Amor filial, una vez más – Petite Maman (2021)

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Petite Maman defiende el poder curativo del cine, como la prueba que la imagen móvil puede ser un filtro necesario para concebir el dolor y la pérdida. La gentil propuesta de Céline Sciamma -totalmente contraria a su Retrato de una mujer en llamas (2019)- funciona como un epitafio muy personal a las mujeres que la criaron, vinculando cuidadosamente la pérdida y la amistad en una pequeña pieza de ficción. Es un film de otoño y melancolía, de lo que está más allá de las palabras. Celebra, a su modo, la importancia del afecto, el círculo de la vida y la emotividad, la posibilidad de recrear en un otro nuevo lo que se sintió con quien ya no está presente, para que los lazos se mantengan en el tiempo.

La historia se resume de tal manera en que parece demasiado simple para su propio bien, aunque puede que eso no sea necesariamente malo. Lo importante es que una historia que se filma desde el punto de vista de Nelly, una niña de ocho años que acaba de perder a su abuela. Junto a sus padres, Nelly viaja a casa de su abuela, donde empiezan a vaciar estantes y cajones. Marion, la madre de Nelly, se mantiene en silencio. Cuando ella se va, Nelly deambula por la casa y el bosque cercano. Allí conoce a una niña, también de ocho años de edad, que se parece a ella. Pronto se dará cuenta de que la niña es la misma Marion, su madre, y que puede ir desde el pasado hasta el presente sin siquiera intentarlo.

El film se extiende en describir el poder del juego y el intercambio de roles, desde la perspectiva infantil, temas que parecen haber sido minusvalorados por el cine. Por supuesto, hay excepciones: Cría Cuervos (1975), de Saura, una bellísima introspección de la vida durante el fascismo bajo el prisma de una niña y su soledad; La esquiva (2003) y los juegos teatrales que asumen los chicos de la periferia parisina, y así otro par, pero no más. Por supuesto, el juego de rol es esencial para que un niño comprenda y reproduzca las condiciones del mundo que le rodea. Mediante los roles y simulaciones, los niños desarrollan empatía y atención al otro, adquieren consciencia sobre otras mentes y, por tanto, sobre la suyas. Petite Maman se construye a partir de estas acciones.

Marion y Nelly se conocen jugando. Su lazo se refuerza a partir de los diferentes roles que asumen en espacios controlados, y, por tanto, seguros. La relación madre-hija que mantienen, además, parece funcionar solo a partir de una serie de reglas implícitas, mediadas en cada espacio de juego. Con estas reglas entienden su mundo y crean otros. No sabemos si lo que experimenta Nelly es real o solo un producto de su imaginación: la propuesta de Sciamma impide que tengamos una respuesta concluyente, ya que niega las distancias entre verdad y ficción. Podrían ser ambas. En cualquier caso, Nelly crea un mundo propio para darle sentido a la pérdida y el duelo, ya estos no son concebibles en el mundo que ella conoce. Su relación con Marion es una ficción de inicio a fin, pero es una ficción honesta, construida con afecto y comprensión, a partir de la confianza mutua, que no puede entenderse desde las reglas comunes del tiempo y del espacio.

Creo que aquí importa una discusión sobre la identidad y el tipo de identificación entre padres e hijos. ¿Quién es nuestra madre cuando crecemos, sino una versión diferente de uno mismo? Aunque técnicamente la niña Marion es Marion, no es la mamá de Nelly todavía. Este conflicto de identidad irónicamente ayuda a que Nelly entienda mejor la situación, prestando más atención a cómo sufre su madre. Nelly, como la audiencia, ven que Marion también puede sufrir, reconoce el dolor en otros. Al ver a su madre como ella -y entender el tipo de vínculo que les rodea- Nelly por fin puede decirle lo que no puede decir una vez que ella encarna su cuerpo adulto.

Petite Maman está concebida desde el particular enfoque de Sciamma, lo que implica una constante indagación en las emociones de los personajes, que casi nunca se filma con diálogo y que depende de gestos y movimientos, que logra su análisis a partir de un cuidadoso trabajo de imagen. Es este caso, como un regreso a películas como Tomboy (2011), la directora opta por filmar desde lo mínimo, a partir de una selección muy restringida de planos y cortes, lo que permite que se sienta la espontaneidad en los personajes y una suerte de narrativa impromptu, que depende más de una serie de viñetas emocionales que un guion definitivo y coherente. Funciona, en buena medida, porque Sciamma deja que las jóvenes actrices se comporten como son. A veces la actuación parece algo ingenua o simplona, pero esto es más una virtud que un problema. Con este estilo, nos olvidamos de las maniobras emocionales de la historia y nos concentramos en las niñas, lo que quieren decir y cómo lo dicen, por qué dicen eso y no otra cosa.

Las pistas visuales son importantes, sobre todo cuando el film depende mucho más de ellas que de conflicto o diálogo. La fortaleza que Nelly y Marion construyen parece simbolizar la forma en que nuestras relaciones amorosas pueden fungir como una coraza ante el dolor, pero, de la misma forma, puede simbolizar como tendemos a enclaustrarnos en nuestro duelo y alejarnos del resto, justo como lo hace la Marion adulta.

Hay algo de magicorrealista en Petite Maman, en la medida en que los elementos fantásticos parecen cohabitar naturalmente la realidad y la racionalidad. La transición entre pasado y presente se da sin ninguna ceremonia, casi sin esfuerzo, lo que hace que los elementos de fantasía se comprendan de forma mucho más orgánica, como algo elemental en nuestra cultura y creencias. Tiene sentido, si es común que, cuando perdemos a alguien, es probable que lo “veamos” en la calle o en nuestra casa. Puede que Nelly esté proyectando su pérdida en la imagen de la niña Marion, pero puede que no. Lo que hace que el film funcione es que no es importante. Estamos explorando un mundo nuevo como lo hace Nelly. Ayuda que el mundo sea tan bello.

Sciamma es, dentro de todo, una directora de mujeres, en el sentido en que ella examina astutamente -y hasta deconstruye- la feminidad, o la ilusión de esta, en esferas muy diversas. En este caso, Sciamma lidia con la maternidad y sus exigencias, así como el valor de la amistad femenina. En el film, ser madre se ve como algo particularmente difícil, especialmente en momentos impredecibles (y sin guion que los maneje) como perder a la abuela. Así, el rol de Marion niña parece vincularse con la enseñanza, especialmente en el manejo responsable de las emociones, como lo haría una madre con su hija. Su presencia nos recuerda los límites del amor y la preocupación, dado que la Marion adulta -y con razón- no puede ser ese soporte.

Pienso en Petite Maman y su cierre, e inevitablemente vuelvo a When Marnie Was There (2014), infravalorada película del estudio Ghibli, donde una abuela también trasciende el espacio-tiempo para despedirse de su nieta, una niña triste y solitaria. Ambos filmes celebran la naturaleza inmarcesible del cuidado y el afecto, que puede tomar miles de formas distintas y trascender nuestro sentido de la realidad. Agradezco que Céline Sciamma haya tomado esta lección y el haya hecho suya: tan esclarecedora, tan bella.

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Anselmi

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