Erna von der Walde
En un cuento de Borges, el filósofo hispano-árabe Averroes está redactando cuidadosamente una refutación filosófica. Su trabajo ha de incluir un comentario a Aristóteles. Catorce siglos y una traducción de una traducción de Aristóteles median entre el comentarista y el texto. Y dos palabras: comedia y tragedia. En la cultura islámica de Averroes estas dos palabras no tienen referente. Delante de la ventana de la habitación de Averroes unos niños juegan y están representando personajes en su juego. Averroes no comprende que este juego tal vez encierre parte de la clave. Al final del relato, Borges dice que quiso contar la historia de una derrota. Imaginó diferentes empresas y finalmente se decidió por la imposible de Averroes: comprender el significado de dos términos para los cuales no existe referente. Borges dice que siente que su tarea no es menos ardua que la de Averroes mismo: tratar de imaginar este dilema del filósofo hispano-árabe a través de las mediaciones que hay entre ellos.
Este cuento me vino a la memoria cuando me propuse pensar lo que podían ser el realismo mágico y la poscolonialidad, ambos discursos sobre la otredad que considero que han tenido lugares privilegiados en la academia del así llamado Primer Mundo, en parte por haber sido suministrados por el “Otro”. En el proceso de lectura de un buen número de textos no pude menos que sentir que éstos eran términos para los cuales me faltaban los referentes. Que tal vez su significado estaba siendo representado bajo mis propias narices, pero que, por diversas razones, no se me había ocurrido nombrar esos eventos con esos nombres, como Averroes que no veía en el juego de los niños ante su ventana una posible representación del término “comedia”. De vez en cuando, también, me parecía que, una vez acuñado el término, se inventaban objetos y se acomodaban realidades: el uso de cierta terminología señala la tendencia académico-política, y sirve para poner viejos temas al día con las tendencias críticas de más prestigio.
El realismo mágico me postula serios problemas. En un volumen dedicado enteramente a este término encuentro que si bien “es cierto que los Latinoamericanistas son los primeros en haber desarrollado el concepto crítico de realismo mágico y siguen siendo las voces principales en su discusión, […] esta colección considera que el realismo mágico es una mercancía internacional. Casi como una retribución a la inversión hegemónica del capitalismo en las colonias, el realismo mágico se encuentra especialmente vivo y goza de buena salud en contextos poscoloniales y ahora está recibiendo la extensión compensatoria de su mercado a nivel mundial” (Zamora y Faris 1995: 2).
Aquí se plantea un juego de orígenes y apropiaciones. Durante más de un siglo, la literatura latinoamericana fue vista y leída desde el paradigma de la imitación. Los modelos de escritura, romanticismo, neoclacisismo, realismo, naturalismo, tenían origen en Europa y era apropiados como “ideas fuera de lugar” (Schwarz) en localidades que no presentaban las características socio-econmicas que les habían dado origen. Esta lectura determinista de las formas literarias en relación con las características socio-económicas ha sido seriamente cuestionada (Anderson, Schwarz, Sarlo, Altamirano, García Canclini). Si bien los escritores buscaron en las obras europeas sus fuentes, lo que hicieron con ellas desde sus propias culturas y al inscribirlas en proyectos que no eran los mismos que motivaron estas formas originariamente, les da otro carácter. Liberados de la marca de la imitación, de la producción de versiones degradadas, los textos pueden ser leídos ahora con una mirada distinta. Por lo tanto, dentro de esta misma lógica, un estilo que se internacionaliza fuertemente desde su marca latinoamericana puede haberse liberado de ella y hacer un recorrido propio. No le debe ninguna lealtad al origen. Sin embargo, hay diferencias. El mismo texto introductorio al volumen que he venido discutiendo señala una de ellas: “el realismo funciona de manera ideológica y hegemónica”, mientras que el realismo mágico “también funciona ideológicamente pero […] menos hegemónicamente, pues su programa no es centralizador sino excéntrico”(Ibid. 3). Las autoras no lo explicitan, pero lo que está aquí en juego son las relaciones de poder que median en la adopción de estas formas.
El realismo y las formas europeas tuvieron y tienen su fuerza hegemónica porque son parte de un proyecto de colonización y de internacionalización de la economía capitalista. Para las élites de los países incorporados al sistema, las formas simbólicas traen consigo una marca de prestigio y son, por así decirlo, inevitables. Pero no hay ninguna fuerza de ese orden que marque la acogida del realismo mágico. Más allá del lugar de prestigio que ha adquirido lo marginal, minoritario y excéntrico en el primer mundo, cabe preguntarse si el realismo mágico, como quiera que se entienda, no se presta para construcciones de la otredad que son parte de ese mismo proyecto que sostiene la lógica del capitalismo en cualquiera de sus fases; construcciones de la otredad que sean incorporables sin mayores conflictos.
Mi intención no es, sin embargo, discutir lo que se pueda estar entendiendo por realismo mágico en la academia del primer mundo, mucho menos los usos ya generalizados del término. El “realismo mágico” se ha convertido en un término ubicuo, que puede acomodarse y ajustarse según sean las necesidades. Para las mías propias, quiero discutir primero algunos aspectos de un texto de Frederic Jameson y luego de uno de Gayatri Chakravorty Spivak. Ambos me permiten reflexionar sobre las construcciones de la otredad a partir del realismo mágico: Jameson porque lo adopta, Spivak porque lo rechaza. Ambos porque lo refieren a su origen latinoamericano. El de Spivak, adicionalmente, porque lo pone en relación con otro concepto: el de poscolonialidad.
