La cámara que mata – Violencia y dispositivo en Natural Born Killers (1994)

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Natural Born Killers es una película de estilo. La escena inicial, filmada en formatos diferentes, con ángulos picados, la cámara inquieta, blanco y negro, colores distorsionados, y con el vozarrón de Leonard Cohen de fondo, no se parece a lo que ofrece la mayoría de películas de Hollywood. Recuerdo la tensión evidente de ver esta escena por primera vez, la presión en el pecho y el nudo de la garganta, y eso sin saber más sobre lo que estaba por suceder. El resultado es particularmente inquietante para cualquier espectador promedio. No tienes que estar familiarizado con la trama del film -el ascenso y caída de dos asesinos en serie glorificados por los medios de comunicación- para sentir una creciente sensación de caída libre y vacío dada la puesta en escena.  Puedes intuir que algo terrible está por suceder y eres testigo de cómo las reglas comunes de un blockbuster colapsan por completo en las técnicas de filmación de la película. No sorprende que este sea el efecto que consigue Oliver Stone en la pantalla. El cine de Stone, cine político, de izquierdas, de grandes trucos de cámara y montaje, es el de un instigador, y, como panfleto político, casi nunca es sutil, sino todo lo contrario. De hecho, la controversia con Natural Born Killers nunca se basa en lo que film deja de hacer, sino con lo que hace de más.

Fijémonos una vez más en los detalles de la primera escena. Mickey y Mallory Knox, recién casados, se sientan en una cafetería bar en medio de la nada, y la cámara inquieta se mueve de un lugar a otro indicando peligro, Ambos personajes tienen voz y actitud de caricatura, salidos de un programa de televisión de Tex Avery, uno de los Looney Tunes. La voz de Cohen funciona casi como una prédica desesperada y, frente a la actitud descabellada de los protagonistas, la secuencia termina produciendo un humor incómodo, inesperado, muy parecido al tipo de humor que emerge luego de presenciar una situación embarazosa. La cámara juega entre el blanco y negro, los colores rojizos y anaranjados, lo que implica una disociación con la expectativa de realidad de la audiencia, y, además, hace que la violencia, tocando la exageración y la hipérbole, parezca, por partes iguales, más extrema y más inofensiva a la vez, más shockeante y más cómica, exactamente como suele suceder en cualquier programa de televisión.

Las siguientes escenas funcionan de forma parecida. Hay un extenso prólogo que revela como Mickey y Mallory se conocieron. Stone toma la atrevida decisión de filmar este prólogo como una escena de sitcom, con multicámaras, un escenario fijo y risas enlatadas incorporadas. Esto solo aumenta nuestra disonancia. Mallory vive en un escenario de televisión que no necesariamente replica una comedia de situación, sino más bien una telenovela o culebrón de los años sesenta: un padre abusivo, alcohólico e iracundo, obsesionado con el pudor sexual de su hija adolescente, una obsesión que sugiere constantes episodios de abuso. La madre, otro personaje de culebrón, está ahogada en la depresión de la vida de ama de casa suburbana, cómplice de la violencia de su esposo. Una vez más, la ironía de Stone cobra sentido. Por un lado, lo repugnante del abuso sexual y la violencia doméstica está llevado al extremo hiperbólico del humor, lo que lo hace más insoportable: no nos deberíamos reír de lo que sucede en pantalla y no es común que los personajes lo hagan tampoco. Pero, a su vez, y en un giro bastante irónico, este formato sitcom, disonante y extremo, es el único que más o menos permite que actos así de repulsivos sean tolerables para la audiencia, casi como un filtro que sanitiza la violencia. ¿Se imaginan la misma escena -incluso con más matiz- en un drama psicológico?

El punto que Stone -aunque le da muchas vueltas, eso sí- es que la industria del entretenimiento tiene técnicas muy complejas que nos llevan a somatizar y compartimentalizar la violencia, fracturarla y hacerla icónica. La violencia contra las mujeres se oculta en los chistes inofensivos de la sitcom y en las formas sutiles de abuso. La violencia extrema que generan Mickey y Mallory en venganza, casi como de caricatura, cementa la asociación entre violencia y espectáculo, la purga de sangre que asemeja la purga de aire de una carcajada. No es simplemente que la “TV promueve y normaliza la violencia”, sino que, a su modo, la engendra: la TV es violenta con la audiencia y emerge de esta manera en los géneros comunes de la industria estadounidense. No sé ustedes, pero, en esta primera secuencia, y gracias a la excelente interpretación cameo de un comediante como Rodney Dangerfield, estaba muy feliz con que Mickey y Mallory le vuelen la cabeza. El perfil manipulativo de los grandes medios, que cambia según la perspectiva y punto de vista que utilizan, es particularmente riesgoso para la audiencia, y eso genera mucho más temor que las propias acciones de Mickey y Mallory en la pantalla.

Aquí el punto central es que los actos son más violentos porque surgen en formatos en los que no deberían suceder. Es la misma técnica que suele utilizar Scorsese al vincular la violencia física extrema con el soundtrack rocanrolesco de la mayoría de sus películas, y el humor negro extremo que usa Tarantino al enfocarse en víctimas y victimarios. Aquí, como punto diferencial, está la tensión evidente de ver el detrás de cámaras: las escenas hiper saturadas de color y repletas de cortes que muestran a los asesinos en tiempo real son sucedidas por un programa de TV que narra las aventuras de Mickey y Mallory y que utiliza exactamente las mismas técnicas. Vemos el antes y el después de la tragedia. La forma en que se manipulan los cuerpos y la cámara para que el shock value aumente, para que este capitalismo de la crueldad, llevado a la cúspide por la violencia extrema de sus imágenes, pueda ser suficientemente redituable e impactante para los espectadores.

