El ring como confesionario – Million Dollar Baby (2004)

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En una escena de Pulp Fiction, (un extracto de su muy infravalorada segunda parte, “El reloj de oro”), un boxeador, Butch, confronta las consecuencias de su última pelea y, a su modo, busca exculpar sus acciones. Sin quererlo, Butch, quien había arreglado la pelea para perder en el ring, ha matado a su oponente. La taxista, una mujer joven y sonriente, le pregunta qué se siente matar a un hombre. Butch por supuesto, no da respuesta. Puede que, en el fondo, no entienda la pregunta. El boxeador usa su cuerpo para dañar, tensar, impactar, derribar, y, hasta cierto punto, sobrevivir. Sus acciones se vuelven mecánicas, instantáneas, a veces, hasta impredecibles. Butch no sabe qué se siente matar porque no sabía que había matado. Incluso en ese momento, parece difícil de concebir. La sola imagen mental parece generar pavor. No parece haber hecho nada fuera de lo común. Su cuerpo ha decidido por él. Butch aspira su cigarrillo y sigue con su camino. Al final del episodio, Butch volverá a matar, pero, una vez más, con una infinita tristeza en sus ojos.

Esa parece ser una constante en el cine de boxeadores. Una suerte de inusitado efecto religioso que cubre sus historias, un impulso lírico, quizás espiritual -en la concepción más amplia del término-, que afecta a los protagonistas y resignifica sus tribulaciones. Por supuesto, las películas de box suelen ser principalmente sobre otras cosas (casi siempre alguna historia sobre identidades en conflicto, pobreza, cuestiones políticas, enfermedades u otro tema que nos aqueja universalmente), pero, en el fondo, todas funcionan a partir de la disciplina en sí misma, la forma en que la práctica transforma a los sujetos, moldea sus cuerpos y afecta su espíritu. Ya Loïc Waqcuant narraba las vivencias de los boxeadores como una suerte de compromiso monástico, una vida que negaba los placeres, que se entregaba al deporte y que exigía una suerte de ascetismo permanente. El ring, entonces, puede verse como un espacio ritual, incluso un escenario religioso, que permite (u obstruye) la redención. No parece coincidencia, entonces, que numerosos filmes de boxeo tengan un peculiar trasfondo religioso: podemos nombrar, sin ir más lejos, la búsqueda de perdón (y eterno camino de culpa) de Jake La Motta en Raging Bull (1980) de Scorsese, o la vinculación filial (e ideas de fraternidad) en The Fighter (2011), de David O’ Russell. Y es exactamente el mismo espíritu en conflicto que le da vida a Million Dollar Baby.

Million Dollar Baby tiene a tres personajes en búsqueda de la redención ante los pecados cometidos, tres personajes como una vinculación completamente distinta a la fe y sus caminos, pero atados por la misma consagración. Uno de ellos, el que más reza, es probablemente el que menos fe tiene. Frankie Dunn asiste piadosamente a misa a diario, esperando alguna suerte de mensaje divino, quizás el acercamiento de su hija, de quien no sabe nada hace años. La vida de Frankie es particularmente metódica e intransigente. Entrena a algunos boxeadores mediocres, rige el gimnasio como un espacio de eterno silencio, alterna entre el ring y la iglesia, casi sin dirigirle palabra al resto. Clint Eastwood elige hacer de Frank a partir de gestos cuidadosos y un leve juego de miradas, cuyo dolor se fija en la expresión cansada de su rostro y en la rigidez de sus manos, fijas en frente, en posición de rezo. Dado que Frankie no narra la historia -y tampoco es, en términos estrictos- el protagonista-, lo que hace que su presencia, y su enigma, se intensifiquen, casi como un alma penitente, fantasmagórica, que se entiende mejor a través de otros.

Maggie Fitzgerald, boxeadora amateur, es el segundo personaje cuya fe es puesta a prueba en el film. En evidente contraste con Frankie, Maggie funciona aunada por su convicción, a pesar de lo difícil de su camino. Mujer pobre, solitaria, en sus treinta, abandonada por su familia, con un trabajo de medio tiempo y un pequeño apartamento alquilado, es evidente que Maggie encuentra en la disciplina una suerte de camino de vida, que reemplaza las creencias en el amor o la familia. El conflicto entre Maggie y Frankie es evidente desde el inicio, dado que, según lo que percibe Frankie, la historia de vida de Maggie la hace lo opuesto a la candidata ideal para el boxeo. Donde ella ve compromiso, él ve dependencia. Donde ella ve consagración y fe, él ve un causal de condena y decepción. Maggie representa la fe sin condiciones: se ha entregado al boxeo sin quisiera saber si puede hacerlo bien. Preocupan su particular optimismo y la ausencia de angustias, la capacidad de soporte ante las consecuencias de su entrenamiento, la búsqueda del triunfo ante las injusticias de su camino. No sé si el film llega a martirizarla, pero seguro se queda cerca.

