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La Medea de Eurípides Hacia un psicoanálisis de la agresión femenina y la autonomía

La Medea de Eurípides
Hacia un psicoanálisis de la agresión femenina y la autonomía

Roxana Hidalgo Xirinachs
Traducido por Irene Meler

 

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ENTRE LA TRADICIÓN Y LA MODERNIDAD:
LA MEDEA DE EURÍPIDES COMO SUJETO FEMENINO TRÁGICO

El retorno a los orígenes míticos, a las imágenes oscuras y a la vez esclarecedoras de los mitos, representa una vía de acceso fundamental a la relación íntima entre las experiencias subjetivas individuales y las imágenes de mundo colectivas. En este sentido, la interpretación creativa de los mitos griegos, cultivada por los antiguos poetas trágicos durante una impactante etapa de transición histórica, hace más de dos mil años, sigue ofreciendo hasta hoy en día formas cautivantes para la comprensión de la conexión que une los mundos vivenciales subjetivos con el contexto cultural. Para la cultura griega, el desarrollo de la tragedia como un nuevo género literario, significa un hito histórico en una época en la que la creación cultural experimentó un avance que difícilmente se podría repetir. La Atenas Clásica constituye una fase de transición, en la cual los poderes divinos del origen, representados en los viejos conceptos míticos y las prácticas religiosas, se enfrentaron con los nuevos principios jurídicos, políticos y filosóficos que surgieron con el sistema democrático (ver Vernant, 1972). La insuperable discrepancia entre el mundo original de los mitos y la nueva estructura social de la democracia, marcaba para el ciudadano de Atenas el comienzo definitivo de una nueva época.

Las contradicciones y rupturas irreconciliables, que caracterizaron el siglo 5 a. C. en Atenas, permitieron según Vernant (1972), el desarrollo de la creación literaria como ficción. Los textos trágicos ya no son meras descripciones de determinados eventos históricos o relatos míticos, sino que representan las primeras interpretaciones literarias, en las cuales el autor se toma la libertad de crear historias propias basadas en la realidad. Como apogeo cultural, que marca el origen de la ficción literaria en la antigüedad, la tragedia griega parece proporcionar imágenes paradigmáticas, que permiten acercamos a una cantidad de situaciones vivenciales conflictivas que ocurren en la intimidad de las relaciones familiares. En este panorama, el sujeto trágico pone en escena una personificación provocativa del antiguo héroe griego, en la cual lo enigmático de las relaciones humanas se sobrepone a la interpretación homogeneizante de los viejos héroes y dioses de la mitología. Estos mundos vivenciales subjetivos nacen de la relación entre la realidad etnográfica, histórica y mítica de la Atenas Clásica, por un lado, y la capacidad individual de autorreflexión, representada por el autor de la tragedia, por otro lado. En las tragedias surge de forma impresionante el enlace entre las fantasías inconscientes del autor y la etapa de transición socio-histórica, cuyas consecuencias trágicas para la cultura griega ya eran predecibles.

De los tres autores trágicos, Eurípides es el autor que no sólo toma una mayor distancia crítica frente al mundo antiguo de la mitología griega, sino también frente a los nuevos principios sociales, políticos y filosóficos que surgieron con la democracia ateniense (ver Nancy 1992, March 1990 y Williamson 1990). Esta posición crítica en relación con los conceptos religiosos de la época condujeron a que, en la obra de Eurípides, los héroes legendarios los poderosos dioses griegos aparecieran menos idealizados y heroicos que en los otros autores trágicos. El conflicto entre el mundo celestial de los dioses y el mundo terrenal de los humanos se traslada hacia las contradicciones internas del sujeto trágico, poniendo a éste en el primer plano de la puesta en escena dramática. Asimismo, las relaciones entre los géneros y las imágenes sobre la feminidad obtienen en sus dramas, de forma extraordinaria, un carácter de búsqueda de lo nuevo, radical para esta época. Aunque, por lo general, en las tragedias las figuras femeninas toman la palabra de forma manifiesta, es en la obra de Eurípides, en la cual ellas se apoderan activamente de las discusiones políticas y sociales de su tiempo (ver Nancy, 1992).

En este sentido, Medea personifica, como sujeto femenino trágico, una figura paradigmática. Medea es una figura trágica ubicada en un espacio entre el mundo de lo divino y lo terrenal. Por un lado está la figura de la mujer enamorada y madre de sus hijos, y por otro lado encontramos la mujer asesina, que no muestra piedad con sus enemigos. De esta posición ambigua que caracteriza la Medea de Eurípides, resulta un sujeto femenino, que personifica una mujer luchando por la realización de su propio proyecto de vida, la cual rompe, en este proceso, con la posición cultural de la mujer como objeto de intercambio, asignada a la misma por las reglas del matrimonio. En Medea encontramos una figura femenina que se apropia de sus deseos sexuales y expresa activamente su agresión y fuerza de voluntad. En una época, en la cual la mujer ocupaba una posición social restringida políticamente, ella personifica una figura femenina con capacidad de autodeterminación y autoafirmación. Sin embargo, en contraste con otras figuras trágicas que representan mujeres independientes, Medea no recibe un castigo directo ni de los dioses ni de los seres humanos. La legitimación de estas características en la Medea de Eurípides convierte a la figura principal en un sujeto femenino trágico, que representa capacidades potenciales, todavía utópicas para la mujer en aquellos tiempos.

La mujer que se apropia de sus propios deseos sexuales y que actúa de acuerdo con sus propios intereses, que rompe con la tradición y subvierte el lugar social asignado a la mujer es representada a menudo en la literatura o la mitología a través de figuras deformes o grotescas. Desde una perspectiva patriarcal la tendencia en la mujer hacia la autonomía y la autoafirmación tiende frecuentemente a estar asociada con la desmesura, la aberración o la crueldad como expresiones de aquello que trasciende la cultura y se ubica en el mundo de la naturaleza. La imagen de lo femenino como continente oscuro, como aquello siniestro que se vuelve inabordable para la conciencia ha sido un tema de análisis fundamental dentro de la teoría psicoanalítica desde sus orígenes. Es esta imagen mistificada de la feminidad, que yo pretendo desconstruir con base en el análisis de Medea, una figura ejemplar de la mitología griega, que en cierta forma no corresponde con esta imagen estereotipada de la mujer. Medea representa una figura femenina, que incluso trasciende la fantasía masculina de la mujer como encarnación del mal, siendo ella presentada también como una mujer autónoma y una madre poderosa.

Una interpretación socio-psicoanalítica de la Medea de Eurípides abarca un espacio interdisciplinario, que va desde un análisis crítico socio-cultural de los conceptos de feminidad en la edad antigua, pasando por una discusión de las complejas relaciones entre mitología y tragedia griega, hasta un debate crítico sobre los aportes modernos de una comprensión teórica de la feminidad desde el psicoanálisis. En el presente trabajo voy a abordar el caso de la tragedia de Medea con base en los fundamentos de la comprensión hermenéutica desde una perspectiva tanto psicoanalítica como socio-histórica (ver Lorenzer 1986; Pietzcker 1992; Raguse 1993). El énfasis en vincular la interpretación psicoanalítica de textos con un análisis socio-cultural e histórico del fenómeno que se esté analizando, se fundamenta en la necesidad de abordar la relación entre el texto, el contexto social y las relaciones intertextuales. La comprensión del texto en sí mismo, a partir de la experiencia subjetiva del intérprete, implica un primer momento en el acercamiento a éste. El texto como tal tiene una cierta autonomía que a partir de la relación intérprete-texto permite elaborar una comprensión primordial tanto de los contenidos manifiestos como de los contenidos latentes, es decir, de aquellas manifestaciones inconscientes tanto individuales como culturales. En este sentido, el abordar la relación entre el intérprete y el texto desde la hermenéutica profunda permitiría interpretar tanto la puesta en escena subjetiva que ocurre en el intercambio entre ambos interlocutores como las manifestaciones de mundos de la vida subjetivos dramatizados en el texto. Tanto el análisis sistemático de la contratransferencia como el análisis teórico-conceptual de los datos interpretados hace posible el mantener una tensión crítica en la relación intersubjetiva entre el lector y el texto. Por otra parte, el análisis del contexto social, cultural e histórico concreto, así como la comprensión del mundo social representado en el texto mismo, implica abordar la interdependencia entre las experiencias subjetivas escenificadas en el texto y la realidad social tanto textual como contextual. Finalmente, el análisis de las relaciones intertextuales, es decir, de la recepción histórica del texto, en términos de los análisis o interpretaciones que se hayan hecho sobre el mismo, permite acercarse a una comprensión más objetiva de los mundos de la vida subjetivos escenificados en el texto. Pasemos a continuación a presentar a nuestra heroína desde esta perspectiva interdisciplinaria aquí esbozada.

DESENCADENAMIENTO DE LO TRÁGICO:
MEDEA COMO FIGURA FEMENINA MÚLTIPLE

»Ojalá la nave Argo no hubiera volado sobre las sombrías Simplegádes 2 hacia la tierra de Cólquide«, (v.1-2) dice, la Nodriza, lamentándose, al comienzo de la tragedia.3 La llegada de Jasón como capitán de los argonautas a la patria de Medea representa el inicio de una historia de amor cuyo desenlace trágico está marcado por el encuentro de mundos lejanos e irreconciliables. Medea, hija de Aietes, rey de tierras bárbarasal este del mar Negro, y Jasón, héroe civilizatorio y jefe legendario del viaje mítico de los argonautas, se encuentran bajo condiciones adversas e inician una intensa relación amorosa que los llevará finalmente al exilio. Medea, una joven virgen, pero con conocimientos profundos sobre la magia, »herida en su corazón por el amor a Jasón« (v.8), decide ayudarlo en su misión y luego abandonar para siempre a su familia y a su patria. Una historia que comienza con el enamoramiento adolescente en la mujer y la separación abrupta de la familia, en la que el »antagonismo entre la familia y la cultura« se pone en escena de forma violenta (ver Erdheim 1982).

Medea apoya a los argonautas y de esta forma traiciona a su padre, asesina a su hermano para poder huir y, posteriormente, utilizando a sus hijas, asesina a Pelias, el rey de Iolcos. El proceso de desprendimiento adolescente va a estar representado, además, por un largo y peligroso viaje »a través del mar nocturno« y de las »sombrías Simplegádes«, un viaje sin retorno ni reconciliación: un parto por medio del cual, Medea va a dejar de ser una joven inocente y virgen para convertirse en una mujer casada, en una madre y en una sabia reconocida. A través de este difícil viaje por las aguas oscuras y por entre dos peligrosas rocas gemelas, imágenes metafóricas que recuerdan escenas del embarazo y el parto, Medea se convierte, por medio de su unión con Jasón, en la creadora de su propia feminidadA diferencia de otras figuras míticas que son tomadas como esposas o dadas en matrimonio por sus padres, lo cual era la vía legítima en la Grecia antigua, Medea se enamora apasionadamente de Jasón y decide autónomamente abandonar su patria con él. Sin embargo, esta decisión propia y este amor intenso deberá pagarlos con el abandono y la traición del mismo Jasón. La separación de la familia como decisión propia en la mujer, aparece en la tragedia como una salida prohibida y, por lo tanto, como una experiencia que debe ser castigada. El abandono y la traición al padre le van a ser devueltas a través de la traición del esposo, éste la abandona para casarse con la hija del rey de Corinto, tierra donde ambos se encuentran en condición de exiliados. Además, por medio de un nuevo exilio, el rey Creonte, la va a desterrar por temor a su magia y a una posible venganza. El abandono, la traición y el exilio aparecen como los castigos que debe sufrir Medea, por haber asumido, incluso desde muy joven, una posición activa como mujer. Justo en esta decisión, encontramos en Medea, como figura femenina, un aspecto central que no corresponde fácilmente con la imagen polarizada de la mujer en la Atenas clásica. El ser una maga famosa y una mujer sabia, que al mismo tiempo es madre y esposa, hacen de la Medea de Eurípides un personaje mítico heterogéneo, una figura femenina compleja, que encarna una paradoja.

En la figura de Medea, nos enfrentamos con una heroína que representa, a un mismo tiempo, lo divino y lo terrenal, lo humano y lo animal, una imagen femenina donde confluyen lo destructivo y lo productivo. Las relaciones de Medea, nieta de los dioses Helios y Océano, con la maga Circe y la diosa de las profundidades, Hécate, y con las diosas del matrimonio y del amor, Hera y Afrodita, la hacen codearse con el mundo sagrado de las divinidades griegas. Asimismo, la figura de Medea está asociada con otras heroínas como Ariadna, ayudante del gran héroe Teseo, con Procne, mujer que se venga de las humillaciones que su esposo le infringe asesinando a un hijo común, y, finalmente, con Ino y Agave, mujeres que asesinan a sus hijos en un estado de demencia provocado por los dioses. Estas similitudes asocian a Medea con lo terrenal, con las pasiones desenfrenadas de la locura o con las fuerzas salvajes de la naturaleza. Su cercanía con los dioses la asocian, por el contrario, con lo divino, con el mundo sagrado de aquellos poderes originarios que se imponen sobre el mundo terrenal.

En Medea confluyen la figura de una maga curandera, rejuvenecedora y salvadora de los argonautas, legendarios héroes griegos, con la imagen de una maga maléfica, asesina temible para sus enemigos. Siguiendo la tesis de Johnston (1997), el rol de la joven virgen, ayudante del hombre, encontrado en la mayoría de las culturas, coexiste con la figura de la mujer vengadora y con la imagen de un demon femenino, asesino de niños. De acuerdo con la au tora, Medea, al contrario de la imagen típica de los héroes griegos, se ubica en un lugar intermedio entre el sí mismo y el otro, entre lo propio y lo extraño, encarna tanto lo bárbaro como lo griego. Es una figura mítica que encaja, por un lado, con el comportamiento femenino socialmente esperado y deseable, por otro lado, personifica posturas prohibidas y roles tabuizados para la mujer en la sociedad. »Ella se nos presenta como mitad caris y mitad ménade« dice Grillparzer sobre la figura principal en su versión sobre Medea, El Vellocino de Oro. De forma semejante, dice el Aquiles de Kleist sobre Pentesilea: »Mitad furia y mitad gracia« (ver Schulz 1987, traducción de la autora).

Esta posición intermedia que Medea comparte con Pentesilea, donde las fronteras entre el bien y el mal se vuelven permeables, pertenecía ya a los rasgos distintivos de la Medea de Eurípides. Esta representa, por un lado, a la mujer común y a la madre ateniense, víctima de la institución del matrimonio y de la exclusión del lugar que ocupa el ciudadano libre, único con participación activa en la vida cívica y política dentro del sistema democrático griego. Por otro lado, representa a la mujer asesina, vengadora implacable del destino de las mujeres, con voz propia y con una posición de lucha frente al lugar de marginación de la mujer. Es una víctima del amor, objeto del abandono y la traición del hombre. Al mismo tiempo, representa un sujeto femenino, una mujer con una posición activa en la lucha por encontrar un espacio propio en el lugar donde se instaura la diferencia entre los géneros.

Vista desde una perspectiva histórica, la figura mítica de Medea aparece, como posible representante de una tradición ancestral, donde la mujer bajo relaciones sociales más equitativas, tenía un mayor reconocimiento social y un status valorado en la sociedad. El mito de Medea podría representar aquella fase de transición entre una época basada en una organización social matrilineal y otra, donde predominaba una organización patrilineal, con rasgos marcadamente patriarcales (como era la sociedad ateniense durante la época de Eurípides, ver Dettenhofer 1994, Lefkowitz 1986, Pembroke 1967 y Thomas 1973). Este lugar de transición podría ayudar a entender la complejidad que encarna la creación de una figura femenina tan poco convencional e inequívoca, una figura no apegada al lugar tradicional de la mujer en la historia. Ya desde el siglo V a.C. los griegos representaban a Medea como una figura femenina heterogénea, en la que confluían sentimientos contradictorios, roles sociales muy diversos e imágenes conflictivas difíciles de unificar (Johnston Op. cit.).

LA INTERPRETACIÓN DE MEDEA COMO SUJETO TRÁGICO Y
LA COMPRENSIÓN PSICOANALÍTICA DE LA SEXUALIDAD Y AGRESIÓN FEMENINA

La tabuización del placer femenino como lugar vacío frente a una sexualidad masculina que gira alrededor del pene y la erección como características fálicas y, finalmente, la reducción de la diferencia entre los géneros al conflicto entre la posesión o la carencia, son algunos de los principios teóricos, por los cuales la sexualidad femenina ha sido categorizada, dentro del psicoanálisis, como algo extraño e inaccesible. La sexualidad femenina es considerada como parte de un continente oscuro, el cual amenaza con salirse fuera de control, si no se le ponen los límites culturales correspondientes. Al mismo tiempo, la agresión femenina aparece como extraña dentro del rol tradicional de la mujer en la sociedad, asociado con la maternidad y la capacidad de cuido, protección y abnegación. La feminidad va a ser asociada con la pasividad y una deficiente autonomía en la toma de decisiones y en la capacidad de autodeterminación o, por el contrario, con una agresión destructiva sin límites. Imágenes sobre la feminidad, que van más allá de esta polarización, todavía no han encontrado una mayor representación dentro de la teoría psicoanalítica.

Las mujeres aman demasiado. El deseo secreto de sentirse necesitada es el título de un bestseller norteamericano sobre la dependencia de las mujeres en el amor (ver Norwood, 1985). La mitología y la literatura, junto con la teoría psicoanalítica, parecen no querer terminar de contarnos del amor pasional y a menudo incomprensible de las mujeres, de que el amor es un lugar, donde el sí mismo autónomo del sujeto femenino se disuelve en un océano de fusiones, humillaciones y decepciones. La supuesta tendencia de la mujer a una dependencia extrema del hombre, su necesidad urgente de reconocerse en el amor y la disolución de la feminidad en la maternidad, aparecen como imágenes mitificadas, en las cuales lo femenino se ve confrontado con la imposibilidad o gran dificultad, de realizar un proyecto de vida propio. Es como si en el amor y la maternidad se pusieran en escena, en forma privilegiada para la mujer, el conflicto extremo entre su posición social tradicional y su deseo de superarla. En este sentido, algunos de los temas fundamentales que han sido discutidos en los últimos años dentro de la teoría psicoanalítica, en relación con la diferencia entre los géneros, están ligados directamente con la vinculación entre sexualidad, agresión femenina y elaboración de un proyecto de vida propio en la mujer. Partiendo de un análisis de la interdependencia entre el amor, la agresión y lo extraño en la figura de Medea, me interesa abordar a continuación, de que modo estos niveles altamente conflictivos están entretejidos con la forma específica, en la cual confluyen en la mujer la aspiración a la autonomía, la autodeterminación y la autorrealización.

