Fui a Costa Rica porque me invitaron. Una invitación a un evento académico, para ser preciso. Tuve la suerte de compartir en Lima un panel con un mexicano y le comenté que me parecía increíble ser ponente en el extranjero. Este colega —a quien considero mi amigo, pero no es cuestión de ir alardeando— tomó nota y poco después, gracias a sus buenos oficios, recibí la invitación. Acepté feliz.
Llegué a San José sintiéndome importante. Como si perteneciese al grupo de profesionales que mueven al mundo moviéndose por el mundo. Tenía 27 años y aunque sé desde siempre que el derecho no es mi pasión, pensaba que el oficio de abogado podía ser el medio hacia una vida próspera. Una ocupación que me abriese las puertas de ese círculo social al que pocos ingresan por mérito (es algo que por regla general se define desde el nacimiento).
Primer día del evento. Me toca participar. Me fue bastante bien, aunque esa es la regla general con los young practitioners. Los mayores pueden darse el gusto de ser enredados, repetitivos o aburridos. Los jóvenes no, hay toda una imagen que construir. Ahora, la realidad es que nadie va para escuchar las ponencias. La razón de ser del evento está en lo que sucede después del evento. El networking: conocer a aquellos que más adelante podrán darte una mano en tus proyectos a cambio de una tuya en los suyos. Nuestra suerte depende mucho de con quiénes estamos rodeados.
Empieza el after-event. Hay gente de toda América y estar aquí no es una experiencia que yo pueda repetir un día cualquiera. No es difícil presentarse. Tampoco entregar una tarjeta. Puede que sonreír se haga pesado después de un rato. Nada grave, es cuestión de acostumbrarse. Un chileno y yo hacemos buenas migas y nos colamos a un grupo de centroamericanos. Se habla de todo menos de Derecho. Ahí me entero sobre la belleza de Roatán, el terrible calor en Ciudad de Panamá y los últimos desatinos de Peña Nieto. No es una conversación aburrida. Igual, ese día todo termina relativamente temprano; pero un tico dice que mañana nos lleva a un bar por la razón o por la fuerza.
Segundo día del evento. Como dije, las ponencias son lo menos importante. Acaban aquellas y es hora de construir redes. Me encuentro conversando con el chileno de ayer y un colombiano. Les digo que estoy encantadísimo de compartir un brindis con ellos, que nosotros aquí somos los sureños y un par de tonterías más que solo son graciosas porque estamos con tragos encima. Mi amigo el mexicano —que definitivamente conoce a todo el mundo— nos ve y nos lleva con el resto de jóvenes extranjeros. Sucede lo mismo que el día previo. Un grupo de personas sofisticadas compartiendo y departiendo. Rinse and repeat.
En algún momento, entre risas y palabreo, veo mi reloj. Empiezo a calcular cuánto tiempo más durará todo esto. Los cambios de ánimo suceden rápido y es difícil notarlos —siendo sinceros, ¿cuántas veces paramos y nos decimos “ahora estoy ansioso/triste/enojado”?— pero esta vez sí me doy cuenta. El sutil salto de estar relajado a estar cansado. He mirado mi reloj por el simple hecho de que ya me quiero ir. No deseo escuchar más sobre lugares paradisíacos o restaurantes fantásticos o qué pasó hace un mes en Washington D.C. No sé cómo será para otros, pero esto no me parece sostenible. Porque, y de esto estoy seguro, todos fingimos, al menos un poco. Tenemos que aparentar ser más graciosos, inteligentes, experimentados e interesantes de lo que en verdad somos. Todo aquí brilla, el lugar, las cosas, las personas. Voy entendiendo qué es lo que me agota, es eso que aparenta ser impoluto. Este ambiente es demasiado perfecto, ¿quién ha dicho que todos aspiran a un mundo así? Pienso en la historia de una familia de banqueros. El abuelo, el padre, el hijo y el nieto dirigieron sucesivamente el imperio bancario. Hay algo que no cuadra, es imposible que los cuatro hayan elegido ser banqueros. Salvo quizá el abuelo, ninguno de ellos tuvo la oportunidad de preguntarse si quería ser artista o futbolista o cajero o camarero. Nunca se cuestionaron si fuera de las mansiones y los clubes había otra vida, una más simple, una más sencilla. Ahora, yo no soy especial o único o diferente en este tema —ni en cualquier otro tema—. Sé que el cuestionarnos dónde estamos y hacia dónde vamos es algo bastante común. Y precisamente porque es común es que me propongo conversar al respecto. Ese será mi objetivo. Preguntar a alguien si siente que este mundo es verdaderamente suyo, o si fue insertado sin posibilidad de recambio alguno.
El tiempo avanza lento pero avanza. El tico del día anterior toma la batuta y nos lleva a un bar para seguirla. Me siento como en un pelotón porque tuvimos que pedir cuatro ubers y tres de ellos llegaron casi al mismo tiempo. La llegada al bar desperdiga al grupo. Me cruzo con el chileno y me dice que debemos ubicar al colombiano, por esa cojudez de que somos los sureños. Le consulto si es la primera vez que lo invitan a una charla y me responde que sí. Le pregunto que qué siente al respecto, se pone serio y precisa que está bastante agradecido. No necesito más de 10 segundos para saber que me dará el discurso del modesto que ensalza los méritos de otros y subvalora los suyos. Con ese perfil de mierda la conversación sobre temas profundos siempre queda atascada. Mejor buscamos al colombiano. Lo encontramos en un grupo y mirando a un mexicano como si fuese la segunda venida de Jesucristo. El colombiano me empieza a caer mejor, evidenciar admiración hacia otro es propio de personas sinceras. Pero bueno, no debo perder el foco. Si fuese a hablar de todo lo que recuerdo de Costa Rica esta narración sería un barril sin fondo. Además, y esto por más evidente quiero resaltarlo, no soy bueno para escribir relatos. En fin, volvamos al centro. El mexicano culmina su historia y con ello el encantamiento sobre su tribuna. Yo cruzo palabras con un americano y un guatemalteco cada uno por separado. Me gasté bastante tiempo en cada caso tanteando, y no he encontrado apertura alguna para ponerme denso con la cháchara que llevo. En ambos casos hemos conversado de todo, pero no sobre nosotros.
