¿El Fin de la Garantía de Impugnación en Materia Licitatoria?

En: Derecho & Sociedad Nº29

Guido Santiago Tawil

El autor señala que la grantia de impuganción es un mecanismo que tiene como finalidad desalentar los conductos inadecuados de los contratistas, presiones indebidas sobre los funcionarios actuantes en el proceso licitario e impugnaciones temerarias. Estas conductas vulneran principos del procedimiento administrativo e impiden la eficacia práctica de los contratos, por la cual el ordenamineto jurídico debe reconocer a la garantía de impugnación en normas generales en materia de contrataciones administrativas y complementaria con otros mecanismos que cumplan la misma finalidad.

I. A modo de Introducción.

Cuando en el ámbito del Instituto de Derecho Administrativo de la Academia Nacional de Derecho de Buenos Aires, su actual director -el académico Juan Carlos Cassagne- anunció la idea de realizar un libro en homenaje al profesor Julio Rodolfo Comadira, ello generó en mí dos sensaciones encontradas.

Por un lado, la alegría de saber que, a los merecidos homenajes a su memoria ya realizados, se sumaría el justo reconocimiento de uno de los institutos académicos mas prestigiosos del país en el que -gracias a la gentil invitación de sus directores, los profesores Marienhoff y Cassagne- tanto Julio como muchos otros administrativistas hemos podido trabajar desde hace ya más de dos décadas.

Por el otro, la duda respecto a cual podría ser el tema mas adecuado para este homenaje.

Me unía a Julio una relación muy especial. Aún cuando nuestra formación difería en algunos aspectos y no coincidíamos siempre en nuestra visión de la especialidad, nuestros disensos eran esencialmente académicos y no ocultaban el afecto y respeto recíproco que nos profesábamos . Julio fue una persona intachable, un administrativista brillante, un maestro inigualable , un esposo y padre ejemplar y, en lo que a mí respecta, un gran amigo .

Tras descartar varios temas, tomé conocimiento algunas semanas atrás del dictamen que hoy comento en estas páginas. Podrá atribuirse o no ello al destino, pero en escasas oportunidades la elección de un tema me pareció mas apropiada que en éste, tanto por tratarse la licitación pública de una de las materias que Julio abrazó con mayor pasión sino porque, como se verá, el dictamen en cuestión recoge de algún modo la posición defendida por Julio y otros destacados especialistas .

II. La garantía de impugnación y sus principales cuestionamientos.

En un reciente dictamen emitido el 3 de mayo de 2006 , en el marco de una consulta efectuada por la Armada , la Procuración del Tesoro de la Nación ha considerado que no corresponde incluir en los pliegos de bases y condiciones de las contrataciones a celebrar cláusulas que prevean un depósito o garantía de impugnación.

Mecanismos como el allí cuestionado fueron introducidos inicialmente –con características distintas- por algunas normas provinciales como la ley de obras públicas de la provincia de Formosa a principios de la década de los ´80 y receptados en forma generalizada -tanto en el orden nacional como provincial y municipal- a partir de la sanción de la ley Nº 23.696 de Reforma del Estado. Su decreto reglamentario Nº 1105/89 estableció así que en los procedimientos de privatización regidos bajo dichas normas “existirá una garantía de impugnación, que deberá constituir quien formule impugnaciones, que le será devuelta en caso de ser acogida favorablemente su pretensión, o que perderá en la medida en que tal pretensión sea rechazada. El pliego de bases y condiciones establecerá la forma y el mecanismo de determinación del monto de la garantía, cuidando que éste –refiriéndose al monto- no constituya un obstáculo al ejercicio del derecho de defensa” .

La mayor parte de los pliegos emitidos a partir de ese momento –en particular aquellos relacionados con los procesos de privatización celebrados durante la década de los ’90 – impusieron, como requisito previo, para la tramitación de las impugnaciones previstas contra las decisiones de precalificación, preadjudicación y adjudicación, la necesidad de efectuar un depósito cuyo valor era establecido en cada uno de los pliegos. El monto de la garantía de impugnación guardaba en general relación con el valor económico del negocio objeto de licitación y en algunas ocasiones su monto rondó –en épocas de paridad 1 a 1 entre el dólar y el peso- casi los $ 2.000.000 .

Con escasas excepciones , previsiones como las referidas fueron objeto de severas críticas por parte de la doctrina especializada .