La agresión femenina, comparada con las manifestaciones de la agresión masculina, constituye un punto esencial dentro de los estudios sobre la feminidad con orientación psicoanalítica. Allí encontramos de nuevo una imagen mistificada y escindida de la mujer. Por un lado, la mujer aparece como menos agresiva y belicosa que el hombre. Más bien, se le presenta con rasgos depresivos y masoquistas, que parecen corresponder a una imagen desexualizada, pasiva e impotente de la mujer – y en especial de la madre – y a una descripción desvitalizada de lo femenino. Por otro lado, la figura de la mujer agresiva y destructiva que seduce y destruye a los hombres, se ve transformada en el psicoanálisis en una madre omnipotente, castradora y devoradora. 4 Comparto con Rohde-Dachser (1991) la opinión, de que en la teoría psicoanalítica, la mujer fue transformada, por medio de la imago de la mala madre, en el chivo expiatorio de la modernidad, en esta otra mujer que nace de la demonización de lo femenino. En este sentido, Medea se nos presenta como una figura femenina trágica, ideal para personificar la imagen de la madre castradora y asesina, esta imagen arcaica de la furia femenina devastadora, que no conoce ninguna frontera y decide sobre la vida y sobre la muerte de los otros. Medea aparece como representante de esta feminidad asesina, la cual como las Erinias, la Esfinge o la Medusa – todas mujeres – se convirtió en una figura monstruosa y aterrorizante, que se debe eliminar para protegerse de la destrucción, la derrota y la muerte representadas en ella. Las imágenes sobre la feminidad, las fantasías arcaicas sobre los genitales femeninos, sobre el rol de la madre en la escena primaria, sobre el embarazo y parto, sobre los regalos que cada mujer lleva en su cuerpo – los niños, las heces y los penes – se encuentran entrelazados con esta imagen temprana de la madre malamistificada dentro del psicoanálisis. Sin embargo, Medea constituye una figura paradigmática de un sujeto femenino trágico, que de múltiples formas no corresponde con esta imagen mistificada de la mujer. Dentro de esta discusión sobre sexualidad y agresión femenina, la figura de Medea representa una imagen literaria provocadora, que se mueve al margen entre el rol de víctima de la mujer-madre, transmitido por la tradición, y la posición del sujeto femenino, que se puede enfrentar de forma activa con los roles femeninos asignados socialmente. En adelante, quiero elaborar más detenidamente, cómo la representación, en la figura de Medea, tanto de los deseos sexuales como de la agresión en la mujer, cuestiona los conceptos femeninos socialmente tabuizados dentro de la teoría psicoanalítica.

Cuando tratamos el tema de la mujer como asesina, llama la atención, en primer lugar, el papel diferente que el homicidio ocupa en la relación entre los géneros. No sólo las imágenes de homicidas en la literatura y la mitología, sino también en las investigaciones sobre criminalidad en mujeres, remiten a un tipo específico de homicidio. Jones (1986) elabora un análisis histórico sobre casos famosos de asesinas mujeres en los Estados Unidos, desde el tiempo colonial hasta el presente y observa: »A diferencia de los hombres, que acuchillan una persona totalmente extraña en una riña instigada por el alcohol o disparan contra inocentes con un rifle de gran calibre, nosotras las mujeres, por lo general, matamos a los que están más cercanos: Matamos a nuestros hijos, maridos, nuestros amantes.« (12, traducción de la autora) Las mujeres matan, en la mayoría de los casos, a seres afectivamente cercanos, es decir, miembros de su familia u otros parientes cercanos. Los hombres asesinan con frecuencia en público. Sus víctimas son personas, con las cuales no necesariamente tienen una relación afectiva, sino que su relación se puede atribuir a determinadas actividades dentro del espacio público, como por ejemplo, el ámbito de los negocios, la guerra o la política. Ahora bien, en vista de que los hombres cometen con creces el mayor número de crímenes, también el asesinato de parientes ejecutado por hombres es mayor (ver Wiese, 1993).

En cuanto al deseo de la mujer de matar a sus hijos, Rheingold (1964) opina, basado en sus experiencias clínicas, que este es mucho más frecuente, de lo que generalmente se supone. Aun así, la agresión de la madre contra los hijos constituye un tema que se discute poco, especialmente en vista de la tabuización general que la sociedad ejerce sobre la agresión femenina. El asesinato de un(a) hijo(a) a manos de su propia madre representa, por ende, una situación extrema, que rompe con uno de los tabúes sociales más fuertes hasta hoy en día (ver Wiese, 1993; Hidalgo y Chacón, 1994). La imagen mistificada de la mujer nos demuestra la urgencia de repensar el mito de la madre desexualizada, sin fuerza creativa y erótica, al igual que el mito de la madre arcaica omnipotente, sin frustración o separación (ver Kristeva, 1991, 445). Esta doble cara de la maternidad nos lleva a una relación íntima entre la mujer y la muerte, existente en la cultura occidental desde la antigüedad, una unión, en la cual lo femenino condensado en la imagen de la gran madre omnipotente está transformada en una metáfora de la muerte (ver Macho, 1987, cit. por Rohde-Dachser, 1991). Con Bronfen (1987), se podría decir, que lo mismo ocurre en cuanto a la metáfora del cadáver bello en la literatura occidental de los últimos dos siglos. La madre representa el origen, este lugar indescriptible del cual todos provenimos, el útero, el cuerpo materno capaz de concebir o la tierra fértil. A la vez simboliza el lugar del retorno, del deseo absoluto de fusión con los orígenes, con la tierra materna en el regazo de la muerte. Volviendo a la figura de Medea, encontramos en ella un plano de proyección, sobre el cual podemos proyectar tanto la imagen de la madre omnipotente o mujer autónoma, como también el de la mujer como homicida, en cuya expresión de la agresión femenina podemos encontrar tanto lo destructivo y mortal, como también este componente creativo de la agresión, necesario para separarse y crear algo nuevo.

Diferentes autores de orientación psicoanalítica y psiquiátrica han relacionado, mediante el término complejo de Medea , los sentimientos de odio y los deseos de muerte de la madre hacia sus propios hijos con la tragedia antigua de Eurípides. Inicialmente, Wittels (1944) habla de un complejo de Medea en relación con el odio inconsciente, la rivalidad y la envidia de la madre frente a su hija adolescente. Poco después, Stern (1948) ya no relaciona el complejo de Medea con los deseos de muerte de la madre hacia su hija, sino hacia sus hijos, en vista de que, según la mitología, Medea mató a sus hijos varones. Al igual que en el mito entran en juego los deseos de venganza de la mujer contra su marido, Orgel y Shergold (1968) interpretan, ante todo, los regalos mortíferos de la Medea de Eurípides, en cuanto al rol seductor de los regalos en la relación padres-hijos. Estos autores interpretan la venganza asesina y la seducción en la figura de Medea, como consecuencia de la frustración de la satisfacción narcisista de fantasías de omnipotencia y la comparan con algunos casos de mujeres, en los cuales analizan fantasías narcisistas destructivas de fusión y una dependencia simbiótica en la relación con sus madres. Friedman (1960) interpreta el caso de una mujer con deseos de muerte obsesivos hacia su hijo menor, la cual sufre de una profunda devaluación de su autoestima, como una protesta enérgica contra el rol de la mujer en la sociedad. El complejo de Medea es retomado también por Greenacre (1950) y Kuiper (1968), quienes interpretan los deseos extremos de venganza de la mujer contra su marido como consecuencia de una humillación narcisista, que refiere una transformación patológica del complejo de castración y una fuerte envidia del pene. Mediante dos descripciones de casos, Babatzanis y Babatzanis (1992), analizan las consecuencias destructivas del maltrato infantil y el abuso sexual en mujeres. Ellos presentan el resultado de la psicoterapia con una mujer que, en una depresión psicótica, asesinó a su hijo de seis años, así como el resultado de la terapia infantil con su hija de siete años. Los autores se refieren al mito de Medea, para investigar el vínculo entre relaciones incestuosas violentas, tanto en la familia como en la relación amorosa, y el potencial de destrucción femenino. Warsitz (1994) también presenta la descripción del caso de una mujer con depresión psicótica y su respectivo análisis, para el cual utilizó la interpretación de la Medea de Eurípides. El autor intenta entender la estructura psíquica de la melancolía en la mujer, analizando la vergüenza, los sentimientos de culpa y la destructividad narcisista como posibles trastornos del estado melancólico.

En la mayoría de estos trabajos, sin embargo, no se encuentra ninguna discusión en relación con la desigualdad entre los géneros predominante en la sociedad, la cual se instaura en el mundo interior de la mujer bloqueando el desarrollo creativo de un proyecto de vida propio. Hasta la fecha, la pregunta sobre las condiciones psíquicas y sociales que limitan o facilitan el manejo autónomo de la mujer con sus agresiones y deseos sexuales, no constituye un tema relevante dentro de la recepción psicoanalítica del mito de Medea. Como una de las pocas excepciones, quiero resaltar la sugestiva interpretación de Leuzinger-Bohleber (1996 y 1997), sobre el análisis de determinantes inconscientes de la agresión femenina en mujeres psicógenas estériles en tratamiento psicoanalítico. Mediante la interpretación de los conflictos femeninos edípicos y pregenitales descritos en la tragedia de Eurípides, ella parte de que estas mujeres sufren de miedos arcaicos ante el potencial destructivo siniestro tanto de las propias funciones corporales y deseos sexuales como también de la propia maternidad. Estos temores amenazantes son provocados por una fantasía inconsciente, llamada por la autora la fantasía de Medea: »Esta fantasía se centra en la ›verdad‹ inconsciente, de que la sexualidad y la pasión femeninas, así como la maternidad están relacionadas con el peligro de verse involucradas en un profundo proceso regresivo, mediante el cual podrían ser liberados impulsos destructivos incontrolables en contra de ellas mismas, el compañero afectivo y, en especial, en contra de los propios hijos. Frigidez psicógena y esterilidad son posibles consecuencias de temores y conflictos asociados con esta fantasía« (92, traducción de la autora).

La imagen contradictoria de la Medea de Eurípides en la historia de recepción del drama, especialmente en los estudios de la filología clásica pero también en posteriores versiones literarias sobre el tema, está a menudo caracterizada por una demonización de la feminidad o, al contrario, por la asignación forzada del rol idealizado de la figura materna como víctima. Por un lado, se resalta la imagen monstruosa de la mujer asesina: la hechicera nefasta, la salvaje proveniente del país de los bárbaros o la mujer obsesionada por una furia incontrolable, comparable con la Medusa o la Escila en los mares de Tirrenia, asume el mando de forma triunfante. Por otro lado, está la mujer como víctima del amor y de su dependencia del hombre, objeto pasivo de un destino inevitable, en el cual no tiene ni voz ni voto, como tampoco la posibilidad de ser sujeto de su propia historia. Una situación que conlleva a que el homicidio de sus hijos no se discuta, se legitime o se niegue. El homicidio de los propios hijos representa un tema sensible, en el cual la polarización de la figura de Medea entra en juego de forma apasionante. Para los defensores de la maternidad instintiva, el homicidio está concebido como último acto irracional, como algo inentendible o incluso, como una acción reprochable e inhumana. La imagen de la madre homicida se reduce en la historia de recepción a una figura monstruosa y deshumanizada, que amenaza a otros con su ilimitada fuerza destructiva, como un tipo de fantasma de la imago materna negativa en el psicoanálisis. Al mismo tiempo, para los defensores de la venganza femenina, partiendo de la idealización de la mujer en su rol de víctima, el asesinato de un hijo se convierte en un tipo de defensa legítima de la mujer abandonada y traicionada.

Dentro del psicoanálisis, estas dos formas de interpretación se encuentran en los conceptos de feminidad de la mujer castrada y devaluada, como antítesis de la mujer fálica o narcisista. Estas imágenes se relacionan ya sea con la imago de la madre mala o con la de una madre desexualizada. Una posición intermedia asume Leuzinger-Bohleber (1997) en su interpretación de la novela Goce de Jelinek (1989), cuando considera el homicidio de un hijo como la última y más extrema venganza, como una reacción psíquica de emergencia frente a la profunda humillación narcisista de la mujer. El homicidio del propio hijo significa, entonces, huir de la dependencia insoportable del compañero y de los hijos y, en última instancia, de la propia feminidad que está amenazada por la disolución del sí mismo (778). Una posición similar asumen Hidalgo y Chacón (1994) en su investigación con mujeres sentenciadas por haber matado a su propio hijo. Mediante el estudio de cinco casos, las autoras se ocupan de la interrelación entre el maltrato infantil y el abuso sexual, tanto dentro de la propia familia como en la relación de pareja, con el homicidio contra el hijo. Ellas interpretan el homicidio de la madre contra su propio hijo no sólo como destrucción de la propia creación materna, sino también como una última y desesperada acción contra las insoportables experiencias de impotencia y dependencia, generadas a causa de una relación de pareja altamente destructiva. Entre esta posición intermedia y las imágenes anteriormente mencionadas en la literatura secundaria del homicidio contra el hijo, quiero encontrar una opción alternativa de lectura, que vaya más allá de la devaluación o la idealización de la figura de Medea. En este sentido, me interesa la interpretación de la figura de Medea partiendo de sus aspectos multifacéticos, en los que se manifiesta la unificación tanto de los componentes productivos y creativos como de aquellos destructivos y asesinos en la agresión femenina. El amor apasionado de la mujer se convierte en manifestación activa de la agresión femenina, que no sólo se expresa en las acciones asesinas, sino también en la capacidad de separación, acción autónoma y autodeterminación en Medea.

El doble rol social de Medea como maga agresora y salvadora, perteneciente al mundo de lo humano y lo divino, madre y asesina a la vez, y la aspiración a la separación y autodeterminación en cuanto a su patria, su familia y su esposo, representan el punto de partida que nos acerca a los conceptos de feminidad en la tragedia. La tensión entre lo tradicional en relación con el país de los bárbaros, y lo moderno, relacionado estrechamente con el desarrollo de las florecientes ciudades griegas, aparece como un elemento central en la historia de Medea. La elección de su compañero se relaciona con el abandono de su patria y sus viajes por algunas de las más importantes ciudades de Grecia. Estas significan un importante espacio cultural, en el cual Medea obtiene prestigio y reconocimiento social, tal y como lo describen Eurípides y Ovidio. Aún así, es precisamente el amor unido a estas circunstancias, el que finalmente desencadena la tragedia. El amor apasionado se manifiesta en Medea en la incompatibilidad de sus roles sociales, es decir, el conflicto entre sus capacidades de exigir autonomía, brindar restauración y protección, y estas otras que aparecen como destructivas y asesinas. La dependencia de la mujer del hombre y la maternidad parecen estrechamente ligadas a la pasión intensa, en la cual se borra la diferencia entre los géneros y, a la vez, a una furia destructiva y vengativa que no conoce límites. Medea no representa una madre desexualizada o una mujer obediente, sino una mujer enamorada y apasionada, que lucha por un camino hacia su propia autonomía y encuentra, en este proceso, una pista mortal, sin que ésta al final la destruya o la venza. En ella, no buscamos una heroína que nos represente de forma idealizada, sino una figura femenina trágica, que nos brinde alguna luz en estas impenetrables confusiones, que en la teoría psicoanalítica siguen, todavía hoy en día, caracterizando las relaciones entre lo femenino, la agresión y la autonomía.

APORTES DE LA INTERPRETACIÓN DE MEDEA A
LA COMPRENSIÓN DE LA FEMINIDAD EN EL PSICOANÁLISIS

El aproximarse a un tema tan inquietante a partir del análisis de una figura trágica como la Medea de Eurípides, en la que se encuentran condensadas imágenes tan conflictivas y perspectivas tan diversas sobre la mujer ha sido un reto no solo en el nivel del conocimiento sobre la feminidad, sino también en el nivel de mi propia experiencia subjetiva como mujer. En la figura de Medea se encuentran dramatizados aquellos componentes de la feminidad que han sido socialmente tabuizados y que generalmente solo a través de fantasías masculinas que están al servicio de la producción inconsciente encuentran una forma de manifestarse (ver Theweleit, 1977). Por el contrario en Medea nos encontramos con un sujeto trágico en el que no sólo la sexualidad sino sobretodo la agresión femenina van a ser representadas de forma consciente. En una misma figura encontramos condensadas las contradicciones internas y la intensa ambivalencia que la manifestación consciente de la agresión en la mujer conllevan. La fascinación que puede suscitar una figura femenina que trasciende su propia época histórica, al desmitificar de forma radical las imágenes tabuizadas sobre la agresión y la sexualidad femeninas, va acompañada necesariamente de experiencias de repulsión y miedo difíciles de tolerar.

El análisis sistemático de las propias reacciones contratransferenciales que acompañaron la investigación fue un recurso fundamental para enfrentarme con las fantasías, la angustia y las defensas inconscientes que la interpretación de la figura de Medea provocaban. Quizá el reto principal de este trabajo ha sido poder sostener la intensa ambivalencia que representa el conflicto entre la figura de Medea como personificación de una »asesina en serie« y su condición de sujeto femenino trágico, cuyas acciones son legitimadas a través del desarrollo de la tragedia. Por una parte nos enfrentamos con los violentos asesinatos que llegan a su clímax con el homicidio de sus propios hijos y que bloquean la experiencia de empatía y compasión hacia la figura. Por otra parte nos encontramos con su extraordinaria capacidad de actuar e imponerse de forma autónoma como figura femenina, llegando incluso hasta el extremo de poder escaparse del castigo de forma escandalosamente triunfal. Mantener la ambivalencia entre atracción y repulsión sin caer en la idealización ilusoria del personaje como una especie de heroína feminista o en la devaluación implacable reduciéndola a una monstruosidad irreconocible como fantasía masculina no constituye una tarea fácil. El drama se encuentra atravesado por una contradicción inmanente entre el carácter de otredad de la agresión homicida en la protagonista y el reconocimiento de la agresión femenina como legítima a través de la creación de un »sujeto autónomo«. Ante esta contradicción siempre estuvo presente en los diferentes momentos de la interpretación psicoanalítica la dificultad que la tendencia defensiva a la patologización de Medea como figura psicológica conlleva. En este sentido el mantener la tensión entre la perspectiva de Medea como creación artística, como área de proyección de fantasías inconscientes, y la perspectiva del análisis psicológico de la figura constituyó un recurso fundamental durante la interpretación. La comprensión de las diversas facetas de Medea como sujeto femenino trágico pasa por este doble movimiento. Por un lado se nos presenta en el drama una imagen sobre el desarrollo psicológico de una figura femenina, por otro lado la protagonista aparece como personificación de fantasías masculinas que se transforman en el escenario en imágenes utópicas sobre la feminidad. En este sentido el análisis del contexto cultural de la tragedia como complemento de la interpretación psicoanalítica fue fundamental para abordar la separación y al mismo tiempo el enlace entre ambas perspectivas.