Aquí es donde creo que el film pudo ser mucho más ambicioso que lo que su narrativa sugiere. Si a algo apuntan acertadamente la mayoría de críticos al film es que, a la larga, repite el mismo punto una y otra vez, y es un punto que estaba implícito desde los primeros treinta minutos. El guion original de Tarantino (mutilado y parchado por Stone y compañía) se enfocaba menos en Mickey y Mallory y sus fechorías, y se centraba, más bien, en el periodista sin escrúpulos que los seguía por la carretera. Wayne Gale, de forzado acento australiano por Robert Downey Jr., es reducido a la total caricatura en el film y su presencia funciona más como un dispositivo de la narrativa antes que como un personaje creíble. Si bien Woody Harrelson y Juliette Lewis son excelentes como Mickey y Mallory, resulta curioso que el resto del cast, también lleno de estrellas, esté tan mal utilizado.

Quizás sea propósito. Quizás el uso de artistas tan reconocidos como Dangerfield, Downey Jr., Tom Sizemore y Tommy Lee Jones sirva para reforzar el rol icónico de Mickey y Mallory, que trascienden al elenco hollywoodense que les rodea, que se apartan de los personajes de cartón en el fondo y se tornan más vitales y creíbles frente al contraste con el resto. Una vez más, concebir a la TV como un dispositivo violento implica constituir a sus protagonistas de una manera parecida, casi como una afrenta a la audiencia, actores que nos recuerdan todo el tiempo que están fingiendo, y que, a su vez, recuerdan a la audiencia que están en búsqueda de una simulación de la violencia, que prefieren la parodia antes de confrontar la violencia real. Es el mismo efecto de una voz dramática en el telediario o una estrella de Hollywood que narra una tragedia en un documental. Mickey y Mallory se tornan mitológicos a partir de la manipulación de los otros actores, que funcionan más como disparadores de emociones que como personas de verdad, algo común de los presentadores de TV, los protagonistas de realities baratos y telenovelas de media tarde.

Tomemos en cuenta que, a lo largo de las dos horas de metraje, Stone, su montador y cinematógrafo jamás dejan la cámara quieta. Casi no hay ángulos rectos en el film, ni tomas fijas: la cámara cobra vida y se distancia de los sujetos a partir de los constantes planos secuencia, figuras distorsionadas, ángulos picados y contrapicados, cambio de colores y superposición de distintas imágenes. Estas secuencias, a diferencia de las escenas modo sitcom, no son paródicas, sino pastiche, no recrean ni satirizan, sino que distorsionan y alteran los presupuestos de estos formatos de filmación. El color verde, que supuestamente refleja la mente pervertida de Mickey, nos recuerda a las grabaciones de cámara escondida y al snuff film, esos montajes perdidos que han grabado en vivo crímenes horribles y que se exponen en seriales de medianoche. El blanco y negro toma el cine negro por las astas y lo transforma en una expresión del vínculo patriarcal formado entre Mickey y Mallory, la segunda erigida como una mujer fatal moderna. La cámara en mano y el formato VHS nos recuerda al creciente género de los reality shows noventeros y su necesidad de reimaginarse morbosamente los conflictos cotidianos, muy parecidos al amor efervescente, de adolescencia eterna, que sugieren Mickey y Mallory.

No creo que le hubiese hecho mal al film plantar la cámara en algún momento y dejar que la historia hable por sí misma. La mejor sátira es aquella que coquetea lo suficiente con el producto original, a tal punto que puede confundirse en él, pero que siempre te recuerda ese mínimo detalle que la hace paródica. Como sátira, Natural Born Killers se aleja por completo del producto original y hace demasiado por convencernos de su punto. Pero, como un extraño mosaico de distintos formatos entrecruzados con pretensión provocadora, el film sin duda es un triunfo. La cámara en el film cobra vida apropia y amenaza con suprimir nuestra agencia frente a su creciente autonomía: nunca es complaciente con la audiencia y eso parece hacerla incluso más cruel con nosotros. La película no funcionaría como pastiche si el romance fugaz entre los protagonistas no fuese creíble. Para nuestra suerte, Harrelson nos tiene acostumbrados a su peculiar contrapunto entre humor negrísimo y mirada inquietante, un encanto propio de un asesino serial. Y, por supuesto, Juliette Lewis tiene un tipo de energía diabólica, propia de la femme fatale y la dama virginal pervertida por el peligro, esa de Cape Fear (1991) y Husbands & Wives (1992). No creo que podría tolerar a Mickey y Mallory si no fuera por ellos. Definitivamente el estilo poco mesurado de Stone y su versión del guion no ayudan en lo absoluto.

Igual se extraña que el film haya preferido enfocarse tanto en Mickey y Mallory y muy poco en su audiencia y quienes los crearon. Stone es un orgulloso cineasta de izquierdas, y como tal, debería insistir mucho más en los ejecutivos de saco y corbata que son los instigadores de la violencia extrema en pantalla para convencer a los usuarios de seguir viendo y, por lo tanto, seguir comprando. Casi ninguna escena se enfoca en otra cosa que en los asesinos y su impacto, nada se dice sobre su proceso de construcción narrativa. Comparemos Natural Born Killers con Nightcrawler (2014) veinte años después, un film que incide el mismo capitalismo del horror y la violencia televisiva, pero que cambia el enfoque a quienes filman, editan, y aprueban el contenido violento en la pantalla. El film que tenemos, icónico por las razones correctas o incorrectas, sigue siendo digno de discutirse. Pero queda la duda, y cada vez más relevante, si Natural Born Killers pudo dejar de lado el fondo y darle más fuerza a la forma, y así, sobrepasar sus propios límites como acto de provocación. ¿No sería acaso el film que Mickey y Mallory quisieran tener consigo?

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Anselmi

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