En algunos supuestos, los cuestionamientos fueron de naturaleza conceptual por considerarse que limitaciones de esa especie afectaban indebidamente tanto el derecho de defensa como los principios de legalidad , verdad material , colaboración , informalismo o formalismo atenuado y gratuidad , esenciales en el procedimiento administrativo. O que el esquema ideado carecía de verdadero sentido ante el efecto no suspensivo que el art. 12 de la L.P.A. otorga a la interposición de los recursos administrativos .

En otros supuestos, las críticas se centraron en el modo en que tales garantías fueron reguladas, sea por su elevado monto o porque el modo en que ellas eran aplicadas derivaba en una restricción indebida al ejercicio del derecho de defensa . Algunos autores han llegado a inferir de la existencia de tales garantías una afectación a la transparencia en el ejercicio de la función administrativa y, en particular, de aquella que debió seguirse en la adjudicación de algunas licitaciones .

Hasta el dictamen objeto de este comentario, los cuestionamientos formulados habían sido objeto de rechazo expreso por parte de la propia Procuración del Tesoro. Señaló así dicho organismo en septiembre de 1992 que “la exigencia en el Pliego de Bases y Condiciones de una garantía de impugnación equivalente al medio por ciento de la oferta del impugnante, no significa una limitación de su derecho de defensa. Dicho porcentaje no aparece como irrazonable ni limitativo para un oferente que posea serios cuestionamientos a la preadjudicación. La inclusión de la garantía de impugnación en el Pliego de Bases y Condiciones permite a los oferentes efectuar las necesarias previsiones debiéndose concluir que al no efectuar impugnaciones al referido Pliego, ni requerir aclaraciones, significa que el recurrente ha consentido dicha cláusula”. En función de ello, consideró que “el voluntario sometimiento a un régimen jurídico sin reservas expresas, comporta un inequívoco acatamiento que determina la improcedencia de su ulterior impugnación con base constitucional” . Similar posición mantuvo en diversas oportunidades posteriores durante el gobierno radical por considerar que, al no haber formulado los oferentes oportunamente observaciones o impugnaciones a los pliegos que incluían dichas garantías, los aceptaron y consintieron. Entendió así que la aplicación de lo preceptuado en los pliegos en relación con la garantía de impugnación constituía una necesaria consecuencia del principio de igualdad de los oferentes en el procedimiento de licitación y la restitución de la garantía de impugnación sólo procedía cuando la impugnación se resuelve favorablemente respecto de todos los planteos.

La posición esbozada por la Procuración con anterioridad a este reciente dictamen se presentaba como una justificación predominantemente formal y, como tal, susceptible de razonables críticas. Solo quienes hubieran impugnado el pliego podían cuestionar la existencia de este tipo de garantías.

Preferible hubiera resultado que -en caso de pretender avalarla- la Procuración se hubiera adentrado en examinar las razones que llevaron a crear esta garantía de impugnación y evitado justificaciones formales que difícilmente satisfacieran aún a quienes consideraban conveniente su instauración.

A las críticas efectuadas por la doctrina, la anterior posición de la Procuración obligaba a sumar una de naturaleza eminentemente práctica: si bien el ordenamiento jurídico prevé la posibilidad de impugnar cláusulas de los pliegos de bases y condiciones , la dinámica del proceso licitatorio torna en la mayor parte de las ocasiones a esa posibilidad en meramente ilusoria.

Como es sabido, la normativa vigente en materia de contrataciones administrativas contempla la posibilidad de formular observaciones al proyecto de Pliego de Bases y Condiciones Particulares. Elaborado el pliego definitivo –haciendo o no lugar a las observaciones- se abre la posibilidad de impugnarlo.

Si bien tales impugnaciones han procedido en ocasiones , la práctica indica que –tal como acontece con los recursos administrativos- difícilmente modifique la Administración su posición. En consecuencia, en la medida en que tanto el régimen vigente como los pliegos establecen en general que la presentación de la oferta importa la plena aceptación de todas las disposiciones del pliego , desechadas las observaciones, consultas u objeciones –según el momento correspondiente- los oferentes se ven en la necesidad de acatar las decisiones emitidas por la Administración . Ello es así pues, con excepción de algunos contratos excepcionales por la calificación técnica o científica requerida al cocontratante –en los que las normas privilegian en general la utilización del sistema de contratación directa- tanto en la elaboración como en el perfeccionamiento del contrato administrativo la discusión se encuentra extremadamente limitada y, para poder ser elegido, quien pretende contratar con el Estado se ve obligado a adherir a las condiciones preestablecidas por la Administración.

