A Bruno. Gracias por la confianza
y felicidades por el heredero
Voy a ser papá en tres meses.
Durante mucho tiempo el tema de tener un hijo ni pasaba por mi cabeza, estaba enfocado en mis padres, en mi trabajo, en mis proyectos. Después incluso hubo una época (pre-Fátima) en que consideraba preferible no tener hijos. Que solo sin ellos uno puede realizar todos sus sueños. Que un hijo es tu dueño y que somete tu mundo entero. Hoy ya no pienso lo mismo. Supongo que las ideas cambian, que el amor te cambia.
Fátima siempre tuvo las cosas claras. Tan pronto fue evidente que lo nuestro iba en serio, que hacia el futuro nos veíamos juntos, puso las cartas sobre la mesa. Un hijo. Quizá dos. Entonces le dije que no estaba cerrado a la idea, que podíamos evaluarlo. Ella, con esa lucidez que tiene para no dejar nada entre sombras o a medio decir, me respondió que entonces lo mejor sería seguir conversando para ver si podía “abrazar” la idea de tener un hijo, de ser una familia.
En los siguientes meses, de manera constante pero paciente, Fátima fue abordando mis dudas sobre tener un hijo. Miedo siempre hay, dijo, no vamos a poder borrarlo totalmente, yo también tengo miedo. Pero progresivamente me hizo ver que mis dudas sobre nuestra estabilidad como pareja, nuestra solvencia económica, nuestra disponibilidad de tiempo y similares eran infundadas. Y entonces hubo un día en que sentí que pese a todo quería dar este paso.
Pero la mente no se rinde, siempre encuentra un nuevo problema. Quiero una familia. Sin embargo, ahora que eso está claro, aparece como sustancia corrosiva la pregunta de si seré un buen padre. Porque sí, claro, una persona puede desear serlo sin estar realmente lista para eso. No cualquiera puede ser padre.
¿Seré un buen padre? Sí, claro que amaré a mi hija, pero amar a alguien no garantiza que no vayas a hacerle daño. Al contrario, en esa cercanía, en ese espacio de vulnerabilidad es que las palabras, los gestos, las acciones pueden dejar las huellas más profundas.
Me preocupa mucho que mi hija vaya a terminar arrastrando mis traumas y taras. Recuerdo que un día conversábamos con Fátima sobre la futura etapa escolar de nuestra hija y en cierto punto dije que la excelencia es lo único aceptable. Fátima me miró preocupada por una fracción de segundo, pero cambio el gesto rápido y riéndose me pidió que le prometa que no diría eso frente a nuestra hija. Le dije que claro, que prometido. Pero, sinceramente, no sé si eso vaya a cambiar las cosas. Porque hay mensajes que se comunican bien incluso sin palabras. Porque mi papá nunca usó la palabra excelencia cuando yo era niño, pero no olvido el tono del “qué bien, hijo” y la sonrisa a medias que ponía cuando le contaba feliz que había hecho algo que me parecía bueno (pero solo eso, bueno). Porque siempre sentí que toda cosa que hiciera podía mejorarse, debía mejorarse, debía exceder las expectativas, y que el esfuerzo de nada sirve si es que no deriva en un resultado, que en las competencias desde el segundo hasta el último puesto valen lo mismo, porque el único que importa es el que queda primero.
La exigencia desproporcionada, la dificultad para comunicar emociones, la pasivo-agresividad en la forma de manifestar desacuerdo u oposición. Estas son algunas de las cosas que yo arrastro, las que me vienen a la mente de inmediato cuando pienso en defectos, en falencias. Pero no son las únicas, quizá ni siquiera las peores. Pienso por ejemplo en la manía que tengo de cuidar mi peso, de controlar el azúcar. La sociedad impone estándares ridículos a las mujeres y me aterra pensar que yo en vez de proteger a mi hija frente a eso terminaré siendo la principal fuente de ansiedad y problemas por peso e imagen.
Pero también creo que las cosas podrían ser distintas. Que quizá mi hija pueda ser la oportunidad de cambiar todo esto. De ponerle un límite a ser tan irrazonable, tan estricto, tan poco abierto. Quiero creer en eso. Aunque no de un día para otro, confío en poder decirle esas cosas que no tuve la suerte de escuchar. Decirle descuida princesa, lo importante es que sientas que estás mejorando, no se trata de las notas o del puesto, se trata de que cada día avances un poco. Decirle mi aurora boreal infinita, tu valor no depende de lo que haces, eres valiosa por lo que eres, no por lo que logras. Decirle mi primavera, qué tal si escribimos en esta hoja qué sentimos y conversamos sobre lo que llevamos adentro, no está mal sentirse triste o frustrada o molesta, vamos a exteriorizar nuestras emociones, dejarlas salir de manera saludable. Decirle (muy de vez en cuando, eso sí) hoy se celebra, ¿la razón? Ninguna, vamos a comer mucho helado y postres y te aseguro que todo seguirá igual mañana, que nada va a cambiar.
Sí, no puedo asegurar que lo lograré pero haré el intento. Mis defectos no impiden que dé mi mejor esfuerzo. Hasta donde alcance y mientras pueda intentaré ser un padre modelo. Si las cosas van bien en algún momento ella me dirá “gracias por tanto que me diste, papá”, y entonces sentiré que todo valió la pena, y que el mundo entero puede irse a la mierda mientras todo esté bien con mi hija.