I
En Magic Realism in Film (1986a), Frederic Jameson busca señalar una diferencia fundamental en el uso nostálgico de la historia en el cine posmoderno, en contraste con el uso de la historia en tres películas que él considera pertenecientes al ámbito estético del realismo mágico. Una de las películas es polaca (Fiebre de Agnuska Holland), las otras dos latinoamericanas (una venezolana, La casa del agua y una colombiana, Cóndores no entierran todos los días -las dos películas latinoamericanas no llevan autoría). La intención explícita de Jameson es la de postular “una posible alternativa a la lógica narrativa del posmodernismo contemporáneo” (Ibid. 302) y es desde su noción del posmodernismo como “lógica cultural del capitalismo tardío” que recorta el significado de “realismo mágico”. Después de señalar las diversas definiciones del realismo mágico en la literatura latinoamericana, Jameson construye su propia definición en contraste con el realismo europeo y con la cultura posmoderna, que él considera propia del ámbito de las naciones industrializadas. Lo que caracteriza a esas tres películas como pertenecientes al estilo formal del realismo mágico serían tres rasgos: que son históricas; que en cada una de ellas el color constituye una fuente especial de placer; y que en cada una la dinámica de la narrativa ha sido reducida, concentrada y simplificada al centrarse en la violencia.(Ibid. 303). Sólo la erudición e inteligencia teórica de Jameson y su fuerte empeño en señalar que el Tercer Mundo, o el Segundo y el Tercero, son radicalmente distintos al Primero, es decir su “voluntad de otredad”, pueden convertir esos tres elementos en rasgos característicos de un estilo en particular y distinguirlo del realismo o del posmodernismo. Si bien es difícil negar que el uso de la historia en América Latina no es necesariamente nostálgico, ni puede considerarse un gesto posmoderno, ¿cómo se justifica que esta diferencia se postule en términos de realismo mágico?
Desde otro lado, el realismo mágico en las definiciones de Carpentier y García Márquez revela en el fondo una lógica que se llamaría hoy colonizada, para decirlo en términos poscoloniales. Cuando afirman que toda la realidad y toda la historia de América es mágica, cuando postulan desde ahí lo real maravilloso o el realismo mágico como el estilo con el cual se puede abordar esta realidad, cuando Carpentier afirma que la historia es más fantástica que cualquier libro de ficción, cuando García Márquez asevera que no ha inventado nada, sino que todo lo registra de la realidad circundante, cabe preguntar desde dónde se ve, entonces, la magia y lo maravilloso de esta realidad? Si es la realidad para ellos, en dónde se sitúan para postularla como mágica o maravillosa? No será desde una noción implícita de una realidad-real, no maravillosa, desencantada, que de alguna manera atribuyen al mundo moderno? Pero, ¿no es justamente desde la racionalidad moderna que se percibe la magia de esa realidad y la convierte en una realidad “otra”?
Estas preguntas son claramente retóricas. Las definiciones latinoamericanas de realismo mágico también operan desde la voluntad de postular la diferencia, la esencializan y ofrecen así el material que posibilita la mirada internacional sobre la producción artística del continente. Esta es la mirada que José Joaquín Brunner llama macondista: la que tiende a leer a América Latina desde sus productos culturales, desprovistos de contexto. La misma pretensión de convertir la literatura en el texto de la historia, en el testimonio de la realidad, permite el desanclaje. Se convierte a su manera en la gran narrativa de “lo latinoamericano” y permite desactivar el lugar y sus temporalidades. En el texto de Jameson, lo que aparece como realismo mágico parece ser más bien un producto de la lectura que posibilita el macondismo, y menos un estilo caracterizado por los rasgos de las películas que analiza. La diferencia entre el realismo mágico y la lógica posmoderna se mantiene constantemente sobre la resistencia de estas películas a caer en los clichés cinematográficos de los géneros en los que Jameson previamente las ha catalogado. Así, lo especial de Cóndores es que no repite los lugares comunes de las películas de la mafia, aunque toma algunos de sus elementos. Jameson no sitúa este relato en su contexto histórico y en consecuencia los cóndores quedan levemente insinuados como aves de rapiña que metaforizan la violencia presentada en la película. Falta el dato histórico local que informa que “cóndores” era el apelativo que se le daba, durante el período de la así llamada Violencia en Colombia, a los jefes militares que aprovechaban la confusión política para matar campesinos y apoderarse de sus tierras. Este nombre está asociado a la rapiña, pero la connotación es más fuerte y ocupa campos de significado político y lingüístico que se diluyen cuando la comparación se hace con películas de gangsters y mafiosos. Esta falta de información es la que, a pesar de que aparezcan ametralladoras y limosinas o que el período histórico sean los años 50 del siglo XX, permite a Jameson afirmar que esta película junto, con las otras, se sitúa en un pasado remoto y no tiene nada que ver con reescrituras generacionales. Así mismo, al situarla en el género de películas de la mafia, Jameson se asombra de la carencia de un marco de colectividad. Desanclada de su contexto histórico y convertida en “realismo mágico”, la película no pudo transmitir una de las más fuertes implicaciones de la violencia política: justamente la disolución de las lealtades comunitarias, la lucha cuerpo a cuerpo por la supervivencia.
El texto de Jameson es significativo por sus esfuerzos de marcar la diferencia. Es notorio que, tanto en este artículo como en Third World Literature in the Era of Multinational Capitalism (1986b), el autor señala que lo que puede parecer rudimentario y de baja calidad para el espectador o lector del Primer Mundo se debe en parte a las condiciones de producción de textos y películas en el Tercer Mundo, pero también puede leerse como una propuesta estética de la precariedad. Sus textos construyen un lector y espectador primermundista refinado y sofisticado, a quien hay que explicarle un poco cómo es ese “Tercer Mundo” para que pueda apreciar sus productos simbólicos. Así, por ejemplo, cuando afirma que “como lectores occidentales cuyos gustos (y mucho más) han sido formados por nuestro propio modernismo, una novela popular o de realismo social del tercer mundo tiende a parecernos, aunque no de inmediato, como si ya la hubiéramos leído. Sentimos, entre nosotros y este texto ajeno (alien), la presencia de otro lector, del lector Otro, para quien un relato, que nos parece a nosotros convencional o ingenuo, tiene una frescura de información y un interés social que nosotros no podemos compartir” (1986b: 66) Difícilmente podrá postularse la otredad en términos más claros. Los lectores de Juan Rulfo y Lezama Lima, de García Márquez y de Borges en el Primer Mundo, por lo visto, tienen que hacer un esfuerzo consciente para no abandonar estas ingenuas y simples narrativas en favor de sus habituales lecturas sofisticadas. En cambio, los lectores del Tercer Mundo las leemos con avidez, desconocedores de los niveles de sofisticación del Primer Mundo.
