Es bastante sencillo. Dentro de aquel extraño universo en el conviven todos los films de Woody Allen —el de quisquillosos intelectuales, mujeres impredecibles y neuróticos de poca monta— habita una forma de hacer cine. Un cine rápido, de conflictos enrevesados y en el fondo irrelevantes, de discursos atolondrados por la calle, de días de lluvia y amores de medio día. A rainy day in New York, para nuestra buena suerte, es todo eso, con un twist: mantiene la estética moderna, esa relación con la cultura hípster y el pop moderno (¡sale Selena Gómez!) conjugadas con esa trivialidad de Allen que, a su forma, tanto bien le ha hecho al cine contemporáneo.
Todo comienza, por supuesto, con una conversación. Tras un breve prefacio, Gatsby y su novia, Ashleigh, en camino a New York: Gatsby quiere reencontrarse con su hogar, mientras que Ashleigh, una chica de Arizona, busca conseguir una entrevista con Roland Polland (¿Roman Polanski?), un atormentado cineasta a punto de estrenar una película nueva. Gatsby tiene bien planeado todo el fin de semana: museos, reservaciones en restaurantes y bares de hotel caros, música en vivo. Sin embargo, y por cosas del destino, Ashleigh se toma bastante tiempo en la entrevista, lo que la introduce en el extraño mundo artístico de la ciudad. Mientras tanto, desvariado y confundido, Gatsby deambula por las calles de New York, a ver si puede hallar su verdadera esencia en aquellas extrañas tribulaciones citadinas.
Lo que sorprende de la nueva película de Woody Allen es la necesidad de incluir cada detalle que ha hecho de su cine un sello distintivo. Puede que, a la larga, estemos ante su meta-película: un film que discute abiertamente los aristas —nos gusten o no— que hacen de una película de Allen lo que es. Un film de jugarretas, seguro. Hay, por supuesto, un triángulo amoroso, o relaciones geométricas que se desvelan conforme avanza la historia. Hay, para nuestra buena suerte, referencias constantes al cine: un plató, un director que busca la redención, un galán de cine. Y, por si fuera poco, tenemos los arquetipos de siempre: adolescentes afanados con la literatura pesada y la generación beat, mujeres dispuestas a triunfar en el mundo de la fama, tristes neoyorquinos que buscan salvar sus matrimonios, una clase alta que se resbala con cada fractura en su delicada fachada social. Algo, sin embargo, se siente muy nuevo. Tal vez sea el regreso de Allen luego de años a la gran manzana, o la presencia de un cast juvenil totalmente renovado. Aunque la razón de fondo quizás esté en el exceso. Constantemente, Woody parece haberles puesto freno a esos exabruptos narrativos de su cine setentero. Aquí no hay censura. Los diálogos son complejos, llenos de referencias, poco creíbles. Los arquetipos rozan lo paródico. La presencia de museos, cafés y bares es sorpresiva. Hay desorden, desborde.
Nos quedamos, entonces, con la idea del pastiche: hilar distintas historias pequeñas, o atisbos de historias, dentro de una sola. Ningún espectador razonable se creería que tal grado de desventuras podrían suceder en torno a un solo día, pero, aun así, hacemos el intento. Los sketches, por supuesto, van en torno a lo mismo: personas demasiado acomodadas que necesitan inventar preocupaciones —la risa incómoda de su mujer, la salida con una prostituta, los detalles técnicos de una película— para satisfacer sus neurosis, su anhelo de conflicto. Nos gusta ese exceso. Nos gusta vernos atolondrados escena a escena, conocer y desconocer personajes. Las mini historias que abordan en este día lluvioso funcionan como un compendio de relatos cómicos —algo a lo que Allen no es ajeno— que mantienen, en el fondo, una sola razón de ser: homenajear, a su estilo, a ese pueblo de millones de personas que le definió.