III. El dictamen del 3 de mayo de 2006.

Recogiendo algunas de las críticas vertidas por la doctrina, la Procuración ha modificado su posición anterior . Ratificando la posición adoptada por la Oficina Nacional de Contrataciones, el dictamen del 3 de mayo de 2006 considera improcedente la inclusión de este tipo de depósitos por entender que (i) ni el Reglamento para la Adquisición, Enajenación y Contratación de Bienes y Servicios del Estado Nacional, aprobado por Decreto Nº 436/00, ni el Régimen de Contrataciones de la Administración Nacional, aprobado por Decreto Nº 1023/01, los contemplan; (ii) tales normas sólo prevén el depósito de garantías pero no un equivalente a la tasa de justicia exigible en sede judicial; (iii) cláusulas como las proyectadas afectarían el carácter gratuito del procedimiento administrativo y (iv) el reintegro del depósito a la impugnante quedaría sujeto a la voluntad y decisión del órgano cuyo acto se impugna, dentro de un marco de discrecionalidad y sin establecerse distinciones en cuanto a la mayor o menor opinabilidad de la cuestión planteada.

Asiste razón a la Procuración del Tesoro cuando sostiene que mecanismos de esta naturaleza no se encuentran previstos expresamente en tales normas.

El Reglamento aprobado por el decreto N° 436/00 contempla únicamente las clásicas garantías de mantenimiento de oferta y cumplimiento de contrato (garantías provisionales y definitivas en la terminología española ), a las que suma la obligación de constituir contragarantías equivalentes a los montos recibidos como adelantos en aquellas contrataciones en que los pliegos así lo establecieran . Asimismo, ni al referirse a la impugnación del dictamen de evaluación ni a la del acto de adjudicación efectúa mención alguna a este tipo de garantías, remitiéndose en lo que concierne a los recursos a interponer en este último supuesto a las previsiones de la ley 19.549 y su decreto reglamentario .

El Régimen de Contrataciones aprobado por decreto n° 1023/01 remite, en materia de garantías de cumplimiento de las obligaciones a cargo de oferentes y adjudicatarios, a las formas y montos que establezcan la reglamentación o los pliegos, con las excepciones que aquella determine.

Finalmente, el Pliego Único de Bases y Condiciones Generales para la Contratación de Bienes y Servicios del Estado Nacional solo contempla las tres garantías referidas en el Reglamento aprobado mediante decreto n° 436/00.

En ese estado, cabría formular dos preguntas. En primer lugar, si los pliegos de bases y condiciones podrían contemplar este tipo de garantías a falta de previsión normativa expresa. Segundo, si, en caso de existir ese tipo de previsiones, tales garantías resultan válidas o convenientes.

En lo que se refiere al primer interrogante, el decreto n° 436/00 parece haberse enrolado en una posición diferente a la seguida en su momento por alguna legislación provincial y el decreto n° 1105/89. Si bien este cuerpo normativo limitaba su ámbito de aplicación a las privatizaciones previstas en la ley n° 23.696 , lo cierto es que al tiempo de sancionarse el nuevo reglamento general de contrataciones , el mecanismo de garantía de impugnación era ampliamente conocido y se optó por no incorporarlo allí . En esas condiciones, si bien no podría descartarse que –como ocurrió con el decreto n° 1105/89 durante la vigencia del decreto n° 5720/72 que tampoco contemplaba garantía alguna de impugnación- una norma de rango equivalente pudiera establecerla para ciertos procedimientos licitatorios , a falta de una norma de esa naturaleza bien puede concluirse que la inclusión en un pliego de una garantía de impugnación no resultaría compatible con el sistema establecido en el decreto n° 436/00 . Tal parece haber sido la posición esbozada por la Oficina Nacional de Contrataciones en el caso y, a este respecto, los propios términos de la opinión de la Procuración objeto de este comentario se traducirían, en la práctica, en un obstáculo relevante para la inclusión en los pliegos de mecanismos generales no previstos en el Reglamento.

Responder el segundo interrogante –es decir si, recogidas expresamente en las normas, disposiciones de esa naturaleza son válidas o convenientes- resulta aún mas difícil. No cabe duda que mecanismos de esa naturaleza importan limitaciones no deseadas a la garantía de defensa y a los principios del procedimiento antes señalados. En consecuencia, en la medida en que existan mecanismos aptos para asegurar el orden y la eficacia en el procedimiento licitatorio, su implementación debería evitarse. Sin embargo, de encontrarse previstos expresamente en las normas y considerarse conveniente su implementación –ninguno de cuyos extremos parecen verificarse en la actualidad- su validez constitucional dependerá del modo en que ellos hayan sido establecidos en la práctica .

