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Honoré de Balzac

Honoré de Balzac

(Honoré u Honorato de Balzac; Tours, Francia, 1799 – París, 1850) Novelista francés. En 1814 se trasladó con su familia a París, donde estudió derecho y empezó a trabajar en un bufete, pero su afición a la literatura le movió a abandonar su carrera y escribir el drama Cromwell (1820), que fue un rotundo fracaso.


Honoré de Balzac

Sin embargo, el apoyo de Mme. de Berny, mujer casada y bastante mayor que él, le permitió seguir publicando novelas históricas y melodramáticas bajo seudónimo, que no le reportaron beneficio alguno. Emprendió varios negocios, que acabaron en fracaso y le cargaron de deudas, que, sumadas a las derivadas de su afición al coleccionismo de arte y su tendencia al derroche, lo pusieron en una difícil situación.

Sin embargo, con El último chuan (1829), la primera novela que publicó con su apellido, obtuvo un gran éxito. A partir de entonces inició una febril actividad, escribiendo entre otras novelas La fisiología del matrimonio (1829) y La piel de zapa (1831), con las que empezó a consolidar su prestigio. La amistad con la duquesa de Abrantes le abrió las puertas de los salones de sociedad y literarios.

En 1834, tras la publicación de La búsqueda de lo absoluto, concibió la idea de configurar una sociedad ficticia haciendo aparecer los mismos personajes en distintos relatos, lo que empezó a dar a su obra un sentido unitario. Por entonces inició su intercambio epistolar con la condesa polaca Eveline Hanska, con quien mantuvo una intensa relación, aunque sus encuentros fueron breves hasta la muerte del marido de ella (1843). En 1847, poco antes de morir, se casó con Eveline, pero entretanto mantuvo relaciones con sus otras amantes.

En los últimos años de su vida fue presidente de la Société des Gens de Lettres (desde 1839) e intervino en numerosos asuntos públicos como director de la Revue Parisienne, al tiempo que sufría el acoso de sus acreedores. En 1841 se inició la publicación de sus voluminosas obras completas bajo el título de La comedia humana, aunque de las 137 novelas que debían integrarla, cincuenta quedaron incompletas.

Balzac es considerado a menudo como el fundador de la novela moderna, y su preocupación por el realismo y el detallismo descriptivo se halla en la base de la posterior novela francesa, aunque su realismo convive siempre con elementos románticos y trazos del Balzac «visionario», tal como lo definió Baudelaire

Fuente: http://www.biografiasyvidas.com/biografia/b/balzac.htm

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Guy de Maupassant

Guy de Maupassant

(Henry René Albert Guy de Maupassant; Miromesnil, Francia, 1850 – Passy, id., 1893) Novelista francés. A pesar de que provenía de una familia de pequeños aristócratas librepensadores, recibió una educación religiosa; en 1868 provocó su expulsión del seminario, en el que había ingresado a los trece años, y al año siguiente inició en París sus estudios de derecho, interrumpidos por la guerra franco-prusiana y que reemprendería en 1871.


Guy de Maupassant

En 1879, su padre logró que ingresara en el ministerio de Instrucción Pública, que pronto abandonó para dedicarse a la literatura, por consejo de su gran maestro y amigo G. Flaubert. Éste lo introdujo en el círculo de escritores de la época, como Émile Zola, Iván Turgueniev, Edmond Goncourt y Henry James.

Su primer éxito, que apareció un mes antes de la muerte de Flaubert, fue el célebre cuento Bola de sebo, recogido en el volumen colectivo Las noches de Medan (1880). El mismo año publicó su libro de poemas, Versos. Afectado durante toda su vida de graves trastornos nerviosos, en 1892, tras un intento de suicidio en Cannes, fue ingresado en el manicomio de París, donde murió, después de dieciocho meses de agonía, de una parálisis general.

Maupassant es autor de una extensa obra entre cuentos y novelas, en general de corte naturalista. De ellas cabe señalar: La casa Tellier (1881); Los cuentos de la tonta (1883); Al solLas hermanas Roudoli y La señorita Harriet (1884); Cuentos del día y de la noche (1885); La orla (1887); las novelas Una vida (1883), Bel Ami (1885) y Pierre y Jean (1888). Después de su muerte se publicaron varias colecciones de cuentos: La cama (1895); El padre Milton (1899) y El vendedor (1900).

Fuente: http://www.biografiasyvidas.com/biografia/m/maupassant.htm

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PARA LORD BYRON, DE MARY SHELLEY

