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No son muchas las películas que inciden en el drama cotidiano de ser maestro de escuela. Pienso posiblemente en Entre les murs (2009) de Laurent Cantet, o The Kindergarten Teacher (2018), pero tampoco es que se me ocurran muchos más ejemplos. Me pregunto por qué un tema tan cotidiano recibe tan poca atención del cine. Tal vez sea porque los dramas escolares, que inciden en nuestra vulnerabilidad como individuos y colectivos, la crisis de identidad y las heridas que cargaremos cuando adultos, se sienten demasiado cercanos, rozan nuestro sentido de autopreservación y defensa, nos confrontan con un tipo muy común de tragedia, que muchas veces no queremos hacer pública. He sido y sigo siendo profesor de secundaria, y pocas sensaciones se equiparan a la frustración evidente de ser malo en tu trabajo, el miedo a perder el control del salón de clases, las ansias que se acumulan cuando uno de tus estudiantes está en riesgo. Ser maestro de niños y adolescentes implica constantemente lidiar con el ensayo y el error, la crisis y la incertidumbre, la constante exposición al rechazo y, en ocasiones, al fracaso. Y durante todo este proceso tienes que seguir siendo el adulto responsable, aún si no sabes cómo.
The Teachers’ Lounge (2023) va exactamente sobre este dilema, y tiene como protagonista a una maestra que suele hacerse las mismas preguntas. Claro que, para que el film funcione, la protagonista debe sugerir cierta inocencia e idealismo. ¿No es una característica común de quienes conscientemente elegimos esta vocación? Carla, una maestra primeriza encargada de una clase de primaria (diría que de niños de 11 o 12 años de edad) cree firmemente en la agencia y dignidad de sus estudiantes, una creencia que debería ser de sentido común, pero que, a su vez, parece colisionar constantemente con las reglas y disposiciones del aparato escolar. En el film, un colegió alemán se torna el escenario de una férrea investigación contra estudiantes y maestros. Alguien se está robando ítems en la escuela y son muchos los damnificados. Las quejas empiezan a acumularse. Entre los padres, el pánico colectivo es una constante. Las sospechas se acumulan y los estudiantes se enfrentan a la represión y castigo de la institución.

Astutamente, el film abre en medio de la investigación. Desde las primeras escenas somos testigos de las distintas técnicas de vigilancia que se imponen en la escuela, que parecen darle la razón a Michael Foucault al concebir los colegios como puntos de control corporal y vigilancia. Los alumnos son llevados a distintos interrogatorios con docentes y administrativos. Uno de ellos entra al salón de Carla y fuerza a distintos alumnos (todos hombres) a abrir sus mochilas. Los padres acusan a los docentes a realizar racial profiling, es decir, a seleccionar sesgadamente a los alumnos de minorías como los sospechosos. Un estudiante de origen árabe y fe musulmana es llevado al interrogatorio, forzado a abrir sus cosas y es acusado de ladrón por sus compañeras. Indignada, la profesora, de tendencias progresistas, intenta mediar sin éxito. La escuela en cuestión, como otras tantas escuelas, funciona como un microcosmos de los dilemas sociales de allá afuera: las tensiones raciales y la creciente censura que se ciñe sobre Alemania.
Leonie Benesch hace de la profesora manteniendo cierto tono de alarma permanente, inseguridad y fragilidad, que no es lo mismo que incapacidad, cosa que el film suele reforzar. Benesch concibe a Carla de manera agente, meditando y confrontando sus decisiones y, por tanto, nos convence en una interpretación que resulta igual de empática que devastadora. El primer acto del film cierra con un dispositivo disparador; Carla, decidida a resolver este asunto de una vez por todas y acabar con la vigilancia, instala una cámara de seguridad en el salón de maestros y da con una potencial sospechosa: Kuhn, una administrativa cuyo hijo, Oskar, está en su clase, y es de los mejores. Las acusaciones escalan rápido. La administrativa niega los hechos y parece visiblemente destrozada por las acusaciones. La escuela se mantiene en el limbo, dado que la protagonista ha grabado a los demás maestros sin su consentimiento. Carla debe lidiar con la escalada de culpa que le acecha, más cuando, como consecuencia de las acusaciones y el auge de rumores uy rechazo, Oskar parece haber decaído en sus calificaciones y empeorar su comportamiento en clase. Kuhn monta un escándalo y pronto los estudiantes se rebelan contra la protagonista en solidaridad con lo sucedido con el estudiante. Se rehúsan a hacer los deberes y participar en clase, y entre los padres crece un evidente sentido de rechazo hacia la docente, motivado por los rumores que crecen en la sala de maestros.

