Desde Michel Foucault, que buscó pensar con ese concepto las nuevas formas de poder que producen y regulan la vida de las poblaciones, el término se ha vuelto omnipresente en los estudios teóricos y en los círculos intelectuales locales. ¿Es útil la noción de biopolítica para intervenir en nuestra sociedad?
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Por: SEBASTIAN ABAD Y RODRIGO PAEZ CANOSA.
Como el Estado, ese dios mortal, no acaba de morir, diversos espectros se arremolinan en torno de su nombre. Uno de ellos se hace presente con insistencia en la escena cultural, académica e intelectual argentina: el discurso biopolítico. ¿De cuál de nuestras experiencias procede y cuál de ellas ilumina? ¿En dónde se origina su omnipresencia en círculos académicos, intelectuales y periodísticos? ¿En qué se cifran las esperanzas que ciertos intelectuales y organizaciones de la sociedad civil hallan en su rostro esquivo?
En su forma actual, el discurso biopolítico reúne abordajes teóricos heterogéneos referidos a dos grandes cuestiones: por un lado, la vida pensada metafísicamente más allá de sus aspectos biológicos, históricos o sociales; por el otro, el fenómeno político y sus actuales mecanismos de sujeción, control y administración. No hay dudas de que es Michel Foucault quien a mediados de los ’70 inauguró este campo de indagación. El pensador francés -de quien acaba de publicarse Nacimiento de la biopolítica- emplea este concepto para referirse a una transformación fundamental de las sociedades modernas: el pasaje de una forma de ejercicio del poder basada en el principio de soberanía (“hacer morir o dejar vivir”) a otra basada en un principio de normalización de grandes poblaciones (“hacer vivir o dejar morir”). Mientras que la primera forma es de naturaleza jurídica y se centra en la ley como instancia ordenadora del pueblo (sujeto político), la segunda se despliega en un conjunto de mecanismos de control y administración (control sanitario, de natalidad, etcétera) que produce y regula la vida de las poblaciones (sujeto biológico). Desde mediados del siglo XVIII no se trata ya del dominio del príncipe, sino de un conjunto anónimo de técnicas.
Agamben
Si pensar la política soberana conduce a pensar la sujeción, comprender la biopolítica lleva al atolladero de la vida. ¿Cómo piensa Foucault lo vital? Según Giorgio Agamben -en el reciente Ensayos sobre biopolítica-, de dos maneras: como conjunto de fuerzas que resisten a la muerte y, posteriormente, al final de un largo camino, como posibilidad de error. Sin embargo, son sus contemporáneos y epígonos quienes toman la posta de este pensamiento. Entre los primeros, Gilles Deleuze se destaca por pensar la vida como una dimensión pre-individual que no depende de instancia trascendente alguna. La vida, pura inmanencia, se ahoga en el Estado como forma de organización política y en el psicoanálisis como domesticación familiar del deseo, ambos propios del capitalismo. Tras estos abordajes iniciales, el discurso biopolítico llega hasta nosotros a través de autores como Antonio Negri, Roberto Esposito y Giorgio Agamben. Aquí encontramos un desarrollo novedoso de la noción de vida a partir de ideas de Nietzsche, Simmel y Bergson, y también una articulación política de este concepto. Si Negri sueña la proliferación de una nueva forma de subjetividad política, la multitud, Esposito y Agamben se afanan en la genealogía del Estado y el sujeto político modernos. A través de distintos abordajes, ambos prescriben un común destino a las principales formas y figuras de la política moderna: el totalitarismo y su forma más brutal, el nazismo.
¿Es posible hablar de una corriente o escuela biopolítica? ¿Qué confiere consistencia filosófica e ideológica a este campo discursivo, más allá de sus diferencias internas? En primer lugar, el pensamiento de la biopolítica constituye un campo habitado en gran medida por intelectuales europeos de los países centrales, cuyas comunidades políticas tienen una antiquísima impronta estatal; por otro lado, el discurso biopolítico nace como un modo de tramitar la experiencia europea de las guerras mundiales y sus respectivos genocidios, tramitación que toma la forma de una lectura retrospectiva que comienza con el Estado absolutista y encuentra allí el “origen” de diversos totalitarismos. Ahora bien, estos intelectuales europeos se inscriben en una larga tradición que supo dar respuestas a las experiencias de desgarramiento y conflicto desde fines del siglo XVI. Enfrentado a las guerras de religión, el pensamiento político del antiguo continente inventó un dispositivo pacificador cuya forma originaria es el Estado moderno. El principio que lo rige es la soberanía, un poder que no procede de Dios sino que se justifica, en última instancia, en el pueblo. Frente a lo que una nueva clase, la burguesía, experimentó como una intromisión de este Estado leviatánico en su esfera de libertad natural, se instituyó un sistema de limitaciones del poder soberano cuya invención y sofisticación se atribuye a la tradición liberal. Por otra parte, frente al avance de las masas, que el liberalismo nunca había imaginado como sujeto político, surgieron diversas doctrinas sobre la función del Estado. Los nacionalismos extremos se propusieron el ideal de una sociedad totalmente homogeneizada; el marxismo imaginó la toma del Estado como el mejor medio para que éste alguna vez dejara de existir; la solución bienestarista abogó por una contención y protección de la sociedad civil que, entendía, había quedado abandonada a sí misma.