PARA LORD BYRON, DE MARY SHELLEY

George Gordon Byron

Un verano inusualmente lluvioso junto al lago Leman, cerca de Ginebra. Un grupo de jóvenes ingleses que han alquilado una casa allí se reúnen -en mi imaginación los veo alrededor de una chimenea, para ahuyentar la humedad, pero siendo británicos quizás no lo consideraron necesario- y la conversación deriva, cómo no, hacia las historias de fantasmas y monstruos. Hasta aquí, nada destacable. Podría ser el inicio del guión cualquier película boba en la que sabemos que pronto habrá sustos y muchos gritos. Pero el año es 1816 y el grupo está compuesto por el poeta Percy Shelley y la que más adelante sería su esposa, Mary Shelley (entonces aún Mary Godwin; ambos vivían “en pecado” y Mary ya había tenido dos hijos de esta unión, aunque el primero murió pronto), lord Byron y John William Polidori, médico y amigo de este último. A pesar de las apariencias, no fue una velada más, sino un momento relevante para la historia de la literatura, la famosa “noche de los monstruos”. Los presentes acordaron escribir cada uno una historia relacionada con seres fantásticos. De todos ellos, la que mejor cumplió el encargo fue Mary Shelley y el resultado fue una obra que es un clásico indiscutible, Frankenstein. Un resultado que es más sorprendente aún si consideramos que Mary sólo tenía diecinueve años cuando la escribió (y diecisiete cuando comenzó sus relaciones adúlteras con Percy Bysshe Shelley, quien a su vez tenía sólo veintidós años y estaba casado). Definitivamente, la trágica historia de esta pareja supera con mucho cualquier folletín romántico, baste decir que comenzaron su romance viéndose en secreto junto a la tumba de la madre de ella, Mary Wollstonecraft. Pero por hoy nos centraremos en lo que nos ocupa, es decir, la soprendente aparición de un ejemplar de la primera edición de Frankenstein dedicado por la propia autora a Byron. Un verdadero hallazgo bibliófilo que, según dicen, será subastado próximamente (si a alguien le sobran 350.000 libras de nada, puede comenzar a pujar).

Al parecer, el ejemplar estuvo durante más de cincuenta años en la biblioteca de Lord Jay, y fue descubierto casualmente cuando su nieto seleccionaba sus papeles. La primera edición del libro, publicado en 1818 -a la que pertenece esta edición- fue sólo de 500 ejemplares y de estos el editor le dio a Mary seis para su uso personal. Se cree que uno de ellos es el que nos ocupa, que la autora dedicó a Byron de su propia mano y que fue enviado al autor por Percy junto con una nota que decía: “Una vieja amiga vuestra me encarga que os envíe ‘Frankenstein’… Ha tenido un considerable éxito en Inglaterra; pero ella me ruega que os diga que ‘consideraría vuestra aprobación el testimonio más halagador de su mérito'”.  La pobre Mary pasó toda su vida enamorada de Shelley, quien parece que no siempre le correspondió del  mismo modo. A la muerte de éste, trágicamente ahogado a los treinta años, dedicaría todos sus esfuerzos a recopilar y publicar su obra. Y a escribir para ganarse, modestamente, la vida. Acosada por la penuria económica, en 1830 vendió el copyright deFrankenstein por 60 libras a los editores que publicarían una nueva edición (que contiene algunos cambios respecto a la primera). Nada que ver con las sumas que probablemente alcanzará ese ejemplar que hoy sale a la palestra. La vida es así de injusta y la fama así de esquiva.
Fuente: http://notasparalectorescuriosos.blogspot.com/2012/09/para-lord-byron-de-mary-shelley.html

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La cojera de Byron

LA COJERA DE BYRON
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Se llamaba George Gordon Byron porque una cláusula testamentaria exigía que el heredero de los Gordon llevara en primer lugar el apellido, lo que constituía, casi de hecho, la única herencia. Tampoco los Byron aportaron mucho más, aparte de blasones y de sellos heráldicos. Un par de títulos con tratamiento, un puñado de deudas y una pequeña renta que le permitió vestir siempre levita, además de una aristocrática imposiblidad para las erres. Así, decía “Byrn” cuando se presentaba, como si tuviera en la boca un trozo de pescado con espinas. Fue un joven apuesto, elegante, de rasgos varoniles y armoniosos, dueño de una noble y decimonónica belleza únicamente empañada por una ostensible y notoria, desgraciada cojera. Tenía un pie deforme, algo zambo, que al apoyarse en el suelo hallaba bajo el talón un abismo, una sima, un barranco de riscos escarpados por los que resbalaba en caída libre cada vez que daba un paso.
Se odió siempre por eso. Y arrastró de por vida no solamente el pie, sino el eco punzante, doloroso, de su primer amor. Una prima lejana, Mary-Anne, jugosa y deseable a quien oyó decir, desatinada, torpe, a una de sus doncellas: “¿No pensarás acaso que me puedo enamorar de un pobre cojo?

JESÚS MARCHAMALO / DAMIÁN FLORES, 44 escritores de la literatura universal, Siruela, Madrid, 2009, pág. 35

Fuente: http://neorrabioso.blogspot.com/2010/12/anecdotario-de-poetas-303-la-cojera-de.html

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El París frívolo que conoció Henri Beyle, alias Sthendal

El París frívolo que conoció Henri Beyle, alias Sthendal

ÁLVARO CORTINA | Madrid

Egotismo, según la Real Academia, es el deseo de hablar de uno mismo. No implica egoísmo, o sea, amor a uno mismo. Estos ‘Recuerdos de egotismo’ de Henri-Marie Beyle, alias Sthendal, planean retrospectivamente en torno al yo con amor propio, sí, pero también con la severidad del autoanálisis.

[foto de la noticia]

Escribe Sthendal:

“No me conozco a mí mismo, y esto, cuando algunas noches pienso en ello, me deja desolado. ¿Soy bueno, malo, inteligente, tonto? ¿He sabido tomar partido de las circunstancias en que me ha puesto la omnipotencia de Napoleón?”.

Después de la caída de Napoleón (por quien Sthendal luchó y sufrió), y extintos ya sus tiempos dorados en Milán, con su amante Métilde Dembowski, el futuro novelista (que hizo fans, sobre todo, después de muerto) vive la Restauración borbónica (que él maldecía) y el desamor y el desamparo en París.

Los 10 años (entre 1821 y 1830) que él pasa allí son la materia que el autor egotista aplica para sondearse, para diseccionarse en 1831. Son pues memorias recientes, frescas.