El tercer personaje, quizás el más interesante, parece estar en la liminalidad de la fe, en una suerte de creencia inconclusa: Eddie “Scrap Iron” Dupris, antiguo boxeador que ahora es el segundo al mando en el gimnasio de Frankie. Su rol en el film es difícil de clasificar: si bien parece la voz de la razón de Frankie, es, en ocasiones, el personaje más afectado por la impotencia de sus limitaciones. Dupris es el boxeo después del boxeo: un personaje que se resiste al retiro, que pone a prueba su cuerpo, que se aferra al pasado a partir del presente. En una interesante trama secundaria, Dupris se preocupa por entrenar a “Danger” un débil flacucho que claramente no sirve para el boxeo, quizás como si dos cuerpos tullidos pudieran equiparar a uno sano. Dupris representa la bondad, limitada y contradictoria, pero aún existente, y así, siguiendo la estructura tradicional de la historia, es la voz autorizada (porque es la más honesta) para narrar lo que sucede a su alrededor.

Durante sus dos primeros actos, Million Dollar Baby funciona a partir de la intimidad de los personajes. Eastwood prefiere una puesta en escena sobria y metódica, algo rígida con la narración y la narrativa, confiando en la voz en off de Morgan Freeman, sus propios tonos de guitarra y las viñetas entre Frankie y Maggie. Hillary Swank convence y muy bien en el rol de Maggie, porque tiene una facilidad para siempre parecer entusiasta, incluso frente a enormes adversidades, como si no fuera consciente de lo que le sucede, lo cual hace que su personaje sea un más trágico. Eastwood, sin caer en la autoparodia de filmes anteriores, deja notar algo de vulnerabilidad frente a las pretensiones de Maggie, una suerte de forzoso vínculo fraterno, que solo aumenta con el tiempo. Freeman deja todo en su voz y su mirada confundida. Eastwood filma como de costumbre, con los colores poco saturados, perdiéndose en una paleta gris, casi atemporal; filma con una cámara estática, mucho más funcional que inventiva; filma desde la nostalgia, pero sin decirnos por qué.

Quizás la mejor prueba de que el film funciona desde una mirada religiosa es el giro en el tercer acto. Maggie queda parapléjica luego de un accidente en el ring, y no parece que pueda volver a recuperar la movilidad. Pensemos en la forma en que Eastwood prepara esta revelación. El filme, hasta el momento, sigue una estructura narrativa tradicional, que prioriza el camino de la heroína ante numerosas pruebas, cerrando su historia en el enfrentamiento final. Este enfrentamiento, enmarcado en la pelea con “la Osa”, luchadora rusa, acaba abruptamente cuando, en un mal gesto de la luchadora, Maggie es derribada y cae sobre un banquillo que alguien dejó abandonado sobre el ring. La mirada desencajada de Frankie lo dice todo. Es de esos errores de apenas unos segundos, o una fracción de segundo, acciones evitables y sin mucho riesgo, instantes que, en cualquier otra vida, no tendrían mayor significado. Pero en este caso, un banquillo sobre el ring es la condena final de Maggie, periendo lo único que quería tener para siempre. Dado el carácter arbitrario de este suceso, y cómo se filma, no puede sino parecernos profético, funesto.

Quizás se trate de una suerte de símil con esas parábolas – y no solamente católicas- que vinculan el camino del piadoso con un continuo de padecimientos y pruebas de fe. Si el Santo Job vio morir a toda su familia a pesar de regocijarse en su fe, aquí Maggie debe aceptar que, por más que su vida ha sido consagrada al boxeo -y a hacer el bien- la providencia le ha castigado más que a nadie. La cúspide de la fe de Maggie llega junto a su debacle. Aquí la cámara se va alejando cada vez más de Maggie (que apenas puede proferir palabras, postrada en cámara) y vuelve a pinchar a Frank, y su creciente desencanto con la poca fe que le queda. Lo que había sido motivo de regocijo (la aparición de una pupila abocada a la disciplina y espiritualmente comprometida con el boxeo) se ha convertido en su principal condena. Frankie transita en silencio por los pasillos del hospital, mientras ve cómo la vida de Maggie se va consumiendo mucho más rápido que la suya.

Es curioso -o quizás no tanto- que un film tan marcadamente católico sea un fiel defensor de la eutanasia. Las escenas en el hospital son difíciles de ver, ya que narran con mucho detalle el constante decaimiento de Maggie, la condena de estar atrapada en un cuerpo que ya no se siente suyo. Frankie no duda en asumir el sacrificio por Maggie. Su vida se ha basado en ver a otros perder agencia sobre su cuerpo, sacrificar cada parte física, incluso lo espiritual, de tantos con los mismos sueños. Es curioso que el de menos fe sea el que decida asumir la condena. Es poco claro lo que pasa por la cabeza de Frankie al decidir la eutanasia de Maggie, sobre todo cuando, mientras más se enferma ella, más aumenta su silencio. La historia cierra, entonces, con Frankie buscando respuestas ante sus acciones. Maggie queda casi como mártir, Quizás el film pudo haber hecho algo más por conocerla un poco más a fondo, aunque no hay que olvidar que es la Maggie vista a través de dos filtros: la narración de Dupris y la culpa de Frankie. Esa es la Maggie que conocemos y para bien.

La dedicación monástica de Maggie, la eterna espera de Frankie y la fe consolidada de Dupris se materializan en el box, ritual en el que se permiten -y se entrecruzan- la extrema devoción y la verdadera violencia, el cuerpo en conjunción con el espíritu, la tragedia que se resignifica, una y otra vez. Clint Eastwood y Paul Haggis cierran su guion con el fin de la carta de Dupris a la hija de Frankie. Otra vez, el ciclo de fe, dentro y fuera del cuadrilátero.

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Anselmi

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