Subsiste la duda, sin embargo, respecto a la posición a adoptar por la Procuración del Tesoro en caso de ser este tipo de garantías incorporadas expresamente en la normativa vigente, trátese de la reglamentación general en materia de contrataciones o de un régimen especial como el establecido en su momento en el decreto n° 1105/89. Si bien el dictamen del 3 de mayo de 2006 sustenta su rechazo a la implementación de una garantía de impugnación en “la normativa vigente” , el énfasis puesto de manifiesto en la enunciación de los restantes argumentos contrarios a su recepción tornaría dificultoso avalar la constitucionalidad de garantías con condiciones similares a las cuestionadas sin que ello implique un nuevo cambio en la posición del organismo.

En esa línea, la Procuración expresa en un breve párrafo que si bien los regímenes establecidos mediante los decretos n° 436/00 y 1023/01 prevén la existencia de depósitos de garantías, ellos no contemplan un equivalente a la tasa de justicia exigible en sede judicial. Aún cuando no lo señala en forma explícita, tal reflexión parece dirigirse a rebatir el argumento esgrimido por el propio organismo al avalar con anterioridad su legitimidad .

Este razonamiento puede ser examinado, nuevamente, desde distintas ópticas. Se podría, por cierto, limitar el examen al derecho positivo y argumentar, por hipótesis, que si los decretos nº 436/00 y 1023/01 o inclusive una ley –a fin de evitar aquellos cuestionamientos vinculados con la naturaleza tributaria de tal imposición- hubieran previsto un equivalente a la tasa judicial, estas garantías serían válidas, pero como ellas no han sido previstas de ese modo, no resulta procedente su recepción.

Si el argumento de la recepción normativa nos parecía relevante en el caso anterior, no ocurre lo mismo en este supuesto. En particular, pues la comparación efectuada por la Procuración en 1992 entre la garantía de impugnación y la tasa de justicia nos resulta poco convincente.

Diversas son las razones para ello.

Primero, mientras que la tasa de justicia retribuye la actividad jurisdiccional en beneficio de ambos contendientes y constituye un recurso destinado a solventar la infraestructura judicial , la garantía de impugnación persigue un propósito sustancialmente distinto. No se trata de un mecanismo de financiamiento -ya que con excepción de la confección de los pliegos en algunos casos específicos , la actividad administrativa durante el procedimiento licitatorio es financiada a través de los impuestos y demás recursos provenientes de rentas generales- sino de una herramienta destinada en apariencia a disuadir impugnaciones infundadas o temerarias y obtener así, en forma indirecta y más allá de su acierto o error, un mayor orden y eficiencia en el procedimiento licitatorio.

Segundo, dada su naturaleza tributaria, la tasa de justicia –sucesora del impuesto de justicia incorporado en su momento como un capítulo del impuesto de sellos- reconoce su origen en una ley formal, a diferencia de la garantía de impugnación que, al menos en el caso del decreto n° 1105/89, tiene origen reglamentario. De pretender otorgársele a la garantía de impugnación una naturaleza similar, tanto el principio de legalidad tributaria como las limitaciones impuestas por los artículos 76 y 99 de la Constitución Nacional obstaría a su consagración por vía reglamentaria, aún tratándose de reglamentos delegados o de necesidad o urgencia.

Tercero, como mecanismo retributivo del servicio de justicia en su conjunto, el ingreso o no de la tasa de justicia constituye un condicionamiento relevante para el acceso al proceso judicial. La garantía de impugnación no impide, por el contrario, intervenir en el procedimiento licitatorio sino la posibilidad de realizar ciertos actos relevantes –los impugnatorios- en su desarrollo. En ese sentido, la garantía de impugnación parece mas asimilable en su naturaleza –no, por cierto, en su monto– al depósito exigible para la interposición del recurso de queja por denegación del extraordinario contemplado en el artículo 286 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación.

Cuarto, en función de su propia naturaleza, los interesados pueden eximirse del pago de la tasa de justicia en caso de actuar con beneficio de litigar sin gastos o acreditar alguna de las restantes causales de exención previstas por el legislador. Por el contrario, no existe supuesto alguno de exención de la garantía de impugnación y, en la medida en que la participación en el procedimiento licitatorio presupone cierta idoneidad y capacidad financiera mínima, su imposibilidad de pago por parte de un oferente podría conspirar contra la acreditación de esa idoneidad y traer aparejados problemas aún mayores.

Quinto, mientras que la falta de pago de la tasa de justicia por quien promueve la intervención judicial habilita a su cobro compulsivo, incluyendo el de las multas y accesorios correspondientes , la falta de integración de la garantía de impugnación no debería generar otro efecto que la negativa a tramitar el recurso por incumplimiento de una de sus condiciones de admisibilidad.

