Sobre cine. Roland Barthes
Roland Barthes
Abrimos aquí una serie de entrevistas con ciertos testigos notables de la cultura contemporánea.
El cine se ha vuelto un objeto de cultura al mismo titulo que los demás, y todas las artes, todos los pensamientos, tienen que referirse a él, como él a ellos. Es este fenómeno de información recíproca, a veces evidente (no siempre se trata de los mejores casos), a menudo difuso, el que querríamos, entre otras cosas, tratar de precisar en estas conversaciones.
El cine, siempre presente, sea en último término o sea en primer plano, será situado, por lo menos así lo esperamos, en una perspectiva más amplia, que nos pueden hacer olvidar el archivismo o la idolatría (los cuales también cumplen su papel).
Roland Barthes, autor de El grado cero de la escritura, de Mitologías, de un Michelet, de Sur Racine, así como de innumerables y muy estimulantes artículos (dispersos hasta el presente en Théâtre Populaire, Arguments, la Revue de Sociologie Française, Les Lettres Nouvelles, etc., pero cuya recopilación próxima esperamos), primer desbrozador y comentador francés de Brecht, es el primero de nuestros huéspedes de honor.
¿Cómo integra usted el cine en su vida? ¿Lo considera como espectador, y como espectador crítico?
Tal vez sería necesario partir de los hábitos de cine, de la manera en que el cine llega a nuestra vida. Yo no voy muy seguido al cine, apenas una vez por semana. En cuanto a la elección del film, en el fondo no es jamás totalmente libre; no cabe duda que preferiría ir al cine solo, porque para mí el cine es una actividad enteramente proyectiva; pero como consecuencia de la vida social es más frecuente que vayamos al cine en pareja o todo un grupo y, a partir de ese momento, la elección se vuelve, lo queramos o no, forzada. Si yo eligiera de manera puramente espontánea, mi elección tendrá que tener un carácter de improvisación total, liberada de todo tipo de imperativo cultural o cripto-cultural, guiada por las fuerzas más oscuras de mí mismo. Lo que plantea un problema en la vida del usuario de cine es que existe una suerte de moral más o menos difusa de las películas que hay que ver, impera tivos de origen cultural forzosamente, que son bastante fuertes cuando se pertenece a un medio cultural (aunque más no sea porque hay que ir en contra para ser libre). Algunas veces eso tiene su lado bueno, como todos los esnobismos. Uno siempre está un poco dialogando con esta especie de ley del gusto cinematográfico, que es tanto más fuerte probablemente cuanto más fresca es esta cultura cinematográfica. El cine ya no es más algo primitivo; ahora se distinguen en él fenómenos de clasicismo, de academismo y de vanguardia y uno se encuentra colocado por la evolución misma de este arte, en el medio de un juego de valores. De tal modo, cuando elijo, las películas que hay que ver entran en conflicto con la idea de imprevisibilidad total que representa el cine todavía para mí y, de manera más precisa, con las películas que espontáneamente querría ver pero que no son las películas seleccionadas por esa especie de cultura difusa que está haciéndose.
¿Qué piensa usted del nivel de esta cultura, todavía muy difusa, cuando se trata del cine?
Es una cultura difusa porque es confusa. Quiero decir con esto que en el cine hay una especie de entrecruzamiento posible de los valores: los intelectuales se ponen a defender las películas de masas y el cine comercial puede absorber con gran rapidez las películas de vanguardia. Esta aculturación es propia de nuestra cultura de masas y del cine comercial, pero tiene un ritmo diferente según los géneros: en el cine parece muy intensa; en literatura los cotos están mucho mejor guardados; no creo que sea posible adherir a la literatura contemporánea, la que se hace actualmente, sin un cierto saber incluso técnico, porque el ser de la literatura está puesto en su técnica. En suma, la situación cultural del cine es actualmente contradictoria: moviliza técnicas, de allí la exigencia de un cierto saber y un sentimiento de frustración si no se lo posee, pero su ser no está en su técnica, contrariamente a la literatura: ¿se imagina usted una literatura-verdad, análoga al cine-verdad? Con el lenguaje sería imposible, la verdad es imposible con el lenguaje.