Un París antipático parece tomar forma entre líneas. Avenidas luminosas y aburridas de una ciudad atildada y galante que juzgaba a la gente por su estilo epistolar. Óperas de Rossini y señoritas que morían de tisis, y linajes excelsos y duques atemorizados con que sus progenitores transmitan la herencia al confesor familiar. También apellidos excelsos, gente de genio. Cuenta:

“Pocos de esos grandes hombres a quienes tanto amé me adivinaron. Hasta creo que me encontraban más aburrido que a cualquier otro”.

Parece como si se mantuviera aún por París ese espíritu del Antiguo Régimen, de nobles abotargados por el tedio que coleccionan conquistas y dan cuenta de sus escarceos amatorios en comités privados al estilo de ‘Las amistades peligrosas’. Beyle dice a este respecto: “Me horrorizaba laconversación libertina francesa; la mezcla del ingenio con la emoción me crispa el alma”.

Sthendal nunca escribió una autobiografía como tal, pero sus estudiosos han encontrado un enjundioso festín documental y literario con sus obras autobiográficas.

Sus alter egos literarios

Su vida hasta 1800, retratada en ‘Vida de Henry Brulard’ y este escrito de sus años más avanzados, dan cuenta de muchas de sus claves, abiertas las esclusas de su yo. Muchos de sus propios rasgos plasmados después en sus héroes jovenzuelos, Fabrizio del Dongo (La cartuja de Parma) o Julien Sorel (Rojo y negro), pseudónimos de Henry Beyle soñado por sí mismo.

En ‘Recuerdos de egotismo’ se sugiere su conocido rencor hacia su padre (que le impidió estudiar música), su desconfianza patente hacia el clero, y su ciencia y experiencia en lo que a reveses afectivos se refiere. Sobre todo, su atracción hacia los mecanismos sociales, hacia las fuerzas ineluctables que marcan el tiempo y el compás de todo sarao, de toda conversación, el corazón de la rectitud.

Recuerda él las palabras de su tío Gagnon: “Tú eres feo, pero jamás te reprocharán tu fealdad, porque tienes expresión. Tus amantes te dejarán, y ten bien presente esto; nada más fácil que hacer el rídiculo en el momento en el que una mujer le deja a uno. Después de esto un hombre ya sólo sirve, a los ojos de otras mujeres, para echarlo a los perros del lugar. Antes de que pasen 24 horas de haberte dejado una mujer, declárate a otra,; aunque sea una criada, a falta de otra cosa”.

Sobre esta obra llena de digresión planea una gran melancolía, que se plasma en el doliente recuerdo de Métilde, aquella que le dejó en su amado Milán. Él despotrica contra su Grénoble natal, contra Londres y contra París, pero ama Italia, y en particular Milán, escenario interior de sus memorias más queridas, subtexto de sus andanzas confundidas de París.

Fuente: http://www.elmundo.es/elmundo/2009/01/12/cultura/1231781906.html

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NO TE DETENGAS. Walt Whitman

NO TE DETENGAS

Walt Whitman

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No dejes que termine el día sin haber crecido un poco,
sin haber sido feliz, sin haber aumentado tus sueños.
No te dejes vencer por el desaliento.
No permitas que nadie te quite el derecho a expresarte,
que es casi un deber.
No abandones las ansias de hacer de tu vida algo extraordinario.
No dejes de creer que las palabras y las poesías
sí pueden cambiar el mundo.
Pase lo que pase nuestra esencia está intacta.
Somos seres llenos de pasión.
La vida es desierto y oasis.
Nos derriba, nos lastima,
nos enseña,
nos convierte en protagonistas
de nuestra propia historia.
Aunque el viento sople en contra,
la poderosa obra continúa:
Tu puedes aportar una estrofa.
No dejes nunca de soñar,
porque en sueños es libre el hombre.
No caigas en el peor de los errores:
el silencio.
La mayoría vive en un silencio espantoso.
No te resignes.
Huye.
“Emito mis alaridos por los techos de este mundo”,
dice el poeta.
Valora la belleza de las cosas simples.
Se puede hacer bella poesía sobre pequeñas cosas,
pero no podemos remar en contra de nosotros mismos.
Eso transforma la vida en un infierno.
Disfruta del pánico que te provoca
tener la vida por delante.
Vívela intensamente,
sin mediocridad.
Piensa que en ti está el futuro
y encara la tarea con orgullo y sin miedo.
Aprende de quienes puedan enseñarte.
Las experiencias de quienes nos precedieron
de nuestros “poetas muertos”,
te ayudan a caminar por la vida
La sociedad de hoy somos nosotros:
Los “poetas vivos”.
No permitas que la vida te pase a ti sin que la vivas …

WALT WHITMAN (1819-1892)

Versión de: Leandro Wolfson

Fuente: http://www.personarte.com/whitman.htm

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GARCÍA MÁRQUEZ O LA VIGILIA DENTRO DEL SUEÑO. Mario Benedetti

GARCÍA MÁRQUEZ O LA VIGILIA DENTRO DEL SUEÑO
Por Mario Benedetti
(Letras del continente mestizo, Arca, 1972)

