GAYATRI CH. SPIVAK: CONCEPTOS CRÍTICOS
Por. María José Vega
Universitat Autònoma de Barcelona
1. La voz del subalterno
2. Subalternidad y sujeto femenino
3. La fantasía nativista
Abreviaturas – Bibliografía citada
Gayatri Chakravorty Spitvak nació en Calcuta en 1942. Por ello, se considera a sí misma como un miembro de la primera generación de intelectuales indios formados con posterioridad a la independencia de Gran Bretaña. Cursó estudios de literatura inglesa en la Universidad de Calcuta, y, posteriormente, de literatura comparada en Estados Unidos. Su tesis doctoral, que dirigió Paul de Man, estaba dedicada a la interpretación de la poesía de Yeats. Ha sido la traductora de Derrida al inglés y es autora de varias monografías de importancia en el ámbito de la crítica postcolonial y de la feminista. Su obra de mayor empeño es, sin duda alguna, A Critique of Postcolonial Reason (1999), aunque posiblemente su texto más conocido sea aún un extenso ensayo publicado en 1988 y retocado y reimpreso en varias ocasiones: “Can the Subaltern Speak?” (1988-1999).
La bibliografía completa de Spivak, ordenada cronológicamente, en:
http://sun3.lib.uci.edu/~scctr/Wellek/spivak/
Las reseñas impresas de sus obras están relacionadas en
http://sun3.lib.uci.edu/~scctr/Wellek/spivak/reviews.html
Pueden verse igualmente:
http://prelectur.stanford.edu/lecturers/spivak/Bibliography.html
http://www.english.emory.edu/Bahri/Spivak.html
La voz del subalterno
La obra crítica de Gayatri Chakravorty Spivak es notablemente heterogénea, tanto por la amplitud de sus intereses como por su preferencia por la metacrítica: ha abordado, por ejemplo, cuestiones relativas a la teoría literaria marxista, a la deconstrucción, al psicoanálisis, a la crítica feminista o a la didáctica de la literatura. Para definir su posición crítica escogió la palabra bricoleur, es decir, la de quien usa sin reparos todo lo que encuentra al alcance de la mano. No obstante, aun reconociendo la multiplicidad de sus aproximaciones críticas al texto, o el bricolage general de sus varios sistemas de referencia, o la heterogeneidad de sus intereses, puede identificarse en su obra una continua dedicación a la teoría literaria postcolonial. De entre todos sus ensayos destaca, por su extraordinaria influencia, un extenso trabajo, continuamente reescrito desde 1988 hasta 1999, dedicado a perseguir, en la historia y la literatura, la voz del subalterno, o, más exactamente, a diagnosticar su ausencia de voz (“Can the Subaltern Speak?”). No obstante, el interés de Spivak por las huellas textuales de la política imperial de las potencias europeas podría remontarse a un trabajo de 1981 sobre el feminismo francés (“French Feminism in an International Frame”), en el que criticaba la enseñanza de la historia literaria del siglo XIX por carecer de alusión alguna al imperialismo o a sus representaciones culturales. Esa laguna no sería más que un indicio de la disimulación histórica y de la persistente estrategia de ocultamiento de la que habría sido objeto el fenómeno imperial hasta el presente: de ahí su interés por el análisis del discurso colonial, y, ante todo, por demostrar que la construcción de la historia (literaria o general) no consiste únicamente en la identificación, elaboración y ordenación desinteresada de hechos y datos, sino que constituye, realmente, un proceso de violencia epistémica, una construcción siempre interesada de una representación, en el sentido fuerte y políticamente saturado que le concede Edward Said en Orientalism. Y no sólo la historia -especialmente la literaria- es, abiertamente, una representación, sino también una narración o un relato, escrito siempre desde un punto de vista dominante, el occidental, y desde los prejuicios y premisas de Europa o de las potencias coloniales. El ejemplo más frecuente en la obra de Spivak es el de la historia de la India, que, a su juicio, ha sido construida (en versión, obviamente, británica) como un continuo orgánico, unitario y homogéneo, y siempre en los términos de la administración colonial. La India de esa “historia de la India” es, en primera instancia, una representación de los poderes coloniales. Por ello, la tarea del crítico literario ante estos textos habría de ser -propone Spivak- la de preguntarse, siempre y en todo caso, quién es representado y por quién, quién deja de ser representado y es, por ello, silenciado u omitido, y cuál es la mecánica de construcción y constitución de los hechos representados: cuáles son, en suma, las estrategias de disimulación y las costumbres narrativas del imperialismo. En todos los casos, habrían de utilizarse los métodos del análisis literario, aplicados a cualquier tipo de discurso, porque tales métodos son especialmente aptos para demostrar la incertidumbre (o, si se prefiere, la indeterminación) entre la ficción y la verdad, y para revelar los entresijos narrativos del relato histórico. Así podrían ponerse de manifiesto los modos de representación del imperialismo y su manera singular de construir la historia: sólo así sería posible producir una nueva narración o una nueva historia literaria, o, alternativamente, sólo así sería factible la construcción de contrahistorias (como, por ejemplo, la que relata cómo los británicos construyeron narrativamente la demografía racial de la India para demostrar la primacía aria).