Sin embargo, nos referimos constantemente a la idea de un “lenguaje cinematográfico”, como si la existencia y la definición de ese lenguaje fueran emitidas universalmente, ya sea que se tome la palabra “lenguaje” en un sentido puramente retórico (por ejemplo las convenciones estilísticas atribuidas al contrapicado o al travelling), ya sea que se lo tome en un sentido muy general, como relación de un significante y de un significado.
En lo que a mí concierne, probablemente porque no he logrado integrar el cine a la esfera del lenguaje, lo consumo de una manera puramente proyectiva y no como un analista.
¿No habría, si no imposibilidad, al menos dificultad del cine para entrar en esta esfera del lenguaje?
Se puede tratar de situar esta dificultad. Nos parece, hasta el presente, que el modelo de todos los lenguajes es la palabra, el lenguaje articulado. Ahora bien ese lenguaje articulado es un código, utiliza un sistema de signos no analógicos (y que en consecuencia pueden ser, y son, discontinuos); a la inversa, el cine se ofrece a primera vista como una expresión analógica de la realidad (y además, continua); y una expresión analógica y continua, no sabemos por cuál punta tomarla para introducir, comenzar en ella un análisis de tipo lingüístico; por ejemplo ¿cómo hacer variar el sentido de una película, de un fragmento de película? Así pues, si el crítico quisiera tratar al cine como un lenguaje, abandonando la inflación metafórica del término, debería primero discernir si hay en el continuo fílmico elementos que no son analógicos, o que tienen una analogía deformada, o transpuesta, o codificada, provistos de una sistematización tal que se los pueda tratar como fragmentos de lenguaje; éstos son problemas de investigación concreta que no han sido abordados todavía, que podrían serlo al principio por especies de tests fílmicos, a partir de allí se vería si es posible establecer una semántica, incluso parcial (sin duda parcial), de la película. Se trataría, aplicando los métodos estructuralistas, de aislar elementos fílmicos, de ver cómo son entendidos, a cuáles significados corresponden en tal o tal caso, y, haciendo variar, de ver en qué momento la variación del significante implica una variación del significado. Entonces habríamos aislado en la película unidades lingüísticas con las que luego se podrían construir las “clases”, los sistemas, las declinaciones.(1)
¿Esto no coincide con ciertas experiencias hechas al fin de la época muda, en un plano más empírico, principalmente por los soviéticos, y que no han sido muy concluyentes, salvo cuando esos elementos de lenguaje fueron retomados por un Eisenstein en el interior de una poética? Aunque cuando esas búsquedas se quedaron en el plano de una pura retórica, como un Pudovkin, fueron inmediatamente contradichas: todo ocurre en el cine como si desde el momento en que se avanzara en una relación semiológica, ésta fuera inmediatamente contradicha.
De todas maneras, si se llegara a establecer una especie de semántica parcial sobre puntos precisos (es decir para significados precisos), tendríamos muchas dificultades para explicar por qué todo el film no está constituido como una yuxtaposición de elementos discontinuos; nos encontraríamos con el segundo problema, el de lo discontinuo de los signos -o el del continuo de la expresión.
Pero, aunque llegáramos a descubrir esas unidades lingüísticas, ¿estaríamos acaso un paso más adelante, ya que no están hechas para ser percibidas como tales? La impregnación del espectador por el significado se realiza en otro nivel, de manera diferente a la impregnación del lector.
