El primer ministro, Javier Velásquez Quesquén, es un parlamentario experimentado y un operador político del Partido Aprista por encima de cualquier denominación. Es respetable por eso y tiene mi aprecio siempre, más allá de las obvias discrepancias políticas. Ser demócrata es apreciar al adversario y criticar a otro es una manera de reconocerlo y convertirlo en interlocutor.
Por eso avalo su afirmación que reitera una verdad que a cada rato olvidan políticos y periodistas: “No caben experimentos de gabinetes autónomos al presidente, que tengan juego propio o distinto de sus decisiones”. En la constitucionalidad peruana hay algo de doble juego que no logra esconder la realidad: los ministros son los brazos, las manos y hasta los dedos del presidente. Influyen en él, pero no pueden ir contra él. Es lo propio de los regímenes presidencialistas tener secretarios o grandes cabezas de departamentos ejecutivos, no ministros. Pero aquí nos gusta jugar con las formas hasta vaciarlas de contenido. Por eso alguna vez, tras ver a muchos desesperarse por esa función —que dos veces no acepté ocupar—, sostuve que en nuestro régimen los ministros solo ejercen como tales cuando le dicen no al presidente. Claro que al instante tienen que renunciar.
Lo que ocurre es que las formas de este régimen ayudan al todopoderoso presidente a capear el temporal o lavarse la cara, tras los inevitables chubascos del exceso de poder. Yehude Simon cumplió ese papel ante el escándalo de los “petroaudios” que derribó al aprista más representativo después del presidente. No hubo posibilidad alguna de que Simon imprimiera su sello propio al Gobierno porque es el gobierno del presidente García y su personalidad atraviesa todo el Estado. Claro que hay márgenes para los estilos personales, pero eso va más allá del análisis político.
Por este sello del Gabinete Velásquez tiene mucha importancia su primer tema de una exposición que abarca todos los temas y no puede obviamente ser concreta porque sigue la inadecuada disposición constitucional que reclama al primer ministro exponer sobre la política general del Gobierno, otra vez, en lugar de precisar su plan específico de trabajo.
Como política de Estado, el primer ministro reclama orden e inclusión. Sustenta el orden en la democracia y eso está bien, y se atreve a formular una pequeña autocrítica sobre lo ocurrido en Bagua. La tomo positivamente, pero debemos ir a la raíz: antes del derecho de los peruanos indígenas para que se les consulte una decisión que los afecta está el derecho de todos los ciudadanos —incluidos esos indígenas— a que las leyes se debatan públicamente antes de ser tales. No se puede delegar facultades legislativas para que el Ejecutivo, por decreto, cambie nuestras vidas. Será constitucional, pero va contra algo esencial de todo gobierno representativo y puedo señalarles los más diversos textos. Ese fue el craso error que terminó en Bagua y los operadores políticos tienen que aprender a respetar a los ciudadanos, porque es la única manera de respetarse a sí mismos. Desde 1980 se ha abusado de la delegación de facultades y el único gobierno que no la tuvo, el de Alejandro Toledo, fue beneficiado por ese gesto que en su momento apareció como una mezquindad del Partido Aprista y de Unidad Nacional.
Está muy bien que el primer ministro se comprometa a cumplir los acuerdos anteriores de las mesas de diálogo y a efectuar las reparaciones a las familias de los caídos. Pero se requiere algo más, los gobiernos no pueden enervar a la ciudadanía y luego repetir cínicamente que no hubo buena comunicación. Y falta algo más que siempre se habla por lo bajo: el Ministerio del Interior es el más político de los ministerios, no es un simple ministerio de policía, justamente por la importancia de esta. Política no es solo la actuación del partido de gobierno y es lo más lejano del sectarismo. Es emplear todos los recursos y las personas adecuadas para armar el diálogo y las contraofertas. Gobernar una democracia no es mandar, sino convencer y construir mil fórmulas en el camino.
Para hablar de inclusión necesitaría mucho más espacio. Solo dos recomendaciones: que el presidente se cuide al hablar para que sus palabras no sean simbólicamente la prueba de la exclusión. Y algo inevitable, que el Gobierno entienda que ser aprista no convierte a nadie en dueño del Estado —y a los demás en excluidos— porque parece haber llegado la hora de coparlo todo y hasta en la contraloría hay miedos que se generalizan ante la angurria de los que, siguiendo el consejo de Mantilla, esperaron a la segunda parte del Gobierno. Recuerden lo que ya vivieron y no lo vuelvan a hacer, porque los platos rotos los pagamos todos, ustedes también. Sigue leyendo