Finalmente, la tasa de justicia no es devuelta por el Estado a los litigantes al finalizar la actuación judicial que pretende retribuir, cualquiera sea la razón por la que culmine el proceso o el éxito obtenido. Ella es soportada en definitiva por los litigantes y, a lo sumo, debe ser reintegrada por la parte vencida a quien anticipó su pago en caso de imposición de costas. Por el contrario, del modo en que se recogió en el decreto n° 1105/89, la garantía de impugnación sólo es reintegrada al impugnante en caso de ser acogida su pretensión.

El tercer argumento esbozado por la Procuración es que cláusulas como las proyectadas afectarían el carácter gratuito del procedimiento administrativo .

En este aspecto, debe celebrarse la defensa del principio de gratuidad efectuada por la Procuración, especialmente cuando él ha tenido mayor receptividad en la doctrina que en la normativa vigente.

No cabe duda que, si lo que de ese modo se persigue es atender al debido cumplimiento de los principios de legitimidad o juridicidad, debido proceso, verdad material y colaboración, toda restricción indebida a la participación de los administrados en el procedimiento administrativo importará una afectación inapropiada de aquellos.

Cabe señalar, sin embargo, que restricciones de esa naturaleza –no por cierto de entidad económica equivalente- se observan permanentemente en el procedimiento administrativo sin que se presente en todos los supuestos una defensa tan firme contra ellas como la esbozada por la Procuración en esta ocasión.

Así ocurre, en el plano económico, con los llamados derechos de timbre u oficina en el ámbito municipal y diversas tasas y cargos que se perciben de los usuarios por su participación en el procedimiento administrativo.

En este sentido, el dictamen en examen diferencia a la garantía de impugnación de los supuestos en los que se requiere al administrado la adquisición de pliegos o la integración de garantías de oferta o de ejecución. Si bien las diferencias existentes resultan claras y la argumentación de la Procuración convincente, en el caso de la adquisición de pliegos –exigencia excepcional en el régimen vigente y no principio general – ello solo será así en la medida en que, como indica el artículo 49 del Reglamento aprobado por decreto n° 436/00, el valor a integrar equivalga efectivamente al costo de reproducción. En caso contrario, el importe a integrar no sólo violará la previsión normativa sino que podría presentar reparos análogos a los esbozados contra la garantía de impugnación.

En otro plano, similares críticas deberían generar ciertas limitaciones normativas a la participación de los administrados en el procedimiento administrativo –propias de la exagerada procesalización que se observa de él- y otras cuestionables prácticas que hacen dudar seriamente –mas allá de saludables excepciones y reiteradas declamaciones formales- sobre el verdadero acatamiento de los principios rectores antes enunciados en nuestro procedimiento administrativo.

Finalmente, el último argumento invocado por la Procuración es que el reintegro del depósito a la impugnante quedaría sujeto a la voluntad y decisión del órgano cuyo acto se impugna, dentro de un marco de discrecionalidad y sin establecerse distinciones en cuanto a la mayor o menor opinabilidad de la cuestión planteada .

Compartimos conceptualmente la crítica formulada. Mas allá de la calificación que se otorgue a dicha apropiación o del alcance que pueda atribuírsele en el caso concreto a la cláusula proyectada por la Armada , lo cierto es que conferir semejante atribución al órgano que ha dado origen o convalidado el accionar cuestionado constituye una tentación indebida para el accionar arbitrario.

En ese sentido, mas razonable hubiera sido que –de considerarse conveniente su instauración- la devolución de la garantía fuera establecida como regla, previéndose la posibilidad de retenerla parcial o totalmente en el caso excepcional en que la impugnación fuera calificada como maliciosa o temeraria. Naturalmente, semejante decisión debería ser eventualmente pasible de revisión judicial posterior.

IV. Una Cuestión no Resuelta: El Orden y la Eficacia en el Procedimiento Licitatorio.

Mas allá de las discrepancias menores enunciadas, la posición adoptada por la Procuración en su dictamen del 3 de mayo de 2006 aparece como técnicamente correcta y teóricamente elogiable.

Debemos lamentar, sin embargo, que ni las opiniones anteriores de la Procuración en esta materia ni aquella objeto de examen se hayan detenido en un aspecto que, a nuestro juicio, constituye uno de los ejes centrales de la cuestión: el de como compatibilizar el justificado interés de preservar adecuadamente el ejercicio de la garantía de defensa y ciertos principios básicos del procedimiento administrativo -como los de colaboración y gratuidad- con la necesidad de mantener el orden en el procedimiento licitatorio, elemento decisivo para su éxito .