Sin duda tenemos todavía una visión muy estrecha de los fenómenos semánticos, y lo que en el fondo nos cuesta más comprender es lo que se podría llamar las grandes unidades significantes; incluso dificultades en lingüística, puesto que la estilística apenas avanzó (existen estilísticas psicológicas pero no estructurales todavía). Probablemente la expresión cinematográfica pertenece también a este orden de las grandes unidades significantes, que corresponden a significados globales, difusos, latentes, que no son de la misma categoría que los significados aislados y, discontinuos del lenguaje articulado. Esta oposición entre una microsemántica y una macrosemántica constituiría tal vez una manera diferente de considerar al cine como un lenguaje, abandonando el plano de la denotación (acabamos de ver que es bastante difícil aproximarse a las unidades primeras, literales) para pasar al plano de la connotación, es decir al de significados globales, difusos y, de alguna manera, segundos. Se podría comenzar aquí por inspirarse en los modelos retóricos (y ya no literalmente lingüísticos) aislados por Jakobson, dotados por él de una generalidad extensiva al lenguaje articulado y que él mismo aplicó al cine; quiero hablar de la metáfora y de la metonimia. La metáfora es el prototipo de todos los signos que pueden sustituirse unos a otros por similaridad; la metonimia es el prototipo de todos los signos cuyo sentido se encuentra porque entran en contigüidad, en contagio se podría decir; por ejemplo un calendario que se deshoja es una metáfora; y uno estaría tentado de decir que en el cine todo montaje, es decir toda contigüidad significante, es una metonimia, y puesto que el cine es montaje, el cine es un arte metonímico (por lo menos ahora).
Pero ¿el montaje no es al mismo tiempo un elemento no delimitable? Porque todo es montable, desde un plano de revólver de seis imágenes hasta un gigantesco movimiento de cámara de cinco minutos que muestre trescientas personas y una treintena de acciones entrecruzadas; ahora bien, se puede montar uno después de otro esos dos planos -que no por eso estarán en el mismo plano…
Creo que lo que sería interesante hacer es ver si un procedimiento cinematográfico puede ser convertido metodológicamente en unidades y significantes; si los procedimientos de elaboración corresponden a unidades de lectura del film; el sueño de todo crítico es poder definir un arte por su técnica.
Pero los procedimientos son todos ambiguos; Por ejemplo, la retórica clásica dice que el picado significa aplastamiento; ahora bien vemos doscientos casos (por lo menos) en los que el picado no tiene en absoluto ese sentido.
Esta ambigüedad es normal pero no es ella la que estorba en nuestro problema. Los significantes son siempre ambiguos; el número de significados excede siempre al número de significantes: sin eso no existiría ni literatura, ni arte, ni historia, ni nada de lo que hace que el mundo se mueva. Lo que constituye la fuerza de un significante, no es su claridad sino que sea percibido como significante -yo diría: cualquiera que sea el sentido, no son las cosas sino el lugar de las cosas el que cuenta. El lazo del significante con el significado tiene mucha menos importancia que la organización de los significantes entre sí; el picado pudo significar aplastamiento, pero sabernos que esta retórica está superada porque, precisamente, la sentimos fundada en una relación de analogía entre “picar” y “aplastar” que nos parece ingenua, sobre todo en nuestros días en que una psicología de la “denegación” nos enseña que puede haber una relación válida entre un contenido y la forma que puede serle “naturalmente” contraria. En este despertar del sentido que provoca el picado, lo que es importante es el despertar y no el sentido.
Precisamente, después de un primer período “analógico” ¿el cine no está ya saliendo de este segundo período de lo anti-analógico por un empleo más flexible, no codificado, de las “figuras de estilo”?