Spivak parece, pues, compartir con la aproximación psicoanalítica al discurso colonial -con Fanon o con Bhabha- la idea de que el imperialismo no es sólo un fenómeno económico, territorial y estratégico, sino que, en otro plano, es también un proyecto que construye e instituye los sujetos y las conciencias. O, en palabras de Spivak, que “el imperialismo” es también un modo de establecer “una normatividad universal del modo de producción narrativa”, o, si se prefiere, es un modo de contar el mundo. Si se acepta que esto es así, “convertir al nativo en proletario” (como había hecho, por cierto, Sartre) o “ignorar al subalterno” (como sucede en la historia oficial de los administradores coloniales) es “continuar consciente o inconscientemente el proyecto imperialista”. Para que el subalterno se convierta en una figura visible es necesaria una nueva práctica crítica, una nueva intervención sobre los textos, una nueva construcción de la historia.
El término subalterno procede de la teoría política de Gramsci, y, en particular, de un ensayo de los años treinta cuya repercusión en la teoría literaria postcolonial no ha sido valorada aún cabalmente: “Ai margini della storia (Storia dei gruppi sociali subalterni)” de 1934. En principio, Gramsci utilizó en sus escritos el término “subalterno” en alternancia con otros, como subordinado o instrumental, en el contexto de las descripciones sociales: la palabra “subalterno” se refería a todo aquello que tiene un rango inferior a otra cosa, y puede aplicarse, al ser una denominación relativa, a cualquier situación de dominio, y no únicamente a la de clase. Hay quien sugiere que Gramsci concedía al término un sentido exclusivamente político, y que lo usaba, quizá, para evitar las palabras clase y proletario del marxismo ortodoxo, bien por cautela, al escribir desde la cárcel y sometido a censura, bien porque deseara introducir matices diferenciales respecto de estos términos, o bien porque atribuyera a la palabra una función específica: a saber, la de describir los grupos (diversos y heterogéneos) dominados y explotados que no poseen conciencia de clase. Los grupos de estudios subalternos surgidos en los años ochenta, y, en especial el Subaltern Studies Group (constituido en la India postcolonial), conceden sentido a la palabra tanto en el plano político como económico, esto es, para referirse al rango inferior, o dominado, en un conflicto social, para significar así de modo general a los excluidos de cualquier forma de orden y para analizar sus posibilidades como agentes: los historiadores subalternistas pretenden hallar una nueva manera de narrar la historia, que prescinda de los grupos dominantes que han monopolizado tanto el discurso histórico como las ideas nacionalistas tras la independencia, y que permita la adopción de un punto de vista diverso, capaz de conducir la historiografía a un momento de crisis. Cuando Said escribió un escueto prefacio para presentar una selección de estudios de los historiadores del Subaltern Studies Group que se publicó en Oxford en 1988, definió la palabra subalterno tanto en términos políticos como intelectuales, como uno de los polos de una oposición cuyo miembro complementario sería élite o grupo dominante, y, en el caso de la India, que es el que interesaba primariamente al grupo subalternista y a Spivak, el grupo dominante designaría, en particular, al aliado con los británicos que dominaron el país durante trescientos años, y al número reducido y selecto de discípulos, estudiantes o epígonos de los que colaboraron con ellos. De este modo, la palabra subalterno vendría a indicar la dinámica histórica, social y cultural entre la clase hegemónica y el conjunto de personas que, por medios tanto coercitivos como, sobre todo, ideológicos, se somete a ella. El Subaltern Studies Group quería invertir el punto de vista historiográfico hegemónico para escribir la historia subalterna, la que describe la contribución del pueblo por sí mismo, de forma independiente de los grupos dominantes, e identificaba al subalterno con el colonizado, o con el sujeto colonial, al que entendía también como elemento de insurgencia o como agente de cambio. Ocasionalmente, en las definiciones de lo subalterno deslizaban la idea -especiosa- de que también los críticos e historiadores que se ocupan de la tarea de recuperar la acción histórica y la voz textual de los subalternos son a su vez “subalternos” en relación con las formas y discursos dominantes de la historiografía o de la crítica académica: de este modo, el crítico o el historiador subalterno no sólo se dedicaría a identificar las instancias de insurgencia (en términos históricos), sino que también se aliaría, por así decir, con el subalterno, para subvertir el discurso hegemónico, crítico o historiográfico. La obra misma del crítico o del historiador tendría de este modo (o querría tener, más bien) un valor estratégico. Este tipo de intervención savante puede incurrir en la retórica revolucionaria de la ponderación o en la consideración de la escritura crítica como activismo político tout court: las dos maneras de ser ‘subalterno’ – esto es, la del subalterno propiamente dicho y la del crítico o historiador que se presenta a sí mismo como ‘subalterno’ respecto de un discurso hegemónico- son discontinuas y no asimilables.
El Subaltern Studies Group pretende descubrir (más que escribir) una historia del imperialismo contemporáneo alternativa a la de los colonizadores, que perciben su objeto en los términos de la administración colonial (y de las reacciones que suscita), o en los términos de la élite local, esto es, la que tiende (o se reinterpreta que tiende) teleológicamente hacia la independencia como culminación de una lucha dirigida por líderes locales (como, por ejemplo, Gandhi o Nehru). Los historiadores occidentales reproducirían las mismas exclusiones de la práctica imperial, ya que perciben y conceptualizan toda posibilidad de resistencia como una manifestación nacionalista: de este modo, el nacionalismo aparece siempre como forma única de oposición al imperio, ignorando las otras historias y las otras formas de resistencia que no están encabezadas y dirigidas por la élite nacionalista local, por el “grupo dominante” nativo. Frente a ello, el Subaltern Studies Group quiere indagar la actividad histórica de los campesinos (tradicionalmente omitida de las representaciones y de los discursos historiográficos), o, mejor aún, su historia suprimida. En este contexto, ‘subalterno’ es la palabra que nombra al que posee un “atributo general de subordinación”, ya se manifieste en términos de clase, casta, edad, sexo, oficio o de cualquier otro modo. Ahora bien, a falta de textos producidos por los subalternos mismos, este proyecto topa con la dificultad de tener que recuperar la ‘conciencia subalterna’ a través de los textos coloniales y en los archivos y en las narraciones de la historiografía de la élite.