La consternación y la intensa perturbación que se observa en la historia de recepción de la tragedia, tanto en el nivel literario como en el campo de la filología clásica, pone de manifiesto la posición transgresora que encarna la Medea de Eurípides. Sin embargo el desconcierto que provoca no ha impedido su recepción, al contrario constituye una condición fundamental para que esta obra se haya convertido en el referente principal para la mayoría de las versiones modernas de la tragedia. Desde Séneca en el siglo primero, pasando por Corneille en el siglo XVII y la trilogía de Grillparzer en el siglo XIX, hasta las versiones modernas de Jahnn (1926, 1959), Anouilh (1948) o Jeffers (1947), por citar solo algunas de las versiones más significativas, la mayoría están escritas tomando como base el drama de Eurípides. A pesar de la imagen paradójica y desconcertante en Eurípides, o más bien por la misma razón, esta obra se ha convertido en la imagen paradigmática que ha marcado la recepción de Medea en la literatura europea e incluso más allá de sus fronteras.

En contraste con la amplia recepción del drama durante el siglo XX, en la teoría psicoanalítica el mito de Medea no aparece como una figura significativa. Dejando de lado el intento malogrado de desarrollar un complejo de Medea en relación con el tema del infanticidio materno, no nos topamos dentro de la teoría psicoanalítica con una discusión seria y sistemática sobre la figura de Medea como sujeto femenino. Esta aparece más bien como ausencia, como un lugar vacío en relación con el conocimiento sobre el desarrollo psíquico en la mujer. Incluso en los aportes modernos de las teorías sobre la feminidad con orientación psicoanalítica difícilmente se encuentran análisis atractivos sobre otras figuras trágicas que ayuden a desentrañar las mistificaciones que todavía rodean la comprensión psíquica sobre lo femenino. Figuras trágicas como Antígona o Medea ofrecen perspectivas sugerentes sobre la relación entre la agresión femenina y la tendencia hacia la autonomía y la autoafirmación en la mujer. 5 Sin embargo, mientras la Antígona de Sófocles ha sido recibida por la cultura occidental con gran júbilo como heroína femenina, el logro impresionante de la Medea de Eurípides no ha sido reconocido en su complejidad. Las diversas imágenes que la figura de Medea personifica tienden a verse disgregadas en sus componentes destructivos o productivos, ablandándose de esta forma el contenido provocador del personaje.

En Medea nos encontramos con un nuevo tipo de feminidad, en el que un personaje femenino se atreve a romper con el precepto social que considera a la mujer objeto de intercambio a través de las reglas del matrimonio. La validez de este precepto no será en realidad cuestionada históricamente en las sociedades occidentales sino hasta 2500 años más tarde. Sin embargo, al contrario de lo esperado ante semejante subversión del orden social nuestra heroína no es reducida a lo animal o monstruoso; más bien como poseedora del logos surge del corazón de la ciudad y encarna en la figura de una mujer culta la poderosa imagen del héroe griego. Aquí aparece en toda su fuerza la ambivalencia de la heroína trágica. Mientras en su posición de sabia representa al ciudadano griego con capacidad para la argumentación racional, como extranjera personifica al Otro, aquello que amenaza el orden establecido. En este lugar intermedio entre lo propio y lo extraño Medea encarna la posibilidad, todavía utópica para aquella época, de que una mujer actúe de forma individual y se apropie de la capacidad de autorreflexión y autorrealización. Al romper con las reglas del matrimonio y escoger por sí misma su pareja amorosa, la protagonista personifica de forma prematura un drama adolescente. Ella toma sus propias decisiones, se apropia de la capacidad para asumir la responsabilidad sobre sus propias acciones y de esta forma da nacimiento a algo nuevo, a su propia feminidad. En la tragedia se pone en escena la fuerza del enamoramiento adolescente y la fantasía de la gran pareja amorosa que no se hará realidad sino hasta en la época moderna. Medea personifica tanto la capacidad de decidir de forma individual sobre sus deseos sexuales como de manifestar de forma consciente la agresión femenina prohibida socialmente. Al romper con la tradición y escoger su propio proyecto de vida opta por el riesgo y la incertidumbre que este paso hacia la individualidad implican. Se arriesga a perder el reconocimiento social y a vivir la exclusión que la capacidad de autodeterminación en la mujer podía traer como consecuencia.

La única forma de poder superar esta posición es a través de la manifestación activa de la agresión, no sólo en sus componentes productivos y creativos, sino también en su potencialidad destructiva y asesina. Para poder negarse a ser objeto de intercambio, Medea no sólo se enamora y se separa de su padres voluntariamente, sino que traiciona a su padre y mata a su hermano, dejando solo ruinas detrás de sus actos. En el drama de Eurípides la experiencia adolescente en la mujer – separación de la familia y escogencia del objeto amoroso – tiene como consecuencia una manifestación violenta de la agresión de separación. Por un lado la agresión femenina aparece como señal de advertencia – cuidado con el poder de la mujer –, por otro lado va a ser legitimada en la escena final al escapar la protagonista de forma triunfal en el carro del sol. La separación abrupta y la ruptura de todos los vínculos aparecen en el drama de forma repetida como la destrucción de una parte de sí misma, como autodestrucción. Medea personifica una mujer autónoma y orgullosa de sí misma, pero al mismo tiempo una madre que llora y se lamenta de su destino. Además encarna una paradoja en la maternidad; la madre herida y sufriente es al mismo tiempo la madre asesina, que mata para defender su honra y sus intereses. En la figura de Medea la masiva identificación masculina representada en la imagen potente del héroe griego y en la figura del dios del sol, coincide con la identificación femenina representada en la imagen poderosa de las diosas griegas. La capacidad de autodeterminación y de autoafirmarse como mujer surgen en la figura de Medea a partir de la integración de un poder masculino con una potencia creativa femenina. Sin embargo, esta integración de un principio masculino con uno femenino es acompañada en la protagonista por la devaluación de una parte de su feminidad, que se dramatiza en la destrucción de su maternidad. Medea se opone a la adaptación patriarcal de la mujer y escoge su propio camino, pero para hacerlo debe recurrir a la agresión asesina que le permite recuperar de nuevo su dignidad y su autovaloración.

En Medea se dramatiza el problema de la autonomía del sujeto como un enfrentamiento autorreflexivo con las espectativas sociales y las tradiciones culturales, es decir como resistencia y no sólo como adaptación frente a los controles institucionales. La autonomía aparece como actitud autoconsciente del individuo sobre sí mismo y sobre los otros. Sin embargo el enfrentamiento de un sujeto femenino consigo mismo y con la sociedad implica en el caso de Medea un proceso autodestructivo que se manifiesta como autocastigo. Como representante de la ruptura con la tradición Medea se convierte en sujeto trágico. De alguna forma el amor prohibido y la manifestación activa de la agresión femenina tabuizada socialmente deberán ser castigados, sin embargo, no por los dioses ni por los hombres, sino por ella misma. Recordemos que la acción autónoma del amor apasionado en Medea y su capacidad de imponerse frente a las dificultades que se le presentan no siempre obtendrán reconocimiento social. Ni Jasón, ni Creon o la nodriza son capaces de comprender su tendencia hacia la autonomía y la autoafirmación. Como consecuencia lo único que les queda es recurrir a fantasías masculinas, en las que la feminidad aparece como encarnación de una maldad sin límites. En estas fantasías Medea queda reducida a las fuerzas impulsivas de la naturaleza o a la monstruosidad de personajes míticos legendarios. Sin embargo la imagen que Medea tiene de sí misma no corresponde con estas fantasías masculinas, sino más bien con una imagen caracterizada por la autovaloración, el orgullo y la confianza en sí misma. En este sentido el autor se encarga de enfatizar a lo largo del drama la posición de sabia de la protagonista. Sin embargo, a pesar de ser conocida en toda Grecia y de gozar de gran prestigio, será condenada por su sabiduría. Las fantasías masculinas dominantes en la Atenas clásica coinciden en los dramas de Eurípides con fantasías utópicas sobre lo femenino que trascienden el lugar social que la mujer ocupaba en la antigüedad. El extraordinario manejo de la ambivalencia y la tematización de las contradicciones en la Medea de Eurípides están al servicio de hacer conscientes componentes culturalmente tabuizados que pertenecen a la antropología de la mujer.

Esta ambivalencia interna en la Medea de Eurípides constituye el hilo conductor de esta interpretación. En Medea nos encontramos con una figura femenina, en la que las imágenes de una mujer orgullosa y poderosa se mezclan con las de una mujer sufriente, pero también asesina. Estas diversas caras se unen en una figura trágica, que representa el nacimiento de un sujeto femenino. En la figura de Medea, los componentes productivos de la agresión humana que estimulan la autonomía y la creación cultural forman una unidad con aquellos componentes destructivos y asesinos, para no quedar una vez más escindidos en un polo femenino y otro masculino. En Medea se manifiestan la agresión femenina, el amor apasionado y los componentes creativos de la maternidad en su capacidad de autodeterminación y acción autónoma. Sin embargo, debe convertirse en una mujer asesina, para poder reconstruir su carácter de sujeto femenino y su valoración de sí misma. Como paradigma de un sujeto femenino trágico Medea constituye una personificación de la desmitificación de aquellas imágenes tabuizadas de la agresión, la sexualidad femenina y la maternidad.

Hoy en día nos encontramos, tanto en la literatura, el arte, la ciencia y los medios de comunicación, como también en la teoría psicoanalítica con imágenes sobre la feminidad mistificadas, en las que las mujeres son asociadas con una carencia en la capacidad de actuar autónomamente y de imponer su voluntad. Al respecto, afirma Musfeld (1997): »Yo sigo en mis discusiones la hipótesis, de que no sólo en la identidad femenina, sino también en las concepciones feministas sobre la mujer, el significado de la agresión sigue siendo ignorado y permanece excluido tanto de la discusión, como de las experiencias subjetivas y las imágenes sobre sí mismo« (8, traducción de la autora). Al mismo tiempo, para las mujeres se han abierto, tanto en el espacio privado como en el mundo público, nuevos espacios potenciales, en los que la tendencia hacia la autonomía y la autoafirmación no sólo es estimulada, sino que también aparece como legítima. Las características asociadas tradicionalmente con la feminidad como la capacidad para el vínculo y la compasión frente a los otros, en cierta medida, no son vistos necesariamente como irreconciliables con la capacidad y los deseos hacia la diferencia, la separación y la autodeterminación. La maternidad y la vida familiar empiezan, lentamente, en la cotidianidad, a coexistir con los espacios de trabajo de la mujer en el mundo público, para dejar de presentarse como espacios sociales irreconciliables o contradictorios.

En este sentido, se vuelve fundamental explorar como las mujeres, actualmente, se resisten a la adaptación patriarcal que la sociedad les sigue exigiendo, como escogen caminos propios y de qué formas intentan mantener o recuperar su dignidad, orgullo y autovaloración como sujetos. Se vuelve imperante estudiar de qué manera las manifestaciones de la agresión que estimulan la autonomía y la capacidad de acción autónoma, así como, las manifestaciones activas de la sexualidad femenina están presentes en las imágenes dominantes sobre lo femenino. En otras palabras, explorar cómo las condiciones de socialización y de constitución de la identidad femenina posibilitan o dificultan el desarrollo de un proyecto de vida autónomo en las mujeres. La luchas por recuperar la autoconfianza y la autovaloración, así como las manifestaciones conscientes de la agresión y la sexualidad como condiciones fundamentales para el desarrollo de la autonomía en las mujeres deben ser abordadas a partir de las transformaciones que se vienen desarrollando en las relaciones de poder entre los géneros.

Son estos espacios potenciales donde Medea surge como una figura femenina paradigmática, que representa tanto una comprensión diferente de la agresión y la sexualidad femeninas como de la capacidad de la mujer para la autorrealización y la autorreflexión. Como una figura femenina que actúa de forma independiente personifica Medea no sólo una mujer asesina, como se le presenta a menudo en la historia de recepción de la tragedia, sino también una imagen temprana de la mujer moderna.

Notas

* Este artículo será publicado próximamente en la Revista “Subjetividad y Cultura” , México D.F.

2 Dos rompientes rocosos muy peligrosos que se debían atravezar para llegar desde Grecia a la Cólquide, tierras bárbaras bajo el reinado de Aietes, padre de Medea.

3 La tragedia de Eurípides fue escrita en el año 431 a. C.. El drama se basa en un mito griego donde la hija del rey ayuda a un extranjero, jefe de los legendarios argonautas, a superar aventuras y peligros, huye con este, posteriormente es repudiada y abandonada, para finalmente vengarse del mismo. El prologo comienza con una conversación entre la nodriza y el pedagogo, en la cual se exponen los antedecentes de la historia (el viaje de los argonautas, la lucha de Jasón por el Vellosino de Oro, la ayuda de Medea, el amor, el matrimonio y la desavenencia entre Jasón y Medea) y la amenaza inminente (el rey Creon desea expulsar a Medea de Corinto). La próxima entrada en escena de Creon, en la que Medea logra que su expulsión se posponga de forma decisiva por un día, nos brinda un juego atractivo en el que se pone en escena la superación de la astucia del que no tiene poder sobre la torpeza del poderoso. En la primera conversación entre Jasón y Medea se representa la escena típica del agon retórico: Jasón interpreta su infidelidad como un acto de protección y transforma la imprudencia de la indignada Medea en injusticia, por su parte, Medea desenmascara esta intención sofista con una propia interpretación del pasado, en la que la argumentación de Jasón se descubre como manipulación. Posteriormente, en la escena de Egeo, en la que aparece el motivo común del extranjero que se entrelaza en la historia, el rey de Atenas le promete a Medea asilo. El conflicto entre razón y pasión marca el monólogo de Medea, en el que ella, convencida del logro seguro de su venganza sobre Creon y su hija, se decide a matar a sus hijos: Medea maldice por un lado su acción como crimen y como algo que le va a provocar a ella misma el mayor de los dolores, pero por otro lado ve en el asesinato de sus hijos el único medio para destruir finalmente a Jasón. En la próxima escena, después de la horrorosa narración del mensajero sobre la muerte de Creon y su hija, Medea mata a sus hijos. Con el asesinato de sus hijos Medea se convierte definitivamente para los otros en un monstruo que no se puede comparar más con lo humano; así aparece en la escena final con Jasón: Ella triunfa sobre su adversario, quien no podrá impedir que la maga huya en el carro del sol con sus hijos (ver Kindlers Neues Literaturlexikon, Tomo 5, 324-325, 1988, traducción de la autora).

4 Para una discusión crítica sobre esta imagen de escisión entre la agresión y la sexualidad femeninas dentro de la teoría psicoanalítica comparar, entre otros, Chodorow (1978, 1999), Benjamin (1988, 1995), Mitscherlich (1978, 1985), y Rohde-Dachser (1991, 1996).

5 En relación con la Antígona de Sófocles como paradigma de un sujeto femenino, comparar Rohde-Dachser (1989, 1991) y Butler (2000).

Literaturverzeichnis

Anouilh, Jean, 1948/1953 (1963) Medea. En: Schondorff, Joachim (comp.), 1963, 319–346.

Babatzanis, John y Georgie Babatzanis, 1992: Fate and the Personal Myth in Medea’ s Plight: Filicide. En: P. Hartocollis y G.I. Davidson (comps.), The Personal Myth in the Psychoanalytic Theory. Madison, International University Press, 235–255.

Benjamin, Jessica, 1988: The Bonds of Love. Psychoanalysis, Feminism, and the Problem of Domination. New York, Pantheon. Traducción española de Jorge Piatigorsky (1996). Los lazos del amor. Psicoanálisis, feminismo y el problema de la dominación, Buenos Aires, Paidós.

Benjamin, Jessica, 1995: Like Subjects, Love Objects. Essays on Recognition and Sexual Difference. New Haven, Yale University Press. Traducción española de Jorge Piatigorsky (1997). Sujetos iguales, objetos de amor. Ensayos sobre el reconocimiento y la diferencia sexual. Buenos Aires, Paidós.

Bronfen, Elisabeth, 1987: Die schöne Leiche. Weiblicher Tod als motivische Konstante von der Mitte des 18. Jahrhunderts bis in die Moderne. En: Renate Berger e Inge Stephan (comps.), Weiblichkeit und Tod in der Literatur. Köln, Böhlau.

Butler, Judith, (2000): Antigone´s Claim. Kinship between Life and Death. New York, Stanford University Press.

Chodorow, Nancy, 1978: The Reproduction of Mothering. Berkeley, University of California Press. Tradución española de Oscar R. Molina (1984). El ejercicio de la maternidad. Psicoanálisis y sociología de la maternidad y paternidad en la crianza de los hijos. Barcelona, Gedisa.

Chodorow, Nancy, 1999: The Power of Feelings. Personal Meaning in Psychoanalysis, Gender and Culture. New Haven and London, Yale University Press.

Clauss, James J. y Sara Iles Johnston (comps.), 1997: Medea. Essays on Medea in Myth, L

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Mitología griega: la historia de Edipo

Mitología griega: la historia de Edipo

Edipo es un personaje de la mitología griega que da nombre a un famoso síndrome mental: el complejo de Edipo, descubierto por Freud. Pero, ¿quién fue Edipo?

Era hijo de Layo y Yocasta, reyes de Tebas. Cuando éstos iban a contraer matrimonio, el oráculo de Delfos les advirtió de que el hijo que tuvieran llegaría a ser el asesino de su padre y más tarde se casaría con su madre. Cuando nació su primogénito, Layo encargó a un conocido suyo que matase al niño para que no se cumpliera el funesto futuro que les había augurado el oráculo. Esta persona se fue hasta el monte Citerón, perforó los pies del niño y le colgó de un árbol para que muriera poco a poco.

Sin embargo, pasaba por allí un pastor, Forbas, que escuchó el lamento del bebé y le salvó. Se lo entregó a Polibio y a su esposa, Peribea. Juntos le criaron y le pusieron por nombre Edipo, que significa el de los pies hinchados.