Pienso que si los problemas del simbolismo (porque la analogía cuestiona al cine simbólico) pierden nitidez, agudeza, es sobre todo porque entre las dos grandes vías lingüísticas indicadas por Jakobson, la metáfora y la metonimia, el cine parece por el momento haber elegido la vía metonímica, o si usted prefiere, sintagmática, siendo el sintagma un fragmento extendido, armado, actualizado de signos, en una palabra un trozo de relato. Es muy notable que, contrariamente a la literatura del “no ocurre nada” (cuyo ejemplo representativo sería la L’éducation sentimentale) (2), el cine, incluso aquel que no se presenta en un principio como cine de masas, es un discurso en el que la historia, la anécdota, el argumento (con su consecuencia mayor, el suspenso) no está jamás ausente; incluso lo “rocambolesco”, que es la categoría enfática, caricatural de lo anecdótico, no es incompatible con el buen cine. En el cine “ocurre algo” y ese hecho tiene naturalmente una relación estrecha con la vía metonímica, sintagmática de la que hablaba hace un rato. Una “buena historia” es efectivamente, en términos estructurales, una serie lograda de dispatchings sintagmáticos: dada tal situación (tal signo) ¿de qué puede ser seguida? Existe un cierto número de posibilidades, pero esas posibilidades son finitas (es esta finitud, esta clausura de lo posible lo que funda al análisis estructural), y es en esto donde la elección que el director hace del “signo” siguiente es significante; en efecto el sentido es una libertad, pero una libertad vigilada (por lo finito de los posibles); cada signo (cada “momento” del relato, del film) sólo puede ser seguido por algunos otros signos, por algunos otros momentos; esta operación que consiste en prolongar, en el discurso, en el sintagma, un signo por otro signo (de acuerdo con un número finito y a menudo muy restringido de posibilidades) se llama una catálisis; en el habla, por ejemplo, se puede catalizar el signo perro sólo por un pequeño número de otros signos (ladra, duerme, come, muerde, corre, etc., pero no cose, vuela, barre, etc.); el relato, el sintagma cinematográfico está sometido también a reglas de catálisis, que el realizador practica sin duda empíricamente, pero que el crítico, el analista debería tratar de reencontrar. Porque naturalmente, cada dispatching, cada catálisis tiene su parte de responsabilidad en el sentido final de la obra.
La actitud del realizador, hasta donde podamos discernirla, es tener una idea más o menos precisa del sentido antes; y reencontrarla más o menos modificada después. Durante, está preso casi enteramente en un trabajo que se sitúa fuera de la preocupación por el sentido final; el realizador fabrica pequeñas células sucesivas guiadas por… ¿Por qué? Eso es lo que sería interesante determinar justamente.
Sólo puede verse guiado, más o menos inconscientemente, por su ideología profunda, por el partido que toma frente al mundo; porque el sintagma es tan responsable del sentido como el signo mismo, por eso el cine puede convertirse en un arte metonímico y ya no más simbólico, sin perder para nada su responsabilidad, muy por el contrario. Me acuerdo que Brecht nos sugirió, en Théâtre populaire, organizar intercambios (epistolares) entre él y jóvenes autores dramáticos franceses; consistiría en “representar” el montaje de una obra imaginaria, es decir de una serie de situaciones, como una partida de ajedrez; uno avanzaría una situación, el otro elegiría la situación siguiente, y naturalmente (allí residía el interés del “juego”) cada paso habría sido discutido en función del sentido final, es decir, según Brecht, de la responsabilidad ideológica; pero los autores dramáticos franceses no existen. En todo caso, usted ve que Brecht, teórico agudo -y práctico- del sentido tenía una conciencia muy fuerte del problema sintagmático. Todo esto parece probar que hay posibilidades de intercambio entre la lingüística y el cine, a condición de elegir una lingüística del sintagma más que una lingüística del signo.
Tal vez la aproximación al cine en tanto que lenguaje no será nunca perfectamente realizable; pero es al mismo tiempo necesaria, para evitar ese peligro de gozar del cine como de un objeto que no tendría ningún sentido, sino que sería un puro objeto de placer, de fascinación, completamente privado de toda raíz y de toda significación. Ahora bien, el cine, se quiera o no, tiene siempre un sentido; por lo tanto siempre hay un elemento de lenguaje que juega …
Por supuesto, la obra tiene siempre un sentido; pero, precisamente, la ciencia del sentido, que vive actualmente una promoción extraordinaria (gracias a una especie de esnobismo fecundo), nos enseña paradójicamente que el sentido, si se puede decir así, no está encerrado en el significado; la relación entre significante y significado (es decir el signo) aparece al principio como el fundamento mismo de toda reflexión “semiológica”; pero luego uno se ve llevado a tener del “sentido” una visión mucho más amplia, mucho menos centrada sobre el significado (todo lo que hemos dicho del sintagma va en esta dirección); debemos esta ampliación a la lingüística estructural, por supuesto, pero también a un hombre como Lévi-Strauss, que ha mostrado que el sentido (o más exactamente el significante) era la más alta categoría de lo inteligible. En el fondo, es lo inteligible humano lo que nos interesa. ¿Cómo el cine manifiesta o reúne las categorías, las funciones, la estructura de lo inteligible elaboradas por nuestra historia, nuestra sociedad? Es a esta pregunta a la que podría responder una “semiología” del cine.