Para comprender adecuadamente la difícil tensión existente entre tales intereses, resulta conveniente apartarse por un instante del plano del deber ser y detenerse brevemente en la dinámica licitatoria.

Mas allá de las bondades que presenta desde un punto de vista conceptual , lo cierto es que el procedimiento licitatorio dista en la práctica de su pretendida perfección . A pesar de su proclamado carácter automático, el procedimiento licitatorio es todavía terreno fértil para la subjetividad y ni los tiempos que demanda ni los resultados obtenidos –en materia de transparencia, calidad o precio- son en general los esperados .

El reproche no debe, por cierto, ser dirigido a la institución sino a quienes hacen un uso inadecuado de ella . La licitación es solo un procedimiento preparatorio de la voluntad contractual –en definitiva una forma- que, en el caso, pretende identificar de modo objetivo al mejor posible contratante de la Administración. El error parte de suponer que el cumplimiento de la simple forma asegurará el resultado pretendido. Tal como lo hemos señalado con anterioridad -al criticar el modo en que se aplican otros institutos en nuestros país – quienes centran sus esfuerzos en materia de control en las formas ocultan por lo general –en forma consciente o inconsciente- su incapacidad o limitaciones para ejercer debidamente el control . No se trata de imponer nuevas formas o de incrementar los sellos requeridos. Se trata de saber qué debe controlarse y adoptar las medidas para hacerlo del modo mas eficaz .

El éxito de un proceso licitatorio depende, en importante medida, de que él pueda desarrollarse sin mayores perturbaciones . Su ejecución en debido tiempo y forma y la eficacia de los mecanismos utilizados tanto para asegurar la concurrencia como para limitar la subjetividad y las presiones sobre aquellos funcionarios llamados a resolver se transforman en elementos decisivos a ese efecto.

Naturalmente, ello no siempre es posible. Uno de los principales problemas que se observan en la práctica licitatoria es la dificultad que enfrentan las autoridades para lidiar con ciertos oferentes cuyo interés principal –inicial o sobreviniente – no coincide necesariamente con el éxito de la licitación. Si bien no siempre es posible catalogarlos adecuadamente ni pertenecen ellos a un solo tipo de contratistas, confluyen en ellos dos elementos distintivos: la beligerancia que demuestran y la creatividad que caracteriza a sus asesores jurídicos.

Así, en extremo frecuentes son los incidentes y cuestionamientos que se producen desde el propio momento de la recepción de ofertas. Las presentaciones, impugnaciones y recursos abundan en ocasiones aún antes de emitirse acto alguno que pudiera justificarlas, sin que resulte óbice para ello el hecho que el art. 12 de la L.P.A. no conceda efecto suspensivo a los recursos . Nótese que, del mismo modo en que el interés público se encuentra firmemente comprometido en asegurar el debido ejercicio de la garantía de defensa, resulta primordial que las licitaciones públicas puedan llevarse a cabo en tiempo y forma. La sorprendente litigiosidad que se genera en algunos ámbitos no puede pasar desapercibida.

Frente a tal grado de beligerancia –visible con frecuencia, por ejemplo, en el ámbito de la obra pública- los funcionarios públicos se ven en numerosas ocasiones superados. Las normas generales o particulares prestan limitada atención a esta cuestión y en los contados supuestos en que habilitan a los funcionarios para aplicar medidas disciplinarias u ordenatorias –incluyendo la posibilidad de excluir al oferente en cuestión del proceso licitatorio – escasas son las ocasiones en que ellas son efectivamente aplicadas . El temor a que medidas cautelares o impugnaciones judiciales posteriores dilaten o hagan fracasar la licitación –por argumentarse que con su ejercicio se pretendió limitar la concurrencia o se afectó indebidamente el principio de igualdad- o, mas aún, que ello termine generando problemas personales a los propios funcionarios , lleva a que tales facultades ordenatorias no sean en general ejercidas . En estos supuestos aflora, mas allá de las apariencias, el inmovilismo y la debilidad que en numerosos aspectos caracterizan al funcionario público, denunciados magistralmente en España por Nieto .

Alcanzar el equilibrio no es ciertamente sencillo y el riesgo que, bajo la apariencia de ordenar el proceso licitatorio, se limite indebidamente la concurrencia o transparencia es, sin lugar a duda, elevado. Innumerables son los ejemplos de ello.

Ante ese panorama , la Administración ha reaccionado en forma inorgánica y en ocasiones sin justificación técnica o legal suficiente, sea adaptando herramientas creadas originalmente con propósitos diferentes o modelando artificialmente otras destinadas a desalentar este tipo de prácticas.

