Recuerdo que era un buen día, un sábado de esos que te ofrecen posibilidades infinitas, estábamos caminando cuando recordé algo y te dije creo que ya te conté esto y procedí a soltar una anécdota sin significancia alguna. Tú esperaste a que acabase y me dijiste que eso no te lo había contado. Bueno, a alguien se la he tenido que contar, te respondí, con buen ánimo, pues ni se me pasaba por la cabeza lo que iba a venir. Entonces dijiste me da curiosidad saber a quién. Yo te respondí que fácil a alguien del trabajo, o a alguno de mis amigos que vi el fin de semana. En ese punto, sin mirarme, repetiste amigos con énfasis en la última sílaba.
Y entonces discutimos, o bueno, te soy sincero, discutiste. Porque en ese tiempo yo estaba en un ambiente de trabajo muy jodido y no tenía ni el ánimo ni la fuerza para replicar. Yo lo único que quería era salir y pasear y conversar y reír y dejarte en tu casa dándote las gracias por estar aquí, por acompañarme, por escucharme. Pero nos gastamos horas en saber con quiénes hablaba. Horas. En ese momento entendí que esto era algo que llevabas pensando ya tiempo, e hice un esfuerzo y sentí que era algo que realmente te afectada. Yo iba en eso, tratando de ponerme en tu lugar, de decirte que, aunque discrepo, te entiendo pero tu tono empezó a cambiar, y con cierta voz imperativa que yo en ti desconocía planteaste cuál tenía que ser la solución, tu solución. Ahí comenzó el desánimo, ¿sabes? Porque sentí que no valía la pena, que lo mejor era decirte sí tienes razón, dejarlo ahí y procurar no dar margen para el mismo reclamo de nuevo. Y a partir de ese momento siempre reflexionaba dos veces lo que te iba a compartir, a partir de ese momento tuve que dejar de ser espontáneo, tuve que empezar a andar con cuidado, y entonces pensar en que te iba a ver dejó de generarme una sonrisa.