Ya habíamos hablado —por ejemplo, al entender Midnight in Paris— que el Woody Allen contemporáneo hace un cine urbanista, un estilo que interviene la ciudad y que cuenta su historia a través de los espacios y las historias asociadas a estos. La trama ya no es guion, sino mapa. Con A rainy day… sin embargo la cuestión no son los espacios como sí las experiencias. Verdaderamente, la ciudad tiene su propia agenda: ata y desarma a los dos protagonistas, los fuerza a someterse a una serie de tribulaciones impensadas, a probar lo nuevo, lo prohibido. Es cosa de Woody: adiestrar a su audiencia para que espere sorpresas cada cinco minutos de metraje. Ojo, no toda revelación suena igual de relevante, y a veces tanto cambio se hace forzado. Eso, sin embargo, no arruina el paseo.
Lo que diferencia este film a otras exploraciones urbanas (To Rome with Love o la propia Midnight…) es el uso de un humor ágil y despierto, tirando al absurdo, pero, eso sí, manteniendo la seriedad de los personajes y de sus intenciones. En Rome, por ejemplo, Allen peca de bufonería: las historias nos parecen insípidas y desgastantes porque, a la larga, sus protagonistas no nos importan. Aquí, es todo lo contrario: tanto Gatsby como Ashleigh se enfrentan a problemáticas que, en cualquier escenario, son las mismas de todo millenial o generación Z: crisis de identidad, desapego familiar, necesidad de validación, búsqueda de reconocimiento, egoísmo. Lo cómico, por supuesto, está en que nuestro héroes —como el resto de coral elenco— siguen siendo demasiado serios, siguen manteniendo las preocupaciones de intelectuales de clase alta a las que estamos acostumbrados. Demasiada seriedad da pie, por supuesto, a lo absurdo, pero, si se puede decir, a un absurdo con sentido. Ashleigh llega a un comiquísimo embrollo sexual con tal de suplir su ambición; Gatsby es capaz de escandalizar a medio Manhattan con tal de enfrentarse a su madre; Polland se dispone a sabotearlo todo con tal de probar que es un “artista atormentado”. Y la seriedad también es drama: hay cierta escena —no desprovista de risas— que incluye diálogo con una dureza propia de cualquier soap opera moderna. Drama ensalzando el humor y viceversa, ni menos. El exceso, en este caso, parece convencernos.
Pero no solo el humor destaca por su agilidad. El estilo del film, a diferencia de otros filmes del universo alleniano, tiene más de ritmo y de “coincidencias” que de coherencia y desarrollo. Es un Woody a lo Godard: saltos de una escena a otra, escenas cortísimas con personajes dispensados, encuentros “casuales” que no parecen casuales en lo absoluto, una realidad casi irreal, un New York que se siente como un plató gigante, vivaracho, con un toque de magia… Un Gatsby por Chalamet que vuelve a hacer del “Alvy Singer” de siempre, pero con un aire de juventud y arrogancia que es más de Jean Paul Belmondo que del propio Allen. Fanning, por su lado, tiene ese encanto “pueblerino” y una cierta curiosidad —tanto artística como sexual— que encaja a la perfección con las circunstancias a las que se ve sumida.
Pero no. Lo mejor no es ver un regreso a la forma para Allen (a pesar de tantos excesos), ni disfrutar una vez más del talante intelectualoide de Timotheé Chalamet, sino, irónicamente, la extraña oportunidad de ver el film en cines. Para un fan acérrimo del neoyorquino, acostumbrado religiosamente a ver su película anual y haber seguido su filmografía en seis décadas y más de cincuenta largometrajes, A rainy day… es un regalo. Es un compendio delicioso de aquellas cosillas que uno extraña ver en el cine moderno y que a Allen le sobra. Honestidad, frescura, atrevimiento. Un tipo de sensualidad recatada, un toque de dulzura. En el cierre, lo que esperamos. Dos enamorados, unidos azarosamente, que se reúnen. Cae la lluvia en New York. Es predecible. Mejor así.
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