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         “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Así empieza Cien años de soledad, la novela de Gabriel García Márquez que integra, desde ahora (con Rayuela, de Cortázar, y La casa verde, de Vargas Llosa), el tríptico más creador de la última narrativa hispanoamericana. Al igual que el coronel Aureliano Buendía, también García Márquez fue a conocer el hielo, por supuesto no el témpano textual, sino el de las leyendas de la infancia, ese que hizo que confesara a Luis Harss : “Se me están enfriando los mitos”[1]. Afortunadamente, más o menos por la misma época de esa confesión, decidió reanimarlos, volverlos a la vida, mediante el simple recurso de acercarles un poco de delirio.
Gabriel García Márquez nació en Aracataca, el 6 de marzo de 1928. En 1955, cuando publicó su primera novela La hojarasca, ya era conocido por su cuento Un día después del sábado, que obtuviera el primer premio en el concurso de cuentos convocado por la Asociación de Escritores y Artistas de su país. La novela, que desde el primer momento tuvo buena acogida de la crítica, sólo en 1960, al ser publicada por la Organización Internacional de los Festivales del Libro, se convirtió en un best-seller (en Colombia se vendieron treinta mil ejemplares). En 1961, publicó una segunda novela, El coronel no tiene quien le escriba; en 1962, un volumen de notables cuentos, Los funerales de la Mamá Grande, y en 1963 una nueva novela, La mala hora, publicada en España por una editorial que, probablemente con el afán de anticiparse a la censura, “se permitió libertades que sacaron de quicio al novelista y motivaron las enérgicas protestas de quien ya no se reconocía en la criaturas” [2].
Casi todos los relatos de García Márquez transcurren en Macondo, un pueblo prototípico, tan inexistente como el faulkneriano condado de Yoknapatawpha o la Santa María de nuestro Onetti, y sin embargo tan profundamente genuino como uno y otra. No obstante, de esos tres puntos claves de la geografía literaria americana, tal vez sea Macondo el que mejor se imbrica en un paisaje verosímil, en un alrededor de cosas poco menos que tangibles, en un aire que huele inevitable­mente a realidad; no, por supuesto, a la literal, foto­gráfica, sino a la realidad más honda, casi abismal, que sirve para otorgar definitivo sentido a la primera y embustera versión que suelen proponer las apariencias. En Yoknapatawpha y en Santa María las cosas son meras referencias, a lo sumo cándidos semáforos que regulan el tránsito de los complejos personajes; en Ma­condo, por el contrario, son prolongaciones, excrecen­cias, involuntarios anexos de cada ser en particular. El paraguas o el reloj del coronel (en El coronel no tiene quien le escriba), las bolas de billar robadas por Dámaso (en En este pueblo no hay ladrones), la jaula de turpiales construida por Baltazar (en La prodigiosa tarde de Baltazar), los pájaros muertos que asustan a la viuda Rebeca (en Un día después del sábado), el clarinete de Pastor (en La mala hora), la bailarina a cuerda (enLa hojarasca), pueden ser obviamente to­mados como símbolos, pero son mucho más que eso: son instancias de vida, datos de la conciencia, repro­ches o socorros dinámicos, casi siempre testigos impla­cables.
Por otra parte, el novelista crea elementos de nivelación (el calor, la lluvia) para emparejar o medir seres y cosas. (Por lo menos el primero de esos rasgos ha sido bien estudiado por Ernesto Volkening [3]. En La hojarasca, en El coronel, en alguno de los cuentos, el calor aparece como un caldo de cultivo para la violencia; la lluvia, como un obligado aplazamiento del destino. Pero calor y lluvia sirven para inmovilizar una miseria viscosa, fantasmal, reverberante. El calor, especialmente, hace que los personajes se muevan con lentitud, con pesadez. Por objetiva que resulte la actitud del narrador, hay situaciones que, reclutadas fuera de Macondo o quizá del trópico, se volverían inmediata­mente explosivas; en el pueblo inventado por García Márquez son reprimidas por la canícula. (Quizá valdría la pena comparar el machismo urgente de las novelas mexicanas con el machismo sobrio de García Márquez). Claro que, entonces, la parsimonia de esas criaturas pasa a. tener un valor alucinante, un aura de delirio, algo así como una escena de arrebato proyectada en cámara lenta.
Es así que pocos relatos de García Márquez incluyen escenas de violencia desatada. Colombia es el. país latinoamericano donde, en obediencia a la vieja ley de la oferta y la demanda, se han escrito más tratados sobre la violencia (hasta un sacerdote, Germán Guzmán Campos, es coautor de un libro sobre el tema) ; en un medio así, la economía de ímpetus que aparecen en estos cuentos y novelas, puede parecer inexplicable. La verdad es, sin embargo, que la violencia queda registrada, aunque de una manera muy peculiar. Ya sea como cicatriz del pasado o como amenaza del futuro, la violencia está siempre agazapada bajo la paz armada de Macondo. En estos relatos, el presente (que sirve de soporte a una impecable técnica del punto de vista) es un mero interludio entre dos violencias.
En La hojarasca, por ejemplo, lo actual es la lenta asunción de un cadáver, los morosos prolegómenos de su entierro; sin embargo, el pasado del médico suicida está sembrado de conminaciones, de condenas públicas, de infiernos privados, y la trayectoria del ataúd, que “queda flotando en la claridad, como si llevaran a sepultar un navío muerto”, no es por cierto más segura. En El coronel, ese viejo matrimonio que se va hundiendo en la miseria y que diariamente hace el patético escrutinio de sus negociables pertenencias, registra una devastación de su pasado (el hijo fue acribillado en la gallera, por distribuir información clandestina) y la última línea de la novela está ocupada por una rutilante palabrota que abre la puerta a nuevos estragos. Pero entre uno y otro extremo sólo existe, bordeada por el calor y la lluvia, una calma eléctrica, amenazada, tensa, húmeda. Aun el gallo, que es de riña (es decir, de violencia), heredado del hijo muerto, es no sólo un símbolo, sino un ejecutante de ese destino, pero habrá de ejercerlo una vez que termine la novela, cuan­do llegue la estación de las riñas; mientras tanto, es apenas un testigo.