Este tipo de afirmaciones construye unos espacios culturales cerrados, inconmensurables, que no se tocan. El lector del Primer Mundo y ese lector “Otro” parecen habitar mundos distintos. Aquí salta a la vista la ironía de llamar “Mundo” a las distintas partes de la construcción geopolítica del globo: un teórico tan lúcido como Jameson convierte a cada una en un planeta. La idea de que la cultura moderna, la posmoderna, el capitalismo y demás se circunscribe a la experiencia del Primer Mundo, no le permite ver en qué medida el así llamado Tercer Mundo es función de todo esto. Dentro de esta misma “voluntad de otredad” se inscribe la afirmación de que “todos los textos del Tercer Mundo son necesariamente […] alegóricos, y de manera muy específica: han de ser leídos como lo que llamaré alegorías nacionales, aun cuando, o tal vez debería decir, sobre todo cuando sus formas se desarrollan a partir de maquinarias de representación prominentemente europeas, tal como la novela”. (Ibid. 69) Ante la especificidad cultural y geográfica de la forma “novela” nos vemos de nuevo lanzados al paradigma del préstamo y la copia para interpretar la literatura del Tercer Mundo. Pero Jameson también inscribe la gestación de la forma en un contexto socio-económico y cultural específico, de tal manera que trasladar la forma novela a un contexto que no reúne las mismas condiciones del que la “originó” (separación radical entre lo privado y lo público, entre lo poético y lo político, entre el inconsciente y el mundo de las clases sociales, entre la economía y el poder secular) tiene que producir necesariamente algo que debe leerse de manera distinta. Aquí lo que parece estar en juego es una confusión entre el producto cultural y la forma de leerse, entre declarar que los textos mismos son alegóricos y luego que deben ser leídos como alegorías nacionales.
También habrá que entrar a preguntarse qué es el “Tercer Mundo”. Pues lo que estos textos construyen es un Tercer Mundo que, si bien no es homogéneo – y Jameson es cuidadoso y señala diferencias internas -, pareciera poder comprenderse desde un sólo ángulo de lectura. En gran parte, este Tercer Mundo está construido, como bien señala Ahmad, desde la necesidad de la academia norteamericana de incorporar las literaturas producidas en otras partes del mundo y que inicialmente se clasifican como “Literatura del Tercer Mundo” (Ahmad,1992). Y el realismo mágico, cualesquiera que sean sus variaciones, va a ser una clave de lectura de largo alcance. Un realismo mágico que se va alejando cada vez más de su origen latinoamericano, a la vez que deja de lado lo que ese realismo mágico pudiera significar en otras partes del mundo.
II
El realismo mágico, apropiado como clave de lectura del Tercer Mundo en la academia del Primer Mundo, está siendo sin embargo cuestionado en la misma academia norteamericana desde otro lado: el de las teorías poscoloniales. El teórico indio Aijaz Ahmad, quien más lúcidamente ha criticado la lógica de la otredad en Jameson, considera que “lo que se conocía como “Literatura del Tercer Mundo” ha sido rebautizado como “literatura poscolonial” cuando el marco teórico imperante del nacionalismo tercermundista se ve desplazado por el del posmodernismo” (Ahmad 1992: 276). Es decir, no se trata ya más de las alegorías nacionales que lee Jameson, sino de una nueva propuesta de lectura. En términos generales, no hay una postura teórica única e incluso las críticas que se hacen a muchas posturas se hacen dentro de un marco común.
Si pudiera hacerse una definición de las teoría poscoloniales, yo diría que, ante todo, se ocupan de cuestionar las construcciones geohistóricas del Otro que han sido elaboradas desde posiciones centrales del conocimiento, y de mostrar cómo a través de estas construcciones la conciencia eurocentrista se ha ido constituyendo a sí misma como el Ser, en contraste con ese Otro. Tales construcciones están ancladas en la experiencia histórica de la colonización. “Occidente”, como constructo, surge de la relación con la construcción del “Oriente” y esta construcción deriva de la experiencia empírica de la sujeción imperial, es decir, de la subordinación del Otro. Ante la pregunta por los orígenes de la teoría poscolonial, el historiador Arif Dirlik suministra una respuesta algo insolente, pero muy significativa: “Lo poscolonial comienza cuando los intelectuales del Tercer Mundo llegan a la academia del Primer Mundo” (Dirlik 1994). Las teorías poscoloniales se encuentran inscritas en esa paradoja. Pues su cuestionamiento de las construcciones del Otro por parte de la cultura Occidental tienen su mayor fuerza en el ámbito de la academia occidental misma. Dirlik observa que su ingreso a la academia del Primer Mundo se debe en parte a que han abierto nuevas perspectivas, pero también a que las “orientaciones intelectuales que antes se consideraban marginales o subversivas han adquirido nueva respetabilidad” (Dirlik 1994).
