Historia no era Napoleón, sino Stalin, y yo era el encargado de difundirlo. La única diferencia era que yo no había visto pasar a Stalin a caballo bajo mi ventana, pero… Luego vino la guerra y comprendí. No, Hegel no se había equivocado. Había fechado correctamente el fin de la Historia en 1806. Después de esa fecha ¿qué pasó? Nada. El alineamiento de las provincias. La revolución china no es más que la introducción del código de Napoleón en China. La famosa aceleración de la Historia de la que tanto se habla, ¿no ha notado usted que al acelerarse cada vez más el movimiento histórico avanza cada vez menos?
Hay que precisar bien el sentido de las cosas. ¿Qué es la historia? Una frase que refleja la realidad pero que nadie había dicho antes. En este sentido se habla de fin de la Historia. Siempre se producen acontecimientos, pero desde Hegel y Napoleón no se ha dicho nada más, no se puede decir nada nuevo. Algo nació en Grecia y la última palabra ya se dijo. Tres hombres lo comprendieron a la vez: Hegel, Sade y Brummel. Sí, Brummel, que supo que después de Napoleón no se podía más ser soldado.
El fin de la Historia
–Mire a su alrededor. Todo, incluyendo las convulsiones del mundo, muestra que la historia está cerrada. Berlín es hoy el Quartier Latin de mi juventud. Desde el punto de vista político, vamos hacia el estado universal que Marx predijo (aunque él situó esta idea en la época de Napoleón). Una vez instalado este estado universal y homogéneo –y claramente allí nos dirigimos– podremos ir más lejos. Y si usted dice que el hombre es dios, ¿puede ir más allá? Queda el arte, pero después de la música concreta y la pintura abstracta ¿cómo decir una frase nueva? Nos dirigimos hacia un modo de vida ruso-americano, antropomórfico pero animal, quiero decir sin negatividad.
Kojève pronuncia este discurso fríamente. Constata hechos, no abre juicios. Al escucharlo, diríase que entramos en el mañana de la historia y sus frases son tan tristes como la de Hegel. “Cuando la filosofía pinta gris sobre gris, una forma de la vida ha envejecido, y no se deja rejuvenecer con gris sobre gris: deja sólo ser conocida: el ave de Minerva abre las alas al anochecer”.
–¿Y cómo será? No podemos imaginarlo, pero considere usted el Japón: un país que se protegió deliberadamente de la historia durante tres siglos, que puso una barrera entre la historia y él. Deja entrever nuestro propio porvenir. Es un país verdaderamente sorprendente. Por ejemplo, el snobismo, por naturaleza, es patrimonio de una minoría. Pero Japón nos enseña que se puede democratizar el snobismo. En Japón hay ochenta millones de snobs. Al lado del pueblo japonés, la alta sociedad inglesa parece una banda de marineros borrachos.
Japonizar Occidente
–¿Qué tiene que ver esto con el fin de la Historia? Es que el snobismo es la negatividad gratuita. En el mundo de la Historia, la Historia misma se ocupa de engendrar el modo de la negatividad que es esencial a lo humano. Si la Historia ya no habla, se fabrica ella misma la negatividad. El snobismo puede llegar muy lejos. Se puede morir por snobismo, como los kamikazes. Conoce sin duda la historia de Federico II, en el campo de batalla, cuando escucha los gritos de un joven herido mortalmente en el vientre: “Hay que morir como es debido”, y pasa. O César, atravesado de puñales y que cubre con los pliegues de su toga las heridas de sus piernas. Quiero decir que si lo humano se funda en la negatividad, el fin del curso de la Historia abre dos vías: japonizar occidente o americanizar Japón, es decir, hacer el amor de modo natural o como monos sabios.
–Basta de Japón. Hay gran curiosidad de parte de las ciencias humanas, que usted opone apasionadamente a la filosofía.