La historia subalterna quiere presentarse, pues, como una suerte de insurgencia respecto de las formas académicas de la historia, ya que trabaja contra las omisiones interesadas, contra lo que da en llamar las “mutilaciones” y “extirpaciones” del positivismo, y contra las formas de reducir al silencio que operan en las narraciones neocoloniales. La tarea historiográfica se centra ahora en la producción de relatos que configuran una conciencia subalterna o una conciencia campesina y en la recuperación, o el intento de recuperación, de una conciencia colectiva en términos marxistas. La crítica literaria de Spivak, y sus trabajos sobre la voz del subalterno, han de leerse como una réplica ceñida de los trabajos del Subaltern Studies Group o, si se prefiere, como una reflexión metodológica sobre sus instrumentos y posibilidades. Censura por ello la producción de relatos (históricos, críticos) destinados a recuperar la conciencia subalterna o campesina; niega que sea posible rastrear la “conciencia colectiva” y rechaza, además, el uso de esa categoría. Los estudios de Spivak sobre los subalternos se alejan de la idea de la recuperación de la conciencia o de la voluntad subalterna, actividad que, a su juicio, no es más que una ficción teórica que permite justificar un proyecto de lectura. Esa historia del grupo subalternista no sería más que una forma de intervenir teóricamente sobre el objeto, ya que, en la mayor parte de los casos, no hay certezas sobre la posición de los subalternos (o al menos, no directamente) y, además, porque predica la existencia de una subjetividad subalterna que se manifestaría en actos de insurgencia. Spivak, en cambio, sugiere que el historiador o el crítico no ha de indagar la existencia de una conciencia mal documentada e incierta sino, en su lugar, la supresión de la conciencia que acometen sistemáticamente los textos que el investigador analiza. La posición del sujeto es, además, heterogénea y compleja, y está implicada en relaciones no menos complejas de dominación (de clase, de raza, de género), o está sometido a estrategias diversas de supresión y silenciamiento. El surgimiento y la irrupción del subalterno en el ámbito de la hegemonía son siempre, por definición, heterogéneos a los esfuerzos del investigador. Es más, el subalterno constituye realmente un lugar límite, o, si es prefiere, es el “límite absoluto” del discurso narrativo histórico. O, en otros términos, la historia subalterna sólo sería posible si se produce en esos puntos en los que la historiografía convencional evidencia sus fracasos cognitivos y sus lugares de impotencia.
El problema metodológico que ha suscitado el Subaltern Studies Group es muy relevante para la crítica, el comparatismo y la historia postcoloniales, ya que los textos y documentos de los que disponen los investigadores han sido escritos, conservados y ordenados por los colonizadores o por las élites locales. De hecho, el grupo subalternista se instituyó para responder a una pregunta fundamental, a saber: ¿qué ha de hacer el crítico o el historiador si desea identificar y hallar la voz y la actividad de los colonizados y, especialmente, si desea escudriñar las formas de resistencia simbólica, textual, cultural y política? El grupo intentaba, pues, inscribir en el discurso histórico y crítico esa voz silenciada u omitida, que decía recuperar mediante una lectura interlinear. Spivak, en cambio, entiende que la conciencia es un efecto textual y que, por ello, esa solución es inaceptable. A la pregunta de ¿pueden hablar los subalternos?, la respuesta es, necesariamente, no, porque su conciencia es irrecuperable. No hay una voz a la que hacer hablar, sino sólo designaciones en los textos. Las voces silenciadas por el imperio son, en sí mismas, irrecuperables.
