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Hay una creciente sensación de intimidad en el film alegórico de Christian Petzold. El tipo de intimidad que se consigue a partir del primer plano, técnica que, si se utiliza bien, puede enaltecer el pavor y la melancolía de los protagonistas, su mirada perdida en medio del concreto, los rastros de un amor del que solo queda la tragedia. Es la intimidad que consiguen las tomas largas, en la quietud y parsimonia, del afecto entre Paula Beer y Franz Rogwaski, aferrándose uno al otro, a la espera de alguna desgracia. Por supuesto, en esta suerte de fantasía posmoderna, la lección es que el amor es mejor de lejos, dado que el sufrimiento, bastante perceptible en Undine, proviene de amantes que se acercan demasiado para su propio bien. Por momentos, parece que quieren al otro más que a sí mismos. De hecho, en la historia de Petzold, los amantes no suelen decir adiós, como si la partida fuese una carga que nadie estaría dispuesto a asumir. Se despiden sin decirse mucho, esperando, quizás ilusamente, hasta que se vuelvan a ver. Aman hasta que les duele, y no temen hacerlo.
La historia funciona como muchos otros cuentos tradicionales de este tipo: con una mujer reprimida, quien, quizás sin quererlo, se ve forzada a reclamar su libertad. La mujer es Ondina y el motivo de su represión es el amor, o el desamor. Ondina está enamorada de Johannes, quien ha decidido dejarla por otra mujer. Perturbada, ella le ruega que se quede a su lado y que no le abandone, pero él se mantiene firme. Ondina, entonces, pronuncia una inquietante amenaza: si la abandona, ella estará forzada a matarlo. La audiencia no se espera un giro así. ¿Por qué una mujer aparentemente normal decide realizar un acto así de radical, imposible? ¿Qué nos esconde Ondina? Aparentemente, Johannes parece poco afectado por sus palabras. Aquí tenemos un segundo giro: Ondina, el mismo día que pierde a Johannes, conoce a alguien más, Christopher, de quien se enamora muy prontamente. Christopher, tímido y compasivo, la acepta como amante. Pero este romance plácido se vuelve mucho más tórrido, incluso imposible, cuando extrañas fuerzas incitan a Ondina a cumplir su anterior promesa.
Petzold teje la que parece una de las historias de amor más extrañas de los últimos tiempos. Construye una atmósfera determinada por la melancolía y la represión; una suerte de mito urbano, necesariamente moderno, con un estilo minimalista. Prefiere el silencio por sobre las palabras, rostros por sobre monólogos. Aun así, constantemente presiona a sus personajes, diseccionando aquellas emociones que quedan luego del hastío y la desazón. Funciona, claro, porque echa mano a uno de los cuentos más disruptivos del folclor europeo: una historia que recrea el arquetipo de la mujer fatal, pero que, por una vez, la hace loca de amor y genuina, que la refeminiza, en lugar de hacerla amenazante. Queda, evidentemente, una cuestión sobre identidad: ¿Quién es Ondina sin un hombre en su vida? ¿Qué la hace tan emocionalmente dependiente de otros? Hasta cierto punto, el conflicto de Ondina tiene que ver con la distancia entre quien es y quien ser, estando lo primero mediado por esas extrañas fuerzas que no puede detener. Aquí también hay una cuestión sobre el destino, y la posibilidad de eludirlo. Undine parece concebir el amor casi como una condición física, inescapable, con cierta capacidad metastásica, que se expande en el espacio-tiempo.
Podríamos pensar en Undine como un relato definido por el realismo mágico, si todavía podemos usar el término, en la medida en que inserta la fantasía en el remedo de lo cotidiano, y somete a personajes ordinarios ante lo extraordinario. Para que funcione esta aproximación mágicorrealista, los personajes deben estar ligeramente conscientes de su existencia (aún sin poder explicarla), como si asumieran lo fantástico como algo inherente, presente en el espacio vivo como otros tantos elementos comunes. Ondina rechaza su condición, pero no se pregunta por qué le acecha. Christopher le sigue la corriente. Allí está el principal encanto del film, en tanto que prioriza conflictos cotidianos -una ruptura amorosa, la ansiedad ante el efecto, la enfermedad- pero lo hace a través del filtro imaginativo y dramático, inclusive solemne, más propio de un melodrama o un bolero que de una película art house.