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Edipo y la esfinge

Al igual que muchos otros héroes de la mitología griega, cuando era un adolescente mostró su gran habilidad para la gimnasia, algo que levantó la admiración de muchos oficiales militares, que le veían como un futuro soldado. Uno de sus compañeros sentía envidia y le espetó que no era más que un hijo adoptado y que por tanto no tenía honra. Por ello acudió a su madre y le preguntó en reiteradas ocasiones si ella era su verdadera madre, pero Peribea veía que la verdad podría hacerle daño, así que insistió en asegurarle que era ella.

Sin embargo, Edipo no se conformaba con las respuestas, por lo que decidió ir hasta el oráculo de Delfos para que le diera respuestas. El oráculo le pronosticó lo mismo que a los reyes de Tebas, por lo que le aconsejó que no se acercase al lugar que le había visto nacer. Edipo entonces decidió que no volvería a Corinto, por lo que puso rumbo a Fócida.

Durante el camino destacan dos sucesos. Primero, se enfrentó en un cruce al pasajero de un carruaje al que dio muerte accidentalmente; se trataba de Layo, su padre, aunque Edipo desconocía tal hecho. El segundo es el encuentro con un horrible monstruo, la esfinge. Se trataba de un ser con cabeza y manos de mujer, voz de hombre, cuerpo de perro, cola de serpiente, alas de pájaro y garras de león. Estaba situada en lo alto de una colina y a todo aquel que se acercara le hacía una pregunta, ante cuya ignorancia moría en sus manos el desdichado.

El nuevo rey de Tebas, Creonte, hermano de Yocasta, ofrecía como recompensa la mano de su hermana y, por consiguiente, el trono de Tebas, a aquel que consiguiera descifrar el enigma de la esfinge y deshacerse de ella.

Edipo decidió entonces enfrentarse a tal ser. Cuando se encontró con la esfinge, ésta le pregunto: “¿Cuál es el animal que por la mañana anda sobre cuatro pies, dos al mediodía y tres por la tarde?”. Edipo, que contaba con una gran inteligencia, no tardó en responder que se trataba del hombre, ya que en su infancia anda sobre sus manos y pies, durante la época adulta anda sólo sobre sus piernas, pero en su vejez debía de ayudarse de un bastón como si fuera un tercer pie. La esfinge se puso furiosa de que alguien hubiese resuelto el acertijo, por lo que se suicidó golpeándose la cabeza contra una roca.

Como recompensa, Creonte cumplió con lo prometido y le entregó a YocastaEdipo vivió feliz durante muchos años junto a su mujer y a los hijos que había tenido con ella, Etéocles, Polinice, Antígona e Irmene. Pero la felicidad se vio truncada cuando llegó una epidemia de peste, arrasando toda la región.

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Edipo y su hija Antígona

Ante este problema acudió al oráculo de Delfos para que le dijera cómo solucionarlo. El oráculo aseguró que sólo se acabaría cuando se descubriese al asesino de Layo y fuera expulsado de Tebas. Edipo comenzó entonces a investigar hasta que descubrió la verdad, que había sido él el asesino yse había casado con su propia madre.

Yocasta no pudo soportar la verdad y se suicidó. La noticia había afectado en gran medida a Edipo, quien consideró que no merecía ver más la luz del día y decidió sacarse los ojos con una espada. Después fue expulsado de Tebas por sus hijos, aunque Antígona se fue con él para ayudarle y guiarle.

Así llegó hasta Ática, donde vivió como un mendigo. Continuó su viaje hacia Atenas hasta que entró en un santuario dedicado a Erinias donde los lugareños le reconocieron y quisieron acabar con su vida. Respecto al final de la historia hay dos versiones. La primera asegura que las palabras de Antígona consiguieron que le pudiera salvar la vida, tras lo cual fue recogido por Teseo y acogido en su casa.

La otra versión asegura que murió en el santuario pero antes de exhalar su último aliento, Apolo le prometió que el lugar sería sagrado y consagrado a él y que aquello sería provechoso para la ciudad de Atenas.

Fuente: http://redhistoria.com/mitologia-griega-la-historia-de-edipo/#.VBCb6cJ5NIk

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Antígona y el traspié de la ironía hegeliana

Antígona y el traspié de la ironía hegeliana

Mónica L. Cabrera y Graciela A. Vidiella

“La femineidad, esa eterna ironía de la comunidad”

Hegel, Fenomenología del Espíritu, p. 281.

I

El modo de considerar a la naturaleza de lo femenino en la obra de un autor como Hegel, parecería que sólo tiene el valor de una curiosidad histórica, por lo obvia­mente anacrónico. Sin embargo resulta aleccionador si se piensa en la vigencia de los prejuicios con que suele juzgarse el rol de la mujer en la sociedad desde los dife­rentes campos del quehacer humano.

El lugar donde el filósofo proporciona un tratamiento más sistemático y. conceptual del tema es en la Fenomenolo­gía del Espíritu, al tratar la tragedia de Antígona en el capitulo dedicado a la eticidad griega. La bella prosa hegeliana, puesta al servicio del espíritu absoluto, se empeña en desplegar una serie de conceptos para explicar la carencia de racionalidad que, por naturaleza, le corres­ponde a la mujer.

A fin de comprender cabalmente el análisis de Hegel a este respecto conviene, en primer lugar, presentar una síntesis de las páginas que le dedica en la obra citada.

Según el autor, la eticidad griega se caracteriza por la ausencia de reflexión con respecto a la naturaleza de leyes que conforman la polis. Esta inmediatez es propia de todo primer momento del proceso dialéctico -recuérdese que la eticidad aparece en la Fenomenología como la prime­ra figura correspondiente al espíritu- en el cual la contradicción que permitirá arribar a una verdad más acabada, aún no se ha manifestado. En este contexto apacible y armónico, los ciudadanos tienen conciencia de pertenecer a esa comunidad y se identifican con sus leyes sin juzgarlas, guardando con ellas una relación inmediata y simple que Hegel denomina bella eticidad. Sin embargo, debido a esta adhesión irreflexiva, el equilibrio de la polis es precario, y está por ello destinado a quebrarse cuando irrumpa la acción individual que pondrá de manifiesto la existencia de un conflicto subyacente.

El ámbito de la eticidad está conformado por dos tipos de leyes: la humana y la divina. La primera rige para todos los individuos en el marco de la comunidad política, es clara, manifiesta y conocida, y adquiere su representa­tividad a través del gobierno. Sin embargo, esta ley se nutre de otra, oscura y oculta que se expresa en la fami­lia y los penales. La ley divina es el fondo sobre el que se recorta la acción consciente. Ambas leyes son com­plementarías, la humana se apoya en la divina y esta adquiere su realidad en la humana. A pesar de ello, esta complementariedad no es conocida por los ciudadanos de la polis, que aún no alcanzan un pensamiento especulativo respecto de sus propias instituciones. Desde el punto de vista del sistema hegeliano, esta primera aparición del espíritu es conciencia, es decir, certeza inmediata, pero debe devenir autoconciencia, movimiento reflexivo donde dicha certeza alcance su verdad. Este proceso se llevará a cabo mediante un conflicto que, según Hegel, resulta expresado en forma paradigmática por la tragedia Antígona.

II

La acción dramática de Antígona revela lo provisorio del equilibrio simple de la bella eticidad, al poner de manifiesto el juego de oposiciones cuyo efecto inmediato será el desmoronamiento de la polis.

Según la interpretación hegeliana, esta tragedia evidencia un conflicto entre saberes en relación a las dos leyes mencionadas. Cada protagonista supone que conoce ambas leyes, pero, al actuar, sólo se afirma en una de ellas, quedando así de manifiesto su ignorancia respecto de la otra.

No es casual que quien esgrima la ley divina sea una mujer, Antígona, y el defensor de la ley humana, un hombre, Creonte, ya que la naturaleza, al otorgar los sexos da a cada uno de ellos a una ley. Hegel le adscribe naturaleza femenina un estadio inferior en la eticidad. La acción, de Antígona, a través de la cual se cumple la ley de la mujer, nace de un sentimiento, -y no de un saber de la piedad. Esta “ha sido expuesta fundamentalmente como la ley de la mujer, como la ley de sustancialidad subjetiva sen-sible, de la interioridad que aún no ha alcanzado su perfecta realización, como la ley de los antiguos dio­ses, de los dioses subterráneos”[1]. Con esta determinación el espacio propio de la mujer se desarrolla en la intimi­dad familiar, no pudiendo trascender al ámbito público, destinado exclusivamente al varón. Lo masculino es la expresión de lo espiritual, “el hombre tiene, por ello, su efectiva vida sustancial en el estado, la ciencia, etc..”[2]

Esta caracterización de la mujer circunscripta al gine­ceo está explicada por la función social que Hegel le asigna a la familia en la Grecia clásica. A esta institu­ción le compete llevar a cabo dos tareas decisivas para la vida social. En primer lugar educar al joven, futuro ciudadano de la polis. Desde este punto de vista, el rol que desempeña es meramente negativo, porque la educación culmina con el abandono de la familia y el pasaje del joven a la esfera pública. En segundo lugar, el culto a los muertos, como su función más específica, ya que a través de éste hace cumplir la ley divina. Este rito reviste una significación cultural importante porque posi­bilita la interrupción de la acción destructora de la naturaleza, y hace perder a la muerte su sentido meramente biológico. Si este oficio no se lleva a cabo, se condena al alma a vagar eternamente sin hallar su lugar de reposo.

En la tragedia de Sófocles, este culto es realizado por Antígona, respecto de su hermano Polinices. Su insis­tencia en efectuar el acto, a pesar de la prohibición de Creonte, es explicada por la propia heroína: “¿En virtud de qué principio digo esto? Que esposo, muerto uno, podría tener otro, y un hijo de otro hombre, si un hijo perdiese; pero no hay hermano que pueda nacer ya, cuando padre y madre están ocultos en el Hades.” [3] Teniendo en cuenta este argumento, Hegel le atribuye al vinculo hermano-herma­na una investidura ética peculiar, que no alcanzan otras relaciones familiares. Por una parte lo considera como una relación ética exenta de naturalidad, y, por ello, genuinamente espiritual, característica que no reviste el vínculo de la mujer con su marido o hijos En el primer caso, la relación espiritual entre los esposos está afecta­da por un elemento natural, 1a sexualidad, que impide un reconocimiento ético. Este, en la relación de los padres hacia los hijos no puede ser simétrico, porque se tiene conciencia de que ese otro, el hijo, es, en parte, un extraño que no encontrará su identidad en el lazo con sus padres sino sólo cuando logre separarse de ellos. Respecto de los hijos hacia los padres, aquellos saben que no pueden reconocerse en un otro destinado naturalmente a desaparecer primero.

Estas son las razones que esgrime Hegel para explicar por qué la mujer, en ambas relaciones sólo es tenida en cuenta en su rol de mujer en general, es decir, como esposa y madre, pero no como una persona singular. Este reconocimiento sólo se dará a través del vínculo con el hermano, “puro y sin mezcla de relación natural…” que es, por tanto, la única constitución ética posible para la mujer en la comunidad política, “pues se halla
vinculado al equilibrio de la sangre y a la relación exenta
de apetencia. Por eso la pérdida del hermano es irreparable para a hermana, y su deber hacia él es el más alto de todos”[4]. En una sociedad patriarcal como la griega, en la que el reconocimiento social de la mujer depende exclu­sivamente de los varones de su familia, resulta así expli­cada la seguridad con la que Antígona lleva a cabo su acción, aún a sabiendas de que el único resultado es su muerte. Con la desaparición de todos los hombres de su familia, su identidad social pierde el sustrato.

Las razones expuestas por Hegel a fin de privilegiar la relación hermano-hermana en su conexión con la natura­leza de lo femenino, le sirven para explicar la acción de Antígona. Tanto en el contexto de la tragedia como en el de la bella eticidad, ésta es interpretada como el resultado de su piadosa adscripción a la ley divina, opuesta a la racionalidad de la ley de la polis.

Aunque ambos protagonistas son considerados como igualmente responsables del derrumbe de la eticidad bella, es posible comprender su incidencia en la tragedia con matices diferentes. Si bien Creonte es culpable de ruptura del equilibrio por desconocer a la ley divina, en la cual se asienta la polis, representa a la ley mani­fiesta y transparente, a la legalidad universal instaurada por los hombres Por tanto, desde la perspectiva del espíritu absoluto, su actuación puede ser evaluada como más progresista porque contiene, aunque en forma embrionaria, los elementos fundantes del orden político que instituye la razón.

Antígona es responsable de infringir la ley humana y, en tal sentido, también causante de la caída de la polis, Pero no hay en ella, por ser mujer, el elemento de racionalidad que Hegel rescata en la actitud de Creonte. La femineidad aparece como un poder disolvente de la comunidad, La acción de Antígona se opone a la universalidad política desde la particularidad natural de la familia y convierte lo público en un fin privado y contingente.

III

En síntesis, según la interpretación hegeliana, la obra de Sófocles presenta dos héroes trágicos que se rela­cionan de manera simétrica. Esta relación se constituye a partir de un saber y un no saber, ambos parciales, con respecto a cada una de las leyes. Este desconocimiento de una parte de la verdad los impulsa a cometer hybris.

Sin embargo, si nos atenemos a la caracterización clá­sica del héroe trágico, podría pensarse que sólo Creonte la cumple de manera cabal. En efecto, si bien los factores desencadenantes del conflicto serían tanto la prohibición de Creonte como la acción de Antígona de enterrar a Polini­ces, las peripecias sólo le ocurren al rey. Él es el único que, en el desenlace, reconoce su responsabilidad en las desgracias acaecidas y se arrepiente[5]. Esto estaría más de acuerdo con la intención del mismo Sófocles de atribuir a Antígona el saber de una justicia superior a la pretendida da por Creonte[6]. La ley de éste desconoce el elemento sustancial (la ley divina) en el cual se asienta y resulta arbitraria e injusta por no concordar con “aquellas leyes no escritas…” reconocidas por todos. Esto se pone de manifiesto en las intervenciones de otros personajes, que intentan disuadir a Creonte de su actitud, advirtiéndole, asimismo, de las consecuencias trágicas que puede acarrear su obcecación[7].

Para sustentar su versión, Hegel, como se dijo, realiza una caracterización de la subjetividad femenina que parte de la adscripción, por naturaleza, de una ley para cada sexo. La ciega sujeción a la ley divina representa un estadio inferior en el progresivo desarrollo de la comuni­dad política humana. Por ello, aunque Hegel presente a ambos personaje como simétricos en cuanto a lo que saben y a lo que desconocen, intentando de esta manera explicar su comprensión de la  eticidad griega, esta simetría no resulta acorde con su propio punto de vista. En efecto, Creonte da cumplimiento a la ley humana desconociendo a la divina, a partir de una elección política. Pudo haber
desistido de su actitud, evitando la tragedia, como, en efecto, intentó hacerlo conveniido por Tiresias, aunque ya tarde. A Antígona, en cambio, no le cabía posibilidad de elección. Su propia naturaleza femenina la condicionaba a no poder tener comprensión de otra ley que no fuera la divina. Tal como ya se indicó, la pérdida del hermano significaba, para la mujer, la pérdida de su propia identi­dad y de su reconocimiento en el seno de la comunidad.

Podría señalarse otra inconsistencia en la versión que estarnos considerando. Según se mostró, la irrupción de la acción individual pone de manifiesto la inestabilidad inmanente a la bella eticidad. En el sistema hegeliano, toda inmediatez se revela como insuficiente, y este carácter resulta explicitado por la contradicción inherente al movimiento dialéctico. En ella se hacen presentes, de manera incipiente, las características propias de la figura subsiguiente, más integradora, y, por lo tanto, superior. Por ende, si es la irrupción de la acción indi­vidual la que provoca la caída de la polis, podría sospecharse que en ambos protagonistas de la tragedia aparecen ciertos que adelantan el desarrollo ulterior. Es en el Estado del derecho romano, donde se logra un primer reconocimiento del derecho del individuo como persona jurídica. Según esto, puede advertirse un aspecto negativo en el resultado de la dialéctica anterior: la destrucción de la comunidad ética, pero también un aspecto positivo, la revalorización del individuo. En efecto, en el mundo ético, éste quedaba subsumido por la familia y por el Esta­do[8]. Siguiendo esta línea argumentativa, podría preguntarse por qué razón Hegel no reivindica enAntígona este rasgo que insinúa un proceso de individuación. Dicho proceso culminará, en figuras posteriores, con el reconoci­miento pleno del individuo por el Estado, y viceversa. En lugar de ello, presenta su acción subsumida a la con­tingencia disolvente de los intereses familiares.

Hegel no rescata en la protagonista, como podría hacerlo, una actitud justiciera y, en tal sentido, expresión de ciertos valores universales, sino que caracteriza a lo femenino como un elemento perturbador del orden políti­co. La polis se derrumba devorada por la intriga femenina, “la eterna ironía de la comunidad”, que hace prevalecer lo particular por sobre la universalidad del Estado. Resul­ta en este punto interesante la comparación entre el tra­tamiento dado por el autor a la figura de Sócrates y a la de Antígona. En Lecciones sobre 1a filosofía de la historia universal se refiere al juicio del Estado atenien­se contra Sócrates  y considera justa la condena porque el filósofo ponía en cuestionamiento las leyes estableci­das. Sin embargo, desde el punto de vista del espíritu absoluto, Sócrates[9] representa un desarrollo superior de la eticidad. A diferencia del hombre griego, que actuaba de manera irreflexiva, aquél poseía conciencia moral, es decir, era capaz de indagar sobre los fundamentos uni­versales de las acciones. En cambio, en la tragedia, ni Creonte ni Antígona podían acceder a esta reflexión, pero en el caso de Antígona, por tratarse de una mujer, ni siquiera podía aspirar a la eticidad. Hegel es aún más explícito al respecto en la Filosofía del Derecho, cuando, al tratar la institución familiar, afirma: “La diferencia entre el hombre y la mujer es la que hay entre el animal y la planta; el animal corresponde más al carácter del hombre, la planta más al de la mujer, que está más cerca­na al tranquilo desarrollo que tiene como principio la unidad indeterminada de la sensación. El Estado correría peligro si hubiera mujeres a la cabeza del gobierno, porque no actúan según exigencias de la universalidad, sino si­guiendo opiniones e inclinaciones contingentes”[10]. Aunque pueda admitirse que entre los griegos la mujer cumplía el rol descripto por Hegel, resulta sospechoso que el filósofo de la dialéctica, empeñado en explicitar todo acaecer como una manifestación cultural e históricamente determinada, trate a la subjetividad femenina, -y a su contrapartida, la masculina- con carácter de esencias inmodificables.

