Me detengo a pensar y entonces surgen en vértigo varias preguntas al mismo tiempo; qué estoy haciendo por qué estoy aquí hacia dónde voy cuál es el sentido de todo esto y así. Pero todas estas preguntas son, en el fondo, una sola, y esta se dirige hacia mi persona (papá tú me enseñaste que debía cuestionar todo, el problema es que yo lo llevé al extremo de cuestionarme incluso a mí mismo). Es como si fuese un alacrán y me clavase mi propio aguijón —la analogía es genial y, naturalmente, no es de autoría mía—, porque hago mi máximo esfuerzo para obtener competencias y habilidades, e inmediatamente después de adquirirlas las empleo para lastimarme (¿por qué no lo hiciste mejor? ¿por qué te tomó tanto tiempo?, por qué por qué por qué).
Pero yo ya me cansé de esta carrera sin fin, de perseguir un arquetipo que está simplemente en otro plano y que yo, ahora entiendo, no voy a alcanzar nunca, por la sencilla razón de que no puedo, de la misma forma en que una llave no puede usarse para ajustar tornillos. Ya me cansé de exigirme, de reclamarme, de presionarme. Ya no tengo energías para seguir esforzándome; y ya no quiero hacer nada que tenga como objetivo mantener mi productividad o desempeño profesional. Ya me cansé de pretender que puedo destacar en lo que hago, que puedo destacar (destacar de verdad) en algo. Y en esta toma de conciencia llega la paz, por fin aparece un respiro. Porque en el momento en que digo listo, lo acepto, no sirvo para esto, todas las preguntas, todos los cuestionamientos, todos los ataques contra mí mismo pierden sentido.