Este aspecto mágicorrealista se va manifestado cuidadosamente, evitando alguna confrontación directa. Pensemos en una de las escenas del primer acto. Ondina está en una cafetería, llorando su pérdida, cuando Christopher se le acerca, como si estuviera destinado a consolarla. Es una escena encantadora y hasta cierto punto impredecible, una suerte de primer encuentro sin mayores contratiempos, que Beer y Rogwaski asumen con naturalidad. Todo parece en orden, salvo por un detalle: las tomas a una pecera en medio del café, con una presión rebosante, como si el vidrio estuviera por romperse. La pecera estalla en mil pedazos, y Ondina y Christopher terminan sobre el piso, empapados, cubiertos de vidrio. Ninguno parece particularmente afectado por lo sucedido. Christopher cura sus heridas y la observa en silencio. La alegoría, más allá de representar la explosión de amor y los riesgos de las pulsiones humanas, va hacia algo más conmovedor. A pesar del reciente ataque, motivado por alguna fuerza extraña, Ondina cree ilusamente que puede escapar de su destino.
Aquí importa mucho como Petzold filma la ciudad: a pesar de los constantes primeros planos (y algunos planos secuencia elaborados con finura), su cámara se enfoca en Berlín, pero un Berlín dividido entre la tradición histórica y la ultramodernidad. En un museo, Ondina narra la historia de la ciudad antigua antes de ser condenada por Johannes. Conoce a Christopher en una cafetería en el centro de la ciudad. Petzold va jugando entre los tiempos de Berlín, así como Ondina tiene que enfrentarse a las amenazas del pasado, violentamente insertadas en el presente. La cámara de Petzold levita entre ambas ciudades y sigue a los personajes como el espíritu que los acecha, lo que refuerza ese sutil contraste entre la fantasía y la realidad, entre la ciudad imaginada y la ciudad concreta. Ondina quiere vivir en la segunda, pero, a partir de los deseos sin reprimir, se ve atrapada una vez más en la primera.
Con este lenguaje alegórico, Undine confronta los ideales tradicionales del amor, pero sin rechazarlos del todo. La sola idea de “matar al amante” ya proporciona una imagen particularmente sugestiva, que se traduce, además, en el intenso miedo de Ondina al abandono. Ondina, como tantas otras mujeres, ha sido educada para nunca estar sola. Se ha quebrado su confianza y, a partir de esta “condena” que ella no puede ver, tiene que volver a donde hubo amor, pero a partir de la venganza. ¿Acaso es Christopher otro agente del destino, o quizás una forma de contrapeso a la maldición de la protagonista? ¿O se trata simplemente de un hecho fortuito, un triste inocente que se entromete en los azares de la violencia y el desamor? Quizás sirve como una suerte de testigo de las incidencias de un destino que no conoce. Sea como sea, él se muestra impávido ante los impulsos de su amante.
Hay una paradoja curiosa en la historia de Ondina. Por un lado, matar a su amante puede hacer que su presión se vaya para siempre y poder ser libre, pero el acto de matarlo, y vivir con su muerte, aún cuando tiene a Christopher a su lado, implica reafirmar la atadura con el amor pasado. Ondina transita entre las dos dimensiones del amor, desde el dolor extremo hasta la posibilidad real de consagración, pero también percibe que ambas, a su modo, persiguen las mismas ataduras. Al final, Ondina cede ante sus pulsiones, y, siendo una con sus deseos, deja su cuerpo terrenal y acepta la dominación de su espíritu.
Acompañada por la música de Bach, Undine es una historia contradictoria, a ratos conmovedora y a ratos lastimera, un concerto conducido por una melodía caótica, pero reveladora. Aún cuando a veces se le escapa el tono correcto, y parece pecar de excesiva parsimonia, la historia funciona como una oda al amor que dura por siempre, ese que, como la maldición de Ondina, no lo pedimos, pero, una vez que se apodera de nuestro cuerpo, no lo dejamos ir. El rostro eternamente melancólico de Paula Beer, confesando su temor ante la cámara, es probablemente la imagen que más cautiva en el film, y la que mejor define su esencia. Puede que eso haya sido lo que Christopher vire irremediablemente su centro de fuerza centrífuga hacia ella. ¿Acaso no lo haríamos nosotros?
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