El proyecto de Spivak se revela así como extraordinariamente corrosivo para algunos presupuestos de la crítica literaria contemporánea (y para su confianza epistemológica) y, particularmente, para el de las voces, polifonías y heteroglosias de Bajtín y sus seguidores, por no mencionar a los teóricos y defensores de la literatura testimonial como forma de expresión de los excluidos o como vehículo de la voz de los sin voz. La demostración de la irrepresentabilidad desde sí y la indagación de las posiciones posibles del sujeto son demoledoras para con el tipo de análisis del discurso narrativo que se impone con La imaginación dialógica. Spivak ilustra sus tesis sobre la irrecuperabilidad de la conciencia y de la voz del subalterno (o mejor de su silenciamiento histórico y textual) con el ejemplo de la práctica del sati, esto es, el sacrificio ritual de las viudas hindúes, que se inmolaban en la pira funeral del marido. Esta práctica había sido prohibida en 1929 por la administración colonial, a pesar de que los británicos habían adoptado el principio general de respetar la ley hindú. Spivak arguye que la figura del sati desaparece entre las posiciones que para ella han construido los demás. Habría, pues, dos versiones de la libre voluntad de la viuda y del significado de la inmolación. Los británicos prohíben su práctica porque la entienden como un crimen y como una tortura, porque la encuentran repugnante y contraria a razón. La élite colonizada, en cambio, promueve una versión nacionalista y romántica de la pureza, la fuerza y el amor de la mujer que se inmola voluntariamente. En la figura del sati, la viuda está ausente, a pesar de que es objeto de una continua reescritura: está ausente del discurso imperial, cuya fantasía y representación del sati es la del hombre blanco que salva a las mujeres de la brutalidad de los nativos y de una costumbre pagana y atroz; está ausente también del discurso nacionalista y patriarcal indio, cuya fantasía y representación del sati es que son las mujeres las que, libremente, escogen morir. En ninguna de estas representaciones está la voz del subalterno: sólo es una ausencia, un momento de desaparición. Hay versiones de la voluntad de la viuda, pero son versiones de otros, porque las subalternas, las viudas, carecen de lugar de enunciación y de posibilidad de enunciar. El subalterno no ha dejado huellas que puedan ser recuperadas para producir una contra-historia: carece de posición desde la cual poder hablar y convertirse en sujeto. No produce un discurso. O, si se prefiere, el sujeto se convierte en un lugar de conflicto de discursos, en la instancia a la que se le asigna voluntad y palabra. Algunos críticos han querido confutar a Spivak compilando anécdotas sobre las palabras que gritaban las viudas al arrojarse al fuego. Esta argumentación evidencia que no han captado cabalmente su tesis, que no afirma que el subalterno calle en sentido literal, sino que la palabra del subalterno no alcanza el nivel dialógico ni accede a un lugar enunciativo.
La moraleja metodológica de los trabajos de Spivak es que no hay, ni puede haber, una historia alternativa que pueda escribirse desde la posición del subalterno. Tampoco habría una crítica o una hermenéutica capaz de recuperar su voz, por lo que los críticos habrán de contentarse con indagar una omisión o un silencio. Al hablar de los subalternos, de su voz y de su carencia de lugares de enunciación -o, en el ejemplo, del silencio y la ausencia de la viuda del sati- Spivak vuelve, en realidad, aunque con otros términos, sobre algunas cuestiones epistemológicamente relevantes del análisis del discurso colonial. La posición del sujeto o la constitución del lugar de la enunciación replantea el problema del permiso para narrar (permission to narrate) del que había hablado Edward Said. En términos epistemológicos, es ésta la cuestión capital del Moi, Pierre Rivière, ayant égorgé ma mère… (1973), el libro de Foucault sobre el parricida Rivière cuyo título dota de voz -por así decir- al criminal. El propósito inicial de Foucault y su taller era el de dar cuenta de los modos que rigen la elaboración -en el primer tercio del siglo XIX- de los conceptos destinados a integrar las conductas antes consideradas criminales dentro del discurso médico (es decir, de ese espacio de diagnóstico y tratamiento que define el orden médico y sus poderes): los documentos del caso Rivière evidenciaban, de forma ejemplar, la batalla de discursos y las relaciones de poder -o de poder y saber. En ellos no interesa tanto la posición del parricida, cuanto el análisis de las posiciones que el discurso (incluido el discurso “científico”) atribuye al parricida.
Foucault se había propuesto “hacer visibles” los mecanismos jurídicos y médicos que rodean a Pierre (y no, por cierto, la recuperación de su conciencia), por entender que a menudo es posible hacer visible lo que ha permanecido invisible mediante un cambio de nivel, de tal manera que pueda abordarse un estrato de materiales que previamente no había sido considerado pertinente para la historia o al que no se le había reconocido ningún valor moral o estético. En la historia de la locura, de la clínica y de la penitenciaría, Foucault abordó además el problema de cómo articular lo que ha sido silenciado y olvidado: es ésta también una de las cuestiones axiales de sus informes sobre el hermafrodita Herculine Barbin y el asesino Rivière, cuyo problema metodológico fundamental es, también (aunque no únicamente), de orden discursivo (el de hacer hablar lo silenciado). En estos trabajos, Foucault ha reflexionado ordenadamente sobre el poder como invitación a la articulación (y no sólo como instancia del silenciamiento) y sobre los protocolos para hablar de sí, para enunciar sobre sí. No obstante, más allá de los documentos existe una condición no discursiva, una red de poder que es la que permite al individuo hablar y actuar. El caso de Pierre Rivière evidencia el momento en el que el criminal pasa de ser objeto de un sistema penal a ser objeto de un sistema médico: entre su condición de criminal y su condición de enfermo o de loco, Rivière es representado de formas diversas, pero, en cualquiera de sus condiciones, carece de un lugar enunciativo socialmente relevante, o de una modalidad de discurso.
Cuando Said puso su monografía sobre el orientalismo al amparo de una cita de Marx eligió una frase de El dieciocho Brumario que cifra, en cierto modo, lo que habría de ser la discusión sobre el subalterno en la teoría literaria de la última década: es la que habla de lo representable y de lo irrepresentable, de los que supuestamente no saben representarse a sí mismos y, por tanto, han de ser representados. Esta situación es la que él aplica al oriental, objeto de incesantes representaciones en occidente, y es la que, de hecho, Spivak aplica al subalterno en general (y al colonizado en particular, con sus muchas categorías) que es también el que no puede representarse a sí mismo. La voz del subalterno no existe, pues, porque, en cierto modo, si el subalterno hablara, o se representara, habría comenzado a dejar de ser ‘subalterno’, a incumplir una de las condiciones de la subalternidad, que es la imposibilidad de representarse a sí y desde sí, no porque “no sepa”, como suponía El dieciocho Brumario, sino porque carece de un lugar enunciativo reconocido como tal.
