El presidente del Congreso confundió poder obtener algo con merecerlo. Cuando hay mucho en juego, el resultado de ese error es perderlo todo.
“¿Puedo llegar a ser Presidente?” No sabemos cuándo la pregunta pasó por la mente del presidente del Congreso. Pero la idea le gustó. La cúspide del poder. El Presidente (con P mayúscula) personifica a la Nación, así lo dice la Constitución; poquísimos han llevado tal honor.
La idea parece inverosímil. Sin embargo, el presidente del Congreso notó —o mejor, le hicieron notar— que bien vista, no resulta tan descabellada.
En circunstancias normales, el presidente del Congreso está lejos de la sucesión a la Presidencia. Si el Presidente es vacado, ahí están los vicepresidentes para reemplazarlo. Además, las elecciones presidenciales y congresales son simultáneas; el partido ganador de la presidencia también tendrá presencia en el Congreso. Una presencia más que suficiente para disuadir cualquier intentona de vacancia salvo casos graves.
Pero estas no son circunstancias normales. Sin bancada, sin vicepresidentes, Vizcarra caminaba al borde del precipicio. Un soplo fuerte —la cifra exacta es 87— y la banda presidencial pasaría a manos diferentes.
La operación se reduce a juntar votos. “Incapacidad moral” es una expresión abierta y ambigua, y puede intentar llenarse con acusaciones de corrupción. Dentro del Congreso, perro, pericote y gato coinciden: el presidente del Congreso debe asumir el gobierno. Extrañamente, otros agentes se alinean. Sectores empresariales, periodistas, opinólogos e incluso algunos funcionarios públicos apoyan —con su acción o silencio— la vacancia.
El presidente del Congreso observa la puesta en escena y cree que él está al frente de todo. Total, él va a ser Presidente. Él va a personificar la Nación.
Al segundo intento, la jugarreta resulta exitosa. Más aun, es engañosamente abrumadora: 105 de 130 congresistas votan a favor. El presidente del Congreso dirá después que incluso si la vacancia requiriese 4/5 del número de congresistas, igual ganaban.
La legitimidad, sin embargo, no se mide así. Formalmente, los votos pueden estar ahí. Materialmente, la vacancia hace agua por todos lados. No solo distorsiona hasta la más básica noción de “incapacidad moral”, sino que resulta irresponsable. Porque con una pandemia y a 5 meses de elecciones, solamente en el absurdo se puede justificar tal decisión.
La legitimidad no es un obstáculo al momento de negociar y obtener los votos. Es un problema que surge solo si la operación resulta exitosa. Y el presidente del Congreso no reflexionó en las consecuencias de su movida. Él solamente pensó en cómo llegar la meta.
Al presidente del Congreso se le escapa una sonrisa cuando concluye la votación y declara la vacancia. No obstante, la fiesta es efímera. La gente no está contenta, se planean marchas ese mismo día. El miedo aflora por primera vez en la cabeza del presidente del Congreso. La ceremonia de juramentación, inicialmente programada para el día siguiente a las 17:00 horas, es adelantada a las 10:00 horas.
La vida nos puede poner en lugares y situaciones excepcionales. Lo que no puede hacer es cambiar nuestros talentos. El presidente del Congreso empieza a tomar consciencia de sus limitaciones para afrontar los retos.
Nombrar directamente un gabinete parece imposible. Nadie parece dispuesto a aceptar. Un Presidente sin ministros no es un Presidente, es un ridículo. Es necesario tercerizar. Se toma contacto con un político experimentado que acepta ser primer ministro y ofrece encargarse de todo. Faltaba más, dice. El presidente del Congreso tiene demasiadas responsabilidades; el primer ministro está para aligerar la carga.
La insignificancia aflora. El presidente del Congreso no se da cuenta que su poder está siendo drenado. Al primer ministro le tomó 5 minutos tasar el carácter y aptitudes del presidente del Congreso. Al presidente del Congreso le tomaría meses captar la esencia de su primer ministro. El primer ministro es tan indispensable —su renuncia sería un escándalo— que el presidente del Congreso está a su merced. Desde ahora, y hasta que esto dure, las líneas y políticas del gobierno nacerán en la PCM.
El primer ministro no es el único que tiene condicionado al presidente del Congreso. Los congresistas tienen cuentas por cobrar. Porque la vacancia del Presidente no fue debido a convicciones internas. Vizcarra estorbaba, tenía que salir. El presidente del Congreso en cambio debe impulsar diversas agendas: la involución del marco educativo universitario, la liberación de un sujeto que se alzó en armas, el apoyo a mineros ilegales, etc. ¿Y si se niega? Bueno, bastará recordarle que el gabinete requiere el voto de confianza del Congreso.
El problema es que el presidente del Congreso no puede mover un dedo sin que la ciudadanía reaccione con marchas virulentas en todo el país. Mucho menos podría impulsar medidas como el desmantelamiento de la reforma educativa o la elección de los miembros del Tribunal Constitucional. El primer ministro le habla de muñeca política, de flexibilizar las promesas y de controlar tiempos.
Pero el tiempo pasa y es el descontrol lo que aumenta. No ha pasado ni una semana y la reacción ciudadana deriva en una situación insostenible. El rechazo de la población espanta a aquellos que animaron al presidente del Congreso en su aventura. Se queda solo.
En Palacio, el presidente del Congreso se mira al espejo. La banda presidencial está sobre él. Sin embargo, no personifica a la Nación. Nunca lo hizo, nunca lo hará. Si tuviera la lucidez suficiente, el presidente del Congreso entendería que su poder real es exiguo. Su autoridad es insignificante.
El presidente del Congreso llama al primer ministro y le dice que no piensa renunciar. El primer ministro le dice que hay que pensar en todo.
*El título es crédito exclusivo de Milan Kundera.