       Tal vez una lectura prejuiciosa de la tragedia de Sófocles permitiría mostrar a Antígona como una mujer capaz de desafiar un orden que considera injusto y con

Convicciones tan firmes que la llevan a subordinar el interés particular de su propia vida al valor universal de la justicia. Parecería que la intención del mismo Sófocles apunta en esta dirección. A pesar de que Hegel hace comprensiva la acción de la protagonista desde un lugar exclusivamente femenino, el propio desarrollo de la tragedia muestra a todos los personajes masculinos con excepción de Creonte, haciendo causa común con la muchacha.

Por otra parte, la versión hegeliana disminuye la talla de Antígona hasta presentarla como un personaje reacciona­rio aún para su época, polque asume un principio inferior en las relaciones sociales constitutivas de la eticidad, y, en tal sentido, más ligado a la irracionalidad de la naturaleza, que a la racionalidad de la política. Sin embargo, la actitud de Antígona es doblemente revolucionaria. No sólo desafía, como ya se indicó, la ley positiva que considera injusta sino también el lugar de sumisión de la mujer, condenada al espacio privado de la familia, convirtiendo su reclamo en un objetivo público del cual se apropia el resto del pueblo.

IV

No hemos elegido el tratamiento dado por Hegel a tragedia de Antígona como una simple curiosidad histórica. Resulta obvio que la presencia de la  mujer en la vida pública suele prestarse aún hoy a  interpretaciones prejuiciosas, sobre todo si implica algún cuestionamiento al orden establecido.

Durante la última dictadura militar argentina, las únicas que lograron desafiar el imperio del terror ganando un espacio público,  no sólo nivel nacional sino también internacional, fueron mujeres, las Madres de Plaza de Mayo. A partir de una actitud profundamente comprometida supieron crear una efectiva de lucha  que se convirtió en el único foco de resistencia activa. Pero, por esos años y, en cierta forma, aún hoy, la “opinión pública” argentina se ocupó de degradar esa acción con explicaciones similares a las hegelianas. El reclamo de las Madres fue impugnado desde discursos de diversa extracción. Para algunos eran “las locas”, otros, con argumentos pretendidamente racionales, objetaban la validez universal de la denuncia porque provenía de madres, de mujeres motivadas únicamente, igual que Antígona, por los “oscuros lazos de la sangre”

Cabe preguntarse por qué es objetable hacer pública una demanda ética por el mero hecho de que probablemente esté motivada por un interés particular, como si fuera posible determinar exhaustivamente si son los grandes ideales intangibles o las oscuras pasiones lo que impulsa las acciones de los hombres.

Así como la figura de Antígona ha recorrido, desde Sófocles a Marechal, y a pesar de Hegel, la historia del teatro como un símbolo de rebeldía a la arbitrariedad del poder, probablemente las Madres serán recordadas como el último baluarte ético de una sociedad desgarrada por otra tragedia.



[1] Hegel,  Principios de la filosofía del derecho, Bs.As., Sudamericana, 1975, &166, obs., p.213.

[2] Hegel, op. cit. &166, p 212.

[3] Sófocles, Antígona, en “Teatro Griego”, Madrid, Aguilar, 1978, p.299.

[4] Hegel, Fenomenología del espíritu, México, Fondo de cultura económica, 1966, p. 269.

[5] Sófocles, op. cit., p. 306

[6] Ver, por ej. Antígona, Introducción, notas y trad. de L. Pinkler y A. Vigo, Biblos, 1987.

[7] Sófocles, op. cit. intervenciones de: Guardia (p.289), Hemon (p.295- 6, 301), Tiresias (p. 300-1 ).

[8] Vals Plana, R., Del yo al nosotros, Barcelona, Editorial Laja, 1971, p.218 y siguientes.

[9] Hegel, G.W.F., Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Madrid, Revista de Occidente, 1974, p.484.

[10] Hegel, G.W.F., Principos de la filosofía del derecho, Bs.As., Sudame­ricana, 1975, &165, Agregado, p.213.

Fuente: http://www.hiparquia.fahce.unlp.edu.ar/numeros/volii/antigona-y-el-traspie-de-la-ironia-hegeliana

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El modelo triádico de Gerard Genette

El modelo triádico de Gerard Genette

 

 

El modelo que Genette presenta en Figuras III, en 1972, se distingue del resto de la producción estructuralista en virtud de reconocer la insuficiencia del esquema dicotómico mantenido hasta ese momento e inaugurar un modelo triádico que incluye nuevas categorías.
Genétte distingue, en el texto narrativo, tres instancias:• La historia es el conjunto de los hechos o acontecimientos narrados, presentados de acuerdo a un orden lógico y cronológico -en el cual jamás podrían sucederse, ya que algunos hechos ocurrirán simultáneamente, pero la narración no permite dar cuenta de ello. La historia no es un objeto sino un concepto que señala el significado o contenido narrativo.
• El relato es el discurso oral o escrito que materializa la historia, es decir, el texto narrativo concluido que conforma un todo significante. Las teorías de análisis del discurso lo denominan enunciado o texto.
• La narración es el hecho o acción verbal que convierte a la historia en relato; es el hecho narrativo productor; y, por extensión, la situación real o ficticia en que se produce el acto narrativo. En los textos narrativos es una situación ficcional.La historia y la narración no existen, para el lector, si no es por mediación del relato.

Los actuales estudios narratológicos, que se dedican especialmente a la elucidación de la construcción del sentido en los textos, privilegian la aplicación del modelo triádico de Genette como metodología conceptual básica para este tipo de análisis.

Gerard Genette mantiene el concepto estructuralista a partir del cual el sentido se construye al identificar las relaciones entre los distintos niveles. Por lo tanto, en su teoría, afirma que la articulación entre los niveles de la historia con el relato, la narración con el relato y la historia con la narración se puede estudiar mediante la observación y el análisis de tres instancias o categorías que surgen de las relaciones anteriores:

• Tiempo, que expresa las relaciones posibles entre el Relato y la Historia.

• Modo, o modalidades (formas y grados) de la “representación” narrativa en que se expresan las relaciones entre la Narración (o situación de enunciación) y el Relato (o texto).

• Voz: se refiere a la forma cómo se encuentra implicada, en el Relato, la propia Narración como instancia narrativa. En ella se encuentran sus dos protagonistas: el narrador y su destinatario, real o ficticio. La Voz designa una relación con el sujeto (y, de forma más general, la instancia) de la enunciación.

Por lo tanto, estas categorías (Tiempo, Modos y Voz) se relacionan con las anteriores (Historia, Relato y Narración) de la siguiente forma:
Tiempo y Modo funcionan, las dos, en el nivel de las relaciones entre H y R; mientras que la Voz designa, a la vez, las relaciones entre narración y R y entre narración e H.
Las categorías de Tiempo, Modo y Voz –que expresan, a su vez, las relaciones entre Historia, Relato y Narración- pueden ser observadas únicamente en el Relato ya que éste es el objeto concreto. Como decíamos arriba, “la historia y la narración no existen, para el lector, si no es por mediación del relato”. Por lo tanto, Genétte afirma que debe realizarse el “Discurso del Relato”.

TIEMPO

Genette propone analizar el tratamiento del Tiempo en el Relato a partir de las alteraciones que se presentan de acuerdo a las relaciones entre el Tiempo de la Historia (TH) y el Tiempo del Relato (TR); y, por otra parte, entre el TR y el Tiempo de la Narración (TN). Las alteraciones producidas siempre estarán en función de producir un determinado efecto de sentido.
Las alteraciones son agrupadas en tres tipos diferentes: distorsiones de orden, de velocidad y de frecuencia.

Distorsiones de Orden

Tienen que ver con la decisión del narrador de alterar la secuencia cronológica de la historia. Puede adelantar acontecimientos o interrumpir el fluir de los hechos para evocar un hecho anterior, es decir, producir anacronías.

Anacronías son las diferentes formas de discordancia entre el orden de la H y el orden del R. La posibilidad de incorporar al relato anacronías supone la existencia de una especia de GRADO CERO –o “tiempo base”-, que sería un estado de perfecta coincidencia temporal entre el tiempo de la H y el tiempo del R. Hablaremos del alcance de la anacronía, de acuerdo a su relación con el presente; y de amplitud, de acuerdo a la duración de la historia que abarque.
Relato primero: se denomina así el nivel temporal de R con relación al cual una anacronía se define como tal; es el conjunto del contexto.

Las anacronías posibles pueden ser: analepsis y prolepsis.

• Analepsis: es un relato segundo realizado en forma retrospectiva. Puede estar a cargo del narrador extradiegético o de cualquiera de los personajes de la Historia.
• Prolepsis: es una alteración en el orden temporal del Relato que implica un adelanto, una anticipación de sucesos en relación con los que se narran en el tiempo base. Es un relato segundo prospectivo. La anticipación es menos usual. Se presenta, no obstante en los textos predictivos o apocalípticos. Como en el caso anteror, Genette distingue entre internas y externas.

Distorsiones de Velocidad (o Duración)

En el análisis de la velocidad, los dos tiempos que actúan como referentes son el TH y el TR. El narrador puede presentar los hechos que han ocurrido durante diez años consecutivos en una sola frase; o detallar minuciosamente, a lo largo de varias páginas, un gesto que tuvo lugar en un instante (como el caso del narrador de En busca del tiempo perdido).
Genette propone analizar la relación entre TH y TR comparando el lapso temporal al que alude la historia y la cantidad de espacio físico –en el texto, es decir, páginas, renglones o palabras- que el relato le adjudica.
Este tipo de discordancia entre la velocidad del TH y el TR da lugar a cuatro clases de alteraciones de duración: escena, pausa descriptiva, resumen o sumario y elipsis.
Genétte hablará de la existencia de cuatro formas fundamentales del movimiento narrativo. Los extremos son la elipsis y la pausa descriptiva; y los intermedios, la escena -la mayoría de las veces, dialogada (con un movimiento determinado, al menos en principio)- y el sumario o resumen, entendido como forma de movimiento variable que abarca con gran flexibilidad de régimen todo el campo comprendido entre la escena y la elipsis.

Distorsiones de Frecuencia

Frecuencia narrativa se refiere a las relaciones de frecuencia (o más sencillamente, de repetición) entre los hechos sucedidos y los hechos narrados. Las posibilidades de frecuencia pueden reducirse a cuatro tipos virtuales: acontecimiento repetido o no; enunciado repetido o no.
El Relato (el texto) puede presentarse de la siguiente forma:

• Relato Singulativo: se narra una vez lo que ha ocurrido una vez en el nivel de la historia (1R/1H);
• Relato Singulativo anafórico: contar n veces lo que ha ocurrido n veces (nR/ nH);
• Relato Iterativo: contar n veces lo que ha ocurrido una vez (nR/1H);
• Relato Repetitivo: contar una vez lo que ha ocurrido n veces (1R/nH).

MODOS

• Relato de acontecimientos
• Relato de palabras
• Perspectiva o punto de vista restrictivo

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Otras conceptualizaciones

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Genette prefiere evitar los términos “visión”, “campo” y “punto de vista” para utilizar el término más abstracto de FOCALIZACIÓN.

• Relato no focalizado o de focalización cero: el relato clásico.
• Relato de focalización interna:
a- Fija: no se abandona casi nunca el punto de vista con que se inició. Su restricción de campo es particularmente espectacular.
b- Variable: el personaje focal es primero uno y luego otro; o
c- Múltiple: como en las novelas epistolares, en las que se puede evocar el mismo acontecimiento varias veces según el punto de vista de varios personajes epistológrafos.

• Relato de focalización externa: el héroe actúa ante nosotros sin que nos permita, en ningún momento, conocer sus pensamientos ni sus sentimientos. (Dashiel Hammett).

• El empleo de la “1ª persona”, es decir, la identidad de persona del narrador y del protagonista no entraña una focalización del relato en éste.

• Doble focalización: una focalización en las acciones visibles y audibles en un centro, pero que, en cambio, en cuanto a los pensamientos y los sentimientos, está enteramente focalizada en un personaje (Marcel cuando espía a la señorita Vinteuil, el testigo adivina los pensamientos del otro.

VOZ

Genette parte del concepto de Benveniste, de buscar la “subjetividad en el lenguaje”, es decir, pasar del análisis de los enunciados al de las relaciones entre dichos enunciados y su instancia productora: lo que hoy se llama su enunciación. (Figuras, 271)
Genette introduce tres categorías que se relacionan con la Voz: el tiempo de la narración, los niveles narrativos y la persona.
Tiempo
Se especifica el tiempo de la narración y no el lugar. Existen cuatro tipos de narración, de acuerdo a su posición temporal:

• Narración ulterior: es el relato de hechos pasados.
• Narración anterior: es el caso del relato predictivo (profético, apocalíptico, etc.)
• Narración simultánea: relato en presente. Es el caso de la literatura objetiva, la escuela de la mirada, el nouveau roman.
• Narración intercalada entre los momentos de la acción. Existe una distancia temporal mínima entre los hechos y el relato. Es el caso de “El extranjero”.

También se habla de Narración en primer grado, cuando la voz se relaciona con el narratario en primer grado, es decir, con el lector del relato; y de Narración en segundo grado cuando narra un personaje.

Niveles narrativos
Lo que separa el acto narrativo de la acción contada es una especie de umbral figurado representado por la propia narración. Es una diferencia de nivel que se define de la siguiente forma: “todo acontecimiento contado por un relato está en un nivel diegético inmediatamente superior a aquél en que se sitúa el acto narrativo productor de dicho relato”.

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Para simplificar y operativizar la teoría se preferirá hablar de Narrador afuera de la historia (en 3º persona –omnisciente o focalizado) o narrador adentro de la historia (en 1º persona –protagonista o testigo). No obstante esto, la observación de los distintos niveles narrativos, deberá ser atendida a los efectos de identificar la presencia del relato metadiegético (según Genette) o enmarcado (según la terminología tradicional).

Fuente: http://entretextosteorialiteraria.blogspot.com/2010/02/el-modelo-triadico-de-gerard-genette.html

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El concepto de TRANSTEXTUALIDAD, de Gerard Genette

El concepto de TRANSTEXTUALIDAD, de Gerard Genette

Gérard Genette, utiliza el concepto de Transtextualidad para definir la trascendencia textual del texto. Transtextualidad es todo aquello que relaciona, manifiesta o secretamente, a un texto con otros. Reconoce cinco tipos de Transtextualidad: Paratextualidad, Metatextualidad, Arquitextualidad, Hipertextualidad e Intertextualidad.

Paratextualidad
Es la relación que el texto en sí mantiene con su “paratexto”: títulos, subtítulos, prólogos, epílogos, advertencias, notas, epígrafes, ilustraciones, faja… También puede funcionar como paratexto los “pretextos”: borradores, esquemas, proyectos del autor.

Metatextualidad
Es la relación de “comentario” que une un texto a otro del cual habla y al cual, incluso, puede llegar a no citar. La crítica es la expresión más acabada de esta relación metatextual.

Arquitextualidad
Es la relación del texto con el conjunto de categorías generales a las que pertenece, como tipos de discurso, modos de enunciación o géneros literarios. A veces esta relación se manifiesta en una mención paratextual (Ensayos, Poemas, La novela de dos centavos), pero, en general, es implícita, sujeta a discusión y dependiente de las fluctuaciones históricas de la percepción genérica.

Hipertextualidad
Existe un texto original llamado Hipotexto del cual deriva otro llamado Hipertexto.
El que nos llega a nosotros, los lectores, es el texto derivado o hipertexto. El hipotexto está presente sólo implícitamente.

a. El Hipertexto puede derivar por transformación.

Un texto deriva de otro, en el cual “se inspira”, para transformarlo de alguna manera. La transformación siempre es simple y directa. En la transformación, el hipertexto (o texto derivado) se aparta del texto original buscando una creación con características y sentido propio. Las formas de efectuar la transformación son las siguientes:

Parodia: el hipertexto efectúa una transformación mínima del hipotexto. Su intención es lúdica (juego). “… Tanto va el cántaro a la fuente que, al final, se llena…”

Travestimiento: es una transformación de estilo cuya función es satírico (degradante). Por ejemplo: se conserva la acción, es decir: el contenido fundamental de un texto, pero se transforma su estilo. “…la princesa está triste…” y “…la percanta está triste…”

Trasposición: esta transformación es seria y es la más importante de todas las prácticas hipertextuales. La amplitud textual y la ambición estética o ideológica del hipertexto llevan a ocultar o a hacer olvidar su carácter hipertextual. El hipertexto se aparta de su hipotexto.

b. El Hipertexto puede derivar por Imitación

Es también una transformación, pero más compleja e indirecta, ya que exige la constitución previa de un modelo de competencia genérica capaz de engendrar un número indefinido de imitaciones. Para imitar hay que adquirir un dominio, al menos parcial, de los rasgos que se ha decidido imitar. Por lo tanto decimos que la imitación acerca el hipertexto al hipotexto, no pierde las características del texto base. También tenemos tres tipos de Imitación:

Pastiche: es la imitación de un estilo con una finalidad lúdica. Una vez constituido el modelo de competencia, o idiolecto estilístico que se tiende a imitar, el pastiche puede prolongarse indefinidamente.
Caricatura: es un pastiche satírico, cuya forma generalizada es “A la manera de…”
Continuación: es una imitación seria de una obra que tiende a prolongarla o complementarla.

Esquema de la Relación HIPERTEXTUAL

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Intertextualidad

Es la relación de co-presencia entre dos o más textos; esto significa que en el hipertexto aparece el hipotexto. Esta co-presencia puede manifestarse de las siguientes formas:

Cita: es su forma más explícita y literal. Consiste en utilizar en un texto unas palabras o párrafos de otro texto del mismo autor o de otro autor, aclarando de quien es la cita y resaltando lo citado con otro tipo de letra o con comillas.

Plagio: se toman palabras o párrafos sin indicar que le pertenecen a otro autor. En este caso, el lector es engañado por el autor. El plagio está penado por la ley.

Alusión: estamos ante el mismo caso pero el autor de por supuesto que el lector conoce el hipotexto y comprenderá la alusión. Si el lector (o espectador) no posee el conocimiento del texto base, no se realiza la comprensión plena del mensaje del hipertexto. Este recurso es muy usado en la actualidad, en la literatura y en la publicidad así como en plástica y música.