Entre los teóricos poscoloniales, quien más se ha ocupado de pensar la tarea académica de “descolonizar” la lectura del Otro a través de la lectura de textos es Gayatri Chakravorty Spivak. Es decir, ella es también quien con mayor claridad des-cubre su lugar de enunciación. En Poststructuralism, Marginality, Postcoloniality and Value, Spivak reacciona contra la lectura, por lo visto generalizada, de tomar el realismo mágico como forma paradigmática de la producción literaria del Tercer Mundo. Su argumento es que éste es un estilo de origen latinoamericano y que “tal como lo escenifican los debates Ariel-Calibán, América Latina no ha participado de la descolonización”. Según Spivak, “el conducto formal del realismo mágico puede decirse que alegoriza, en el sentido más estricto, una configuración social y política en la que la “descolonización” no puede ser narrativizada” y considera que este estilo literario se inscribe en aquellos “gestos declarados de “descolonización” que “repiten hasta la saciedad los ritmos de la colonización con la consolidación de estilos reconocibles”(Spivak 1990).
En el argumento de Spivak se confunden varios niveles. Por un lado, está la reacción contra la “canonización” del realismo mágico como paradigma de lectura de la producción literaria del Tercer Mundo, aquella que postula Jameson. En ese sentido concuerdo con Spivak en que el realismo mágico, entendido como versión de la otredad suministrada por el Otro, al ser incorporado por la academia del Primer Mundo, desanclado de su contexto histórico y convertido en una fórmula, no logra más que ser gesto, pero, finalmente, termina formando parte de un proceso de colonización discursiva: el Tercer Mundo queda reducido a una otredad que no incomoda, con la que se puede convivir.
Pero el fenómeno del realismo mágico en el Primer Mundo tiene que ver con discursos académicos, posturas intelectuales y estrategias de mercado. Spivak no ve esto y descalifica todo el proceso de “descolonización” de América Latina, como quiera que se entienda la descolonización. En lugar de sospechar del realismo mágico por la acogida que se le da en el Primer Mundo, sospecha del por qué proviene de América Latina, y cubre toda la región con un veredicto que tiene el carácter de agenda. Esta afirmación de Spivak deja ver en claro que la idea de poscolonialidad no es estrictamente temporal y que debería entenderse más bien como una actitud ante las fuerzas coloniales, ante discursos que operan como colonizadores. Lo que incomoda en esta afirmación de Spivak es, en cierta medida, que, para usar su propia terminología, no permite que el subalterno hable. Spivak remite a un sólo aspecto del Latinoamericanismo, los debates Ariel-Calibán, para definir el proceso de descolonización. Pero también revela otro aspecto de las teorías poscoloniales: su concentración en el Orientalismo como discurso del Otro y en los imperios europeos del siglo XIX. Fernando Coronil observa que “es significativo cómo en los estudios coloniales y poscoloniales, Europa se considera equivalente a las naciones de la región noroccidental” (Coronil 1996: 54), dejando por fuera los países del sur de Europa, aun cuando fueron los pioneros del poder colonial en su versión moderna. Dice Coronil: “La asociación entre colonialismo europeo y países del norte de Europa está tan arraigada que algunos analistas identifican el colonialismo con su expresión del norte europeo, y excluyen de esta manera los primeros siglos de control español y portugués en las Américas (Ibid. 54).
Esto tiene implicaciones fuertes. Pues si se ha de adoptar la propuesta poscolonial de descolonizar, discursivamente claro está, al Tercer Mundo, los términos de lo que se entiende por “colonialismo” tienen que ser discutidos también a la luz de la experiencia colonial en las Américas. También habrá que tener en cuenta que, en términos cronológicos, casi todos los países de América Latina dejaron de ser colonias en sentido estricto hace mas de ciento cincuenta años y que los debates como el de Ariel-Calibán que menciona Spivak son parte de un proceso prolongado. Habrá que tener en cuenta, como lo hace Walter Mignolo, que remontarnos a la experiencia colonial es una tarea histórica y filológica que cubre un período histórico de 500 años. Y esto serán tan sólo algunos puntos. Estará también la tarea de “descolonizar”, por así decirlo, el realismo mágico, buscando lo que ha significado y significa para América Latina.
La tarea de las teorías poscoloniales consiste en gran parte en señalar cómo se han hecho las construcciones del Otro. Deconstruye tanto el discurso hegemónico como el de los “subalternos” en relaciones de dominación. Como paradigma de lectura es de mayor alcance que el del realismo mágico, y estando en posición de subalternidad al interior de un centro de conocimiento hegemónico como la academia norteamericana, seguramente más efectivo. Sin embargo, no basta con señalar los problemas desde el centro para realizar el proyecto descolonizador, como quiera que éste se entienda (y siempre y cuando convengamos en que hay que realizarlo). El realismo mágico que Jameson y Spivak discuten también opera en América Latina. No es tan sólo una construcción de la otredad elaborada desde el centro, sino que es incorporado como macondismo, como relato de identidad. Originado en América Latina como forma para hablar de nosotros mismos en relación, contraste u oposición a las miradas “occidentales”, el macondismo aparece para los latinoamericanos como la forma afirmativa de representar el “Otro” de los europeos y norteamericanos. Aparece como una nueva mirada que sustituye a la decimonónica, y en la que el relato que sirve de base ha sido suministrado por la propia cultura latinoamericana. Empata con los sobrantes del discurso antiutilitarista que nos postulaba más allá o más acá de la racionalidad mercantil del mundo modernizado. El macondismo arrastra rezagos de la visión telúrica de la raza, llevada a la indolencia y al desorden por una naturaleza indomable. Se apropia del gesto europeo, supuestamente enalteciéndolo, para así dar razón del atraso con respecto de los países industrializados, remitiéndolo a una cosmovisión mágica que postula sus propias leyes y se sustrae a las lecturas racionalistas. A su manera, el macondismo otorga el sello de aprobación a la mirada euro-norteamericana, y legitimidad a las divisiones geopolíticas de Primer y Tercer Mundo.
