El Legislativo redobló hasta el final su apuesta, confiado (¿esperanzado?) en que el Ejecutivo daría marcha atrás para evitar el desastre común. Se equivocó.
En el juego de la gallina (game of chicken), dos competidores conducen sus vehículos en rumbo de colisión. Para que uno gane, el otro tiene que desviar su recorrido y evitar así el impacto. Ganar se determina en función a quién cede y quién no: el primero queda como “valiente” y el segundo como “cobarde”. Y claro, si ninguno cede, hay choque y ambos pierden.
Hay cierta similitud entre el pulso Ejecutivo-Legislativo y el juego de la gallina. En realidad, desde el 2016, el Congreso (o mejor dicho, la mayoría parlamentaria) siempre ha elevado el nivel de confrontación, con la seguridad de que el Gobierno cedería para evitar el siniestro. Con Kuczynksi, la estrategia era espléndida; afanado por mantener el status quo, PPK se rendía tan pronto el lance comenzaba (PPK solo respondió cuando el enfrentamiento puso en juego su propia supervivencia).
Con Vizcarra, el Congreso decidió mantener su “estilo” pese a que fuese un riesgo considerar que el sucesor iba a ser igual al antecesor. Desde el inicio de su mandato —recordemos el mensaje a la nación del 28 de julio de 2018—, Vizcarra no parecía tener temor a la confrontación que pudiera surgir por la discrepancia del Legislativo en cuanto a sus políticas.
Pero si el Ejecutivo demostraba estar dispuesto a confrontar, la mayoría parlamentaria dejaba en claro que estaba dispuesta a todo. Al Parlamento —parafraseando al excongresista Becerril— nadie lo iba a amedrentar. Es así que, por ejemplo, el Congreso alteró la reforma de bicameralidad parlamentaria, al punto de que el propio Ejecutivo tuvo que pedir a la ciudadanía que vote en contra de la misma en el referéndum del 9 de diciembre pasado.
Y el punto cumbre del desafío del Legislativo al Ejecutivo se alcanzó con la desnaturalización de la reforma sobre inmunidad parlamentaria, reforma que fue planteada bajo cuestión de confianza. Para un Congreso al borde de una aprobación menor al 10% y ya con una cuestión de confianza previa denegada, resultaba temerario arriesgar su propia permanencia solo para demostrar quién pasaba por encima de quién.
Esa temeridad, sin embargo, sí es propia del juego de la gallina. Cada parte confía en que el buen juicio de la otra evite el siniestro. El Congreso esperaba que, como siempre, el Ejecutivo se desvíe del rumbo de colisión y salve los muebles de ambos.
En realidad, detrás de ese proceder se esconde una incapacidad de ver más allá del blanco o negro. Para la cúpula de la mayoría parlamentaria, o se vence o se es derrotado. El conflicto lo percibe, siempre, como un juego de suma cero: lo que gana uno es lo que pierde el otro. Conceptos como negociar, consensuar o “win-win” le son incomprensibles. Se trata, así, de una visión limitada de lo que significa hacer política.
Y el Legislativo no vio —o mejor, no quiso ver— que si mantenía esa dinámica la colisión era inminente. Que al Gobierno se le acababa la paciencia y que el choque se evitaba por los pelos. En el mensaje a la nación del 28 de julio pasado, Vizcarra estuvo a palabras de disolver el Congreso, refrenándose y optando por el adelanto de elecciones (propuesta que descartaba cualquier acusación de autoritarismo contra él).
Superado al límite el último lance y embarcado en un nuevo enfrentamiento, el Congreso decidió una vez más subir la apuesta. Archivó el proyecto de adelanto de elecciones e inició la elección de nuevos magistrados del TC a velocidad crítica.
Sí, después de la guerra todos somos generales. Pero es difícil entender cómo evaluó el Legislativo la situación. La colisión, esta vez, era inminente. El domingo pasado Vizcarra había anunciado que disolvería el Congreso si este denegaba la cuestión de confianza a ser presentada. En el juego de la gallina, esto se llama pre-commitment: uno de los conductores destroza el volante de su vehículo, haciendo virtualmente imposible que pueda cambiar el rumbo. Que Vizcarra se retractase equivalía a su suicidio político.
El rechazo popular al Parlamento, por su lado, hacía inviable que el Legislativo pudiera confrontar la decisión de disolución.
Y en este choque, la mayoría parlamentaria no calibró la real dimensión del desastre. Es innegable que la disolución del Congreso perjudica a todos, pero ellos eran los principales damnificados. El Parlamento desaparece, mientras que el Ejecutivo, si no intacto, se mantiene en pie.
El Congreso, sin embargo, decidió ir hasta el final.
Por última vez.