Ahora estoy hablando con una costarricense. Me pregunta si tengo ascendencia asiática —ella, definitivamente, la tiene—, le digo que la respuesta corta es no pero que la respuesta larga es sí. Me dice que quiere escuchar la respuesta larga. Le cuento la historia de mi bisabuela materna (madre soltera, el tipo que la embarazó era chino) y ella dictamina que no es una historia larga. Yo acoto que, bien vista, tampoco es una historia divertida, solo que yo la pinto así. A estas alturas ya no me importa quedar como un raro, es tarde y estoy mucho más que picado. Pero ella se ríe. Empezamos a hablar de Costa Rica. Ya para ese momento solo quiero divagar y con gusto me enfrasco en una conversación sobre Cusco y el imperio inca. No mucho después las cosas terminan y llegan las despedidas.
Tercer día y cierre del evento. Nada destacable a relatar salvo que durante el intermedio empezó una lluvia que parecía infinita. Yo escuchaba a unos tipos hablar sobre los cambios en la práctica legal mexicana y de pronto las nubes soltaron su contenido y yo salí rumbo a mi cuarto —el evento es en el mismo hotel en el que casi todos los visitantes extranjeros nos hemos hospedado—. Me cambié de ropa y fui rápido a la calle para disfrutar del diluvio. En recepción me crucé con un nicaragüense que me miró sorprendido y que probablemente me hubiera interrumpido de no ser porque estaba en medio de una llamada, yo le sonreí y le indiqué la lluvia y siento que él entendió mi prisa y me devolvió la sonrisa. Ese debe ser el momento más sincero que he vivido en tierras centroamericanas.
Cuarto día. El evento ya terminó pero yo seguiré un par de días más en Costa Rica. Le escribo a la tica. Ayer almorzamos juntos y hoy el plan es tomar algo. El trayecto es memorable, vamos en su camioneta que tiene techo panorámico y tuve que hacer el esfuerzo de no parecer sorprendido por la vista. Llegamos a un bar bastante bonito y tranquilo. Me gustan los lugares así, no totalmente llenos y tampoco absolutamente vacíos pues entonces hay espacio para pensamientos siniestros.
Hablamos de nosotros. Ella es menor que yo pero ha vivido más que yo, al menos en cierto sentido. Ha viajado por todo el mundo, pero es casi fijo que yo, extranjero y todo, sé más sobre las zonas peligrosas de San José que ella —y mi conocimiento sobre la materia empieza y termina en una conversación de 20 minutos con un conductor de Uber hace un par de días—. Nunca he visto un musical en Broadway, pero sé cómo son los ojos de alguien que te pide dinero por caridad y está dispuesto a sacar un cuchillo en caso no quieras darlo.
Ya para este punto me siento en confianza con ella. Le pregunto si es esto lo que realmente queremos, o si vino preestablecido desde que nacimos. Yo soy así, torpe para hablar de las preocupaciones que llevo. Me mira como diciendo que contextualice mis ideas. Le explico que me refiero a la profesión, a nuestros caminos, a lo que seremos en 10 o 20 años. Me dice que entiende, y menciona algo sobre los proyectos personales. Yo de lo último que quiero hablar es de proyectos personales y me quedo callado. Ella sonríe y me pregunta qué debe hacer para que yo deje de ponerme “decadente”. La miro. Después de eso dejamos de hablar.
Quinto y último día. Mi vuelo sale al final de la tarde así que tengo tiempo para un último recorrido. La costarricense quiere unirse pero solo le da el tiempo para pasear un rato en la mañana. Mejor así, hoy quiero estar solo. Hay varios lugares que podría conocer pero elijo ninguno y voy al centro histórico de San José sin destino específico. Almuerzo en un local que más parece un galpón y cuando me traen una cerveza me pongo a pensar que prefiero mil veces un lugar así a un lujoso restaurant de local cuisine como los que he conocido estos últimos días. Quizá estoy mintiéndome y quiero creer —hacerme creer— que soy sencillo y que lo mío es vivir lo simple y lo conciso (Años más tarde entenderé que estoy mucho más aferrado a los privilegios de lo que creía pero ese es otro cuento. En todo caso, San José de Costa Rica es su semilla).
Llego al aeropuerto en un clima mucho más triste (¿o es que yo estoy triste?) que el del día en que aterricé. Adiós San José. No te llegué a conocer bien y es seguro que no volveré a estos lares al menos hasta mucho más adelante. Quizá vuelva con treinta y tantos o en plena crisis de los cuarenta buscando recuperar un poco de aquello que hoy siento que tengo pero que no puedo describir con acierto. Pero bueno, ya es tiempo. Abordo el avión.
Escala en Panamá de dos horas. Saco un bloc y un lapicero para no olvidar todo lo sucedido. Las últimas palabras que apunto son que debo seguir en esto. Y por esto, me refiero a expresar lo que siento.
*Este relato es pura ficción y no tiene nada destacable. La narración tampoco es coherente o completa; y, bien visto, seguro resulta hasta ridícula.