“El otro ser parecido a mí” por Ricardo Navarro

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Me acuerdo de de una tarde lluviosa y de un cigarrillo a medio acabar, de una banca de madera, rota en una de sus esquinas, y de un parque cerca al malecón en magdalena.
Tenía 12 años y acababa de mudarme. Detestaba el lugar porque no conocía a nadie, y extrañaba a mis amigos de barrio en mi antigua casa. Me sentía como todo niño se siente cuando su mundo cambia de repente, solo.
La banca en la que estaba sentado daba justo al mar, así que me quedaba viendo el horizonte mientras fumaba mi primer cigarrillo, pues pensé que sería apropiado dada la situación, pero solo había dado una “piteada” y me atragante.
Unos minutos después un hombre se sentó en la misma banca, del lado de la esquina que estaba rota. Lo que más llamó mi atención fue que usaba lentes oscuros y guantes blancos que resaltaban mucho, ya que vestía de negro, además me parecía conocerlo.
De su boca salió la palabra que yo ya estaba pensando decir: “Hola”. Yo le devolví el saludo; no le pregunté quien era ni que hacía hablándome, porque cuando conoces a alguien tan enigmático y a la vez tan familiar como aquella persona, preguntar esas cosas esta de más.

-¿No eres muy pequeño para estar fumando?- me preguntó.
– Es mi primer cigarrillo- le conteste- me acabo de mudar y…
– Y te sientes mal, así que quieres actuar como un adulto para que no te duelan estas cosas y los demás piensen que eres una persona madura- me interrumpió.

En realidad iba a decirle que quería celebrar un gran cambio con otro cambio en mi vida, que era empezar a fumar, pero lo que dijo era justo lo que en verdad sentía y no quería admitir.
Asentí con la cabeza y luego me puse a mirar el piso. Jugaba con mis pies y no decía palabra alguna. El finalmente volvió a hablarme y me dijo que no debía actuar como lo que no era, que debía disfrutar lo que era, un niño, porque sino iba a lamentarlo después.
No me gustó que me dijera eso, no tenía derecho a hacerlo; después de todo quien creía que era, no era ni mi amigo, sino un extraño. Le dije que no me molestara y que no sabía nada porque no me conocía.

-Eres aún muy joven, te gusta vestirte de negro, te acabas de mudar aquí cerca, tu antiguo colegio queda muy lejos, pero seguirás asistiendo porque insististe a tu mamá. Pero aun así te preguntas por qué, si no te cae ningún chico de tu colegio. Tienes un gatito al que tratas mejor que a tus hermanos.- me dijo sin voltear a verme.
-¡¿Qué?¡- grite y me quede mirándolo un buen rato.

Para saber que era joven no era necesario ser un genio, al igual que el hecho de que me gustara vestirme de negro; estaba vestido de negro en ese momento. Tal vez lo del colegio pudo haberlo deducido ya que un niño no quiere alejarse de sus amigos de colegio. Pero, cómo supo que no tenía amigos en el colegio, y más importante, como supo que tenía un gato.
Se levantó y, como si hubiera leído mi mente, se sacó los guantes y me mostró varias cicatrices en sus manos. “Se parecen a las tuyas”, me dijo señalando mis manos que también tenían cicatrices, pero menos que las de él. “A mi gato le gusta arañar mis manos” le dije. “Al mío también le gustaba” me dijo mientras me quito el cigarrillo de mis manos. No me molesto que me lo quitara, estaba más ocupado pensando en como sabía todo eso. Lo que me dijo de sus manos me hizo entender como supo que tenía un gato, pero… ¿cómo sabía que lo quería tanto?, tal vez se sentía identificado conmigo y le había pasado lo mismo.
Mientras seguía haciéndome esas preguntas el hombre se fue caminando y se despidió sin darse la vuelta mientras se terminaba el cigarrillo. No dije nada y me quede mirándolo, volteó su cara un momento y me dijo “Cuídate de los cuchillos niño, adiós”.
Nunca entendí lo que eso significaba hasta que a los 25 años perdí mi ojo izquierdo en una pelea con un ratero, el tipo quiso robarme y yo me defendí, quiso dispararme con arma, pero le golpeé la mano y la dejó caer, me confié tanto después de eso que no me di cuenta cuando saco un cuchillo y me atacó. No solo perdí mi plata sino mi ojo.
Una semana después del incidente volví al parque de magdalena, a esa banca rota en una esquina que daba al mar. Usaba guantes blancos para que nadie vea mis cicatrices de las manos y también lentes oscuros para cubrir mi ojo faltante.
Estaba lloviendo y mientras me acercaba vi a un niño vestido de negro sentado en la banca, con un cigarrillo en la mano y mirando al horizonte.

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