Subalternidad y sujeto femenino
La pregunta por la voz del subalterno -aunque en otros términos- es especialmente pertinente para la crítica feminista. Baste recordar que la cuestión que inspiró algunos textos clásicos del feminismo -los más importantes de los ensayos de Virginia Woolf, por ejemplo- es precisamente la de por qué las mujeres apenas escriben o no escriben en absoluto. La parábola de Judith Shakespeare, la supuesta hermana de William, que se cuenta en A Room of One’s Own, es una fábula sobre la imposibilidad o dificultad de la escritura (y especialmente del texto para el teatro) en la Inglaterra isabelina: o, si se quiere, una fábula sobre el acceso de las mujeres a los lugares de enunciación. Una buena parte de la crítica feminista ha acometido el proyecto de exhumar y recuperar la voz femenina, o, alternativamente, el de describir la obliteración de la voz femenina y de sus posibilidades de actuación. No sólo se interesa, por tanto, por lo que escriben las mujeres, sino que también indaga por qué, en muchos períodos y lugares, las mujeres no pueden escribir. Importa conocer, en suma, las condiciones que propician o dificultan su acceso a la escritura y cuáles son los modos y lugares de enunciación que se le reservan.
Cuando el grupo subalternista se pregunta por el lugar del desposeído, del subalterno, o del excluido, en la historia general del colonialismo, o de las formas de recuperar o de escribir una historia que desplace el punto de vista del administrador y de las élites nativas, parece reproducir la pregunta que en 1929 planteaba Woolf a propósito de la historia de las mujeres en la época isabelina: si la mujer no tuviera otra existencia que la de los textos que han escrito los hombres (es decir, si la leemos como designación), afirmaba Woolf, podríamos imaginarla como un ser de la mayor importancia. En la realidad, sin embargo, era insignificante, y aunque está presente en la poesía, está ausente de la historia. En la ficción, domina a reyes y caballeros; en la realidad, es la esclava de cualquier muchacho a quien sus padres hubieran puesto un anillo en el dedo. En la literatura, se ponen en sus labios muchos de los pensamientos más sublimes y profundos: en la vida real, lee a duras penas, no escribe o lo hace con faltas de ortografía, y era propiedad de su marido. La historia apenas la menciona: ocasionalmente aparece una reina o una gran señora, pero las mujeres de clase media, sin otros bienes que su determinación o su inteligencia, no parecen haber tomado parte en los grandes movimientos del pasado que han descrito los historiadores. No está en las colecciones de memorabilia, no ha dejado dramas, ni poemas: rara vez escribe su autobiografía o lleva un diario, y sólo quizá podría atribuírsele un puñado de cartas. Sería necesario, concluye, recoger toda la información dispersa, saber a qué edad contrae matrimonio, cuántos hijos tiene, cómo es su casa, si cocina, o de qué enferma. Las escasas historias de Inglaterra que hablan de las mujeres de la época isabelina dicen muy poco: que pegar a las esposas era un derecho reconocido y practicado, que el rechazo del matrimonio podía comportar castigos físicos, que las bodas se concertaban cuando las partes estaban casi en la cuna, que no podían, normalmente, tener bienes. Pero como sería osado proponer que la historia pueda rescribirse para reunir estos datos dispersos, podría al menos proponerse, concluye Wolf, algo más modesto, como, por ejemplo, escribir un simple suplemento, con algún nombre poco conspicuo, que diera cuenta de la vida de las mujeres. Pero de la vida desde fuera, ya que, desde dentro, esa historia no es posible: no hay voz ni apenas huellas textuales, sino representación, o un conjunto de posiciones discursivas concedidas, o asignadas, por las voces de otros.
La subalternidad designa una posición relativa, ya que el lugar del subalterno puede ser tal por razones de raza, de clase o de género -o por todas esas razones a la vez. La crítica feminista y la postcolonial se reúnen, pues, en algunos principios y conceptos, y, sobre todo, en la percepción de una analogía entre la situación marginada o subordinada de la mujer y del colonizado. En ambas recurren cuestiones semejantes, (como la pregunta por la voz de los sin voz, por las instancias de silencio o extirpación de la presencia femenina o del subalterno colonial), o se detectan estrategias comunes (como la contraescritura, o las lecturas críticas y no cooperativas de los grandes textos canónicos y de sus presupuestos ideológicos), o se diagnostica una misma desconfianza hacia la supuesta neutralidad de los discursos disciplinarios y científicos. No obstante, la crítica feminista y la postcolonial tienen también muchos puntos de desencuentro. A finales de los años setenta, la teoría literaria feminista occidental fue sometida al escrutinio de “otra” teoría literaria feminista, la que comenzaba a hacer un uso aún tímido de los instrumentos de la crítica postcolonial y, a comienzos de los ochenta, se afirmó un modo de análisis que censura a la crítica feminista europea y americana su participación decidida en el discurso colonialista. Este mutuo recelo entre feminismos de distinto origen explica el punto de partida de la crítica de Spivak, que es quizá la autora más conocida que conjuga la aproximación feminista y postcolonial al texto literario. En efecto, Spivak es extremadamente cautelosa con las tesis del feminismo occidental y en varios de sus trabajos manifiesta la sospecha de que algunos modelos de crítica feminista pueden reproducir inconscientemente prejuicios imperialistas. No serían los menores, a su entender, los que transmiten la valoración del individualismo femenino como bien supremo, o una noción de feminismo que carece de determinación histórica, o una posición anti-teórica, según la cual los métodos más intuitivos e incluso más primitivos son más adecuados para leer y aproximarse a los textos de las culturas también “primitivas”. Spivak lamenta particularmente aquellos momentos en los que “la perspectiva … de la crítica literaria feminista reproduce los axiomas del imperialismo”: la celebración de la literatura femenina europea -especialmente en el ámbito anglosajón- y la utilización de un creciente refinamiento teórico para su análisis, solían ir acompañadas, a su parecer, por una aproximación condescendiente y exclusivamente bibliométrica a la literatura “del tercer mundo”.