Sin duda es imposible fabricar lo ininteligible.
Absolutamente. Todo tiene un sentido, incluso el sinsentido (que tiene por lo menos el sentido segundo de ser un sinsentido). El sentido es algo tan fatal para el hombre que, en cuanto libertad, el arte parece ocuparse, sobre todo en el presente, no de fabricar sentido sino por el contrario de suspenderlo; de construir sentidos pero no de llenarlos exactamente.
Tal vez podríamos tomar aquí un ejemplo; en la puesta en escena (teatral) de Brecht, hay elementos de lenguaje que no son, al comienzo, susceptibles de ser codificados.
En relación con este problema del sentido, el caso de Brecht es bastante complicado. Por un lado tuvo, como ya lo he dicho, una conciencia aguda de las técnicas del sentido (cosa que era muy original con relación al marxismo, poco sensible a las responsabilidades de la forma); conocía la responsabilidad total de los más humildes significantes, como el color de un traje o el lugar de un proyector; y usted sabe hasta qué punto estaba fascinado por los teatros orientales, teatros en los cuales la significación está muy codificada -valdría más decir: cifrada- y en consecuencia muy poco analógica; en fin, hemos visto con qué minucia trabajaba y quería que se trabajara la que responsabilidad semántica de los “sintagmas” (el arte épico, que él preconizaba, es por otra parte un arte fuertemente sintagmático); y, naturalmente, toda esa técnica está pensada en función de un sentido político. En función de, pero tal vez no con vistas a, y es aquí donde tocamos la segunda vertiente de la ambigüedad brechtiana; me pregunto si ese sentido comprometido de la obra de Brecht finalmente no es a su manera un sentido suspendido; recuerde usted que su teoría dramática implica una especie de división funcional de la escena y de la sala: le correspondía a la obra plantear las preguntas (dentro de los términos elegidos por el autor: se trata de un arte responsable), al público le corresponde encontrar las respuestas (lo que Brecht llamaba la salida); el sentido (en la acepción positiva del término) se trasladaba de la escena a la sala; en suma existe realmente en el teatro de Brecht un sentido, y un sentido muy fuerte, pero ese sentido es siempre una pregunta. Quizá esto es lo que explica que este teatro, si bien es ciertamente un teatro crítico, polémico, comprometido, no es sin embargo un teatro militante.
¿Puede esta tentativa ser extensiva al cine?
Siempre parece muy difícil y bastante vano transportar una técnica (y el sentido es una técnica) de un arte a otro; no por purismo de los géneros, sino porque la estructura depende de los materiales empleados; la imagen teatral no está hecha de la misma materia que la imagen cinematográfica, no se presta de la misma forma al recorte, a la duración, a la percepción; el teatro parece ser un arte mucho más “grosero”, o digamos, si usted lo prefiere, más “grueso” que el cine (la crítica teatral también me parece más grosera que la crítica cinematográfica), por lo tanto más cercana de tareas directas, de orden polémico, subversivo, cuestionador (dejo de lado el teatro del acuerdo, del conformista, de la repleción).
