Una mujer fantástica se abre camino como un cuento corto sobre la identidad sexual, el luto y la rebeldía: rebeldía ante una sociedad insensible; rebeldía ante pasiones desordenadas, pero necesarias; rebeldía ante el dolor de la pérdida. Como todo cuento corto, se trata de un retazo cualquiera de vida y rutina, pero que, por las maquinaciones de la narrativa, parece único e impresionante. A veces excesiva y casi siempre memorable, la puesta en escena de Sebastián Lelio apela tanto al corazón como al cerebro:no ofrece respuestas sencillas a los conflictos que expone, pero, aún así, ofrece una necesaria dosis de esperanza.
Marina no es un personaje sencillo. Se muestra como una mujer fuerte e independiente, pero, aun así, se deja consentir por Orlando, afable y acomodado empresario, quien ha quedado prendido de ella. Cuando Orlando muere repentinamente, Marina quiere verse segura frente a la homofóbica familia de este —quienes no toleran que Orlando se haya enamorado de una mujer trans—, pero no puede evitar sentirse frágil y vacía. Incluso la presencia de Gabo, el hermano de Orlando, sujeto bonachón y atraído por ella, le genera rechazo: no quiere tener cerca a nadie, incluso a quienes se preocupan por su bienestar. Quiere despedir a Orlando en paz, pero no puede, más que nada, por la presión de la investigación policial, torpe y anticuada, que quiere involucrarla en el asunto.
La película de Sebastián Lelio avanza sin rumbo fijo, sin guía aparente. Quiere retratar a Marina en su estado natural, y ello implica no comprometerse con la forzosa linealidad de una historia fácil. Aquí importan los detalles, las pequeñas acciones en torno a la muerte y luto de alguien querido, con todos los trámites burocráticos, despedidas ilusorias y momentos incómodos que se esperan. Aun así, los detalles siempre giran alrededor de Marina. Es a través de ella y su dolor que la historia cobra sentido. El film la hace aparentemente inocente, dispuesta a soportar el rechazo del resto, todo, sin perder su agencia. El trabajo visual del film depende en buena medida de ella: de sus miradas, su lejanía, sus sueños.
Las escenas de corte más onírico, que rompen con el realismo del film, parecen cumplir diversos propósitos. Por un lado, parecen implicar una necesaria introspección en la mente de Marina: así como cualquiera divaga y sueña de día —un sueño por un futuro mejor—, Marina se imagina el espectáculo, el mundo mejor donde ella es protagonista. Irónicamente, un acto tan personal e imaginativo parece ser muy cercano con la audiencia. Por otro lado, las escenas sirven para potenciar la estética del filme: desarrollan el talento de Daniela Vega, quien danza libremente por la pantalla y se deja llevar por la pretensión musical de Lelio. Por supuesto, para un personaje como Marina —criada en el mundo del espectáculo—, ser parte del show es ser libre: implica la aceptación de la audiencia y, con ella, la de sí misma. El espectáculo es un espacio seguro.
Hay quizás una tercera razón, que inspira el contraste. Las escenas cotidianas, marcadas por las acciones rutinarias de Marina, necesitan algo de caos, algo que se les contraponga de forma directa y memorable. No es coincidencia que la gran mayoría de películas trans —pensemos en Priscilla (1994), Hedwig (2001) o Rocky Horror (1975)— incluyan escenas bombásticas, multicolor, cargadas de maquillaje, peluquines y demás facilidades para el show. Lelio recoge la estética kitsch y el exceso y los impone en un contexto urbano, medio artificial, pero no por eso menos necesario. Quizás el mundo trans deba ser colorinche, pero no de forma estereotípica, sino con base en la historia específica que se quiere relatar.
La identidad del film, más allá de los visual, está compuesta por una serie de preguntas. ¿Qué implica ser queer en América Latina? ¿Hay acaso una forma “oficial”? Las contradicciones se aprecian a flor de piel. Para Marina, por supuesto, se trata de una convicción: nada ceremoniosa, poco formal, menos trágica. Simplemente es lo que es. Es queer al levantarse e ir al trabajo. Es queer sin importar con quién se acuesta en la noche. Es queer al verse al espejo. Se trata de los lugares comunes: el amor por los seres queridos, la forma en qué uno se comporta frente al resto. Marina se presenta sin excentricidades, sin verse como el fish out of water. Seguro por eso lamentamos conocer tan poco de Orlando: parece ser quien ve a Marina cómo es, pero de él —y de su relación— sabemos muy poco. ¿Acaso Orlando deja todo por Marina como un acto de rebeldía frente a su familia? No podemos saberlo. No nos convence del todo. La duda permanece. Quizás sea una forma de capturar el misterio.
La identidad también es rechazo. En el filme de Lelio, por ejemplo, la discriminación no es latente ni caricaturesca, sino un acto cotidiano, de pequeñas omisiones y preguntas incorrectas. En el centro policial, cada pequeña acción parece negar la identidad de Marina: desde el registro hasta el desnudo público, pasando por la mirada curiosa de los policías. La familia de Orlando tampoco parece convencida de su identidad: la llaman por un nombre incorrecto, le dirigen miradas y, a ratos, utilizan el humor como un arma filosa, una forma de humillarla y sentirse “hombrecitos” al hacerlo. Las dudas, por supuesto, se traslapan a Marina. El film muestra su vulneración, pero sin encasillarla como víctima. Tengamos en cuenta que Marina no representa un paradigma “promedio”. Tiene una carrera profesional. Tiene contactos en zonas privilegiadas. Su novio era millonario. Esa mirada, por supuesto, no es del todo representativa. No por eso deja de ser honesta y valiosa.
La identidad, entonces, es la unión entre la experiencia subjetiva y el discurso colectivo, impuesto de forma constante. Lo subjetivo, sin embargo, parece imponerse, y para bien. Y ello depende de la actuación. El trabajo de Daniela Vega es clave: es una interpretación genuina y muy humana, poco estilizada, sin melodrama ni momentos salidos de lo común. A ratos, parece que vemos una pieza de docuficción, hecha a su medida. La falta de una historia demasiado elaborada se compensa —y mejora— con la interpretación de Vega: con su canto, con su voz serena frente a la desesperación, con la mirada de confusión frente al inminente caos que es su vida. Vega nos convence y nos acerca.
El cierre de Una mujer fantástica funciona casi como parábola, como encuentro paradigmático de distintas emociones que parecen entrelazarse de forma precisa. El dolor de Marina por fin responde a la muerte de Orlando y no a las presiones del resto: puede guardarle luto a su manera, en paz. Tal proceso lleva a la aceptación: aceptar genuinamente que, como siempre, Marina está para valerse por sí misma, que no podrá depender de idilios de terceros. Necesitaba estar segura de quien era, darse el espacio para confrontar al resto y con ello a sí misma. Quizás por eso regresa al canto. A diferencia de las artificiosas escenas que vimos anteriormente, definidas por el arquetipo, este es un show propio de su protagonista, genuino y bastante especial. Este es el hábitat natural de Marina. De esa manera, por una vez, parece libre.
A lo largo de la película ha exigido que le devuelvan al perro, que no es sino una alegoría de la validación que, luego de perder a Orlando, parece haberse perdido momentáneamente. Tiene sentido: el perro es lo único que le ata a Orlando, a esa pequeña parte de su vida que le da confianza. Es el paso que necesita para volver al escenario. Para volver a ser.
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