Según sostiene Spivak, la aparición de la “mujer del tercer mundo” en la crítica y en la historia reproduce el proceso colonizador y paternalista, porque esas mujeres están construidas y percibidas a partir de los patrones y criterios del feminismo occidental. Para enmendar esto no bastaría con señalar la especificidad social e histórica de todos y cada uno de los contextos que se dan en llamar “tercer mundo”, sino que habría que indagar la producción y constitución (heterogénea) de la mujer como sujeto. Esto es, el subalterno, cuando se estudia desde el punto de la construcción social de las diferencias de sexo, tiene una posición diferente de la del subalterno como sujeto de clase: la posición histórica de la mujer está determinada por dos formas de dominación, el patriarcado y el imperio, y, por ello, tiene posiciones complejas, y contradictorias como sujeto.
Si la crítica feminista de Spivak y sus reflexiones sobre la voz de los subalternos tienen puntos de encuentro, el más evidente es, sin duda, el que da en llamar el “subalterno femenino”, o la mujer subalterna, que no deja huellas, y, en su doble subalternidad, carece aún más agudamente de una posición desde la que constituirse en el sujeto de una enunciación. Es aquí pertinente, de nuevo, el ejemplo del sati: tanto la versión británica como la nacionalista (esto es, tanto la imperial como la patriarcal) obliteraban la voz y la capacidad de enunciación del sujeto, y, por tanto, no dejaban lugar para su voluntad, sino sólo para construcciones, o representaciones, de su voluntad. La mujer subalterna (gendered subaltern) no tiene un lugar desde el que hablar, porque, “entre el patriarcado y el imperialismo”, afirma Spivak, “la figura de la mujer desaparece”, o se convierte en una suerte de figuración desplazada. Y concluye: “el caso del sati como ejemplo de la mujer-en-el-imperialismo […] señala el lugar de la desaparición con algo distinto al silencio y a la no existencia, con una violenta aporía entre la condición de sujeto y objeto”.
La tesis principal de Spivak, pues, no es, exactamente (y en términos triviales) que la mujer como tal no pueda hablar, o que no existan huellas de su conciencia: es, sobre todo, que a la mujer subalterna no se le asigna una posición de enunciación (“There is no space where the subaltern (sexed) subject can speak”). Aunque el lugar del sati pueda entenderse como una posición enunciativa, no está permitido hablar desde ella: siempre hay alguien que habla o enuncia en su lugar y por ella, de tal manera que es reescrita continuamente como el objeto del patriarcado y el imperio. O, en términos más drásticos, no es un “sujeto”, sino un “significante”. Todas las cuestiones metodológicas y de principio abordadas en la reflexión sobre el subalterno son pues adecuadas, e incluso doblemente adecuadas, para describir la voz femenina en los textos literarios e historiográficos. Es más, en los escritos de Spivak, la mujer colonial acaba por encarnar de forma especialmente ejemplar la condición misma de la subalternidad, si tal neologismo es posible. Los historiadores se esforzarían en vano por encontrar en los textos coloniales una voz auténtica (en cualquier tipo de documento, en cualquier forma o soporte) que pueda corresponderse con la noción occidental de la palabra como expresión plena de la subjetividad: sólo los críticos literarios estarían en grado de producir otro tipo de conocimiento histórico y de revelar la estructura y el modo de asignación de esas posiciones del sujeto. De forma análoga, la mujer subalterna de la crítica feminista no podría constituirse simplemente en objeto de la investigación: en vez de rastrear una conciencia irrecuperable, el crítico debe señalar el lugar de la desaparición de la mujer como una aporía, como un punto ciego, como un límite de la comprensión y el conocimiento.
Es, pues, imposible recuperar a la mujer subalterna, y sería imposible hacerle hablar desde el silencio impuesto por la historiografía, porque el sujeto se constituye como tal en virtud de las posiciones enunciativas que se le permiten. No se puede contrarrestar la violencia epistémica del imperio mediante la producción (o el hallazgo y exhumación) de textos que hablan desde una posición nativista, por la simple razón de que no hay una historia nativista alternativa, salvo en la ficción literaria sustitutoria. Del mismo modo, no puede recuperarse la voz de la mujer subalterna y colonial, salvo como construcción ficticia de la crítica. En “Three Women Texts” (1986), Spivak analiza un caso paradigmático de cómo al sujeto colonial, y a la mujer colonial, en particular, puede investírsela con la función casi única de consolidar la identidad del colonizador: ese ejemplo es el del destino que Charlotte Brontë concede, en Jane Eyre, a Bertha Mason, la esposa loca que Rochester tiene encerrada en el ático. Muy pocos lectores de la novela habían reparado entonces en que Bertha es una criolla jamaicana, y, por ello, colonial. A juicio de Spivak, esta figura marginal demuestra la importancia de la función de la subalterna en la economía narrativa de la novela:
“En esta Inglaterra de ficción, [Bertha] debe cumplir su cometido…, incendiar la casa y matarse para que Jane Eyre pueda convertirse en la heroína feminista e individualista de la narrativa británica. Yo quiero leer esto como una alegoría de la violencia epistémica del imperialismo, como la construcción de un sujeto colonial que se inmola para mayor gloria de la misión social del colonizador”.