Desde los debates que hablan de la crisis de los discursos sobre la nación, de la articulación con lo global, García Canclini se pregunta si “en el desplazamiento de las monoidentidades nacionales a la multiculturalidad global, el fundamentalismo no intenta sobrevivir ahora como latinoamericanismo. Siguen existiendo […] movimientos étnicos y nacionalistas en la política que pretenden justificarse con patrimonios nacionales y simbólicos supuestamente distintivos. Pero me parece que la operación que ha logrado más verosimilitud es el fundamentalismo macondista” (García Canclini 1995: 94). Canclini ve en el macondismo la exaltación del irracionalismo y de la supuesta esencia de lo latinoamericano, fijación fundamentalista de la identidad. Tanto García Canclini como Brunner señalan, entonces, que el macondismo no es tan sólo una construcción desde donde nos leen, sino también una construcción de identidad. El macondismo se incorpora como “affirmative action” de la irracionalidad, de lo incomprensible, de lo nostálgico. Es lo que marca la diferencia, que se teluriza y sustancializa. El macondismo es lo que permite que se nos pueda leer por fuera de contexto. Es la fórmula mágica que nos sitúa, como dice Nelly Richard, “mas acá de los códigos” (Richard 1989: 24).
En Colombia, el macondismo se trenza y se confunde con la figura de García Márquez y con Cien años de soledad, que se constituyó en el texto base de la lectura macondista, pero que para los colombianos es también la obra faro de la literatura nacional. Esto hace que el macondismo se adapte camaleónicamente como nacionalismo, tal vez la única forma de éste que ha tenido el país, y como un posible Latinoamericanismo. Un Latino-americanismo, diría yo, con los mismos rasgos que García Canclini le atribuye, pero con otros matices de lectura. Quiero leer el macondismo en Colombia desde algunos contextos. La forma peculiar como el macondismo allana los desencuentros entre tradición y modernidad, pasado y presente, mito y realidad, se ha encontrado con la “subcultura del narcotráfico”, caracterizada por fuertes alianzas familiares, machismo, culto a la madre, religiosidad supersticiosa y violencia. Se instrumentaliza como opacamiento de la memoria histórica, explicando la violencia desde el mito. Convive con la religión, allana el desencuentro entre la racionalidad tecnológica de la violencia y la irracionalidad de su uso. El macondismo se inscribe en la lógica dualista y exclusivista que opera en Colombia desde el bipartidismo político y atraviesa todas las instancias de lo social. Así, gran parte de la racionalidad moderna queda excluida y señalada como “no pertinente”, efectivamente en la línea de Jameson, es decir, como algo que es propio de la cultura europea pero no incorporable a la realidad maravillosa o mágica de Latinoamérica.
No puede atribuírsele el macondismo necesariamente a la obra de García Márquez. De hecho, ésta ha sufrido en parte las consecuencias de la lectura macondista cuando se reduce la complejidad narrativa de la obra a la fórmula del realismo mágico. Hay un problema interpretativo serio cuando se lee de la misma manera el pasaje que narra cómo la gente de Macondo acepta la versión oficial de la matanza de las bananeras, que niega que haya sucedido, y el pasaje que cuenta cómo se indigna ante la “mentira” del cine. No son los mismos órdenes de verdad, y tampoco corresponden a los mismas épocas en la temporalidad de la novela. Sin embargo, la operación que posibilita estas lecturas de Cien años de soledad tiene que ver de alguna manera con que no está escrita desde un lugar único; que su lugar de enunciación no es estrictamente Colombia. La utopía política que atraviesa la obra construye un espacio “latinoamericano”. La vaguedad histórica y geográfica permite las lecturas alegóricas, las apropiaciones y adaptaciones. De alguna manera, Cien años de soledad no transcurre en ningún lugar específico y puede, así, transcurrir en casi cualquier lugar. Su renuncia a fijar un lugar de enunciación la hace ubicua, traducible y trasladable. Se construye, sin embargo, con elementos del Caribe colombiano, con rasgos de la cultura colombiana, que han quedado opacados por la lectura ubicua. Trataré de reconstruirlos para señalar cómo la obra de García Márquez los elabora. Para ello me remontaré a las últimas dos décadas del siglo XIX, cuando se consolida en Colombia un proyecto hegemónico de construcción de la nación.
III
La lógica dualista excluyente, que me parece característica de la cultura colombiana, está en la base de su cultura política: en las rencillas partidistas que caracterizaron el siglo XIX. Se convierte en forma hegemónica dentro del proyecto de unificación de la nación que llevó a cabo, más efectivamente que cualquiera de sus predecesores, el proyecto de la Regeneración encabezado por Rafael Nuñez y Miguel Antonio Caro en las últimas dos décadas del siglo pasado. Sus huellas pueden percibirse aun hoy en día.
En términos generales, el proyecto político de la Regeneración, encabezado por Rafael Núñez, quiso pacificar a una nación fraccionada por su geografía y sus luchas partidistas durante el siglo XIX. En 1886, bajo la presidencia de Rafael Núñez, pero bajo la retórica de Miguel Antonio Caro, se concibió una nueva constitución para el país que lo unificaría bajo los dos elementos comunes a todos los colombianos: la religión y la lengua. Desde 1884 hasta 1930 el partido conservador mantuvo la hegemonía absoluta. Un hecho que sobresale es que casi todos los presidentes, desde Rafael Núñez, pasando por Miguel Antonio Caro, José Manuel Marroquín y Marco Fidel Suárez, eran hombres de poca fortuna, no poseían tierras y no tenían poder militar en sus regiones. Habían hecho sus méritos políticos más que nada como letrados, como poetas, gramáticos y latinistas. Caro fue, junto con Monseñor Carrasquilla, tal vez el intelectual orgánico más influyente de la época. Generó un compacto discurso ideológico en el que la lengua, la religión católica y el autoritarismo político componían un todo coherente, sin concesiones a las ideas liberales de la época. La forma discursiva que Caro representa se constituye en signo de distinción simbólica y de legitimación política en las últimas dos décadas del siglo XIX en Colombia. La acción política de la Constitución de 1886 se reforzó con un nuevo Concordato con el Vaticano al año siguiente, que le entregó enteramente la educación a la Iglesia católica, a la vez que le restituyó muchos de los bienes que le fueran expropiados por los regímenes liberales. El país logró cerrarse exitosamente a las ideas del positivismo, del socialismo, de la modernidad.
