Días de melancolía – Midnight in Paris (2011)

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Gil Pender recuerda. Recuerda un tiempo que nunca vivió. Se aferra a ideales romantizados hasta la hipérbole. Es, sin duda, un hombre que vive de ficciones. No son solo son las novelas que lee y relee, sino aquel espacio entre las narraciones y su realidad: Gil habita en el ideal, la leyenda; ensimismarse entre ficción y realidad Será por eso que le gusta París. París es, sin duda, una ciudad de identidades confluidas, entrecruzadas, preconcebidas, pero evidentemente inclinadas al escape. Hay de dónde escoger: la bohemia, el glamour, la nostalgia. Un poco de todo. París hace que, de alguna manera, puedas preservar el idilio. París evita que seas tú mismo.

Gil no está allí por casualidad, aunque él quisiera que fuese así. Está en París junto a su novia, Inez, con la que piensa casarse ni bien retornen a California. De arranque, sorprende las contradicciones en su amor: Gil es un hombre a la boheme, idealista y soñador, de valores progresistas y pocas preocupaciones materiales, que contrasta abiertamente con la pretensión “a la americana” de Inez, materialista, glamourosa y que, sin si quiera intentarlo, no les comprende. Quizás por escapar de la rutina en la que es sumido, Gil  deambular por París. Su sueño —como para cualquier romántico— llega a hacerse realidad por una intervención extraordinaria: En una rue solitaria, bien entrada la noche, un coche lo recoge y le presenta lo que siempre quiso vivir: París en los años 20 —literalmente—, derroche, pasión, Hemingway, Picasso y Gertrude Stein. Y, entre famosos, Adriana, misteriosa y encantadora musa de genios, que le vuelve loco y, de alguna forma, le convence de  quedarse allí por más de una noche.

¿Cómo pueden estar juntos Gil e Inez? Desde la primera escena —filmada en Giverny, casa de Monet— ya nos damos cuenta, y con detalle, que han sido construidos como polos opuestos: Inez está atrapada en la modernidad, en una vida de trajes de diseñador y perfumería cara; Gil, sin embargo, quiere huir de todo lo que le recuerde al presente. Y he ahí la gracia del filme: Gil sigue perdido y desdichado, supuestamente, porque no encaja en la época. La verdad, como el desenlance se encarga de asegurar, Gil está así porque no se ha encontrado a sí mismo.

Woody Allen ha compuesto, desde la sabiduría de cuarenta años de cine, una deliciosa fábula moderna, un decoroso pastiche para snobs y enamoradizos, una carta de amor a Europa y sus encantos (y desencantos también). Es una historia que, pretensiones aparte, destaca por su facilidad para entretener; una historia que, a su manera, engalana a una ciudad tantas veces enchapada en la memoria colectiva del cine. Allen, como en tantos otros filmes suyos, demuestra ser un cineasta urbanita, casi arquitectónico en sus pretenciones. La ciudad es, finalmente, más que un espacio cualquiera: es el Nueva Work neurótico y compungido que filma en blanco y negro con la música de Gershwin; es la Praga que yace recubierta de niebla y embrujo; es la Barcelona que, a ritmo flamenco, desata pasiones. Allen no solo filma, sino que guía: no es un turista, sino un errante que se siente en casa en todas partes. Por eso Midnight in Paris funciona bien desde el arranque. Estamos, pues, ante el París que queremos conocer. Woody parece conocerlo también. Parece saber a qué lugares llevarnos, a qué autores cita traer a la vida y, finalmente, en qué lugares es mejor amar, llorar y reír. Como si el espacio pudiese materializar las emociones mejor que los personajes.

Woody Allen cambia de ciudad, pero no de fórmula. Imprime sus sellos característicos: un guion lleno de pequeñas sorpresas y trucos, un humor intelectualoide y nervioso, un personaje principal repleto de tics y expresiones faciales y, sobre todo, mucha energía, frescura en los diálogos, en las innumerables referencias culturales. Su estilo es evidente en la música, tonadas jazz que mejoran aún más la experiencia. Cada pequeño detalle —los vestuarios de época, los decorados suntuosos, el maquillaje y los cameos— funcionan de buena manera, porque, lejos de alejarnos de los conceptos que plantea narrar el film, contribuyen a la misma melancolía y encanto de las que parte la historia.