Entre las primeras, cabe mencionar a las limitaciones impuestas en su momento a fin de que participen del proceso o accedan a información relevante para ofertar únicamente quienes adquieran los pliegos , situación hoy en día superada . Entre las últimas, a la imposición de una garantía o depósito como requisito previo para impugnar las principales resoluciones dictadas durante el procedimiento licitatorio.

Desconocemos las verdaderas razones que motivaron en su momento la instauración de las garantías de impugnación. Si bien no podemos descartar de plano que –como han sostenido algunos autores- ella haya tenido por objeto limitar las impugnaciones con algún objetivo espureo, ese razonamiento no nos resulta convincente. Suponemos, por el contrario, que -en su origen- la garantía de impugnación pretendió constituirse en una herramienta apta para desalentar, a través de una implementación objetiva y generalizada, impugnaciones temerarias, limitando así tanto presiones indebidas sobre los funcionarios actuantes en el proceso licitatorio específico como las demoras e inconvenientes que ellas traen aparejadas.

En cualquier caso, la experiencia indica que dicho mecanismo no alcanzó el éxito pretendido. A las razonables críticas vertidas por la doctrina y referidas anteriormente, cabe sumar algunas dudas sobre su eficacia práctica.

Si bien es cierto que en buena parte de las licitaciones desarrolladas durante su vigencia no hubo impugnaciones ni incidentes mayores , no ocurrió lo mismo en otros supuestos. En estos casos, la valla referida no impidió la presentación de impugnaciones aún cuando ello derivó en la pérdida de sumas significativas en concepto de garantía . En esas condiciones, no resulta posible saber si la ausencia o presencia de impugnaciones en unos u otros supuestos resultó consecuencia de la conformidad de los oferentes con el modo en que se desarrollaron los procesos , del distinto perfil de quienes participaron en unos y otros procesos o de otras circunstancias.

Mas aún, si bien no puede desconocerse que la importancia económica de tales garantías coadyuvó para que los oferentes restringieran en ocasiones sus cuestionamientos a aquellos supuestos de mayor relevancia, desalentando impugnaciones temerarias , lo cierto es que los montos en juego limitaron también impugnaciones válidas. Aún cuando se pudiera ensayar alguna justificación de la solución ideada , a la vez que desalentó algunos cuestionamientos indebidos, ella incrementó peligrosamente la discrecionalidad del funcionario llamado a resolver la impugnación y, con ello, la ausencia de control.

Conscientes de la problemática planteada, prestigiosos especialistas plantearon la conveniencia de evitar la imposición de este tipo de garantía e intentar limitar las prácticas dilatorias mediante el establecimiento de plazos sumarísimos para la sustanciación y decisión de las impugnaciones . Si bien compartimos la preocupación esbozada, el establecimiento de tales plazos podría ser objeto de cuestionamientos análogos a los efectuados a la garantía de impugnación (limitación al principio de legalidad, garantía de defensa, verdad material, etc.) y generar inconvenientes adicionales ante las dificultades que enfrentarían los órganos administrativos para resolver rápidamente tales impugnaciones .

Más allá de disposiciones aisladas a las que hemos hecho referencia anteriormente y que se relacionan en su mayor parte con el incumplimiento de ciertas formalidades o elogiables protecciones contra actos de corrupción , no visualizamos en las normas vigentes en materia de contrataciones del Estado un régimen orgánico cuya aplicación objetiva y generalizada permita mantener el orden en el procedimiento licitatorio, evitando aquellas prácticas que –bajo la excusa del ejercicio de derechos y principios fundamentales- persiguen en realidad su fracaso.

Si bien el artículo 12 del régimen de contrataciones aprobado mediante decreto n° 1023/01 (modificado por el decreto n° 666/03) faculta a la autoridad administrativa a imponer a los oferentes y cocontratantes que incumplieren sus obligaciones las penalidades allí previstas, la naturaleza de aquellas contempladas en el inciso a) de su artículo 29 –pérdida de las garantías de mantenimiento de oferta o de cumplimiento de contrato, multa por mora en el cumplimiento de sus obligaciones o rescisión por culpa- no parece relacionarse con los supuestos en examen. Asimismo, si bien su inciso b) habilita a la aplicación de las sanciones de apercibimiento, suspensión e inhabilitación a los oferentes o cocontratantes en los supuestos de incumplimiento de sus obligaciones, no existe mayor precisión respecto al modo o condiciones de aplicación de tal potestad sancionatoria y, en cualquier caso, ella parece proyectar sus efectos mas hacia contrataciones futuras –como ya ocurría anteriormente con la suspensión o cancelación de la inscripción en los registros – que a aquella en la que se verifica la conducta cuestionada.