En el mismo año en que se selló la nueva Constitución aparecieron los primeros tomos del Diccionario de Construcción y Régimen de la Lengua Castellana escritos por Rufino José Cuervo, contertulio de Caro en asuntos de lenguaje y cofundador ya en 1871 de la primera corresponsal de la Academia Española de la Lengua en el continente. En 1867, el mismo año en que aparece María de Jorge Isaacs, Cuervo publicó la primera de las que llegarían a ser seis ediciones revisadas en vida del autor de las Apuntaciones Críticas sobre el Lenguaje Bogotano. Allí señala y corrige todas las desviaciones de la norma que se presentan en el habla bogotana. Imposible no reconocer los méritos filológicos de la obra y el especial documento que constituye para el estudioso en asuntos de cultura. Pero difícil, igualmente, no notar la colaboración de estas obras en el panorama político que lidera su amigo Caro. Las Apuntaciones, una especie de best seller de la época, funcionan a la vez como manual en materia de lenguaje para las nuevas clases y como instrumento de exclusión. (La circulación del Diccionario será mucho más restringida que los otros escritos y en verdad sólo hasta hace dos años, en 1995, salió publicado en toda su extensión.) Si la nación colombiana por fín se unifica alrededor de la lengua y la religión, las Apuntaciones mostrarán en qué lugar de la sociedad puede estar cada cual según su uso del lenguaje.
Caro irá un paso más allá, pues en su obra política y filológica fundamenta la moral y la conducción de los pueblos en el uso del lenguaje. Serán los gramáticos quienes posean la entereza y la sabiduría para el manejo correcto del país a partir del manejo correcto de las ideas que les permite el manejo correcto del lenguaje, en medio de una población analfabeta. La lengua se convierte en el predominio de una clase para gobernar y excluir y queda lejos de ser la unificadora de todos los colombianos como quiera que se entendiera la ciudadanía en ese entonces.La corrección idiomática se convierte en norma social, lugar de acceso al poder político en muchos casos de la mano de una profesión radical de catolicismo ultramontano y rechazo absoluto de las ideas modernas. Los gramáticos, en alianza con los prelados, conforman una ciudad letrada que es una ciudad amurallada a la que se ingresa por vías de la construcción y el régimen gramatical. Una ciudad en donde la letra se utiliza para hablar de la letra, para regularla y normativizarla. Por fuera de esta ciudad letrada se ubica el país real. El régimen de la letra excluye lo que se dice por fuera de la ciudad letrada, porque no se dice correctamente.
La lengua, entonces, no logró funcionar como unificadora, sino como segregadora de los colombianos. De igual manera, al identificarse la práctica correcta del catolicismo con la adhesión al partido conservador, los liberales quedaban excluidos del otro elemento que constituía la nacionalidad. Hasta el punto que uno de los escritos más polémicos e importantes del cabecilla liberal Rafael Uribe Uribe se titula “De cómo el liberalismo político colombiano no es pecado”, que se encuentra entre una gran cantidad de “Ensayos sobre las cuestiones teológicas y los partidos políticos en Colombia”. Para ser moderno en Colombia había que ubicarse por fuera de la ciudad letrada. Gran parte de la producción literaria del país, gran parte de lo que se producía en las distintas regiones, quedaría excluido del canon que los gramáticos lograron conformar a través de la educación católica que se impartía en los colegios.
La gramática, el régimen de construcción, el diccionario y la norma son, sin embargo, los rasgos superficiales que esconden lo que está a la base de este discurso. El proyecto político de Caro y de la Regeneración hizo caso omiso del mundo circundante, repitiendo el gesto de la colonización de América, que según Ángel Rama, no respondía a “modelos reales, conocidos y vividos, sino a ideales concebidos por la inteligencia” (Rama 1984:3). La distancia geográfica realmente existente con respecto a España le permite a Caro producir como “parto de la inteligencia” (Rama, con respecto a la ciudad latinoamericana) la ciudad letrada española que erigirá como modelo. El español de España que tanto defiende será para Caro realmente una lengua registrada en libros, no la lengua que oye hablar a su alrededor. Desde la aldeana Bogotá concibe un proyecto de nación sin haber visto jamás su geografía, establece un castellano como norma que no es hablado siquiera por él mismo, erige como modelo una república creada a partir de lecturas seleccionadas según un criterio moral y católico. En medio del mugre, los ruidos y los olores, los gramáticos y poetas construyen un mundo retórico de ideas ajenas a las circunstancias que los rodeaban, estableciendo una distancia entre las operaciones del intelecto y las del cuerpo, que opera también como distancia social. La religión católica sirve de sustento para hacer esta abstracción de lo corporal en los procesos del espíritu; es el apoyo para fijar la dicotomía, para legitimarla. Así separados el cuerpo y el espíritu, la letra opera como instrumento de distancia y legitimación de la diferencia.