Si bien el discurso biopolítico se inscribe en esta tradición política, nace como respuesta al Estado “policía”, aquel que desarrolla mecanismos cada vez más complejos de control y administración de la población. El correlato existencial de esta forma de pensamiento es una creciente impugnación del Estado como instancia de construcción política y, por ende, el abandono de todo proyecto de ocupación estatal. Al renunciar a un pensamiento del Estado, el discurso biopolítico constituye un gran quiebre respecto de la tradición filosófico- política occidental e inaugura así nuevas formas de pensar los diversos aspectos de lo político. Acontecimientos que acaso en otra época no hubiesen tenido mayor relevancia política, como las marchas antiglobalización, la rebelión de poblaciones indígenas en el sur de México y la explosión de las demandas expresadas en clave minoritaria (cuestiones de género, minorías étnicas, organizaciones de defensa de derechos ambientales, culturales, etc.), adquieren hoy el carácter ejemplar de las luchas de resistencia. Del lado de la sospecha, de lo enmohecido, de lo asfixiante quedan, pues, “antiguas” formas de inscripción política: partidos, sindicatos, movimientos de liberación nacional, etc. Si se lo piensa en relación con las instituciones del saber y con formas de subjetividad propias de las sociedades de Europa central, el pen samiento biopolítico hace inteligible a un tiempo su presente histórico y resulta inteligible como producto de él. El destino de esta formidable ruptura, que ya ha demostrado una inmensa productividad en el orden del pensamiento, es aún una incógnita.
Preguntemos de nuevo: ¿De cuál de nuestras experiencias procede el discurso biopolítico y cuál de ellas ilumina? ¿Por qué abarca cada vez más espacios en las universidades y en los medios de difusión periodísticos e intelectuales? ¿En qué se cifran las esperanzas que suscita? En nuestros pagos, este discurso no remite -ni podría remitir- como punto inicial de una genealogía al Estado absolutista, ya que éste brilla por su ausencia en la historia latinoamericana. ¿Podría decirse, entonces, que entra en acción a fin de procesar las experiencias de dominación y terror propias de los repetidos golpes militares -en particular, la dictadura de 1976-1983-, de modo análogo a como operó en Europa en relación con los totalitarismos? Afirmar esto supondría identificar ambas experiencias. Sin embargo, mientras que los regímenes de terror nacieron en Europa como respuesta a momentos de desarticulación social y política, en Argentina -podría decirse a grandes rasgos- se originaron como mecanismos para producir esa desarticulación social; las dictaduras militares fueron irrupciones ilegítimas ideadas para modificar el esquema distributivo, pero no experiencias de unificación. En modo alguno cabría hablar del Proceso de Reorganización Nacional como la construcción de un sujeto político homogéneo, sino más bien como una secuencia de destrucción y fragmentación de cierto sujeto políticamente organizado.
Si intentamos definir experiencias más recientes que podrían ser iluminadas por el discurso biopolítico, ¿diríamos que éste da cuenta de la operación de un Estado poderoso que controla y disciplina exhaustivamente a su población a través de la escuela, del hospital, de la cárcel? La crisis de 2001 y su consiguiente vacío de autoridad estatal nos conducen a descartar esta hipótesis. Más aún, son los procesos de debilitamiento de las instituciones del Estado y la sociedad los que parecen imponerse en nuestro tiempo. Habría entonces que constatar -pero no celebrar- la pérdida de centralidad del Estado. Si esto es así, nuestra época quedaría definida a partir de un horizonte de retroceso de la eficacia material y simbólica del Estado. Las instituciones que la sospecha revolucionaria del marxismo francés llamó aparatos ideológicos del Estado no son hoy más que una sombra de lo que fueron, un vacío, un muerto vivo.
En la medida en que el discurso biopolítico opera entre noso tros sin prestar suficiente atención a las condiciones en las que circula, disminuye su potencia para concebir un problema político en el horizonte y en la escala de una intervención posible. Su actual vigencia podría obedecer, entonces, a otro orden de razones. Quizá se deba a que satisface cierta necesidad de renovación teórica, aun cuando ésta no permita construir un programa o -si se quiere- un proyecto de naturaleza política. Esta incapacidad, sea o no provisoria, no impide sin embargo que el arsenal biopolítico oficie de herramienta conceptual y reavive, gracias a su novedad, la vitalidad de la crítica en sus diversas formas. A su vez, el despliegue de esta vitalidad reúne personas, genera debates y expectativas, sostiene prácticas de intercambio cultural. Todo esto permite a un discurso -pretendidamente- anti-institucional refundar la inscripción institucional que le da sentido. La biopolítica encuentra así el punto arquimédico a partir del cual puede desplegar su productividad: la crítica de aquellas instituciones en las que previamente ha podido inscribirse y ser reconocida. El entusiasmo que esta crítica despierta recuerda al del viejo Kant ante la Revolución Francesa: la reconocía como un avance de la razón, pero la prohibía como método político. Del mismo modo, la biopolítica renuncia a desmantelar aquello que su discurso critica, pero sabe -es su secreto- que nada la puede privar de la degustación anticipada de tener un adversario.
Detectar los padecimientos contemporáneos, describir una plétora de mecanismos de sujeción e incluso imaginar un adversario no convierten a la biopolítica en una forma de discurso político. En todo caso, su máxima potencia en cuanto “discurso político” consiste en identificar la experiencia del vacío abierto por la retirada del Estado con el campo político como tal. Hasta aquí su aporte. Con todo, este proceso no suprime el Estado, no indica cuál es su nuevo lugar ni, menos aún, cómo debe ser ocupado para que esté a la altura de nuestro tiempo. Desde este punto de vista, la máxima potencia de la biopolítica es también su más alta flaqueza.
Si el pensamiento político es la invención de un dispositivo para la vida en común, la mera crítica es insuficiente. En condiciones de fragmentación social, un pensamiento político responsable es aquel que proyecta en el vacío un nuevo rostro de las instituciones. También del Estado.
Fuente: El clarín. SABADO 08 SET 2007