Lo que enriquece a Teachers’ Lounge es el evidente matiz con la posición moral de sus personajes y el distanciamiento de una postura clara. No sabemos a ciencia cierta quién es culpable y quién no. Cada quien parece hacer lo que puede: Carla quiere lo mejor para su clase, quiere evitar los abusos y proteger a Oskar a pesar de que este evidentemente le rechaza por sus acciones; la escuela quiere mitigar los daños y evitar que sus estudiantes estén en riesgo; Kuhn defiende su integridad moral y la de su hijo, y reacciona con el pánico previsible que cualquiera tendría en su situación; Oskar, forzado a lidiar con un problema de adultos, quiere que le traten como tal, y reacciona como cualquiera lo haría en su lugar. Lo que aumenta la tragedia en el film es la plena realización de que no existen responsables únicos, culpables e inocentes, y que las fronteras entre el comportamiento legítimo e ilegítimo se van difuminando conforme avanza el metraje.
Teachers Lounge convence con su enfoque cuasi etnográfico, atento a los detalles, de cámara en mano, sin música de fondo, con primeros planos del rostro contrariado de su protagonista. Es un film de fricciones y detalles, de pequeñas revelaciones, de comportamiento más que de acciones concretas. Es un film de sensaciones y momentos, una apuesta por la observación empática ante lo que sucede en la pantalla. La falta de una solución previsible solo insiste en la relevancia de estas fracturas sociales. El film ofrece una mirada mucho más matizada y realista de la educación contemporánea, demostrando sus límites y contradicciones, incluso en su versión más progresista. La escuela en la que suceden los hechos permite la libre expresión y la tolerancia, instruye a sus alumnos a exigir respeto y consentimiento, permite la circulación de un periódico escolar e incluye a estudiantes en las reuniones de los consejos directivos. Y aun así, los conflictos se acumulan, los estudiantes son silenciados, los maestros le dan la espalda a la protagonista, afectados por la amenaza a su privacidad y la presión de sus estudiantes.

Quizás el punto que menos convence del film es la creciente tensión en la pantalla, que para la segunda mitad ha convertido un drama social en un suspense psicológico, con una protagonista cada vez más inestable, imágenes distorsionadas y salidas de una pesadilla, con sonidos extraños en el fondo. Entiendo lo que Teachers Lounge quiere hacer en este punto, pero me parece más o menos innecesario: la tensión de la protagonista, el miedo a equivocarse y dañar a sus alumnos, la constante necesidad de defensa en el salón de clases, son evidente por sí solos, y no necesitan de todos estos trucos técnicos para convencernos de su fuerza narrativa. Quizás a la película le hubiese convenido un poco más de mesura en su segunda mitad, para que el potencial dramático del clímax no quede ahogado en la angustia creciente de la audiencia. De todas maneras esto no arruina la credibilidad y empatía con la que el film narra los hechos, la intensidad emocional que consiguen las actuaciones y la presencia de una cámara que sabe muy bien dónde filmar.
En el fondo, Teachers´ Lounge ofrece una mirada muy creíble de los conflictos dentro y fuera del salón de clase, refiriéndose a una conclusión que parece hasta axiomática: un pequeño error, incluso bienintencionado, puede desatar una serie de innumerables conflictos, dañar irreparablemente la vida de terceros, y castigar desproporcionadamente a padres e hijos, profesores y estudiantes, sin que haya una solución aparente. Al menos a mí no se me ocurre. A quienes seguimos en la profesión solo nos queda el consuelo de seguir adelante. El cine no tiene que ofrecer soluciones: basta con que ofrezca una mirada honesta e inspiradora de los conflictos. Mientras escribo estas líneas recuerdo otra película sobre asuntos de escuela, The Hunt (2013), historia de un docente de kínder acusado de algo terrible y castigado con una tragedia inevitable. Al igual que Teachers Lounge, la mira empática del film, si bien necesaria, lo hacía más difícil de ver. Bueno. Quizás los dramas más intensos no estén sino en el salón de clases.

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