La cultura de los gramáticos será una cultura excluyente de la letra. Desde la letra no se piensa el país real sino que se impone el país que conciben unos pocos como país ideal. Pensar por fuera de la ciudad letrada exige acudir a aquello que no se someta al orden de la letra. Buscar cómo viven, hablan y piensan los que están por fuera de la ciudad letrada implica una exclusión de ella. Muchos de los que van accediendo al uso de la letra son excluidos y gradualmente irán excluyendo todo aquello que defienden los letrados de la ciudad amurallada tras diccionarios, gramáticas y libros de oración, repitiendo el gesto de la lógica que los excluye, pero bajo otro signo. Por fuera de la ciudad letrada, además de situarse los que no saben usar la lengua, los que no conocen la corrección del idioma, se sitúan las malas palabras. Ese será el capital lingüístico del vulgo. Los sentidos, el mundo de los olores y los sonidos, las algarabías de la plebe serán su capital cultural. Los letrados consiguen crear así una ecuación entre cultura de élite y cultura bogotana. Dejan por fuera muchas de las manifestaciones culturales y letradas de las regiones, a pesar de que, como lo afirma Tirado Mejía, la cultura colombiana ha sido más fuerte en sus manifestaciones regionales (cf. Tirado Mejía 1991). Un cierto discurso hegemónico de los letrados bogotanos se impuso como cultura nacional oficial durante algunas décadas, pero las identidades se fueron construyendo alrededor de lo local. Así mismo, el bipartidismo que atravesaba hasta hace poco todas las instancias, también las culturales, no permitió la creación de discursos nacionales por encima de las fracciones. Hacia los años treinta del siglo XX se hizo una reforma educativa que habría de difundir la letra, pero para ese entonces ya había hecho su entrada triunfal la radio. Y ésta se inserta culturalmente en el país de forma sintomática: será local y regional aunque difundirá elementos de otras regiones, y gracias a ello los colombianos comenzarán a tener una idea de los contornos de su comunidad imaginaria.
IV
¿Cómo se inscribe el fenómeno García Márquez en este contexto? García Márquez era inicialmente un escritor del Caribe colombiano, con algún reconocimiento en la capital, pero esencialmente de su región. Dentro del panorama de las letras nacionales en los años cincuenta, El Coronel no tiene quien le escriba es un relato de la violencia en la Costa, así como las novelas de Eduardo Caballero Calderón son las de la violencia en Boyacá. Será la acogida internacional de Cien años de soledad lo que lo convierte en un escritor nacional y el macondismo será elevado a mito fundacional de la nación y relato de la identidad. Mientras muchas naciones americanas construyeron estos mitos en el siglo pasado, Colombia por fin tiene el suyo en los años setenta de este siglo. La literatura de García Márquez irrumpe en medio del ascetismo de la cultura de los letrados, bogotana, fría y acartonada, con la algarabía de la plebe. Será entre otros el fenómeno del ingreso de las malas palabras y, hasta cierto punto, de los cuerpos a la literatura colombiana. Esta irrupción de lo excluido en medio del mundo de la letra, este giro de las posibilidades de su uso, tal vez no es exclusivo del proyecto cultural de los gramáticos del altiplano. Carlos Monsiváis señala aspectos de la cultura mexicana que son paralelos a los colombianos (Monsiváis 1990: 322-325). Y tal vez, la narrativa que mejor ilustra esta cultura pacata, dominada por la iglesia y la mala conciencia, es de nuevo una obra mexicana: Al filo del agua de Agustín Yáñez. Es pensable que haya diversas entonaciones latinoamericanas de este mundo cultural de los letrados bogotanos, de esta cultura de la exclusión y del silenciamiento, de separación entre cuerpo y espíritu, como para poder aventurar la pregunta de si parte de la impresionante acogida de Cien años de soledad no tiene que ver con su manera de tocar esa fibra y con su habilidad para integrar al mundo de lo culto lo que se consideraba por definición marginal a éste.
Cien Años de Soledad puede entenderse también como un ajuste de cuentas con la ciudad letrada, una cancelación definitiva de su gestión y la irrupción de una nueva forma de hablar, de sentir, de ver el mundo. Pero en el mismo momento en que se presenta una gran obra de la literatura que logra desafiar a la ciudad letrada del altiplano en su propio terreno, su lectura estará significativamente marcada por fenómenos de masificación y comercialización. No será la matanza de las bananeras el momento emblemático de la obra, sino las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia y la ascensión de Remedios la bella envuelta en sábanas. Al poco tiempo de publicada la novela, un músico peruano ya había compuesto un porro con los temas principales de la obra, que sonó y resonó por todo el continente. Cien Años de Soledad fue rápidamente apropiada como la creadora del mito fundacional de la raza. Curiosamente, el país que está más al margen de lo latinoamericano fue el que dotó a Latinoamérica con una fábula del mestizaje. Para los colombianos fue, en términos muy generales, algo de lo que podían estar orgullosos y que los convertía por fin en latinoamericanos. Lo regional se elevó a cultura nacional, y ésta nos fue devuelta como Latinoamericanismo con reconocimiento universal.
Hasta ese momento, en relación con las corrientes que fueron conformando los espacios de las culturas hegemónicas internacionalizadas, las obras de los artistas colombianos serían marginales. Cien Años de Soledad se puede pensar inicialmente como una obra que asume una posición de enfrentamiento a una cultura hegemónica, que se identifica con las instancias de poder. Rápidamente, la conversión de su autor en símbolo nacional y figura internacional transforma el mapa cultural del país. Si la escritura desde la costa caribe colombiana era un espacio marginal, el éxito internacional convierte más bien a Bogotá en el espacio provinciano. El mismo García Márquez se hace cargo de cambiarle el signo a esos espacios en sus crónicas y en sus novelas.