Fuente: http://entretextosteorialiteraria.blogspot.com/2010/02/los-estudios-sobre-la-narratologia.html

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LA CICATRIZ DE ULISES. Erich Auerbach

LA CICATRIZ DE ULISES

Erich Auerbach

 

 
 
 
 
 
 
 
 

Los lectores de la Odisea recordarán la emocionante y bien preparada escena del canto xix, en la cual la anciana ama de llaves Euriclea reconoce a Ulises, de quien había sido nodriza, por la cicatriz en el muslo. El forastero se ha granjeado la benevolencia de Penélope, quien ordena al ama lavarle los pies, primer deber de hospitalidad hacia los fatigados caminantes en las historias antiguas; Euriclea se dispone a traer el agua y mezclar la caliente con la fría, mientras habla con tristeza del señor ausente, que muy bien pudiera tener la misma edad que el huésped, y que quizá se encuentre ahora, como éste, vagando quién sabe dónde como un pobre expatriado, y entonces se da cuenta del asombroso parecido entre ambos, al mismo tiempo que Ulises se acuerda de su cicatriz y se retira aparte en la oscuridad, a fin de no ser reconocido, al menos por Penélope. Apenas la anciana toca la cicatriz, deja caer con alegre sobresalto el pie en la jofaina; el agua se derrama, y ella quiere prorrumpir en exclamaciones de júbilo; pero con zalamerías y amenazas Ulises la retiene, la sujeta e inmoviliza. Penélope, oportunamente distraída por Atenea, no ha notado nada.

Todo esto es relatado ordenada y espaciosamente. En parlamentos flúidos, circunstanciados, las dos mujeres dan a conocer sus sentimientos, y aunque éstos se hallan entremezclados con consideraciones generales sobre el destino de los hombres, la conexión sintác­tica entre sus partes es perfectamente clara, sin perfiles esfumados. Para la descripción de los útiles, de los ademanes y de los gestos, una descripción bien ordenada, uniformemente ilustrada, con eslabones bien definidos, dispone de tiempo y espacio abundantes: incluso en el dramático instante del reconocimiento, Homero no olvida decir al lector que es con la mano derecha con la que Ulises coge a la anciana por el cuello, a fin de impedirle hablar, mientras con la otra la atrae hacia sí. Las descripciones de hombres y cosas, quietos o en movimiento dentro de un espacio perceptible, uniformemente destacados, son claras, lúcidas, y no menos claros yperfectamente expresados, aun en los momentos de emoción, aparecen sentimientos e ideas.

Al reproducir la acción he omitido a propósito una serie completa de versos que la interrumpen a la mitad. Son más de setenta, mientras que la acción propiamente dicha consta de unos cuarenta antes y otros cuarenta después de la interrupción. Durante ésta, que ocurre en el preciso momento en que el ama reconoce la cicatriz, o sea en el instante justo de la crisis, se nos describe el origen de la herida, un accidente de los tiempos juveniles de Ulises, durante una cacería de jabalíes celebrada con motivo de la visita a su abuelo Autólico. Esto da ocasión de instruir al lector sobre Autólico, su morada, parentesco, carácter, y, de una manera tan deliciosa como puntual, sobre lo que hizo al nacer su nieto; después, la visita del adolescente Ulises, la salutación, el banquete, el sueño y el despertar, la partida matinal a la caza, el rastreo, el combate, Ulises herido por un jabalí, el vendar la herida, la curación, el regreso a Itaca, la solícita inquisitoria de los padres; todo vuelve a relatarse con un perfecto modelado de las cosas y una conexión en las frases que no deja nada oscuro o inadvertido. Después de lo cual el narrador nos retrotrae al aposento de Penélope, y relata cómo Euriclea, que antes de la interrupción ya había reconocido la herida, deja ahora caer espantada el pie levantado de Ulises en la jofaina.

 Lo primero que se le ocurre pensar al lector moderno es que con este procedimiento se intenta agudizar aún más su interés, lo cual es una idea, si no completamente falsa, al menos insignificante para la explicación del estilo homérico.Pues el elemento “tensión” es, en las poesías homéricas, muy débil, y éstas no se proponen en manera alguna suspender el ánimo del lector u oyente. Si fuera así, debería procurar ante todo que el medio tensor no produjera el efecto contrario de la distensión, y sin embargo esto es lo que más a menudo ocurre, como en el caso que ahora presentamos. La historia cinegética, espaciosa, amable, sutilmente detallada, con todas sus elegantes holguras, con la riqueza de sus imágenes, idílicas, tiende a atraer para sí la atención del oyente y hacerle olvidar todo lo concerniente a la escena del lavatorio. Una interpolación que hace crecer el interés por el retardo del desenlace no debe acaparar toda la atención ni distanciar la conciencia de la crisis, cuya solución ha de hacerse desear, en forma que destruya la tensión del estado de ánimo, sino que la crisis y la tensión deben conservarse, manteniéndoselas en un segundo plano. Mas Homero, y sobre esto volveremos luego, no conoce ningún segundo plano. Lo que él nos relata es siempre presente, y llena por completo la escena y la conciencia. Como en este caso: cuando la joven Euriclea pone al recién nacido Ulises después del convite sobre las rodillas de su abuelo Autólico, la anciana Euriclea, que unos versos antes tocaba  el pie del viajero, ha desaparecido por completo de la escena y de la conciencia.

Goethe y Schiller, cuya correspondencia de fines de abril de 1797 trataba de lo “retardador” en la poesía homérica en general, lo oponían precisamente al principio de “tensión”, expresión que si no aparece se halla claramente implícita al considerar el proceso retardador como genuinamente épico, en contraste con la tragedia (cartas del 19, 21 y 22 de abril).Lo retardador, el “avance y retroceso” de la acción por medio de interpolaciones, me parece hallarse también en la poesía homérica en contraposición con la tensión directa hacia un objetivo, y sin duda alguna tiene razón Schiller cuando dice que Homero nos describe “tan sólo la tranquila presen­cia y acción de las cosas según su propia naturaleza”, y que la finalidad de su descripción descansa “en todos y cada uno de los puntos de su desarrollo”. Pero Schiller yGoethe elevan el procedimiento homérico a regla de la poesía épica en general, y las palabras de Schiller arriba citadas deben valer para toda la poesía épica, en oposición a la trágica. Sin embargo, existen, tanto en los tiempos anti­guos como en los modernos, importantes obras épicas que no contienen elementos “retardadores” en este sentido, y que están escritas en un estilo de extrema tensión, que “nos roban nuestra libertad de ánimo”, lo que Schiller concedía exclusivamente a la poesía trágica. Y aparte de esto, me parece indemostrable e improbable que en el referido procedimiento de la poesía homérica hayan intervenido consideraciones estéticas, ni siquiera un sentimiento estético de la índole del mencionado por Goethe y Schiller. El resultado es exactamente el que éstos describen, y de aquí se deduce en efecto el concepto de lo épico, común tanto a ellos como a todos los escritores influidos por la antigüedad clásica. Pero la causa de la aparición de lo retardador me parece debe atribuirse a otro móvil, precisamente a la necesidad, intrínseca al estilo homérico, de no dejar nada a medio hacer o en la penumbra. La digresión sobre el origen de la cicatriz no se diferencia en nada de los pasajes en que un personaje recién introducido, o un utensilio, o cualquier otra cosa, que aparecen en la descripción, así sea en medio de la más apremiante confusión del combate, son detalladamente descritos según su género y procedencia, o de aquellos otros en que se nos proporcionan, de un dios recién llegado, toda clase de datos sobre su última estancia, lo que en ella hizo y por qué caminos llegó; hasta sus epítetos me parecen atribuibles en último término a tal deseo de modelación sensible de los fenómenos.

He aquí la cicatriz que aparece en el curso de la acción; mas siendo incompatible con el sentimiento homérico el dejarla simplemente surgir de un oscuro pasado, tiene que ponerla bien de manifiesto, a plena luz, y con ella un trozo del panorama juvenil del héroe; igual que en la Ilíada, cuando el primer barco se está ya quemando y por fin los mirmidones se disponen a acudir en ayuda; momento en que no sólo encuentra tiempo suficiente para su magnífica comparación con los lobos y para describirnos el orden de sus batallones, sino incluso para la exacta relación de la ascendencia de algunos de sus jefes (Ilíada, 16, 155). Desde luego que el efecto estético que con ello se obtiene ha debido de ser notado muy pronto, y más tarde buscado también, pero el primer impulso proviene sin duda del fondo mismo del estilo homérico: representar los objetos acabados, visibles y palpables en todas sus partes, y exactamente definidos en sus relaciones espaciales y temporales. Con respecto a los procesos internos, se comporta en idéntica forma: nada debe quedar oculto y callado. Los hombres de Homero nos dan a conocer su interioridad, sin omitir nada, incluso en los momentos de pasión; lo que no dicen a los otros lo dicen para sí, de modo que el lector quede bien enterado. Rara vez es mudo lo espantoso, que con frecuencia ocurre en la poesía homérica; Polifemo habla con Ulises, éste a su vez con los pretendientes, cuando comienza a matarlos; prolijamente conversan Héctor y Aquiles, antes y después de su combate, y ningún parlamento es tan medroso o colérico que falten o se descompongan en él los elementos de la ordenación lógica del lenguaje. Naturalmente, esto no concierne tan sólo a lo que dicen los personajes, sino a toda la descripción en general. Los diversos términos de la composición se relacionan clarísimamente entre sí; gran cantidad de conjunciones, adverbios, partículas y otros recursos sintácticos, transcritos cada uno con su significación y finamente matizados, deslindan las personas, casas y sucesos, y los traban al mismo tiempo en ininterrumpida fluidez; al igual que los distintos objetos, aparecen también en plena luz y perfectamente conformadas sus interrelaciones, sus entrelazamientos temporales, locales, causales, finales, consecutivos, comparativos, concesivos, antitéticos y condicionales, de modo que se produce un tránsito ininterrumpido y rítmico de las cosas, sin dejar en ninguna parte un fragmento olvidado, una forma inacabada, un hueco, una hendidura, un vislumbre de profundidades inexploradas.

Y este paso de figuras acaece en primer plano, es decir, en un constante presente, temporal y espacial. Podria creerse que las muchas interpolaciones, tanto ir adelante y atrás en la acción, deberían crear una especie de perspectiva temporal y espacial; pero el estilo homérico no produce jamás esta impresión. El modo de evitar la impresión de perspectiva puede observarse en el método de introducción de las interpolaciones, una construcción sintáctica familiar a todo lector de Homero. En el caso concreto de que nos ocupamos se emplea igualmente, pero también es de notar en interpolaciones mucho más breves. La palabra “cicatriz” (verso 393) es seguida de una oración de relativo (“que a él antaño un jabalí. . . “), la cual se ensancha en un amplio paréntesis sintáctico; en éste se introduce impensadamente una oración principal (verso 396: “un dios le dió…”) que va saliendo gradualmente de la subordinación sintáctica, hasta que con el verso 399 empieza un nuevo presente, una inclusión sintácticamente libre del nuevo contenido, que reina por sí solo hasta que en el verso 467 (“que la anciana tocaba ahora…”) se vuelve a reanudar la conexión en el punto interrumpido. De todos modos, en interpolaciones tan largas como ésta apenas sería posible una ordenación sintáctica, pero tanto más fácilmente podría haberse obtenido una ordenación en perspectiva, dentro de la acción principal, por medio de una apropiada disposición de los contenidos, exponiendo todo el relato de la cicatriz como un recuerdo de Ulises, que aparece en aquel momento en su conciencia; hubiera sido muy fácil, con sólo comenzar la historia de la herida dos versos antes, al mencionar por primera vez la palabra cicatriz, y cuando ya se dispone de los motivos “Ulises” y “recuerdo”. Pero un tal procedimiento subjetivo-perspectivista, creador de primeros y segundos planos, para que el presente resalte sobre la profundidad de lo pasado, es totalmente extraño al estilo homérico; en éste sólo hay primer plano, únicamente un presente uniformemente objetivo e iluminado; y por eso comienza la digresión dos versos más tarde, cuando Euriclea ha descubierto la cicatriz y ya no existe la posibilidad de ordenación en perspectiva, convirtiéndose la historia de la herida en un presente completo e independiente.

La particularidad del estilo homérico se hace aún más clara si se confronta con un texto asimismo épico y antiguo, sacado de otro mundo de formas. Lo voy a intentar con el sacrificio de Isaac, un relato recopilado por el llamado Elohista. Cipriano de Valera traduce el principio como sigue: “Y aconteció después de estas cosas, que tentó Dios a Abraham, y le dijo: Abraham. Y él respondió: Heme aquí.” Este principio ya nos deja perplejos, si venimos de Homero. ¿Dónde están los interlocutores? No se dice. El lector sabe muy bien, sin embargo, que no están en todo tiempo en el mismo sitio, y que uno de ellos, Dios, debe venir de alguna parte, de alguna altura o profundidad, hasta llegar a la tierra e interpelar a Abraham. ¿De dónde viene, desde dónde se dirige a Abraham? Nada de esto se nos dice. No viene, como Zeus o Poseidón, de Etiopia, donde se ha regocijado con un holocausto. Tampoco se nos informa sobre las causas que lo han movido a tentar tan terriblemente a Abraham. No ha discutido con otros dioses en una asamblea, como Zeus; tampoco se nos comunica lo que él decide en su corazón; inesperada y enigmáticamente llega a la escena, desde desconocidas alturas o abismos, y llama: ¡Abraham! Se dirá que esto se explica por la singular idea judía de Dios, tan diferente de la de los griegos. Es cierto, pero no constituye una objeción. Pues ¿cómo se explica la idea judía de Dios? Ya su primitivo Dios del desierto carecía de forma y residencia fijas, y era solitario; su falta de forma, de sede, y su soledad no sólo se han reafirmado en la lucha con los dioses del próximo Oriente que, relativamente, son mucho más intuíbles, sino que se han intensificado. La idea que de Dios se hacían los judíos no era tanto causa como síntoma de su modo de concebir y exponer.

Lo vemos con más claridad todavía si nos fijamos en el otro interlocutor, en Abraham. ¿Dónde se encuentra? No lo sabemos. Él dice: “Heme aquí”; pero la expresión hebrea significa algo así como “Veme” o, como traduce Gunkel: “Oigo” y, en cualquier caso, no pretende señalar el lugar real en que se encuentra Abraham, sino más bien un lugar moral en relación con Dios, que lo ha llamado: “Estoy a tus órdenes”. Pero no se nos dice dónde se halla realmente, si en Beer-Seba o en otro lugar, si en su casa o al descampado; al narrador no le interesa y el lector se queda sin saberlo, y también la ocupación a que se dedicaba al ser llamado por Dios permanece a oscuras. Recordemos, para percibir bien la diferencia, la visita de Hermes a Calipso, donde el encargo, el viaje, la llegada y recepción del visitante, así como la situación y ocupaciones de la persona visitada, son expuestos en muchos versos; e incluso allí donde los dioses aparecen repentina y fugazmente, sea para ayudar a uno de sus favoritos o para perder o confundir a uno de sus odiados mortales, se nos indican su figura y, la mayor parte de las veces, el modo de su aparición y desaparición. Pero en nuestro caso Dios aparece sin figura alguna (y, sin embargo, “aparece”), no se sabe de dónde, y tan sólo percibimos su voz, que no dice más que un nombre, sin adjetivos, sin denotar descriptivamente a la persona interpelada, lo contrario de lo que ocurre en todas las alocuciones homéricas; y de Abraham tampoco se nos hacen sensibles más que sus palabras de réplica: Hinne-ni, “Heme aquí”, con lo cual, desde luego, se sugiere un gesto conmovedor, expresivo de obediencia y acatamiento, pero cuyo delineamiento queda a cargo dcl lector. Así, tenemos que de los dos interlocutores no nos son perceptibles más que las breves palabras abruptas, sin preparación previa, duramente contrapuestas y, cuando más, la figuración de un gesto de fervor: el resto permanece en la oscuridad. Y tampoco los dos interlocutores están en el mismo plano; si nos imaginamos a Abraham en un primer término, donde nos lo podríamos figurar postrado en el suelo, o arrodillado, o inclinándose con los brazos abiertos, o con la mirada fija en lo alto, Dios no estaría ahí: los ademanes y las palabras de Abraham se dirigirían a la imagen interna o hacia la altura, hacia un sitio indeterminado, oscuro -en ningún caso situado en primer término-, de donde la voz llega hasta él.

Después de este comienzo, Dios dicta su orden, y da principio la narración propiamcnte dicha, ya de todos conocida. Se va desarrollando sin interpolaciones de ningún género, en unas pocas oraciones principales, cuya conexión sintáctica es extremadamente pobre. Imposible pensar en descripción alguna de un instrumento empleado, de un paisaje recorrido, de los siervos o de los asnos que forman la comitiva, y mucho menos de la ocasión en que fueron adquiridos, de su procedencia, material, aspecto o utilidad, por medio de expresiones elogiosas; ni siquiera soportan un adjetivo; son siervos, asnos, madera o cuchillo, y nada más, sin epítetos; no tienen otro fin que el de cumplir la misión que Dios les ha encomendado;  lo que son, eran o serán aparte de esto permanece en la oscuridad.Van recorriendo un camino, pues Dios ha indicado el sitio exacto donde ha de consumarse el sacrificio, pero nada se nos dice del camino, excepto que la caminata dura tres días, y esto de una manera indirecta: Abraham con su comitiva se levantó “muy de mañana” y se dirigió al lugar del que Dios le había hablado; al tercer día levantó sus ojos y reconoció el lugar a lo lejos. Este alzar los ojos es el único ademán, más todavía, lo único que se nos refiere del viaje, y aunque por él deducimos que el lugar del sacrificio debe hallarse en una altura, esta referencia señera hace aún más profunda la impresión de vacío del camino; es como si durante el viaje Abraham no hubiera visto nada ni a derecha ni a izquierda, como si hubiera inhibido todas sus manifestaciones vitales y las de sus compañeros, salvo mover los pies. Por lo tanto, el viaje parece un silencioso caminar a través de lo indeterminado y provisional, una contención del aliento, un suceso sin presente, enclavado entre lo pasado y lo que va a ocurrir como una duración vacía, y no obstante medida:¡tres días! Tres días semejantes debían sugerir naturalmente la interpretacíón simbólica que más tarde cobrarán. Han comenzado “muy de mañana”. Pero ¿en qué momento del tercer día levantó Abraham la vista y vió ante sí la meta de su viaje? En el texto nada  se dice. Sin duda, no muy tarde, ya que les quedó tiempo para subir a la montaña y preparar el sacrificio. “Muy de mañana” no señala, pues, una demarcación del momento, ya que reviste más bien un sentido moral al expresar la urgencia y escrupulosidad con que obedece el desdichado Abraham. Amargo para él el amanecer en que enalbarda su asno, llama a sus dos siervos y a su hijo y los hace levantarse; no obstante, obedece, y camina hasta el día tercero, en que, alzando los ojos, ve el lugar. De dónde viene, no lo sabemos nosotros, pero el punto de destino está bien indicado: Jeruel, en la tierra de Moriah. No se ha comprobado qué lugar era éste, ya que es posible que “Moriah” haya sustituído más tarde a otra palabra, pero en todo caso en la narración aparece el nombre del lugar del culto que, en conexión con la ofrenda de Abraham, estaba llamado a obtener una particular significación sagrada. Lo mismo que “muy de mañana” no trata de fijar el tiempo, tampoco “Jeruel en la tierra de Moriah” realiza función alguna de determinación espacial, puesto que en ninguno de los dos casos conocemos el límite opuesto, o sea, el momento en que Abraham alzó los ojos y el punto de donde salió para realizar su viaje. La importancia de Jeruel no consiste tanto en ser el término de un viaje terrenal, en su relación geografica con otro lugar, como en haber sido elegido para escenario del sacrificio, es decir, por su relación con Dios, y por esto debe ser nombrado en el relato.