La lectura común del feminismo angloamericano había convertido a Bertha Mason en doble y réplica del personaje de Jane Eyre, de tal modo que las salidas de Bertha (sus episódicas escapadas del cautiverio) se entendían, por ejemplo, como metáforas narrativas del deseo de rebelión de Jane, cuando no como metáforas de su deseo sexual. Spivak, en cambio, sostiene que la dimensión racial y colonial de la posición narrativa de Bertha se “sacrifica” literalmente -con su muerte final- en pro de la causa de la emancipación de Jane. El uso de la mujer del tercer mundo para reforzar la identidad de la mujer del primero es, según Spivak, un motivo común (o, mejor, un frecuente vicio intelectual) no sólo de la novela metropolitana, sino también de muchos análisis feministas: no es infrecuente, por ejemplo, que la crítica celebre los personajes femeninos metropolitanos por su singularidad y su individualismo, frente a la presencia, siempre colectiva y coral, de las mujeres de cualquier otro lugar del mundo.
La lectura de Spivak identifica en Jane Eyre dos apropiaciones diversas, la de la esclavitud y la del sacrificio. El discurso de la esclavitud está presente en toda la novela de Brontë, a pesar de que no haya esclavos en la narración: en las décadas inmediatamente anteriores a la aparición de la obra, en 1847, éste era el tema político más relevante; desde 1807 (fecha en la que -sobre el papel- Gran Bretaña termina con el tráfico de esclavos) hasta 1834 y 1840 (fechas en las que se concreta la legislación emancipatoria y se celebra la convención antiesclavista) tienen lugar varias rebeliones y motines de esclavos en las posesiones occidentales del imperio británico, y especialmente en Jamaica y en Barbardos. La muerte de Bertha en una “pira funeral” que ella misma ha encendido para su marido, Rochester, es, según Spivak, un préstamo ideológico de la práctica hindú del sati o inmolación ritual. El sacrificio queda justificado por el final (digamos) feliz: esto es, porque Rochester, ya viudo, puede casarse con Jane. Por otra parte, la novela está llena de referencias a los deseos de Jane de ser misionera para “liberar” a las mujeres de los harenes y de la ignorancia pagana. Spivak cree que estos motivos tienen la virtud de situar a la idea y la figura de la mujer del tercer mundo, respecto de la del primero, en una situación semejante a la del colonizado respecto del colonizador. Sería evidente, a su juicio, que el deseo de Jane de educar a las mujeres de las colonias presenta a éstas últimas privadas de la condición de agentes, y las sustituye por una figura que necesita ser emancipada, esto es, que las convierte en el “Otro de la mujer europea”.
La moraleja del caso de Jane Eyre habría de ser, en lo que concierne a la crítica feminista, ejemplar: Spivak sostiene que lo que una buena parte del feminismo considera una “estrategia liberadora” puede ser también un instrumento de opresión y que el discurso crítico, que ha creado el paradigma feminista e individualista de Jane Eyre, ignora a la vez la condición colonial de Bertha Mason. La crítica angloamericana promocionaría, pues, los valores de la mujer occidental como si fueran los valores de todas las mujeres: es más, incluso la crítica mejor intencionada y aparentemente más radical podría, a su vez, y siempre a juicio de Spivak, ser opresiva o imperial cuando se la considera en un contexto diferente.
Los trabajos de Spivak sobre crítica feminista están destinados, sin excepciones, a detectar la complicidad del discurso feminista occidental con el discurso imperial, bien porque proyecte automáticamente las categorías occidentales de aproximación a la literatura, bien porque considere el tercer mundo como un todo homogéneo y sitúe e interprete todos sus textos en el contexto del nacionalismo. Spivak quiere centrar sus ejercicios de lectura en la representación del subalterno a partir de las posiciones del sujeto, que, a su vez, son un producto de las formaciones discursivas sobre la raza, la clase, el sexo y el imperio. Esta aproximación tendría, a su juicio, la virtud de procurar a la teoría y al comparatismo institucionales nuevos temas y argumentos, que atienden a la teoría y la técnica de la representación, a las implicaciones de la posición del investigador, a las diferencias de las situaciones de enunciación y a la inscripción textual de las especificidades locales. Ha de recordarse que estos intereses parten de la convicción de que hay voces, posiciones y lugares irrecuperables, de las que sólo puede estudiarse la representación que les ha sido asignada en los archivos del imperialismo y del patriarcado local y nacionalista.
