Con Lucrecia Martel se necesita paciencia. Paciencia para esperar, de forma fervorosa, un nuevo largometraje suyo tras años de intermedio. Paciencia al fijarse en la delicada construcción de sus filmes, para entender, desde la observación y la reflexión, lo que quiere decirnos. Y la paciencia (desde el propio acto de esperar) también es una temática esencial dentro de su cine. Paciencia que, naturalmente, se hace una con la espera. Esperar y, más que nada, desear, ilusionarse. Esperar que el ideal se vuelva realidad. Así como en La Ciénaga (2001) dos mujeres esperaban escapar del opresivo sistema que las acogía, así también espera Don Diego de Zama que su traslado sea efectivo, que por una vez sea libre.
Basada en la novela de Antonio Di Benedetto, Zama cuenta una historia poco ambiciosa, lineal y parca, acerca de un hombre y su tiempo. Es la historia del marqués Don Diego, encargado de la dependencia española en Asunción, Paraguay. Allí, en medio de la selva y la humedad, Don Diego espera. Busca ser trasladado a Buenos Aires, de las mejores plazas en América, en la que pueda instalarse a voluntad. Tal cometido no es tan sencillo; las trabas burocráticas, las jerarquías que le preceden y los “salvajes” que rodean sus dominios parecen impedírselo. Con la espera, Don Diego se hace más viejo y huraño, recibiendo con hartazgo toda indicación del rey y sus allegados, siguiendo con la débil ilusión. Irónicamente, la tierra de las oportunidades se vuelve la tierra de la incertidumbre, del control y la sumisión.
Martel vuelve a destacar como una convincente creadora de espacios. Su cine es, pues, sensorial e inmersivo, definitivamente atmosférico. Los escenarios trascienden el mero telón de fondo; y se vuelven centrales su narrativa, elementos indispensables para entender a los personajes y sus tribulaciones. Ya en La Ciénaga cada pequeño detalle —el clima húmedo, los trastes apilados, las flores, los animales, las ventanas— formaban parte de un mismo cuadro en sintonía. Así funciona con Zama: la humedad de los páramos selváticos, la presencia del río (como el arquetipo de “lo no descubierto”), los enclaves virreinales que empiezan a decaer, todos conducen la historia mejor que la historia misma. Por ejemplo, Martel filma la hacienda del marqués con colores vívidos y otrora elegantes, pero con una alteración: paredes manchadas de polvo, casonas cubiertas de vegetación y caminos marcados por la tierra. La decadencia del espacio justifica la decadencia del protagonista. Esto cobra especial relevancia cuando buena parte de la película se basa justamente en observar— y a detalle— cómo Don Diego deambula por estos páramos sin rumbo. esperando.
Así, lo que resalta en Zama, ante todo, es su personaje principal, más cuando debe enfrentarse al extraño mundo que le rodea y que, años después, todavía no conoce. El trabajo de Giménez Cacho es particularmente rico en expresiones, silencios reveladores y movimientos reducidos. Martel lo ubica en la incomodidad, una rutina plagada de pequeños desaciertos, numerosas causales de locura. Don Diego cede: con su letargo —y el trabajo de vestuario y maquillaje— somos testigos de su decaimiento, de la depresión de otros tantos “nobles” de la época, la emoción que, de a pocos, despierta en él resentimiento e impotencia, olvido y desafuero. A través de este personaje, Martel bosqueja una peculiar radiografía de la situación histórica, el conflicto corona-colonia, un duelo constante por poder e identidad.
Así como el espacio, importa la construcción temporal: ese ritmo lento, inquietante, pausado, capaz de desentrañar los efectos psicológicos en Don Diego, sobre todo, con el correr de su espera. Martel hace un filme sin música ni cortes abruptos, con escenas sencillas, filmadas desde ángulos extraños y centradas en los detalles, las reacciones, antes que en las acciones en específico. Fuerza al espectador a desentrañar aquellos códigos que yacen en las expresiones de rostros, en los trajes de paño malgastados, eternos silencios. La parsimonia del filme es la parsimonia del protagonista, la quietud que lo deja intranquilo, el silencio que arroja la desidia. Aún cuando distintos sucesos amenazan la rutina de Don Diego, se mantiene el mismo tono delicado y retraído del film, lo que prolonga la inquietud y desazón.
Pero no solo es el tono. La valía visual de Martel se hace cautivadora conforme la psique del protagonista desciende en la desesperanza y la molestia. Martel filma, como ya hemos dicho, desde planos extraños, pero eso, por otro lado, no le impide crear composiciones bellísimas: al inicio, encontramos en los planos generales de haciendas y pueblecitos, la magia que radica en la simbiosis entre América y Europa, aun cuando esa belleza se ha construido en torno a la opresión. Más adelante, cuando nos acercamos al baño de sangre —la fidedigna demostración de la invasión y sus consecuencias— el rojo vívido se adueña de la pantalla, estallándole a la audiencia, lo que la mantiene en estado de trance: es un dolor bello, un sufrimiento cuya estética es admirable. En eso radica la particular dialéctica que maneja Martel: filmar bellamente lo incómodo, ya sea desde lo psicológico o lo físico y, con ello, hallar estética en lo retorcido, demostrar, pues, las contradicciones: sueño frente a la realidad. Las contradicciones de su cine y las del marqués.
Con eso, volvemos a la espera. Recordemos que, desde muchos aristas, la espera —producto de la dependencia, de la sub-jerarquización— es un albor fundamental en la historia de Latinoamérica. Así como el Coronel esperaba su pensión de la guerra civil en la epopéyica novela de García Márquez, así nuestro marqués se esfuerza por vivir una vida por la espera, con todo lo que eso conlleva. Allí viene el particular desarrollo de Lucrecia Martel, quien hace de Don Diego, para el capítulo más atrevido de su filme, un hombre que, luego de renovarse, ya no vive por la espera, sino a pesar de ella. He ahí el contraste. Cuando el marqués se lanza a lo salvaje, a lo desconocido, no podemos sino celebrar aquel atisbo de libertad que invade su carácter. Una manifestación de rebeldía contra el sistema, pero también contra el propio concepto de espera, que implica la inacción y la no agencia. Incluso cuando el filme se tiñe de sangre, el mensaje de revolución y bravura -con ecos al próximo independentismo americano- se sostiene. Zama lo comprueba.
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