Hace algunos años usted evocó la posibilidad de determinar la significación política de una película, examinando, más allá de su argumento, el movimiento que lo constituye como película: la de izquierda estaba caracterizada en general por la lucidez, la película de derecha por la apelación a una magia …
Lo que me pregunto ahora es si no hay artes que por naturaleza, por técnica, sean más o menos reaccionarios. Lo creo para la literatura; no creo que una literatura de izquierda sea posible. Una literatura problemática sí, es decir una literatura del sentido suspendido: un arte que provoque respuestas pero que no las dé. Creo que la literatura en el mejor de los casos es eso. En cuanto al cine, tengo la impresión que en este plano está muy próximo de la literatura, y que está por su materia y su estructura mucho mejor preparado que el teatro para una responsabilidad muy particular de las formas que yo he llamado la técnica del sentido suspendido. Creo que el cine tiene dificultades en ofrecer sentidos claros y que en el estado actual no debe hacerlo. Los mejores films (para mí) son aquellos que suspenden mejor el sentido. Suspender el sentido es una operación extremadamente difícil que exige a la vez una gran técnica y una lealtad intelectual total. Eso quiere decir desembarazarse de todos los sentidos parásitos, cosa que es extremadamente difícil.
¿Ha visto películas que le han dado esta impresión?
Sí, El ángel exterminador. No creo que la advertencia de Buñuel del comienzo -yo, Buñuel, les digo que este film no tiene ningún sentido-, no creo para nada que esto sea una coquetería; creo que es verdaderamente la definición de la película. Y desde esta perspectiva la película es muy bella: se puede ver cómo, en cada momento, el sentido está suspendido, sin ser nunca por supuesto un sinsentido. No es en absoluto una película absurda; es una película que está llena de sentido, llena de lo que Lacan llama la “significancia”. Está llena de significancia, pero no hay un sentido ni una serie de pequeños sentidos. Y por eso mismo es una película que sacude profundamente, y que sacude más allá del dogmatismo, más allá de las doctrinas. Normalmente, si la sociedad de los consumidores de películas fuera menos alienada, esta película debería, como se dice vulgarmente y justamente, “hacer reflexionar”. Se podría mostrar por otra parte, pero necesitaríamos tiempo, cómo los sentidos que “prenden” a cada instante, a pesar nuestro, son apresados en un dispatching extremadamente dinámico, extremadamente inteligente, hacia un sentido siguiente que a su vez no es jamás definitivo.
Y el movimiento de la película es el movimiento mismo de ese dispatching perpetuo.
En esta película hay también un hallazgo inicial que es responsable del logro total: la historia, la idea, el argumento tienen una nitidez tal que dan la ilusión de necesidad. Uno tiene la impresión que Buñuel no tuvo más que tirar del hilo. Hasta el presente yo no era muy buñuelista; pero aquí además Buñuel pudo expresar toda su metáfora (porque Buñuel siempre ha sido muy metafórico), todo su arsenal y su reserva personal de símbolos; todo ha sido tragado por esa especie de nitidez sintagmática, por el hecho de que el dispatching es hecho cada segundo exactamente como era necesario.
Por otra parte Buñuel ha confesado siempre su metáfora con tal nitidez, supo siempre respetar la importancia de lo que está antes y de lo que está después de tal manera, que eso era ya aislarla, ponerla entre comillas, por lo tanto superarla o destruirla.
Desgraciadamente para los aficionados comunes de Buñuel, éste se define sobre todo por su metáfora, la “riqueza” de sus símbolos. Pero si el cine moderno tiene una dirección, es en El ángel exterminador que se la puede encontrar…
A propósito de cine “moderno”, ¿vio usted La inmortal?
Sí … Mis relaciones (abstractas) con Robbe-Grillet me complican un poco las cosas. Esto me pone de mal humor; no hubiera querido que hiciera cine… Y bien, allí, la metáfora aparece… De hecho Robbe-Grillet no mata para nada el sentido, lo enturbia; cree que es suficiente con enturbiar el sentido para matarlo. Es sumamente difícil matar un sentido.
Y cada vez más le da fuerza a un sentido cada vez más plano.