En la narración hay un tercer personaje principal: Isaac. Mientras que Dios y Abraham, sus siervos, asnos y herramientas son simplemente nombrados, sin mención de sus propiedades o de cualquiera otra particularidad, Isaac obtiene una aposición; Dios dice: “Toma ahora tu hijo, tu único, a quien amas”. Pero esto no constituye una caracterización del propio Isaac, aparte de su relación con el padre y fuera del tema del relato; no es desviación ni interrupción descriptiva, pues no se trata de perfilar la figura de Isaac; puede haber sido hermoso o feo, discreto o tonto, alto o bajo, atrayente o repulsivo: nada sabemos. Tan sólo se nos presenta aquello que debe ser conocido de él aquí y ahora, dentro de los límites de la acción, a fin de que percibamos cuán horrible es la tentación de Abraham, y que Dios se da bien cuenta de ello. Se ve, con este ejemplo antitético, la significación de los adjetivos descriptivos y de las digresiones en el estilo homérico: con la alusión a la vida del personaje descrito, que trasciende del momento actual, a su vida como si dijéramos absoluta, impide la concentración unilateral del lector en la crisis presente, evita, aun en los más terribles acontecimientos, el progreso de una tensión opresiva. Pero en la historia de la ofrenda de Abraham hay tensión opresiva; lo que Schiller reservaba al poeta trágico ­-robarnos la libertad del ánimo, dirigir y concentrar nuestras fuerzas internas (Schiller dice: “nuestra actividad”) en un solo sentido- se produce también en este relato bíblico que, no obstante, debe ser considerado como épico.

Igual contraste hallamos al comparar el empleo que se hace del parlamento. También hablan los personajes en la narración bíblica, pero el parlamento no sirve en ella para darnos a conocer sin reservas sus interioridades, como en Homero, sino justamente para lo contrario, para aludir a un algo implícito, que no se expresa. Dios ordena por sí mismo, pero calla sus motivos e intenciones; Abraham permanece silencioso al recibir la orden, y obra como se le manda. Las palabras que se cruzan entre Abraham e Isaac durante el camino hacia el lugar del holocausto son sólo una interrupción del denso silencio, y contribuyen a hacerlo más denso aún. “Y fueron ambos juntos”, Isaac con la leña, Abraham con los útiles para encender el fuego y con el cuchillo. Tímidamente, Isaac pregunta por el cordero, y Abraham le responde como sabemos. Luego el texto repite: “E iban juntos”. Todo queda inexpresado.

No es fácil concebir estilos más contradictorios entre sí que los de estos dos textos, antiguos y épicos en la misma medida. Por un lado, figuras totalmente plasmadas, uniformemente iluminadas, definidas en tiempo y lugar, juntas unas con otras en un primer plano y sin huecos entre ellas; ideas y sentimientos puestos de manifiesto, peripecias reposadamente descritas y pobres en tensión. Por el otro, las figuras están trabajadas tan sólo en aquellos aspectos de importancia para la finalidad de la narración, y el resto permanece oscuro; únicamente los puntos culminantes de la acción están acentuados, y los intervalos vacíos; el tiempo y el lugar son inciertos y hay que figurárselos; sentimientos e ideas permanecen mudos, y están nada más que sugeridos por medias palabras y por el silencio; la totalidad, dirigida hacia un fin con alta e ininterrumpida tensión y, por lo mismo, tanto más unitaria, permanece misteriosa y con trasfondo.

Para que no se me entienda mal voy a precisar un tanto esta idea de “trasfondo”. He hablado más arriba del estilo homérico como “de primer plano”, porque, a pesar de que tantas veces marcha hacia atrás o hacia adelante, sitúa lo que se relata en un presente puro, sin perspectiva. El análisis del texto elohístico nos muestra que la expresión “trasfondo” puede emplearse en un sentido más amplio y hondo. Vemos que hasta el individuo puede ser presentado con “trasfondo”: así Dios en la Biblia, pues no es, como Zeus, aprehensible en su presencia, ya que sólo “algo” de Él aparece, mientras se esconde en las profundidades. Pero también los hombres de los relatos bíblicos tienen más trasfondo que los homéricos, más profundidad en el tiempo, en el destino y en la conciencia; a pesar de que el suceso los ocupa por entero casi siempre, no se entregan a él hasta el punto de olvidar lo que les ocurriera en otro tiempo y lugar; sus sentimientos e ideas presentan más capas, son más intrincados. La actuación de Abraham no se explica sólo por lo que momentáneamente le está sucediendo, ni tampoco por su carácter (como la de Aquiles por su osadía y orgullo, y la de Ulises por su astucia y prudente previsión), sino por su historia anterior; recuerda, tiene siempre en la conciencia lo que Dios le ha prometido y lo que ya le ha otorgado, su ánimo se halla hondamente conmovido entre la rebeldía desesperada y la esperanza confiada; su silenciosa obediencia oculta capas y planos diversos, es decir, un trasfondo. Las figuras homéricas, cuyo destino se halla unívocamente fijado, y que despiertan cada día como si fuera el primero, no pueden caer en situaciones internas tan problemáticas; sus pasiones son desde luego violentas, pero simples, y se exteriorizan de inmediato. ¡Cuánto trasfondo, por el contrario, en caracteres como los de Saúl o David, qué intrincadas y de distintos planos las relaciones humanas entre David y Absalón, o entre David y Joab! Es inimaginable en Homero una multiplicidad de planos, un “trasfondo” de la situación psicológica como el que aparece, más sugerido que claramente expuesto, en la historia de la muerte de Absalón y su epílogo (2, Sam. 18 y 19). En esta última no se trata sólo de acaeceres psíquicos, de caracteres con mucho trasfondo y hasta insondables, sino también de un trasfondo puramente espacial. Pues David está ausente del campo de batalla, pero su voluntad y sentimientos irradian y ejercen su influencia incluso sobre Joab, que se resiste y actúa a su antojo. En la grandiosa escena de los dos emisarios alcanzan una expresión perfecta los segundos planos espacial y psíquico, aunque éste apenas sugerido. Contrapóngase a ésta la forma en que Aquiles, cuando envía a Patroclo a informarse primero y luego al combate, pardece en “presencia” durante todo el tiempo en que no está corporalmente presente. Pero lo más importante son las muchas capas dentro de cada hombre, cosa que a lo sumo puede encontrarse en Homero en forma de duda consciente entre dos acciones posibles; por lo demás, en él la diversidad de la vida psíquica se nos muestra sólo en la sucesión y cambio de las pasiones, mientras que los escritores judíos consiguen expresar las capas superpuestas y simultáneas de la conciencia y el conflicto entre ellas.

Los poemas homéricos, cuyo refinamiento sensorial, verbal y, sobre todo, sintáctico parece tan superior, resultan, sin embargo, por comparación, muy simples en su imagen del hombre, y también en lo que respecta a la realidad de la vida que describen. Lo que más les importa es la alegría por la existencia sensible y por eso tratan de hacérnosla presente. En medio de los combates y las pasiones, las aventuras y los riesgos, nos muestran cacerías y banquetes, palacios y chozas pastoriles, contiendas atléticas y lavatorios, a fin de que observemos a los héroes en su ordinario vivir y de que disfrutemos viéndolos gozar de su sabroso presente, bien arraigado en costumbres, paisajes y quehaceres. Y de tal manera nos encantan y se captan nuestra voluntad, que compartimos la realidad de su vida, y mientras estamos oyendo o leyendo nos es totalmente indiferente saber que todo ello es tan sólo ficción. El reproche que a menudo se ha hecho a Homero, de ser mentiroso, no rebaja en nada su eficiencia; no tiene necesidad de copiar la verdad histórica, pues su realidad es lo bastante fuerte para envolvernos y captarnos por entero. Este mundo “real”, que existe por sí mismo, dentro del cual somos mágicamente introducidos, no contiene nada que no sea él; los poemas homéricos no ocultan nada, no albergan ninguna doctrina ni ningún sentido oculto. Se puede analizar a Homero, como lo hemos intentado nosotros, pero no se le puede interpretar. Corrientes posteriores, orientadas hacia lo alegórico, han intentado ejercer sobre él sus artes interpretativas, pero no han llegado a ningún resultado. Es reacio a este tratamiento, las interpretaciones resultan forzadas y extrañas, y no cristalizan en una teoría unitaria. Las consideraciones de tipo general que encontramos aquí y alla -en nuestro episodio, por ejemplo, la del verso 360: “pues los hombres envejecen pronto en la desgracia”- revelan una tranquila aceptación de las peculiaridades de la existencia humana, pero no la necesidad de cavilar sobre el asunto, y mucho menos el impulso apasionado de sublevarse o someterse con extática entrega.

En los relatos bíblicos todo esto es completamente diferente. Su intención no es el encanto sensorial, y si a pesar de ello producen vigorosos efectos plásticos, es porque los sucesos éticos, religiosos, íntimos que les interesan se concretan en materializaciones sensibles de la vida. Pero la intención religiosa determina una exigencia absoluta de verdad histórica. La historia de Abraham e Isaac no está mejor atestiguada que la de Ulises, Penélope y Euriclea: ambas son leyenda. Sólo que el narrador bíblico, el Elohista, tenía que creer en la verdad objetiva de la ofrenda de Abraham, pues la persistencia de la ordenación sagrada de la vida dependía de la verdad de este y otros relatos parecidos. Tenía que creer en ella apasionadamente o, de lo contrario, sería, como muchos exégetas racionalistas supusieron y siguen suponiendo todavía, un redomado embustero, no inocente, como Homero, que mentía para agradar, sino un mentiroso político consciente de sus fines, que mentía en provecho de sus pretensiones de mando. Esta opinión racionalista me parece psicológicamente absurda, pero aun cuando la tomemos en serio, de todos modos la relación entre el narrador bíblico y la verdad de su narración es mucho más apasionada y terminante que en Homero. Aquél tuvo que escribir exactamente lo que le dictaba su fe en la verdad de la tradición, o, según el punto de vista racionalista, su propio interés para que pasara por verdad; en cualquier caso, su fantasía creadora o descriptiva estaba estrictamente limitada, su actividad debía reducirse a redactar la piadosa tradición de un modo impresionante. Su producción tendía, ante todo, no al realismo, que, cuando lo conseguía, sólo era un medio y no un fin, sino a la verdad. ¡Ay de aquel que no creyera en ella! Se puede muy bien abrigar objeciones históricas contra la guerra de Troya y contra las aventuras de Ulises sin que por ello la lectura de Homero deje de causar el efecto que éste perseguía; pero el que no cree en el sacrificio de Isaac no puede hacer de este relato el uso para que fué destinado. Más aún. La pretensión de verdad de la Biblia no sólo es mucho más perentoria que la de Homero, sino que es tiránica: excluye toda otra pretensión. El mundo de los relatos bíblicos no se contenta con ser una realidad histórica, sino que pretende ser el único mundo verdadero, destinado al dominio exclusivo. Cualquier otro escenario, decurso y orden no tienen derecho alguno a presentarse con independencia, y está dicho que todos ellos, la historia de la humanidad en general, han de inscribirse en sus marcos y ocupar su lugar subordinado. Los relatos de las Sagradas Escrituras no buscan nuestro favor, como los de Homero, no nos halagan, a fin de agradarnos y embelesarnos: lo que quieren es dominarnos, y si rehusamos, entonces nos declaran rebeldes. No se pretenda objetar que voy demasiado lejos, y que no son las narraciones, sino la doctrina religiosa la que alza estas pretensiones, pues estos relatos están muy lejos de ser sólo, como los de Homero, una “realidad” meramente contada. En ellas se encarnan la doctrina y la promesa, fundidas indisolublemente a los relatos, y precisamente por eso, tales relatos, velados y con trasfondo, albergan un doble sentido oculto. En la historia de Isaac no sólo las intervenciones de Dios al comienzo y al final, sino los sucesos intermedios y lo psicológico que apenas si se rozan, son oscuros y con trasfondo; y por eso el relato da qué pensar y reclama intcrpretación. Que Dios tienta también al más piadoso espantosamente, que la única actitud posible ante Él es una obediencia absoluta, pero que sus promesas son inconmovibles, por mucho que sus decisiones nos predispongan a la duda y la desesperación: éstas son las más importantes enseñanzas contenidas en la historia de Isaac; pero nos hacen el texto tan difícil, tan lleno de contenido, encierran tantas insinuaciones sobre la naturaleza de Dios, y sobre la actitud del hombre piadoso, que el creyente se ve obligado una y otra vez a enfrascarse en cada uno de los detalles para buscar la luz que en ellos puede estar oculta. Y puesto que de hecho contiene tanto de oscuro e inconcluso, y puesto que sabe que Dios es un Dios “escondido”, su afán interpretativo halla siempre nuevo alimento. La doctrina y el anhelo de interpretación se encuentran íntimamente unidos a la materialidad del relato, el cual es mucho más que mera “realidad” y está perpetuamente en riesgo de perder su propia realidad; como ocurrió más tarde cuando la interpretación dominó de tal modo que llegó a disolverse lo real.

Además de estar el texto bíblico de por sí necesitado de interpretación, su pretensión de dominio lo encauza aún más lejos por este camino. No intenta hacernos olvidar nuestra propia realidad durante unas horas, como Homero, sino que quiere subyugarIa; nosotros debemos acomodar nuestra vida propia a su mundo, y sentirnos partes de su construcción histórico-universal, lo cual se hace cada vez más difícil, a medida que el mundo en que vivimos se aleja del de las Sagrada s Escrituras; y cuando, a pesar de ello, éste mantiene su pretensión, habrá necesariamente de adaptarse mediante una transformación interpretativa, cosa que durante mucho tiempo fué relativamente fácil: todavía en la Edad Media europea era posible concebir los sucesos bíblicos como acaeceres cotidianos de aquel entonces, para lo cual el método exegético suministraba las bases. Cuando esto ya no puede hacerse, a causa de un cambio de ambiente demasiado violento, o por el despertar de la conciencia crítica, la pretensión de dominio se encuentra en peligro, el método exegético es despreciado y abandonado, los relatos bíblicos se convierten en viejas leyendas y las doctrinas que se han desgajado de ellos pierden su cuerpo, y ya no penetran en la realidad sensible o se volatilizan en el fervor personal.

A consecuencia de esa pretensión de dominio, el método interpretativo se extendió también a otras tradiciones, aparte de la judía. Los poemas homéricos proveen una relación de sucesos bien determinada, delimitada en tiempo y lugar; antes, junto y después de ella son perfectamente pensables otras cadenas de acontecimientos, sin conflicto ni dificultad alguna. En cambio, el Antiguo Testamento nos ofrece una historia universal; comienza con el principio de los tiempos, con la creación del mundo, y quiere terminar con el fin de los siglos, al cumplirse las profecías. Todo lo demás que en el mundo ocurra sólo puede ser concebido como eslabón de esa cadena. Todo lo que se llegue a conocer en ese orden, que interfiera con la historia judía, debe ser introducido como parte consti­tutiva del plan divino, y como esto sólo es posible por medio de la exégesis del nuevo material, la necesidad de interpretación se amplía, más allá del primitivo campo judeo-israelita, a las historias asiria, babilónica, persa, romana; la interpretación orientada por un sentido determinado se convierte así en un método general para comprender lo real; el mundo extraño, constantemente nuevo, que irrumpe en el horizonte judío y que, tal como se presenta, no se acomoda en él, debe ser interpretado para forzar esa acomodación. Pero lo nuevo, a su vez, repercute casi siempre sobre el obligado marco, que necesita ser ampliado y modificado; en este sentido, la labor interpretativa más impresionante tuvo 1ugar en los primeros siglos del cristianismo, como consecuencia de la misión entre los infieles llevada a cabo por Pablo y los padres de la iglesia; éstos interpretaron de nuevo toda la tradición judía como una serie de “figuras” anunciadoras de la aparición de Cristo, y señalaron al Imperio romano su lugar dentro del plan divino de salvación de los hombres. Así pues, mientras por una parte la realidad del Antiguo Testamento aparece como verdad total, con pretensiones hegemóni­cas, estas mismas pretensiones la obligan luego a continuas modi­ficaciones interpretativas de su propio contenido; éste pervive du­rante milenios, dentro de la vida del hombre europeo, en una evolución activa e incesante.