No es, sin embargo, casual que, en el país de la violencia, los relatos de García Márquez transcurran por lo general en las escasas treguas. Tal vez ello muestre, por parte del novelista, la voluntad de obligarse a ser lúcido en una región donde cl hervor y el arrebato han instaurado un nuevo nivel de expiaciones y una nueva ley que no es necesariamente ciega. García Márquez no es un escritor de obvio mensaje político; su compro­miso es más sutil. Acaso por eso elija las treguas: por­que esos lapsos son probablemente los únicos en que la mirada del colombiano tiene ocasión de detenerse sobre los hechos escuetos, sobre la sangre ya seca, sobre la angustia siempre abierta. Sólo durante las treguas es posible llevar a cabo el balance de los estallidos. García Márquez no intenta extraer consecuencias históricas, políticas o sociológicas; se limita a mostrar como son los colombianos (al menos, los hipotéticos colombianos de Macondo) entre uno y otro fragor, entre una y otra redada letal. El balance se hace espontáneamente, mediante las duras compensaciones de la vida que vuelve a transcurrir. Durante esas paces precarias, el coronel (que “no tiene quien le escriba” acerca de la pensión que reclama como ex-combatiente de la guerra de los mil días) reinicia su espera infructuosa, vuelve a sumergirse en su incurable optimismo, reactualiza el parco amor que lo une a su mujer. No obstante, en la última línea reasume su belicoso desencanto, pronuncia la agre­siva palabrota como una forma de sentirse vivo.
Algunos de los cuentos que integran el volumen Los funerales de la Mamá Grande pueden contarse entre las muestras más perfectas que ha dado el género en América Latina. La siesta del martes, La prodigiosa tarde de Baltazar, Un día después del sábado, y el que da título al libro (formidable empresa en la que García Márquez usa el estilo y los lugares comunes de la glo­rificación, precisamente para destruir un mito), son re­latos de una concisión admirable y sobre todo de un excepcional equilibrio artístico. Volkening ha reconocido con acierto el carácter fragmentario de estos cuentos, pero tengo la impresión de que se equivoca al atribuir ese carácter a la “visión de un mundo inconcluso” [4]. La verdad es que, pese a tal fragmentarismo, García Márquez no pierde nunca de vista las claves y el sentido que el conjunto le otorga. Habría que decir que, en su caso particular, los árboles no le impiden ver el bosque. Por cierto me parece más atinada la observación de Angel Rama: “El sistema fragmentario le ha servido justamente para componer los diversos paneles de tal modo que en el esfuerzo del lector por rearmar el cuadro, estableciendo las vinculaciones no dichas, sólo sugeridas, cobre existencia autónoma la obra revelándose el sentido último de la creación. A pesar de que estamos ante un determinisino social muy acusado, esta obra convoca la libertad del lector, la hace posible por su participación creadora”[5].
Precisamente es en La hojarasca donde esa tesis empieza a comprobarse, no ya mediante el cotejo, con otros relatos, sino dentro del sistema contrapuntístico usado en la propia novela. Frente al cadáver del médico francés que se ha ahorcado, tres personajes (que son además tres generaciones: el abuelo, la hija, el nieto) piensan por turno acerca del suicida o de sí mismos, barajan imágenes y recuerdos, enfocan doble o triple­mente algún hecho único, singular. El tiempo externo de la novela es aproximadamente una hora; pero en cambio es enorme el lapso abarcado por el tríptico mne­mónico. También aquí la construcción se hace en base a fragmentos, pero (a diferencia de lo que acontecerá con los cuentos) el todo está a la vista, rompe los ojos. En La hojarasca, García Márquez todavía no tiene la mano segura que escribirá los mejores cuentos y El coronel. Todavía se nota demasiado el implacable trazado de zonas, la excesiva preocupación por los cruces peripécicos, cierta intención de distanciamiento que, en algunos capítulos, desvitaliza a los personajes. Aun con tales descuentos, no deben ser muchos los escritores latinoamericanos que hayan inaugurado su carrera lite­raria con un libro tan bien estructurado, tan austera­mente escrito y tan artísticamente válido.
Luego vendrá El coronel no tiene quien le escriba, un relato en tercera persona que transcurre casi en lí­nea recta. La sobriedad expositiva es llevada al máximo; el narrador, que se prohibe hasta los menores lujos verbales, contrae (y cumple) la obligación de no tomar partido por los personajes, y de exponer diversas (aun­que no todas) etapas del expediente a fin de que el lector use su propia imaginación para crear los complementos y extraer luego sus conclusiones. La novela tiene un ritmo tan peculiar que, sin él, la historia per­dería gran parte de la fascinación que ejerce sobre el lector. Para contar esas incesantes idas y venidas del coronel (del usurero al sastre, del correo al abogado, del médico al sacerdote, y siempre regresando donde su mujer y su gallo), para relatar ese tránsito cansino pero sostenido, es imposible imaginar otra prosa que no sea ésta, sustancial, despojada, precisa, sin un adje­tivo de más ni una verdad de menos.
En La mala hora, la violencia es una presencia agazapada. Todas las mañanas, las paredes del pueblo aparecen con pasquines que revelan detalles ignominiosos de la vida del pueblo. Pero también es una presencia literal.“Usted no sabe”, le dice el peluquero, a Arcadio, el juez, “lo que es levantarse todas las mañanas con la seguridad de que lo matarán a uno, y que pasen diez años sin que lo maten”. “No lo sé”, contesta Arcadio, “ni quiero saberlo”.Pero en La mala hora, el crimen es algo más que un recuerdo. Ya en sus comienzos, César Montero oye el clarinete de Pastor, que trae a su mujer el recuerdo de la letra: “Me quedaré en tu sueño hasta la muerte”. Y en realidad se queda, porque Montero sale y lo mata de un tiro de escopeta.
Los personajes de La mala hora constituyen suerte de coro, una mala una conciencia plural que con vierte al pueblo en una gran olla de rencor. Los adul­terios, las estafas, los resentimientos, ceban la muerte, pero también encarnizan la acusación anónima. “Quie­ro que pongas el naipe”, dice el alcalde a Casandra, la templada adivina del circo, “a ver si puede saberse quién es el de estas vainas”. Ella calcula bien las con­secuencias, antes de echar las cartas q interpretarlas con precisa lucidez: “Es todo el pueblo y no es nadie”. La novela no llega al nivel de El coronel, quizá porque García Márquez se pasa aquí de austero. Los personajes son lacónicos, la trama es ambigua, el hilo anecdótico es mínimo, los personajes son vistos casi siempre desde fuera. El autor sortea casi todos esos riesgos, pero de a ratos la novela parece inmovilizarse, no dar más de sí. Al contrario de lo que sucede con Un día después del sábado, que parece un cuento con tema de novela, La mala hora podría ser una novela con tema de cuento.