–A grosso modo, se podría decir que empiezo por definir la filosofía. Esta no posee un dominio reservado. Es un discurso, no importa cual, pero que se distingue de los otros no sólo en el sentido de lo que habla, sino por el hecho de que habla de y es aquello de lo que habla. Todo discurso que no habla de sí mismo se sitúa fuera de la filosofía. Este discurso filosófico, que nació en Grecia, junto a un hombre llamado Thales, conoció enseguida dos vertientes extremas: Parménides, cuyo discurso conduce al silencio, y Heráclito, que prefiere un discurso ininterrumpido, un discurso infinito en el que cada frase puede seguirse de otra. De ese discurso provienen los retóricos y los sofistas. Y bien, los sofistas modernos, hijos de Heráclito, son los sociólogos e historiadores cuyo discurso se caracteriza principalmente por ser infinito. Es el río de Herádito.
El fin del discurso filosófico
–Son comprensibles, entonces, las pretensiones de las ciencias humanas. Si es verdad que el discurso filosófico fue clausurado por Hegel, no debemos sorprendernos de que proliferen las ciencias humanas. Se hace mucho ruido en torno al debate que opondría Historia y estructura. Qué divertido. Si la Historia terminó, si su discurso es silencioso, convengamos en que tal debate sería un poco académico. Por otra parte, es normal que las ciencias humanas tengan algo para explorar, es decir, que reconozcan en el hombre algo más que lo humano. En el hombre hay un 1% de humano y el resto es, digamos, animal; esto da un alto margen de territorio impenetrable. En lo sexual, lo humano es la prohibición del incesto, esto ha sido dicho y es verdad ¿pero el resto?
Sabemos que se puede, gracias a la ciencia, crear artificialmente el instinto maternal. Pero si un antropólogo nos explica que todo proviene del neolítico y que todo estaba ya en el neolítico, olvida que algo faltaba en el neolítico y que es el antropólogo mismo. Pero este olvido es coherente porque el antropólogo no es filósofo. Es un hombre de ciencia, y su discurso versa sobre un objeto o acontecimiento, no sobre el discurso.
El discurso filosófico, como la Historia, está cerrado. Sorprendente idea. Es por eso que los sabios, que suceden a los filósofos y de los que el primero es Hegel, son tan raros, por no decir inexistentes. Es verdad que no se puede adherir a la sabiduría más que si se cree en la propia divinidad. Pero la gente sana de espíritu es rara. ¿Qué quiere decir ser divino? Podría tratarse de la sabiduría estoica o el juego. ¿Quién juega? Los dioses. Como no tienen obligaciones, juegan. ¡Son dioses holgazanes!
Soy holgazán
Después de tanta seriedad, curioso modo de anunciar la ironía por un movimiento de rostro, y la luz juega de modo diferente entre los lentes y los ojos.
–Soy holgazán. Escribí este libro hace ya 18 años, porque estuve enfermo un año entero, me aburría y lo dicté. Lo consideraba parte de mis obras póstumas, pero Queneau y Gallimard insistieron. Hace 4 años escribí otro volumen pero dudo en publicarlo ¿para qué? Soy holgazán y me gusta jugar… como ahora, por ejemplo.
–Le recuerdo que estas reflexiones no concuerdan con la acción tan predicada antes de 1939, antes de recibir el fascículo azul…
–Es que en esa época había leído a Hegel, pero no había comprendido, como hoy, que la Historia había terminado.
¿Es preciso agregar que estas líneas no alcanzan para testimoniar el brío que anima el discurso de Kojève? Bajo el aparente desorden y mezcolanza de temas, reposa un orden secreto que lo gobierna y que no he sabido transcribir. Me he propuesto sólo ser lo más fiel posible y decir a la vez lo que fascina y lo que irrita, por un lado el saber y la inteligencia extremos, por otro la manía de las paradojas, o bien esa extraña vanidad, demasiado evidente para no funcionar como máscara. Me pregunto cuál es el peso de esa vanidad, si este filósofo deja pasar 20 años antes de dar a conocer las pesadas construcciones que forman sus obras. De todos modos, es imposible dibujar más de una de las figuras de Kojève. El es, ante todo, la extensa y deslumbrante lección de dialéctica que su libro despliega. Nada anticiparé de este libro, más que el alentador subtítulo: “Introducción histórica del concepto en el tiempo en tanto que introducción filosófica del tiempo en el concepto”. Siguen 360 páginas.
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[1] Alexandre Kojève, Essai d’une histoire raisonnée de la philoso-phie païnne T. 1. Les Presocratíques Gallimard éd. 260 p.
[*] Fuente: Virtualia