Ninguna norma autoriza así, por ejemplo, a la exclusión o imposición de sanciones pecuniarias a aquellos oferentes temerarios o maliciosos cuyo accionar evidencie un interés en hacer fracasar o dilatar el trámite de una contratación. Su importancia no es por cierto menor y, si bien no existe una solución óptima, aconsejable sería su recepción.

Admitido que la licitación es un procedimiento administrativo especial , podrá debatirse si los órganos administrativos cuentan o no adicionalmente con la posibilidad de aplicar las facultades disciplinarias que les han sido atribuidas en forma genérica, como acontece en el orden nacional en los artículos 1 inc. b) de la ley 19.549 y 6° del decreto 1759/72. Lo cierto es que, aún cuando ello fuera posible , tales facultades no parecen suficientes para alcanzar el objetivo enunciado. Menos aún podría pretender subsanarse esa falencia invocándose la controvertida prerrogativa estatal de imponer sanciones no previstas contractualmente en la medida en que en el caso ni siquiera existiría hasta el momento contrato.

Inspirados en las previsiones del Código Procesal en materia de malicia y temeridad, algunos proyectos legislativos han propuesto imponer sanciones pecuniarias o, encontrándose vigente la garantía de impugnación, disponer su pérdida en aquellos supuestos en que la impugnación fuera considerada maliciosa o temeraria.

Otros sistemas, como el español, han ideado mecanismos alternativos para combatir el accionar temerario. Por un lado, prohíben contratar con la Administración a quienes hubieran incurrido en falsedades graves en la información provista. Adicionalmente, prevén la posibilidad de que se establezcan en los pliegos particulares criterios objetivos tendientes a determinar cuando una oferta será considerada temeraria y contemplado la facultad de retener la garantía de oferta (denominada allí “garantía provisional”) del oferente no adjudicatario que pueda presumirse ha incurrido en esa conducta. Sin embargo, tales previsiones parecen centrarse únicamente en una faceta de la temeridad, la del oferente que efectúa una oferta desproporcionada o artificialmente baja y no contempla las restantes conductas a las que hiciéramos referencia.

Si bien esas iniciativas deben ser valoradas positivamente, nos inclinamos por una solución mas específica que, en lo posible y a fin de garantizar su aplicación objetiva, tipifique debidamente las conductas no deseadas (v.gr. presentación de objeciones o impugnaciones fuera de las oportunidades previstas específicamente para ello, afectación indebida del orden en actos públicos relevantes como los de apertura de sobres, etc.) y las sanciones que ellas deberían traer aparejadas.

La implementación de tales mecanismos exigiría su recepción expresa en las normas generales en materia de contratación administrativa. No puede desconocerse, sin embargo, que el reconocimiento explícito de esta realidad y los esfuerzos que pudieran realizar en ese sentido tanto la Procuración del Tesoro como otros organismos de asesoramiento del Poder Ejecutivo complementarían adecuadamente el relevante aporte realizado en el dictamen objeto de este comentario.

V. Reflexiones Finales.

Resulta indudable que, desde un punto de vista teórico, la eliminación de este tipo de instrumentos debe ser vista positivamente en cuanto reafirma el ejercicio de algunas de las garantías individuales y principios básicos del procedimiento administrativo.

Igualmente cierto es que no debe propugnarse a priori una valoración negativa del ejercicio lícito del derecho de defensa por el simple hecho de que en algunos casos se produzcan excesos .

Como toda relación que se inicia, el éxito de una incipiente vinculación contractual dependerá significativamente del esfuerzo, la buena fe y el debido cumplimiento de las obligaciones asumidas por ambas partes. El obrar administrativo requiere de la colaboración voluntaria de quien contrata con el Estado y quien se vincula con él debe ser visto como un colaborador y no como un adversario de la Administración .

No puede desconocerse, sin embargo, que los excesos referidos existen y que, en ese contexto, la eliminación de los mecanismos existentes para combatirlos –por deficientes o reprochables que ellos resulten- se presenta tan solo como una solución parcial e incompleta del problema denunciado. Del mismo modo que se propugna en forma creciente el examen previo de los costos y beneficios regulatorios que la sanción de una nueva regulación puede traer aparejados resultaría aconsejable que, al tiempo que se eliminan o reforman aquellas instituciones que se consideran susceptibles de reparo, se examinen debidamente las prácticas que le dieron origen, proveyendo a la Administración de mecanismos eficaces para desterrarlas.

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