En Ciudades con barcos de marzo de 1950, García Márquez crea una dicotomía básica entre la costa y el interior, ubicando la diferencia en la presencia de los barcos, es decir, del acceso a una cultura modernizada a través del contacto permanente con personas y mercancías que vienen de otras partes. En Cien años de soledad, Fernanda del Carpio representará la cultura letrada bogotana como un mundo ajeno, incomprensible y olvidable para los miembros de la familia Buendía, que constituyen un espacio cultural enteramente distinto. En El general en su laberinto, Bolívar moribundo se siente revivir y mejora su salud cuando sabe que ya está por lo menos en el Río Magdalena, Bogotá lejos a sus espaldas, y habrá de llegar a la costa. (Agradezco a Alvaro Tirado Mejía el señalarme este aspecto de la obra de García Márquez.) Las dicotomías creadas reproducen de alguna manera la estructura de exclusiones de la cultura de los gramáticos. Para empezar, porque también se mueve en pares dicotómicos. Así, se hace una reconversión de la dicotomía básica del discurso político, liberal/conservador, que en lo cultural tenía tan sólo matices religiosos (ateo/católico) y se sustituye por región baja/altiplano, desplazando el campo de lo político a lo cultural, implicando o insinuando una correspondencia entre los primeros y los segundos términos de las dicotomías, y sustituyendo el aspecto religioso por lo mítico y lo sincrético. Si antes la nación se quería construir alrededor de la pureza del lenguaje y evitando toda contaminación extranjera, no hispánica, excluyendo al indígena y al negro, la nueva metáfora de la nación es la impureza, la mezcla, el mestizaje. Corresponde tanto más a la realidad que la ciudad ideal de los letrados, que no es sorprendente su adopción.
Ahora bien, ésta es tan sólo una posible lectura de las múltiples recepciones que puede haber tenido Cien años de soledad. También es tan sólo una versión de las posibilidades mismas del macondismo. Me interesa señalar que, por un lado, el discurso de García Márquez en muchos puntos opera con la misma gramática dicotómica de la cultura hegemónica de élite contra la cual se recorta su obra en el panorama de las letras nacionales en Colombia. Por otro lado, que la sustitución de los elementos que regían el pensamiento bipartidista y excluyente de la cultura colombiana por otros pares dicotómicos, opera de manera igualmente excluyente.
Creo que este recorrido me sitúa en una posición algo paradójica. Pues finalmente la ciudad letrada de los gramáticos no parece ser un mundo rescatable. Sin embargo, su lectura tiene sentido en la medida en que permita ver que el macondismo, menos que una transformacion radical, es más bien una reconversión que adapta los discursos a las nuevas formas de la política, la cultura massmediática, la economía informal, la ilegalidad y el consumo. En este contexto, el macondismo genera una confusión entre la popularidad, que es el predominio del marketing y los ratings, y lo popular, a la vez que se convierte en un desafío para pensar la literatura en el cruce entre mercado y medios masivos de comunicación, así como la complejidad de la pinza que conforman los mercados internacionales por donde circulan la cultura y la supuesta “marca nacional” que llevan artistas como García Márquez y Fernando Botero. Así mismo, resituado en contextos, el macondismo no es un discurso desde las márgenes, ni habla por los que no pueden hablar. Se convierte, más bien, en discurso hegemónico que allana las diferencias, situándolas por fuera del país, en una cultura “otra”. Me parece, entonces, que parte de lo que pretenden ser, tanto la ciudad letrada como el macondismo, se establece por lo que quieren dejar por fuera: funcionan con la misma sintaxis de oposiciones y exclusiones, cierre al diálogo, negación del “otro”. Ambas son operaciones que apuntan a las dificultades de la configuración de una cultura democrática, de una cultura del debate, de un cultura crítica.
Estos relatos de la nación y la identidad conviven en un país azotado por la violencia, un fenómeno del cual nadie parece estar en capacidad de dar razón. El espacio realmente existente es de miedo, sangre y terror. Un espacio en el que, como afirmaba Michael Taussig en su estudio sobre el realismo mágico, los significantes se encuentran estratégicamente desencajados de lo que significan. En un lugar donde el discurso que se ha convertido en realmente hegemónico es el de la violencia desenfrenada, resulta difícil establecer los significados. Es una situación en la que no hay centros claros y, por tanto, no hay márgenes, pero que está lejos de ser una experiencia liberadora.
Aquí quiero retomar el debate con las teorías poscoloniales, pues si bien la larga historia de violencias en Colombia debe remontarse históricamente a los orígenes de la colonización, también va adquiriendo nuevas formas y entonaciones en las distintas fases de su inserción en el mundo y en las leyes de la economía capitalista. Y tal vez el fenómeno en donde se cruzan de manera más dramática la experiencia colonial y el capitalismo es el del narcotráfico. Rebasa las intenciones de este escrito entrar a estudiar el fenómeno, pero su silenciamiento en los círculos académicos es sintomático. Colombia es uno de los países de América Latina que más se menciona en las noticias internacionales, junto con Cuba, pero, a diferencia de éste último, es uno de los menos estudiados. Sospecho que esto se debe en parte a las dificultades que postula dar razón del narcotráfico, actualmente la marca política, económica y cultural con la que se identifica al país.
Si un proyecto de descolonización ha de tener sentido, habría que establecer los puentes entre las lecturas que se hacen desde la otredad en localidades centrales, y la otredad o marginalidad que se postula desde lo marginalizado o subalternizado. Habría que evitar la tendencia hegemonizante de aquellos discursos que emanan desde los centros de poder, no sólo económico y político, sino también discursivo. Habría que pensar en la forma como ciertos discursos se imponen sobre otros, se convierten en prestigiosos y van creando hegemonías. Aquí he intentado cuestionar el macondismo y el realismo mágico como lecturas de la otredad que parecieran ser suministradas por el Otro y, en esa medida, que responden a la “corrección política” de creer que se les está leyendo como quieren ser leídos. Considero que las teorías poscoloniales permiten pensar muchos de esos problemas, pero que, paradójicamente, se están convirtiendo en ese tipo de discurso suministrado por el Otro. Tal vez, para que no sean del todo absorbidas y allanadas por las estructuras de poder en el centro, les convendría un contacto con las categorías que elaboran los márgenes para pensarse a sí mismos, así como la historización de ciertos conceptos y debates.
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Teorías sin disciplina (latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate).
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© José Luis Gómez-Martínez
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Fuente: http://www.ensayistas.org/critica/teoria/castro/walde.htm
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