Deberíamos pensar a Midnight in Paris como un cuento de hadas. En un cuento de hadas, los personajes son arquetípicos, surgen como exageradas distorsiones de la realidad que conocemos, representantes de una emoción, o un concepto. Aquí funciona de maravilla: desde el intelectual abstraído hasta la high class family estadounidense —republicana y aburrida—, pasando por la mujer libre de las artes, la femme adorada. Todos los arquetipos, definitivamente, ya los conocemos; aún así, queremos volver a verlos, compartir caminatas, visitas a museos, vinos. Cada personaje derrocha vida y pasión, como en cualquier buena novela. A priori, parecen superficiales. Podrían serlo: es lo que Allen prefiere. Símbolos perfectamente reconocibles: la nostalgia en Gil, la avaricia en Inez, la pedantería en Paul (amigo de la novia) y la tristeza clavada en el rostro de Adriana. Y eso, antes de conocer el otro París. No nos podemos quejar: entre la vehemencia de Hemingway, la ingenuidad de F. Scott Fitzgerald hasta esa voz de la razón que surge de Gertrude Stein, reconocemos a los personajes por lo que son, por lo que se les atribuye. Viene bien. En 94 minutos, es la mejor forma de presentar tantísimos personajes y no cansarnos por un segundo. El cuento se parece a puzzle: cada pieza, cada cameo e invitado sorpresa, solo mejora la imagen general.

Como todo cuento de hadas, debe haber una enseñanza. Es, pues, el “sueño parisino”, la nostalgia adquirida y autoimpuesta. Llegar a París —como la odisea de todo autor latinoamericano, o el escape de cualquier estadounidense— y poder ser alguien, mimetizarse con la ciudad. La moraleja es muy sencilla: no importa la época, siempre seguiremos escapando. Gil parece aprenderla a tiempo y comenzar de nuevo: dejarse de reproches, de excusas, comenzar una nueva vida. Dejar la negación (finalmente, “no se puede engañar a Ernest Hemingway”) y seguir con sus sueños.

Es un mensaje efectivo. Parece que Allen está hablándole a sí mismo, y a esa misma audiencia que piensa como él. La vida no se compone de ideales muertos, de palabras escritas cientos de años atrás. El ensimismamiento está bien a ratos, pero no es un estilo a seguir. No debería serlo. Woody Allen, antes Alvy Singer (que finalmente es un Gil de New York) ha madurado y sabe que esa pose de intelectualoide soñador tiene fecha de caducidad.

Lecciones aparte, nos quedamos con esas escenas memorables. Gil Pender entre genios surrealistas, discutiendo de amor y rinocerontes; Gil y Adriana, cruzando los iluminados escaparates parisinos; Gil e Inez en una divertida confrontación sobre Faulkner; el montaje de inicio —con Sídney Bechet de fondo—; y, sin duda, aquel cierre maravilloso, un manejo de picardía que solo pudo haber salido de un autor como Allen. Gil Pender, eternamente enamorado, ha perdido a las dos mujeres, a las dos épocas que conocía y anhelaba. Hemos agarrado tal cariño a sus manías y excentricidades, que deambulamos por París a su lado. Y allí, una vuelta de tuerca, un homenaje a las romcoms de antes, al cine screwball: el desdichado consigue una chica en el último minuto. Un personaje menor en el film. A ella, a diferencia de Inez, no le molesta caminar bajo la lluvia.

Así culmina el filme. Allen lo hace a propósito. Podría ponerse dramático si quisiera. No necesita hacerlo. Nos ha conquistado con ingenuidad, con dulzura y madurez. Bien. Solo algo nos queda claro: sí tenemos que ir a París en las próximas vacaciones, más nos vale llevar nuestro manuscrito, espacio para el vino y a Woody de guía.

Puntuación: 5 / Votos: 1

Acerca del autor

Anselmi

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