Llegados a este punto, sin embargo, habrán de caerse todos los peros. La más reciente novela de García Márquez, Cien años de soledad, es una empresa que en su mero planteo parece algo imposible y que sin embargo en su realización es sencillamente una obra maestra. “Las cosas tienen vida propia”, pregona el gitano Melquiades en su primera irrupción, “todo es cuestión de despertarles el ánima”. No otra cosa hace García Márquez, que en un largo arranque que tiene mucho de vertiginosa, incontenible inspiración [6], pero también mucho de tenaz elaboración previa, despierta no sólo a las cosas y a los seres, sino también a los fantasmas de unas y otros.
Todos los libros anteriores, aun los más notables (como Los funerales de la Mamá Grande y El coronel no tiene quien le escriba), se convierten ahora en un intermitente borrador de esta novela excepcional, en la trama de datos más o menos verosímiles que ser­virán de trampolín para el gran salto imaginativo. Apa­rentemente cada uno de los libros anteriores fue un fragmento de la historia de Macondo (aun los relatos que no transcurren en ese pueblo, se refieren a él e integran su mundo) y éste de ahora es la historia to­tal. Pero esta historia total abre puertas y ventanas, elimina diques y fronteras. Siempre se trata de Ma­condo, claro, y ese pueblo mítico, aun en los libros anteriores, fue quizá una imagen de Colombia toda; pero ahora Macondo es aproximadamente América Latina; es tentativamente el mundo. Asimismo, la novela es la historia de los Buendía, pero también del Hom­bre, que lleva no cien sino miles de años de soledad. A través de un siglo, los personajes van entregando y recogiendo nombres como postas, y los Aurelianos y los Arcadios, las Ursulas y las Amarantas, se suceden como cielos lunares.
Claro que, en definitiva, lo que menos importa es la alegoría. Cien años de soledad es sobre todo (anun­ciémoslo sin vergüenza y con orgullo) una novela de lectura plenamente disfrutable. Y eso en todos sus niveles: en el de la anécdota, que es sorpresiva, nove­dosa, incalculable; en el del lenguaje, que es terso, claro, sin anfractuosidades; en el de la estructura, que es imponente y sin embargo no hace pesar su descomunalidad; en el de su buen humor, verdadero armis­ticio de estas criaturas longevas, alarmantes y contra­dictorias; en el de su simbología, ya que aquí hay señas y contraseñas para todas las lupas; y por último, en el de su espléndida libertad creadora, ya que en esta novela de realidades y de ensoñaciones, el legado surrealista vuelve por sus fueros e impregna de gloriosa juventud, de imaginativa dispensa, de aptitud sortílega, de cautivante diversión, un contexto como el colombiano, cuya acrimonia, ira y desecación (al menos en su literatura) son proverbiales.
Si tuviera que elegir una sola palabra para dar el tono de esta novela, creo que esa palabra sería: aven­tura. La aventura invade la peripecia y el estilo, el paisaje y el tiempo, la mente y el corazón de personajes y lectores. El autor aparece como un mero instigador de tanta disponibilidad aventurera como posee la historia, como propone la geografía, como tolera la nosomántica. Incluso el elemento fantástico está prodigiosamente imbricado en esa trabazón aventurera. Asistimos con el mismo desvelo a la (muy verosímil), doble vida sentimental de Aureliano Segundo, que a la subida al cielo en cuerpo y alma de la bella Remedios Buendía. Todo, lo creíble y lo increíble, está nivelado en la obra gracias a su condición aventurera. El azar cae del cielo tan naturalmente como la lluvia, pero no hay que olvidar que una sola lluvia macondiana dura cuatro años, once meses y dos días.
Allá por su cuento (tan difundido en antologías) Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo, García Márquez hablaba del “dinamismo interior de la tormenta”. Pues bien, en Cien años de soledad ese dina­mismo por fin se exterioriza, y arrolla con todo: los techos, las paredes, la razón, los pronósticos. La nueva novela tiene numerosas referencias a personajes de las otras instancias de Macondo que figuran en La hoja­rasca, en Los funerales, en El coronel, en La mala hora, pero basta comparar la austera credibilidad de aquellas figuras con la desembarazada, casi loca articulación que ahora mueve a los mismos personajes, para advertir que si el Macondo de los otros libros transcurría a ras de suelo, éste de ahora transcurre a ras de sueño. Los ojos abiertos que, tácitamente, el novelista reclama del lector, son en cierto modo los de una vigilia dentro del sueño. Por algo, la más famosa enfermedad que atraviesa el libro, es la peste del insomnio. ¿Dónde es permitido mantenerse inexorablemente despierto? ¿en qué región que no sea la del sueño es posible la vigilia total, inacabable? Justamente, varios de los pasajes más notables de la obra (por ejemplo, la posesión de Amaranta Ursula por el último Aureliano) son aquellos en que las cosas acontecen no exactamente como en la embridada realidad, sino como suelen transcurrir en la dimensión imprevisible de los sueños, cuando el incons­ciente aparta por fin todas las convenciones y prójimos que molestan, todos los códigos, rituales y miradas que impiden el cumplimiento de los deseos más raigales. “En el fragor del encarnizado y ceremonioso forcejeo, Amaranta Ursula comprendió que la meticulosidad de su silencio era tan irracional, que habría podido des­pertar las sospechas del marido contiguo, mucho más que los estrépitos de guerra que trataban de evitar”. Sí, Amaranta Ursula lo comprende, y evidentemente se trata de uno de esos lúcidos alcances que sobrevienen dentro del sueño, porque un silencio así, tan compacto, tan fragante, tan fértil, entre dos que hacen peleada y furiosamente el amor, puede sobrevenir, en el plano de la mera comprensión, como un deseo que tiene con­ciencia de las distancias; pero sólo puede realizarse en esa desenvoltura, inmune y resuelta, que crea el en­sueño.
En una dimensión así, donde todo parece levemente distorsionado pero no irreal, cada premonición ocurre como vislumbre, cada palabrota suena como un canon, cada muerte viene a ser un tránsito deliberado. Quizá ahí esté el más recóndito significado de estos pavorosos, desalados, mágicos, sorprendentes Cien años de soledad. Porque la verdad es que nunca se está tan solo como en el sueño.