La pretensión de universalidad histórica y la relación constantemente ahondada y generadora de conflictos con un Dios Único y oculto, que, sin embargo, se aparece, y que con sus promesas e intervenciones dirige la historia universal, confiere a los relatos del Antiguo Testamento una perspectiva totalmente distinta de los de Homero. El Antiguo Testamento es en su composición incomparablemente menos unitario que los poemas homéricos; es, más obviamente que éstos, una reunión de piezas sueltas; no obstante, todas estas piezas entran dentro de una conexión histórico-universal, de una interpretación de la historia universal. Aunque contengan ele­mentos extraños, difícilmente acomodables, la interpretación hace presa en ellos, de modo que el lector siente en cada momento la perspectiva religiosa e histórico-universal que confiere a los relatos aislados su sentido correspondiente y su finalidad común. Si las diversas narraciones y grupos narrativos se hallan más aislados y horizontalmente desligados que los de la Ilíada y laOdisea, es mucho más fuerte su unidad vertical, que los mantiene a todos bajo el mismo signo, cosa que falta por completo en Homero. Cada una de las grandes figuras del Antiguo Testamento, desde Adán hasta los profetas, encarna un momento de ese enlace vertical. Dios ha elegido y modelado estas figuras para que encarnen su esencia y su voluntad; pero la elección y la plasmación no coinciden, pues la última se va realizando paulatinamente, históricamente, durante la vida terrenal de los elegidos. En la historia de Abraham hemos visto de qué manera ocurre y qué terribles pruebas impone tal modelado. Por eso las grandes figuras del Antiguo Testamento son más evolutivas, más cargadas de historia y tienen un sello más individual que los héroes homéricos. Aquiles y Ulises están magní­ficamente descritos, con abundancia de hermosos conceptos y epíte­tos; sus sentimientos se manifiestan sin reservas en sus palabras y ademanes; pero no evolucionan, y la historia de sus vidas se ha ba­sado inequívocamente de una vez y para siempre. Los héroes homéricos están tan poco representados en su devenir y en lo que han devenido, que en su mayor parte, Néstor, Agamemnón, Aquiles, aparecen con una edad estancada desde el principio. Incluso Uli­ses, que ofrece ocasión señalada para un desarrollo histórico, a causa del largo tiempo de su periplo y de los muchos sucesos que en él tienen lugar, apenas si da muestras de algo semejante. Telémaco ha crecido durante todo este tiempo, indudablemente, y se ha hecho mozo como cualquier otro niño; y también en la digresión sobre la cicatriz son evocadas idílicamente la infancia y adolescencia de Uli­ses. Pero Penélope apenas si ha cambiado en veinte años; y en el mismo Ulises la edad puramente corporal está velada con tantas intervenciones de Atenea, que lo hace aparecer viejo o joven, según lo exija la situación.Fuera de lo corpóreo, no se hace ni siquiera alusión a otra cosa y, en definitiva, Ulises es completamente el mismo al regreso que cuando, dos décadas antes, abandonó Itaca.

¡Pero qué camino y qué destino se interpone entre el Jacob que consigue arteramente la bendición de primogénito y el anciano cuyo hijo más amado es destrozado por una fiera; entre David, el tañedor de arpa, perseguido por el rencor amoroso de su señor, y el anciano rey, rodeado de apasionadas intrigas, a quien Abisai la Sunamita calienta en el lecho, sin que él la “conozca”! El anciano, del cual sabemos cómo ha llegado a ser lo que es, tiene una individualidad más acusada, más característica que el joven, pues solamente en el curso de una vida preñada de destino se diferencian entre sí los hombres y adquieren carácter propio, y esta historia de la personalidad es lo que nos ofrece el Antiguo Testamento como modelación de los elegidos por Dios para representar papeles ejemplares. Sobre su vejez, marchita a veces, pesa todo el pasado y muestran un sello individual completamente extraño a los héroes homéricos. A éstos el tiempo los afecta sólo exteriormente, y aun ello se nos pone de manifiesto lo menos posible; las figuras del Antiguo Testamento, en cambio, permanecen constantemente bajo la dura férula de Dios, que no sólo las ha creado y elegido, sino que continúa moldeándolas, doblegándolas, amasándolas, y que, sin destruir su esencia, obtiene de ellos formas que su juventud no dejaba presagiar. De nada vale la objeción de que las historias personales del Antiguo Testamento son fruto, muchas veces, de la fusión de le­yendas personales diversas, pues la fusión forma parte del nacimiento del texto. ¡Y cuanto más amplias son las oscilaciones pendulares de su destino que las de los héroes homéricos! Pues aunque aquéllos son portadores de la voluntad divina, también son falibles, y expuestos a la desgracia y a la humillación; y en medio de su desgracia y humillación se revela en sus acciones y palabras la sublimidad de Dios. Apenas si hay alguno que no sufra, como Adán, la más profunda humillación, y apenas alguno que no sea ensalzado al trato y a la inspiración divinas. La humillación y la exaltación alcanzan mayores profundidad y altura que en Homero, y se implican en el fondo. Ulises está únicamente disfrazado de mendigo, mientras que Adán es realmente expulsado, Jacob un auténtico fugitivo, José es arrojado al pozo y más tarde será un esclavo en venta. Pero su grandeza, surgida de su misma humillación, es casi sobrehumana, un reflejo de la grandeza divina. Se percibe claramente la relación que existe entre la amplitud de la oscilación pendular y la inmensidad de la historia personal. Precisamente las circunstancias extremas, en las cuales quedamos abandonados a la desesperación des­medida o somos elevados a la felicidad también desmedida, nos confieren, si las superamos, un sello personal que se reconoce como resultado de una historia densa, de una rica evolución. Y esta forma evolutiva confiere casi siempre a las narraciones del Antiguo Testamento un carácter histórico, aun en aquellos casos en que se trata de tradiciones puramente legendarias.

Todos los asuntos de Homero permanecen en lo legendario, mientras que los del Antiguo Testamento, a medida que avanzan en su desarrollo, se van acercando a lo histórico: en la narración de David, predomina ya la comunicación histórica. Hay todavía mucho de legendario, como, por ejemplo, la anécdota de David y Go­liath, pero lo esencial consiste en cosas vividas por los mismos na­rradores, o que éstos conocen por testimonio directo. Ahora bien: para un lector algo experimentado, la distinción entre leyenda e historia es, la mayor parte de la veces, fácil. Si difícil resulta distinguir entre lo verdadero y lo falso o lo parcial dentro de una narración histórica, pues requiere una cuidadosa formación histórico-filológica, es fácil, por lo general, separar lo legendario de lo histórico. Sus estructuras son diferentes. Incluso cuando lo legendario no se acusa inmediatamente por sus elementos maravillosos, por la repetición de motivos tradicionales, por descuido de las circunstancias de tiempo y lugar u otras cosas semejantes, puede ser identificado la mayor parte de las veces por su propia estructura. Se desarrolla con exce­siva sencillez. En lo legendario se elimina todo lo contrapuesto, resistente, diverso, secundario que se insinúa en los acontecimientos principales y en los motivos directores; todo lo indeciso, inconexo, titubeante que tienda a confundir el curso claro de la acción y el derrotero simple de los actores, la historia que nosotros presencia­mos, o que conocemos por testigos coetáneos, transcurre en forma mucho menos unitaria, más contradictoria y confusa; tan sólo cuando ha producido ya resultados dentro de una zona determinada, podemos con su ayuda ordenarla de algún modo, y cuantas veces ocurre que el pretendido orden conseguido nos parece de nuevo dudoso, cuantas veces nos preguntamos si los resultados aquellos no nos llevarán a ordenar demasiado sencillamente los anteriores acontecimientos. La leyenda ordena sus materiales en forma unívoca y decidida, recortándolos de su eonexión con el resto del mundo, de modo que éste no pueda ejercer una influencia perturbadora, y conoce tan sólo hombres definitivamente cortados, determinados por unos pocos motivos simples, y cuya unidad compacta de sentir y de obrar no se puede alterar. Por ejemplo, en la leyenda de los Mártires se enfrentan perseguidos tercos y fanáticos a perseguidores no menos tercos y fanáticos; una situación tan complicada -es decir, realmente histórica- como aquella en que se encuentra el “perseguidor” Plinio en la carta que escribe a Trajano sobre los cristianos es inutilizable para ninguna leyenda. Y eso que éste es un caso relati­vamente sencillo. Piénsese en la historia que nosotros estamos viviendo: quien reflexione sobre el proceder de los individuos y de los grupos humanos durante el auge del nacional-socialismo en Alema­nia, o en el de los pueblos y estados antes y durante la guerra actual (1942), comprenderá lo difícil que es una exposición de los hechos históricos y qué inservibles son para la leyenda; lo histórico contiene en cada hombre una multitud de motivos contradictorios, un titubeo y un tanteo ambiguo en los grupos humanos; muy rara vez aparece (como ahora con la guerra) una situación definida, relativamente sencilla, y aun ésta se halla subterráneamente muy matizada, su sentido unívoco en constante peligro; y los motivos en cada uno de los actores son tan alambicados que los tópicos de la propaganda se logran tan sólo por medio de la más grosera simplificación, lo que trae como consecuencia que amigos y enemigos empleen muchas veces los mismos. Es tan difícil escribir historia, que la mayoría de los historiadores se ve obligado a hacer concesio­nes a la técnica de lo fabuloso.

Pronto se ve que gran parte de los libros de Samuel contienen historia y no leyenda. En la rebelión de Absalón o en las escenas de los últimos días de David, lo contradictorio y entrecruzado de los motivos en los personajes y en la trama total se han hecho tan concretos que no es posible dudar de su autenticidad histórica. Hasta qué punto los sucesos han podido ser alterados por parcialidad, es cuestión que no nos interesa ahora; lo cierto es que aquí comienza la transición de lo legendario a lo histórico, que se introduce la noticia histórica, ausente por completo en la poesía homérica. Ahora bien: las personas que compusieron la parte histórica de los libros de Samuel son muchas veces las mismas que redactaron las leyendas; además, su peculiar concepción religiosa del hombre en la historia, que anteriormente hemos tratado de describir, no los lleva en modo alguno a la simplificación legendaria del acontecer, y por eso es natural que muchos trozos fabulosos del Antiguo Testamento muestren una estructura histórica; no en el sentido de que haya sido probada la credibilidad de la tradición en forma científico-crítica, sino porque en su mundo legendario no domina la tendencia a la armonización, sin tropiezos, del acontecer, a la simplificación de los motivos y a la fijación estática de los caracteres que elude todo conflicto, titubeo y evolución, como acontece en la forma legendaria. Abraham, Jacob y hasta Moisés producen un efecto más concreto, próximo e histórico que las figuras del mundo homérico, no porque estén más plásticamente descritas -lo contrario es lo cierto-, sino porque la confusa y contradictoria variedad del suceso externo o interno, rica en obstrucciones, que la historia auténtica nos muestra, es en aquéllos patente, lo que depende en primer lugar de la concepción judaica del hombre, y también de que los redac­tores no eran poetas de leyendas sino historiadores, cuya idea de la estructura de la vida humana provenía de su educación histórica. Es además muy comprensible que, a causa de la unidad de la construcción religioso-vertical, no pudiera originarse una separación consciente de los géneros literarios. Pertenecen todos a la misma or­denación común, y lo que no era adaptable, por lo menos después de ser sometido a interpretación, no encontraba sitio. Pero lo que nos interesa ante todo en los relatos de David es la transición, tan im­perceptible, de lo legendario a lo histórico, que sólo la crítica científica supo poner de manifiesto; y cómo ya en lo legendario se ataca apasionadamente el problema de la ordenación e interpreta­ción del acaecer humano, problema que más tarde rompe los marcos de la historiografía sofocándola por entero con la profecía.De este modo el Antiguo Testamento, en cuanto se ocupa del acaecer hu­mano, se extiende por tres zonas: la leyenda, la noticia histórica y la teología que interpreta la historia.

Relaciónase con lo que acabamos de exponer el hecho de que el texto griego aparezca mucho más limitado y estático también en lo concerniente al círculo de los actores y de su actividad política. En la anécdota del reconocimiento, que hemos tomado como punto de partida, aparecen, además de Ulises y Penélope, el ama Euriclea, una esclava que había comprado el padre de Ulises, Laertes. Ha pasado su vida al servicio de los Laertíadas, como el pastor de puercos Eumeo, y está como éste unida al destino de la familia, a la que ama, y cuyos intereses y sentimientos comparte. Pero no tiene ni vida ni sentimientos propios, sino exclusivamente los de sus dueños. También Eumeo, aun cuando recuerda haber nacido libre, e incluso pertenecer a una casa noble (fué robado cuando niño), no tiene, ni prácticamente, ni en sus sentimientos, una vida propia, y se halla unido por completo a la de su señor. Estas son las dos únicas per­sonas no pertenecientes a la clase señorial que Homero nos describe. De donde se infiere que en los poemas homéricos no se despliega otra vida que la señorial, y todo el  resto tiene una participación de mera servidumbre. La clase dominante es todavía tan patriarcal y tan familiarizada con la diaria actividad de la vida económica, que se llega a olvidar a veces su rango social. Pero no se puede dejar de reconocer que constituye una especie de aristocracia feudal, cuyos hombres distribuyen su vida entre combates, cacerías, deliberaciones y festines, mientras que las mujeres vigilan a las sirvientas. Como estructura social, este mundo es inmutable; las luchas tienen úni­camente lugar entre diferentes grupos señoriales; de abajo no llega nada. Aun cuando los sucesos del segundo canto de la Ilíada, que terminan con el episodio de Tersites, se consideren como un movi­miento popular -y dudo que esto pueda hacerse en sentido sociológico, puesto que se trata de guerreros capaces de consejo, es decir, de gentes que son también miembros, aunque de inferior condición, de la clase señorial-, de todos modos lo que demuestran esos gue­rreros ante el pueblo reunido es su falta de independencia y su incapacidad para tomar iniciativas. En los relatos de los patriarcas del Antiguo Testamento reina asimismo la constitución patriarcal, pero tratándose de jefes de familia aislados, nómadas o seminómadas, la configuración social causa una impresión de mucha menor estabilidad; no se siente la división de clases. En cuanto el pueblo aparece decididamente, es decir, a partir de la salida de Egipto, su movimiento nos es constantemente perceptible, a menudo con bu­lliciosa tranquilidad, e interviene frecuentemente en los aconteci­mientos, ya en su totalidad, ya en grupos aislados, ya en personajes únicos; el origen mismo de la profecía parece hallarse en la indomable espontaneidad político-religiosa del pueblo. Se tiene la im­presión de que los profundos movimientos populares en Israel-Judá han debido de ser completamente diferentes y mucho más elementales que hasta en las mismas democracias antiguas.

La profunda historicidad y la profunda movilidad social del texto del Antiguo Testamento implican finalmente una última e importante diferenciación: un concepto del estilo elevado y de la sublimidad muy distintos a los de Homero.Éste ciertamente no teme en absoluto conjugar lo cotidiano-realista con lo trágico-elevado, te­mor extraño e inconciliable con su estilo; en nuestro episodio de la cicatriz vemos cómo la escena casera del lavatorio, descrita apacible­mente, se entreteje con la grandiosa y significativa acción de la vuelta al hogar. Homero está muy lejos de aquella regla de separación estilística, que luego se impuso casi por todas partes, y a tenor de la cual la descripción realista de lo cotidiano no es com­patible con lo sublime, y tan sólo encuentra su lugar adecuado en la comedia o, en todo caso, y cuidadosamente estilizada, en la égloga. Y, sin embargo, está más cerca de dicha regla que el Antiguo Tes­tamento. Pues los episodios grandiosos y sublimes de los poemas homéricos tienen lugar en forma casi exclusiva e innegable entre los pertenecientes a la clase señorial, los cuales permanecen más intactos en su sublimidad heroica que las figuras del Antiguo Testamento, que experimentan profundas caídas en su dignidad -piénsese, si no, en Adán, en Noé, en David, en Job-; y finalmente, en Homero, el realismo casero y la descripción de la vida cotidiana permanecen constantemente dentro de un apacible idilio, mientras que, ya desde el principio, en las narraciones del Antiguo Testamento lo elevado, trágico y problemático se plasman en lo casero y cotidiano: episodios como los de Caín y Abel, Noé y sus hijos, Abraham, Sara y Agar, Rebeca, Jacob y Esaú, y así sucesivamente, son irrepresentables en estilo homérico. Esto se deduce ya de la diferente especie de conflicto. En las narraciones del Antiguo Tes­tamento, el sosiego de la diaria actividad en la casa, en los campos y en el pastoreo está siempre minado por los celos en torno a la elección y a la bendición paternas, y se suscitan complicaciones inconcebibles para los héroes homéricos. Para que en éstos surjan el conflicto y la enemistad, se necesita un motivo palpable y clara­mente definible, y una vez surgido rompe en una lucha abierta; mientras que en aquéllos, la constante consunción de los celos y la trabazón de lo económico con lo espiritual conducen a una impregnación de la vida diaria con gérmenes de conflicto y, frecuentemente, a un envenenamiento de la misma. La intervención sublime de Dios actúa tan profundamente en la vida diaria, que las dos zonas de lo sublime y lo cotidiano son fundamentalmente insepara­bles y no sólo de hecho.

Hemos comparado los dos textos y, en relación con ellos, los dos estilos que enearnan, a fin de obtener un punto de partida en nues­tro estudio de la representación literaria de la realidad en la cultura europea. Ambos estilos nos ofrecen en su oposición tipos básicos: por un lado, descripción perfiladora, iluminación uniforme, ligazón sin lagunas, parlamento desembarazado, primeros planos, univoci­dad, limitación en cuanto al desarrollo histórico y a lo humanamente problemático; por el otro lado, realce de unas partes y oscu­recimiento de otras, falta de conexión, efecto sugestivo de lo tácito, trasfondo, pluralidad de sentidos y necesidad de interpretación, pretensión de universalidad histórica, desarrollo de la representación del devenir histórico y ahondamiento en lo problemático.

Cierto que el realismo homérico no puede equipararse al cla­sicismo antiguo en general, pues la separación de estilos, que se desarrolló después, no permitió una descripción tan minuciosa­mente acabada de los episodios cotidianos dentro del marco de lo sublime; en la tragedia, sobre todo, no había lugar para ello; además, la cultura griega se enfrentó en seguida con los fenómenos del devenir histórico y de la diversidad de capas de la problemática humana ylos abordó a su manera; finalmente, en el realismo romano aparecen modos peculiares. Cuando la ocasión lo exija, abordaremos los cambios ulteriores del antiguo estilo de representación de la realidad, pero, en general, las tendencias fundamentales del estilo homérico, que hemos tratado de analizar, siguieron imponién­dose hasta las postrimerías de la antigüedad.

Al tomar como punto de partida el estilo homérico y el del Antiguo Testamento, los hemos considerado tal como en los textos se nos ofrecen, haciendo abstracción de cuanto se refiere a su origen, y también hemos dejado de lado el problema de si sus peculiaridades son originales o atribuíbles total o parcialmente a influencias extrañas, y a cuáles. Escapa a nuestro propósito la consideración de este problema, pues dichos estilos, tal como se formaron en los primeros tiempos, han ejercido su acción constitutiva sobre la representación europea de la realidad.

Erich Auerbach, Mimesis. Fondo de Cultura Económica.

Fuente: http://www.laserpblanca.com/auerbach-la-cicatriz-de-ulises

 

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