Porque “varía” el sentido, no lo suspende. La variación ¡mpone un sentido cada vez más fuerte, de orden obsesivo: un número reducido de significantes “variados” (en el sentido musical de la palabra) remite al mismo significado (es la definición de la metáfora). Por el contrario en ese famoso Ángel exterminador, sin hablar de esa especie de irrisión dirigida contra la repetición (al principio en las escenas literalmente retomadas), las escenas (los fragmentos sintagmáticos) no constituyen una serie inmóvil (obsesiva, metafórica), cada una participa en la transformación de una sociedad de fiesta en sociedad de coacción, construye una duración irreversible.
Además Buñuel ha jugado el juego de la cronología; la no-cronología es una facilidad: una falsa prenda pagada a la modernidad.
Volvemos aquí a lo que decía al comienzo: es una cosa bella porque existe una historia; una historia con un comienzo, un fin, un suspenso. Actualmente, la modernidad aparece demasiado a menudo como una manera de hacer trampa con la historia o la psicología. El criterio más inmediato de la modernidad para una obra es el no ser “psicológica” en el sentido tradicional del término. Pero, al mismo tiempo, no se sabe cómo expulsar a esta famosa psicología, esa famosa afectividad entre los seres, ese vértigo relacional que (ésta es la paradoja) ya no es soportado por las obras de arte, sino por las ciencias sociales y la medicina: la psicología hoy no está sólo en el psicoanálisis, que, independientemente de su inteligencia o su envergadura, es practicado por los médicos: el “alma” se convirtió en un hecho patológico en sí. Hay una especie de renuncia de las obras de arte frente a las relaciones interhumanas, interindividuales. Los grandes movimientos de emancipación ideológica -digamos para hablar claramente, el marxismo- han dejado de lado al hombre privado, y sin duda no podían hacer de otra manera. Ahora bien, sabemos que allí todavía hay un desajuste, algo que no funciona: mientras haya “escenas” conyugales habrá preguntas que plantearle al mundo.
El verdadero gran tema del arte moderno es el de la posibilidad de la felicidad. Actualmente las cosas ocurren en el cine como si hubiera la comprobación de una imposibilidad de felicidad en el presente con una especie de recurso al futuro. Tal vez los años por venir nos permitirán asistir a las tentativas de una nueva idea de la felicidad.
Exactamente. Ninguna gran ideología, ninguna gran utopía del presente toma a su cargo esa necesidad. Tuvimos toda una literatura utópica interespacial, pero la especie de micro-utopía que consistiría en imaginar utopías psicológicas o relacionales no existe en absoluto. Pero si la ley estructuralista de rotación de las necesidades y de las formas juega aquí, deberíamos llegar muy pronto a un arte más existencial. Es decir que las grandes declaraciones antipsicológicas de estos últimos diez años (declaraciones en las cuales he participado yo mismo, como no podía ser menos) deberían retroceder y volverse pasadas de moda. Por ambiguo que sea el arte de Antonioni, es tal vez por eso que nos conmueve y nos parece importante.
Dicho de otro modo, si queremos resumir lo que deseamos ahora, debemos decir que esperamos films sintagmáticos, films con historia, films “psicológicos”.
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NOTAS:
* Cahiers du Cinéma, núm. 147, septiembre de 1963. Declaraciones recogidas por Michel Delahaye y Jacques Rivette.
(1) El lector podrá consultar como referencia dos artículos recientes de Roland Barthes: “L’imagination du signe” (Arguments, núm. 27-28) y L’activité structuraliste” (Les Lettres Nouvelles, núm. 32).
(2) [N. S.R.]: “La educación sentimental “, G. Flaubert, editorial Losada, Buenos Aires, Aergentina, 1980.
Texto extraído de “El grano de la voz”, Roland Barthes, págs. 19/32, editorial Siglo XXI, México, 1983.
Edición original: Editions du Seuil, París, 1981.
Corrección: Cecilia Falco
Selección y destacados: S.R.
Con-versiones agosto 2006
Fuente: http://www.con-versiones.com/nota0577.htm