(1967)

Notas

[1] Luis Harss: Los nuestros, Buenos Aires, 1966.

[2] Así informó la revista Eco, Bogotá, N° 40, agosto 1963.

[3] Ernesto Volkening: Gabriel García Márquez o el trópico desembrujado, en revistaEco, Bogotá, N° 40, agosto 1963.

[4] Art. cit.

[5] Angel Rama: García Márquez: la violencia ame­na, en semanario Marcha, Montevideo, N° 1201, 17 de abril Montevideo, N° 1201, 17 de abril de 1964.

[6] Según cuenta Luis Harss (ver nota 1), García Márquez le escribió en noviembre de 1985: “Estoy loco de felicidad. Después de cinco años de esterilidad abso­luta, este libro está saliendo como un chorro, sin problemas de palabras”.

Fuente: http://www.literatura.us/garciamarquez/

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García Márquez, Cortázar y Fuentes unidos por el miedo a volar

García Márquez, Cortázar y Fuentes unidos por el miedo a volar

El escritor colombiano Gabriel García Márquez. (Foto: REUTERS)

Gabriel García Márquez. (Foto: REUTERS)

 El miedo a volar propició que los escritores latinoamericanos Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes vivieran en 1968 una “noche irrepetible” durante un viaje en tren que hicieron juntos por Centroeuropa. El autor de ‘Cien años de soledad’ ha desvelado la anédota en el prólogo de la obra ‘Imagen de Julio Cortázar’ de Ignacio Solares.

El trayecto París-Praga se convirtió en un enorme placer gracias precisamente a Cortázar, que a una pregunta “casual” de Fuentes contestó con una “cátedra deslumbrante” que duró varias horas, recuerda García Márquez en el prólogo de un libro recién publicado por el Fondo de Cultura Económico (FCE).

“Viajábamos en tren desde París (a Praga) porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión“, cuenta García Márquez.

Según ‘Gabo’, en aquel trayecto, en el que atravesaron la entonces dividida Alemania, llegó un momento en que habían “hablado de todo”.

Entonces Carlos Fuentes quiso saber “en qué momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz”, y así se lo preguntó al autor argentino.

“La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolongó hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas con papas heladas”, agregó el autor de ‘Cien años de soledad’.

“Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíble, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonious Monk” (1917-1982), el célebre pianista y compositor estadounidense.

“No sólo hablaba (Cortázar) con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes, como no recuerdo otras más expresivas”, agrega García Márquez.

‘Imagen de Julio Cortázar’, la obra en la que aparece el prólogo del Nobel de Literatura colombiano, reúne entrevistas, cartas y testimonios de escritores y críticos sobre el autor de ‘Rayuela’.