La fantasía nativista
Estos principios sobre lo irrecuperable en las relaciones coloniales conducen necesariamente a la crítica del neonacionalismo y de algunos de los principios más queridos de una parte de la teoría postcolonial reciente, como los que conciernen a las alegorías nacionales, las autobiografías simbólicas o la recuperación, mediante la ficción literaria, de la comunidad perdida o de la historia precolonial. Spivak sostiene que estas fantasías nativistas no contestan el imperio, sino que reproducen sus vicios intelectuales. El concepto mismo de tercer mundo, tan frecuente en la crítica norteamericana, adolecería del importante defecto de hacer homogéneo lo heterogéneo, y de sesgar la discusión o la reflexión teórica hacia problemas invariablemente relacionados con el nacionalismo o con la raza. De este modo, Spivak censura por igual dos actitudes críticas que cree complementarias, la de la admiración hiperbólica hacia el nativo y la de la culpa piadosa: ambas convertirían al nativo colonizado en un repositorio de información cultural preciosa y pura, lo que sería, a su juicio, un indicio claro de la inversión del etnocentrismo.
Con esta expresión, Spivak se refiere a la valoración entusiasta de todas las manifestaciones culturales precoloniales, a la celebración indiscriminada de cualesquiera prácticas indígenas, y a la denigración, también vehemente, de todo lo que está asociado al período de la colonización. La continua invocación del nativismo o la nostalgia de una cultura reprimida idealizan un “origen” -siempre presunto y siempre perdido- y la posibilidad de que pueda recuperarse en todo su esplendor y plenitud: no conceden, en cambio, que la idea misma del origen perdido, del “otro” que el colonizador habría suprimido, sea una réplica de la visión que el colonizador tiene de sí mismo. Ese pasado original y esa cultura purísima constituyen, verdaderamente, una herencia europea, o, si se prefiere, son una imagen especular de Europa. El argumento nativista reproduce una fantasía de los orígenes que es puramente occidental: es decir, reproduce, proyectada sobre la sociedad “perdida” del otro, la fantasía europea sobre su propio origen. Spivak llega a describir su tarea intelectual como la identificación y la crítica de esa “nostalgia” y de sus muchas variedades, que se manifestarían de forma especialmente patológica en el estamento académico. Entre sus vicios argumentativos no sería el menor el de aceptar (y celebrar) la posibilidad de recuperar una historia libre y exenta de las inscripciones coloniales. Esta posición contesta tácitamente las tesis de Fanon en Les damnés de la terre, o las posiciones defendidas por Boehmer, Moura o Jameson, que atribuyen a las literaturas postcoloniales esa función simbólica e identitaria fundamental. La inversión del etnocentrismo implica la adopción irreflexiva del principio de que la crítica al imperialismo, por sí misma, “restaurará la soberanía y la identidad perdida de las colonias”. Cabría añadir que el tema de la nostalgia por el origen perdido no es una característica propia del nativismo y del indigenismo en la situación colonial o postcolonial, o el resultado de la acción imperial: es también un rasgo propio del ideario nacionalista y de la literatura nacionalista europea. Es ésta una característica que comparten el idilismo rural vasco que estudió Jon Juaristi en la literatura fuerista y en las novelas de Arana, el bardismo escocés e irlandés, o la boga germanista de algunos países centroeuropeos que analiza Poliakov: la fantasía del pasado inspira tanto el fraude literario de Ossian como las ensoñaciones del celtismo poético gallego. Podría decirse, pues, que el nativismo postcolonial mimetiza una característica propia de la nacionalización de las literaturas europeas en el siglo XIX.
En este sentido, Spivak observa que los que se limitan a invertir la dialéctica del colonizador se mantienen dentro de los términos instaurados por el él. La inversión de las oposiciones es un indicio de que se es prisionero de sus términos, o de que éstos se aceptan íntimamente, aunque se denuncie su jerarquía. Cuando se debate, por ejemplo, si el nacionalismo es un arma de resistencia al imperialismo, se olvida que la nación y la autodeterminación nacional son ideas propias de esa misma cultura occidental a la que se quiere resistir. Paradójicamente, es occidente el que acaba por proporcionar los instrumentos mismos de la resistencia a occidente. El (neo)nacionalismo, según Spivak, es un producto del imperialismo: no lo desmantela, por tanto, sino que lo prolonga. Incluso la crítica literaria y la historiografía postcoloniales pueden caer en la trampa de no percibir los casos de “resistencia subalterna” que no se ajustan a un modelo de resistencia concebible en términos occidentales. O, si se prefiere, se produce una restricción del conocimiento a los protocolos de los paradigmas occidentales o de la racionalidad occidental. Curiosamente, Spivak concibe la literatura como un modo de conocimiento capaz (o más capaz) de escapar parcialmente del discurso dominante: la literatura permitiría -por su condición literaria, valga la redundancia- distanciarse de “el proyecto de la razón” y procuraría esa distancia suplementaria sin la cual el discurso de la razón se legitimaría incesantemente a sí mismo. Esta idea de literatura, entendida como único escape real al poder de las formaciones discursivas, acabaría por ser comparable a la noción de distancia crítica de Edward Said, que implica también “salir” del mecanismo del discurso para percibir mejor sus premisas.
Abreviaturas
CPR Spivak, Gayatri C., A Critique of Postcolonial Reason
CSS Spivak, Gayatri C., “Can the Subaltern Speak?”
IOW Spivak, Gayatri C., In Other Worlds
ISD Spivak, Gayatri C., “Imperialism and Sexual Difference”
OTM Spivak, Gayatri C., Outside in the Teaching Machine
PCC Spivak, Gayatri C., The Post-Colonial Critic
RS Spivak, Gayatri C., “The Rani of Sirmur”
SSG Subaltern Studies Group
TWT Spivak, Gayatri C.,”Three Women Texts and the Critique of Imperialism”
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