Fuente: http://www.elmundo.es/elmundo/2008/09/25/cultura/1222336016.html

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El arte de leer a García Márquez. Por Juan Gustavo Cobo Borda

El arte de leer a García Márquez
Juan Gustavo Cobo Borda

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Hace medio siglo, en enero de 1957, Gabriel garcía Márquez terminaba el manuscrito de El coronel no tiene quien le escriba en Paris. Era evidente, por el rigor ascético de su estilo despojado, que había surgido un gran escritor. Cumplía así con el compromiso moral que había adquirido con su descubridor literario, Eduardo Zalamea Borda, quien el 28 de octubre de 1947, en El Espectador, ante la publicación de su primer cuento, “La tercera resignación”, había intuido y proclamado sus dotes como escritor. Seria entonces esta breve nota de Zalamea Borda el inicio de una vasta fortuna crítica, que el presente volumen no hace mas que refrendar.
Están reunidas aquí piezas claves de ese corpus crítico, como el pionero ensayo de Ernesto Volkening, de agosto de 1963, aparecido en la revista ECO, y que tan decisiva influencia ejercería en el propio García Márquez. Luego de pedir Volkening que este autor criollo fuese juzgado primero que todo, “en su individualidad, luego a la luz de lo que tenga en común con otros del mismo origen, y solo en ultimo lugar por sus posibles afinidades selectivas con el resto del mundo”, apunta uno de los rasgos claves de su mundo: la fuerza de sus mujeres, afianzadas a la tierra, y capaces de mantener la casa, en medio de las veleidades fantasiosas de los hombres, trátese de guerras inventos o de la ilusión quimérica que suscita un gallo de pelea. Sobriedad narrativa, que pelea con la típica retórica latinoamericana de la selva; capacidad, a través del fragmento, de perfilar todo un mundo; presencia cohesiva del calor tropical como algo que impregna no solo epidemias sino también alma de sus criaturas; y la fuerza de las mujeres para parlamentar con el destino, y aplacarlo en sus inclementes designios. Eran, para decirlo con las propias palabras de Volkening, “representantes, parecidas a las soberanas de un matriarcado venido a menos, que le imprime al medio trivial de Macondo cierto sello de arcaica grandeza”.
Este encanto de un aparente anacronismo es también visible en la nota del nicaragüense Sergio Ramírez cuando recuerda el papel decisivo de Rubén Darío, y de su poesía, en la obra de García Márquez. También las memorias de Rubén Darío comienzan cuando su padre lo lleva a conocer el hielo.
Perry Anderson, el ensayista ingles, autor de El estado absolutista, elabora un agudo paralelo entre Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa a partir de sus respectivas memorias. Si bien hay muchos puntos en común en sus trayectorias –provincia, padre ausente, internados que les fastidian, burdeles, periodismo, lectura deslumbrada de Faulkner- Anderson señala con claridad las diferencias:
“Durante el tiempo que han durado sus vidas, y si la medimos en términos de masacres, represiones, frustraciones y corrupciones, la historia de sus respectivos países no ha podido ser más siniestra, y tales elementos salen a la superficie, como era de esperarse, en sus novelas. Pero las descripciones que de su tierra y sus gentes hace García Márquez, incluso en sus páginas mas pesimistas, están imbuidas de una cierta calidez lírica, de un amor inmutable que no tiene paralelo en el mundo de Vargas Llosa, donde la relación del escritor son su entorno es siempre tensa y ambigua”.
Por su parte el premio Nobel sudafricano J.M. Coetzee al analizar Memoria de mis putas tristes y compararla con el libro que esta en su origen: La casa de las bellas durmientes (1961) de Kawabata, considera que la redención a través del voyerismo de ese viejo depravado “no es mayor cosa. Y su poca monta no se debe a su brevedad”. Esa reivindicación de la pedofilia, en un transito que va de la pasión carnal a la veneración extática, con sus remanentes cristianos de culto a la virgen, proviene mas bien de la pasión culpable de Florentino Ariza por América Vicuña, en El amor en los tiempos del cólera”, donde ahora el mal deseo por su alumna se convierte en el buen amor por Delgadina. Pero Coetzee no se hace ilusiones por los matrimonios entre viejos y jóvenes: le recomienda a García Márquez la lectura de un cuento de Chaucer, donde la pareja, en la madrugada, tras los esfuerzos de la noche de bodas, brinda una imagen destemplada:
“El viejo marido sentado sobre la cama con su gorro de dormir, la piel temblorosa de su cuello flácido; la joven esposa a su lado consumida de irritación y desagrado”.
Esta, como el trabajo de Updike, como la nota de Burgess sobre Crónica de una muerte anunciada y su temática: “Es una situación bien conocida en Europa y en comunidades sicilianas de los Estados Unidos. Es el tema de la opera Caballería rusticana. Es un asunto de cierto remoto interés antropológico. También puede ser considerado como un tema aburrido”, o el trabajo del presidente Juan Bosch contando de su mas cumplido alumno en la Universidad Central de Venezuela cuando daba un seminario sobre el cuento –y que no era otro que García Márquez- renuevan y amplían las perspectivas de lectura de una obra que es ya un clásico, capaz de situar su narrativa en un contexto de lucidez y exigencia critica acorde con su valía. Y que aproximaciones como las de Carlos Monsivais, desde México, o Daniel Samper Pizano, desde Colombia, enmarcan con rigor, entre otras 23 colaboraciones sobre el creador de Macondo.

Fuente: http://www.mcarts.com/cobo/ensayos/leerGabo.html

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Botella al mar para el dios de las palabras

Botella al mar para el dios de las palabras

Gabriel García Márquez

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Julio Cortázar y García Márquez

A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: «¡Cuidado!»

El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.

Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.

La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso?

Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?

Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años.

Fuente: http://www.d24ar.com/nota/318847/botella-al-mar-para-el-dios-de-las-palabras-el-polemico-discurso-de-garcia-marquez-20140417-0204.html

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